jueves, 22 de abril de 2010

¿La última palabra de Salinger ?


No sabemos si JD Salinger terminò siendo un anacoreta contemplando su famosa obra literaria, abandonàndose a toda suerte de bùsquedas existenciales, penitencias de aislamiento, olvidos sociales, mordazas de lo pùblico, esa telaraña que lo convirtiò en un misterio en la època màs frìvola, banal, estùpida de la humanidad. ¿Se habrà perdonado a sì mismo y se sentirìa hasta el final de sus dìas como un sobreviviente que terminò saliendo ileso de la agresiòn social y del mercado? Èl fue un sobreviviente del dìa D, en Normandìa, y despuès, de su propia existencia, que olvidò en una cabaña en Estados Unidos con sus màs cercanos y una supuesta obra que nadie conoce aùn, a casi 50 dìas de su muerte. Èl era El Cazador oculto que se excluyò voluntariamente de la vida cotidiana màs allà de su vida interior. Aunque se han revelado recientemente algunas cartas, que podrìan develar su misterioso silencio de cuatro largas dècadas, que en una de las epìstolas pareciera resumir con esta frase: 25 de diciembre de 1984:" Me siento aislado de cualquier conversaciòn privada o pùblica. En todos estos años no he hablado màs con nadie, excepto un par de borrachos y unos pocos locos que andan por aquì. Son cartas dirigidas al ilustrador de la primera ediciòn de El Cazador oculto, Michael Mitchell, quien con su mujer Beth fueron los màs entrañables amigos de este escritor de culto que hizo trizas esta relaciòn al negarse a dedicarles un autògrafo en la mìtica novela.

¿Què sombras perseguirìa Salinger que no fuera la propia? Sin duda, la màs oscura de todas.

30 de enero de 1993, en los ùltimos tramos del siglo XX, JD explicaba su decisiòn de no dedicar su libro a MM y su mujer B: "Una portada de un libro blanco revela mucho màs, en realidad, de nuestra amistad de a tres, que cualquier tipo de dedicatoria." Su comunicaciòn se transformó en el P.O. Box 32, de su residencia oculta, en New Hampshire, mimetizada en su olvido.

Las cartas de Salinger estàn expuestas como si fueran escritas por un profeta, un santo, un monje retirado en el màs allà. Allì reposan junto a la Biblia de Gutemberg, el sabio de la imprenta. ¿Estamos ante un iluminado, un santo o un hombre torturado por los efectos de una sociedad estùpida, enajenada y enajenante, verdaderamente esquizofrènica y psicòtica, la cual enfrentò con su autoaislamiento?

27 de diciembre de 1966, un tiempo largo visto ahora en el 2010, le dijo a MM: "Estoy trabajando en un material que me encanta, pero mi Dios, estoy tan lento, tan vacilante". "El truco es trabajar con la decepciòn, sin pestañear", se alentaba así mismo, quien para algunos trabajaba como un obrero enfundado en su traje de mecànico, un overol no sabemos de què color era, pero imaginamos su imagen frente a la nada como si una nave lo hubiese olvidado de recoger frente al bosque. ¿Se convertìa en humano, al reflejar sus dificultades frente a la escritura?. Son muchas las vigilias frente a la pàgina en blanco, hay que estar frente a ella, para saber de este drama. El largo silencio literario de JD, su incomunicaciòn con el mundo y las personas, abren un universo inèdito, que este manojo de cuatro cartas, de 11, que se exhibe en la Biblioteca Morgan de Nueva York, nos hablan algo màs de este enigmàtico personaje, calificado de tìmido, pero que no tuvo reparos en subrayar tajante e inequìvocamente que "El mundo es una porquerìa y se vuelve màs mierdoso a cada minuto que pasa" No se trata de que habla un hombre poco optimista, como algùn descubridor de talentos pudiera revelarnos al traducir estas palabras, sino de un escritor que habla con franqueza y hace justicia a su època. Franz Kafka, cuyas cartas a Felice, leo y repaso como un escolar esforzado, asombrado, còmplice, conmovido, interesado, lo supera en todas las lìneas del aislamiento. A JD, le interesaba Kafka, segùn se desprende de una de las misivas, porque discutiò sobre el checo con la prestigiosa crìtico irlandesa, Enid Satrkie, un 22 de mayo de 1951.

El autor de El Proceso, FK, se retrata una y mil veces en las cartas a Felice y huye de todo compromiso matrimonial. Huye de todo, menos de su literatura, aunque al final de sus dìas, le solicitarìa a su amigo y albacea, Max Brod, que quemara cualquier vestigio de su palabra inèdita. La solicitud era una manera de incinerarse asimismo, porque en Kafka, su existencia respondìa a su propia escritura, a los fantasmas màs ìntimos, subjetivos, contradictorios, letales, màgicos, extraordinariamente personales y reveladores de su palabra. Sobre todo se presenta como un escritor obsesionado, que respira literatura, y si no lo hiciera, dejarìa de vivir. Un hombre encadenado, dice Kafka, por cadenas invisibles a una invisible literatura. Sòlo la correspondencia con Felice, dice, le mantiene vivo. Kafka no necesitaba ir a un sepulturero para que le pusiera la làpida sobre la espalda cuando se define como un hombre enfermo, dèbil, insociable, taciturno, triste, rìgido, casi desprovisto de toda esperanza, "cuya tal vez ùnica virtud consiste en que te quiere". Su aislamiento estaba dentro de sì mismos: "Acabo de pasar una hora entera en compañìa con mi familia, con la intenciòn de librarme un poco de la soledad, pero no me he librado".Las cartas de Kafka parten de la raiz de su incapacidad por lo real, desde el mismo silencio, un esfuerzo titànico, conmovedor por comunicar sus necesidades, tormentos, la voz màs clara de su incomunicaciòn de lo imposible. El mismo decìa que si se le mirara por donde fuera posible, estaba desconectado de todo el mundo. Era como una pàgina en blanco de sì mismo por llenar y vaciar permanentemente. Las cartas suelen ser el ùltimo reducto de confidencialidad, asoman las palabras como pequeños volcanes contenidos, el iceberg que va levantando su rostro lentamente. Kafka y Felice Bauer se escribieron por cinco largos años y fue un perìodo de extrema fertilidad literaria para el checo. Esta comunicaciòn basada en el sueño y el amor, le permitiò a nuestro kafkiano personaje, escribir libros memorables como La metamorfosis, La condena y fragmentos importantes de Amèrica.

Kafka era un pacìfico deportista clavado en y con sus zapatillas en el punto de partida y la meta era una invisible telaraña.

Salinger, tiene una historia muy kafkiana, para nuestro tiempo. Pero existen grandes diferencias con el checo. Frente a la vida, fue un hombre de acciòn, aunque terminò recluyèndose en las ùltimas cuatro dècadas de su larga vida. y se casò en dos ocasiones, con la Dra. francesa Sylvia y Claire Dougles, aunque a partir de su amor con la joven aspirante a escritora Joyce Mainard y de ahì un par de docenas de jovencitas que buscaban la fama literaria, siguiò buscando en el jardìn de las bellas el amor que tenìa esa sensaciòn que deja el viento cuando pasa . Su hija Margaret Salinger, en su libro El Guardìàn de los sueños, revela algunas excentricidades de JDS, como el hecho que se bebìa sus orines y mantenìa secuestrada a su mamà. Kafka no consumò su prometido matrimonio con Felice y la gran causa era que sabía que le harìa infeliz por su personalidad aislacionista. Vivìa un profundo estado de respeto por la libertad, asumido inclusive contra sus intereses. ¿Tenìa un sentido ètico tan profundo de la vida, su amor a la palabra superaba al de la "carne"? Lo que se desprende de sus 500 cartas, es que se autocensuraba constamente, se disminuìa a sì mismo, se ubicaba en una situaciòn de "invalidez", y reiteraba que no era posible la consumaciòn de la vida cotidiana. FK resumìa su titànica tarea de la sobrevivencia, que en èl era un arte de lo imposible, cuando decìa que "con el despliegue de energìas que necesito para mantenerme con vida y no perder el juicio, hubiese podido construir las piràmides". Las cartas de K son de la mejor literatura y es uno de los màs notables alegatos contra sì mismo ante la mujer amada. "Càsate conmigo y lo lamentaràs; no te cases conmigo y lo lamentaràs igualmente." La màs formidable muralla dentro sì y fuera de sì. K y S, vivieron en otras circunstancias, otra època, otras vidas. Kafka muriò joven , a los 41 años, devorado por la tuberculosis y Salinger, 91 años, un hombre de dos siglos: el XX y el XXI, aunque fue el checo el que marcò el siglo pasado a Kafka y fuego. El hombre del siglo XX quedò retratado en su laberinto por FK.

JD estuvo a punto de emular a Kafka, relata en su carta del 16 de noviembre de 1962: "Providencialmente, la parte interior de mi estudio, donde guardaba el trabajo acumulado a lo largo de los años, se salvò del incendio que destruyò la mayor parte de la casa."

Las cartas le retratan con algo de pintoresquismo, por tratarse de una persona recluìda en su interior y que convirtiò su vida en un arte de la fuga de todo evento social, incluida la conversaciòn con sus semejantes. El 31 de mayo de 1979 decìa : "He tenido que tratar con dos universitarios del demonio que me fotografiaron para un pequeño diario delante del correo.¡por què no se van todos al infierno!", reclamaba. No se encontraba a gusto con el trato humano. Quizàs la guerra le dejò una honda huella irreparable. El final del Pez banana, su cuento estrella para algunos, nos revela algo de ello o mucho, la partida de todo mutiliado y herido espiritualmente por la guerra. ¿Ha tenido un hìgado grande, Salinger para ausentarse de un siglo que mostrò desde sus inicios la patologìa de la violencia o hizo mutis por el foro con una extraordinaria impotencia ante lo inevitable? Las cartas son pìldoras de la vida "desconocida" de Salinger. El plato de fondo, si existe, son sus escritos, aquellos que se negò a editar. Es su ùltima palabra y està por verse. No sabemos si quedò escrita y el valor de su contenido. Desde luego, cualquier texto serà considerado una joya del tiempo, una perla en el camino de este gran ausente..De Kafka, al menos, Max Brod recuperò obras fundamentales, como El Proceso, El Castillo, Amèrica.. El fantasma real de Kafka recorre el mundo desde que Max Brod abriò la caja de Pandora de los papeles inèditos del mundo kafkiano. ¿El checo no querìa heredarnos sus pesadillas? ¿El fuego purifica, pensò Kafka? ¿Humo y cenizas era su herencia? ¿Los sueños pertenecen a una memoria personal y no colectiva? Kafka reiteraba que su memoria era nula, probablemente vivìa en presente, y borraba todo futuro por inexplicable. ¿La realidad se le presentaba como ficciòn? ¿Para què dejar huellas de un pasado inexistente o heredar un futuro improbable? Lo cierto es que algunos de sus papeles aùn no encuentran reposo, en manos de herederas codiciosas, insensibles, verdaderas urracas de una de las peores pesadillas kafkianas, enfrentan ademàs la ambiciòn suprema de dos Estados que se sienten herederos del checo, mientras su patria real, pareciera no contar en este ejercicio de musculatura cultural..Todos somos herederos del mundo kafkiano. ¿Què dudas caben a estas alturas? El museo de palabras de K que algunos intentan conservar, forma parte del paisaje universal, se respira, està vivo.Kafka, recordemos sus palabras, no interesaba por la literatura, "yo estoy hecho de literatura"

Hasta tanto no leamos los escritos, se editen, divulguen, no sabremos de què estaba hecho y què hacia JD Salinger, despuès de su retiro definitivo, el silencio literario màs largo quizas del siglo XX. Las cartas a su ilustrador y señora, nos insinùan que habìa un escritor detràs de esos pensamientos que seguìa trabajando diariamente.


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Hombre Lobo En Paris

Cae la noche y amanece en París
en el día en que todo ocurrió.
Como un sueño de loco sin fín
la fortuna se ha reído de ti, ja ja.

Sorprendido espiando
el lobo escapó aullando
es mordido por el mago del Siam

La luna llena sobre París
ha transformado en hombre a Denisse.

Rueda por los bares del boulevard
se ha alojado en un sucio hostal.

Mientras está penando
junto a el se ha sentado
una joven con la que irá a contemplar
la luna llena sobre París.

Algunos francos cobra Denisse.
Auuu!! Lobo hombre en París.
Auuu!! Su nombre es Denisse.

El hombre lobo está en París.
Su nombre Denisse.
La luna llena sobre París
ha transformado en hombre a Denisse.

Mientras está penando
junto a él se ha sentado
una joven con la que irá a contemplar
la luna llena sobre París.

Ha transformado en hombre a Denisse.
Auuu!!
Lobo hombre en París.


Letras canciones de La Union
Letra cancion de La Union - Hombre Lobo En Paris

Algo sobre "Hombre lobo en París" de La Unión. Y sobre El "mago de Siam" que cita la letra...

la canción de La Unión, su nombre era " Lobo Hombre en París ".

Hacía tiempo que no las escuchaba y hoy de causalidad lo hice,concretamente la version dance que han sacado en el disco Love Sessions y andava yo escuchandola y me pregunté :

¿ Quien o que diantres será el Mago de Siam ?

Una miradita a esto del internet y salvo tropezarme con la cancioncita de marras me apareció Boris Vian alguién que vivió intensamente y murió a los 39 años.

Es el autor de la historia del Lobo Hombre, se puede leer algo aquí y hay que reconocer que el tipo era muy original.

Etienne Pample es el verdadero nombre de aquel Mago de Siam creado por Boris Viam y que aparece junto a Denis en la famosa canción.

El Lobo Hombre de Boris Vian


EL LOBO-HOMBRE

En el Bois des Fausses-Reposes[1], al pie de la costa de Picardía, vivía un muy agraciado lobo adulto de negro pelaje y grandes ojos rojos. Se llamaba Denis, y su distracción favorita consistía en contemplar cómo se ponían a todo gas los coches procedentes de Ville-d'Avray, para acometer la lustrosa pendiente sobre la que un aguacero extiende, de vez en cuando, el oliváceo reflejo de los árboles majestuosos. También le gustaba, en las tardes de estío, merodear por las espesuras para sorprender a los impacientes enamorados en su lucha con el enredo de las cintas elásticas que, desgraciadamente, complican en la actualidad lo esencial de la lencería. Consideraba con filosofía el resultado de tales afanes, en ocasiones coronados por el éxito, y, meneando la cabeza, se alejaba púdicamente cuando ocurría que una víctima complaciente era pasada, como suele decirse, por la piedra. Descendiente de un antiguo linaje de lobos civilizados, Denis se alimentaba de hierba y de jacintos azules, dieta que reforzaba en otoño con algunos champiñones escogidos y, en invierno, muy a su pesar, con botellas de leche birladas al gran camión amarillo de la Central. La leche le producía náuseas, a causa de su sabor animal y, de noviembre a febrero, maldecía la inclemencia de una estación que le obligaba a estragarse de tal manera el estómago.

Denis vivia en buenas relaciones con sus vecinos, pues éstos, dada su discreción, ignoraban incluso que existiese. Moraba en una pequeña caverna excavada, muchos años atrás, por un desesperado buscador de oro, quien, castigado por la mala fortuna durante toda su vida, y convencido de no llegar a encontrar jamás el «cesto de las naranjas» (cito a Louis Boussenard)[2], había decidido acabar sus días en clima templado sin dejar de practicar, empero, excavaciones tan infructuosas como maníacas. En dicha cueva Denis se acondicionó una confortable guarida que, con el paso del tiempo, adornó con ruedas, tuercas y otros recambios de automóvil recogidos por él mismo en la carretera, donde los accidentes eran el pan nuestro de cada día. Apasionado de la mecánica, disfrutaba contemplando sus trofeos, y soñaba con el taller de reparaciones que, sin lugar a dudas, habría de poner algún día. Cuatro bielas de aleación ligera sostenían la cubierta de maletero utilizada a manera de mesa; la cama la conformaban los asientos de cuero de un antiguo Amilcar que se enamoró, al pasar, de un opulento y robusto plátano; y sendos neumáticos constituían marcos lujosos para los retratos de unos progenitores siempre bien queridos. El conjunto armonizaba exquisitamente con los elementos más triviales reunidos, en otros tiempos, por el buscador.

Cierta apacible velada de agosto, Denis se daba con parsimonia su cotidiano paseo digestivo. La luna llena recortaba las hojas como encaje de sombras. Al quedar expuestos a la luz, los ojos de Denis cobraban los tenues reflejos rubíes del vino de Arbois. Aproximábase ya al roble que constituía el término ordinario de su andadura, cuando la fatalidad hizo cruzarse en su camino al Mago del Siam[3], cuyo verdadero nombre se escribía Etienne Pample, y a la diminuta Lisette Cachou, morena camarera del restaurante Groneil arrastrada por el mago con algún pretexto ingenioso a las Fausses-Reposes. Lisette estrenaba un corsé Obsesión último diseño, cuya destrucción acababa de costar seis horas al Mago del Siam, y era a tal circunstancia, a la que Denis debía agradecer tan tardío encuentro.

Por desgracia para este último, la situación era en extremo desfavorable. Medianoche en punto; el Mago del Siam con los nervios de punta; y, dándose en abundancia por los alrededores, la consuelda, el licopodio y el conejo albo que, desde hace poco, acompañan inevitablemente los fenómenos de licantropía o, mejor dicho, de antropolicandria, como tendremos ocasión de leer en las páginas que siguen. Enfurecido por la aparición de Denis que, sin embargo, se alejaba ya tan discreto como siempre barbotando una excusa, y desencantado también de Lisette, por cuya culpa conservaba un exceso de energía que pedía a gritos ser descargada de una u otra manera, el Mago del Siam se abalanzó sobre la inocente bestia, mordiéndole cruelmente el codillo. Con un gañido de angustia, Denis escapó a galope. De regreso a su guarida, se sintió vencido por una fatiga fuera de lo común, y quedó sumido en un sueño muy pesado, entrecortado por turbulentas pesadillas.

No obstante, poco a poco fue olvidando el incidente, y los días volvieron a pasar tan idénticos como diversos. El otoño se acercaba y, con él, las mareas de septiembre, que producen el curioso efecto de arrebolar las hojas de los árboles. Denis se atracaba de níscalos y de setas, llegando a atrapar a veces alguna peziza casi invisible sobre su plinto de cortezas, mas huía como de la peste del indigesto lengua de buey. Los bosques, a la sazón, se vaciaban a muy temprana hora de paseantes y Denis se acostaba más temprano. Sin embargo, no por eso descansaba mejor, y en la agonía de noches entreveradas de pesadillas, se despertaba con la boca pastosa y los miembros agarrotados. Incluso sentía menguar paulatinamente su pasión por la mecánica, y el mediodía le sorprendía cada vez con más frecuencia amodorrado y sujetando con una zarpa inerte el trapo con el que debía haber lustrado una pieza de latón cardenillo. Su reposo se hacía cada vez más desasosegado, y a Denis le preocupaba no descubrir las razones.

Tiritando de fiebre y sobrecogido por una intensa sensación de frío, en mitad de la noche de luna llena despertó brutalmente de su sueño. Se frotó los ojos, quedó sorprendido del extraño efecto que sintió y, a tientas, buscó una luz. Tan pronto como hubo conectado el soberbio faro que le legase algunos meses atrás un enloquecido Mercedes, el deslumbrante resplandor del aparato iluminó los recovecos de la caverna. Titubeante, avanzó hacia el retrovisor que tenía instalado justo encima de la coqueta. Y si ya le había asombrado darse cuenta de que estaba de pie sobre las patas traseras, aún quedó más maravillado cuando sus ojos se posaron sobre la imagen reflejada en el espejo. En la pequeña y circular superficie le hacía frente, en efecto, un extravagante y blancuzco rostro por completo desprovisto de pelaje, y en el que sólo dos llamativos ojos rufos recordaban su anterior apariencia. Dejando escapar un breve grito inarticulado se miró el cuerpo y al instante comprendió la causa de aquel frío sobrecogedor que le atenazaba por todas partes. Su abundante pelambrera negra había desaparecido. Bajo sus ojos se alargaba el malformado cuerpo de uno de estos humanos de cuya impericia amatoria solía con tanta frecuencia burlarse.

Resultaba forzoso moverse con presteza. Denis se abalanzó hacia el baúl atiborrado de las más diferentes ropas, reunidas según el caprichoso azar de la sucesión de los accidentes. El instinto le hizo escoger un traje gris con rayitas blancas, de aspecto bastante distinguido, con el cual combinó una camisa lisa de tono tallo de rosa, y una corbata burdeos. Cuando estuvo cubierto con tal indumentaria, admirado todavía de poder conservar un equilibrio que en absoluto comprendía, empezó a sentirse mejor, y los dientes cesaron de castañetearle. Fue entonces cuando su extraviada mirada vino a fijarse en el irregular y espeso montoncillo de negra pelambrera esparcido alrededor de su lecho, y no pudo impedir llorar su perdida apariencia.

Hizo empero, un violento esfuerzo de voluntad para serenarse, e intentó explicarse el fenómeno. Sus lecturas le habían enseñado muchas cosas, y el asunto acabó por parecerle diáfano. El Mago del Siam debía ser un hombre-lobo y él, Denis, mordido por la alimaña, acababa de convertirse, recíprocamente, en ser humano.

Ante la idea de que debía disponerse a vivir en un mundo desconocido, en un primer momento se sintió presa de pánico. ¡Qué peligros no habría de correr como hombre entre los humanos! La evocación de las estériles competiciones a que se entregaban día y noche los conductores en tránsito de la Côte de Picardie le anticipaba simbólicamente la atroz existencia a la que, de buena o mala gana, sería preciso adaptarse. Pero luego reflexionó. Según todas las apariencias, y si los libros no mentían, la transformacion habría de ser de duración limitada. Y en tal caso, ¿por qué no aprovecharla para hacer una incursión a la ciudad...? Llegados a este punto, preciso es reconocer que determinadas escenas entrevistas en el bosque se reprodujeron en la imaginación del lobo sin provocar en él las mismas reacciones que antes. Al contrario: se sorprendió incluso pasándose la lengua por los labios, cosa que le permitió constatar de paso que, a pesar de la metamorfosis, seguía siendo tan puntiaguda como siempre.

Volvió al retrovisor para contemplarse más de cerca. Sus rasgos no le disgustaron tanto como había temido. Al abrir la boca pudo constatar que su paladar seguía siendo de un negro llamativo, y, por otro lado, que también conservaba incólume el control de sus orejas, tal vez una pizca sospechosas por ser en exceso alargadas y pilosas. Mas consideró que el rostro que se reflejaba en el pequeño y esférico espejo, con su forma oval un algo prolongada, su pigmentación mate y sus blancos dientes, haría un papel aceptable entre los que conocía. Así que, después de todo, lo mejor sería sacar partido de lo inevitable y aprender algo de provecho para el porvenir. Consideración no obstante la cual un ramalazo de prudencia le obligó antes de salir a hacerse con unas gafas oscuras que, en caso de necesidad, atemperarían la rojiza brillantez de sus cristalinos. Proveyóse asimismo de un impermeable que se echó al brazo, y ganó la puerta con paso decidido. Pocos instantes después, cargado con una maleta ligera, y olfateando una brisa matinal que parecía singularmente desprovista de fragancia, se encontraba en la cuneta de la carretera, alargando el pulgar sin complejo alguno al primer automóvil que divisó en lontananza. Había decidido ir en dirección a París aconsejado por la experiencia cotidiana de que los coches rara vez se detienen al empezar la cuesta arriba y sí, en cambio, cuesta abajo, cuando la gravedad les permite volver a arrancar con facilidad.

Su elegante aspecto le reportó ser rápidamente aceptado como acompañante por una persona con no demasiada prisa. Y confortablemente acomodado a la derecha del conductor, se dispuso a abrir sus ardientes ojos a todo lo desconocido del vasto mundo. Veinte minutos más tarde se apeaba en la Plaza de la Ópera. El tiempo estaba despejado y fresco, y la circulación se mantenía dentro de los límites de lo decente. Denis se lanzó osadamente entre los tachones del asfalto y, tomando el bulevar, caminó en dirección al Hotel Scribe, en el que alquiló una habitación con cuarto de baño y salón. Dejó su maleta al cuidado de la servidumbre y salió acto seguido a comprar una bicicleta.

La mañana se le fue en un abrir y cerrar de ojos. Fascinado, no sabía bien hacia dónde pedalear. En el fondo de su yo experimentaba, sin lugar a dudas, el íntimo y oculto deseo de buscar un lobo para morderle, pero pensaba que no le resultaría demasiado fácil encontrar una víctima y, por otro lado, quería evitar dejarse influenciar en demasía por el contenido de los tratados. No ignoraba en absoluto que, con un poco de suerte, no le sería imposible acercarse a los animales del Jardin des Plantes, pero prefirió reservar tal posibilidad para un momento de mayor apremio. La flamante bicicleta absorbía en aquel momento toda su atención. Aquel artilugio niquelado le encandilaba, y, por otra parte, no dejaría de serle útil a la hora de regresar a su guarida.

A mediodía estacionó la máquina delante del hotel, ante la mirada un tanto reticente del portero. Pero su elegancia, y sobre todo aquellos ojos que semejaban carbúnculos, parecían privar a la gente de la capacidad de hacerle el mas mínimo reproche. Con el corazon exultante de alegría, se entretuvo en la búsqueda de un restaurante. Finalmente eligió uno tan discreto como de buena pinta. Las aglomeraciones le impresionaban todavía y, a pesar de la amplitud de su cultura general, temía que sus maneras pudiesen evidenciar un ligero provincianismo. Por eso pidió un sitio apartado y diligencia en el servicio.

Pero lo que Denis ignoraba era que precisamente en ese lugar de tan sosegado aspecto se celebraba, justo aquel día, la reunión mensual de los Aficionados al Pez de Agua Dulce Rambouilletiano. Cuando estaba a medio comer vio irrumpir de repente una comitiva de caballeros de resplandeciente tez y joviales maneras que, en un abrir y cerrar de ojos, ocuparon siete mesas de cuatro cubiertos cada una. Ante tan súbita invasión, Denis frunció el ceño. Mas, como se temía, el maître acabó por acercarse cortésmente a la suya.

-Lo siento mucho, señor -dijo aquel hombre lampiño y cabezón-, ¿pero podría hacernos el favor de compartir su mesa con la señorita?

Denis echó una ojeada a la zagala, desfrunciendo el ceño al mismo tiempo.

-Encantado -dijo incorporándose a medias.

-Gracias, caballero -gorjeó la criatura con voz musical. Voz de sierra musical, para ser más exactos.

-Si usted me lo agradece a mí -prosiguió Denis- ¿a quién deberé yo? Agradecérselo, se sobreentiende.

-A la clásica providencia, sin duda -opinó la monada.

Y a continuación dejó caer su bolso, que Denis recogió al vuelo.

-¡Oh! -exclamó ella-. ¡Tiene usted unos reflejos extraordinarios!

-Sí... -confirmó Denis.

-Sus ojos son también bastante extraños -añadió la joven al cabo de cinco minutos-. Los veo parecidos a... a...

-¡Ah! -comentó Denis.

-A granates -concluyó ella.

-Es la guerra... -musitó Denis.

-No le entiendo...

-Quería decir -explicó Denis-, que esperaba que le recordasen a rubíes. Pero al oír que sólo ha dicho granates, no he podido por menos que pensar en restricciones. Concepto que, por una relación de causa efecto, me ha llevado acto seguido al de guerra.

-¿Estudió usted Ciencias Políticas? -preguntó la morenita.

-Le juro que no volveré a hacerlo.

-Le encuentro bastante fascinante -aseguró llanamente la señorita, que, entre nosotros, lo había dejado de ser muchas ya más veces de las que pudiera contar.

-De buena gana le devolvería el piropo, pero pasándolo al género femenino -expresóse Denis, madrigalesco.

Salieron juntos del restaurante. La lagarta confió al lobo convertido en hombre que, no lejos de allí, ocupaba una encantadora habitación en el Hotel del Pasapurés de Plata.

-¿Por qué no viene a ver mi colección de grabados japoneses? -acabó susurrando al oído de Denis.

-¿Sería prudente? -inquirió éste-. ¿Su marido, su hermano o algún otro de sus parientes no lo vería con inquietud?

-Digamos que soy un poco huérfana -gimió la pequeña, haciéndole cosquillas a una lágrima con la punta de su ahusado índice.

-Una verdadera lástima -comentó cortésmente su distinguido acompañante.

Al llegar al hotel creyó darse cuenta de que el recepcionista parecía llamativamente distraído. También constató que tanta felpa roja amortiguante hacía diferir notablemente ese establecimiento de aquel otro en el que él se había alojado. Pero en la escalera se distrajo contemplando primero las medias y luego las pantorrillas, inmediatamente adyacentes, de la señorita. En el afán de instruirse, la dejó tomar hasta seis escalones de ventaja. Y una vez que se creyó bastante instruido, apretó nuevamente el paso.

Por lo que tenía de cómica, la idea de fornicar con una mujer no dejaba de chocarle. Pero la evocación de Fausses-Reposes hizo desaparecer finalmente aquel elemento retardatario y, muy pronto se encontró en condiciones de poner en práctica con el tacto, los conocimientos que en el añorado bosque le entraran por la vista. Llegados a determinado punto plugo a la hermosa reconocerse, a gritos, satisfecha; y el artificio de tales afirmaciones, mediante las cuales aseguraba haber llegado a la cúspide, pasó inadvertido al entendimiento poco experimentado en ese terreno del bueno de Denis.

Apenas si comenzaba éste a salir de una especie de coma bastante distinto de todo cuanto hubiese conocido hasta entonces, cuando oyó sonar el despertador. Sofocado y pálido, se incorporó a medias en el lecho y quedó boquiabierto viendo cómo su compañera, con el culo al aire, dicho sea con todo respeto, registraba con diligencia el bolsillo interior de su americana.

-¿Desea una foto mía? -dijo sin pensarlo dos veces, creyendo haber comprendido.

Se sintió halagado pero, por el sobresalto que empinó la bipartita semiesfera que ante sus narices tenía, al instante se dio cuenta del inmenso error de tan aventurada suposición.

-Esto... eh... sí, querido mío -acabó por decir la dulce ninfa, sin saber muy bien si se le estaba o no tomando la cabellera.

Denis volvió a fruncir el ceño. Se levantó, y fue a comprobar el contenido de su cartera.

-¡Así que es usted una de esas hembras cuyas indecencias pueden leerse en la literatura del señor Mauriac! -explotó finalmente-. ¡Una prostituta, por decirlo de algún modo!

Se disponía ella a replicar, y en qué tono, que se cagaba en tal y en cual, que se lo montaba con su cuerpo serrano, y que no acostumbraba a tirarse a los pasmados por el gusto de hacerlo, cuando un cegador destello procedente de los ojos del lobo antropomorfizado le hizo tragarse todos y cada uno de los proyectados exabruptos. De las órbitas de Denis emanaban, en efecto, dos incesantes centellas rojas que, cebándose en los globos oculares de la morenita, la sumieron en muy curiosa confusión.

-¡Haga el favor de cubrirse y de largarse en el acto! -sugirió Denis.

Y para aumentar el efecto, tuvo la inesperada idea de lanzar un aullido. Hasta entonces, nunca semejante inspiración se le había pasado por las mientes. Mas, a pesar de tal falta de experiencia, la cosa resonó de manera sobrecogedora.

Aterrorizada, la damisela se vistió sin decir ni pío, en menos tiempo del que necesita un reloj de péndulo para dar las doce campanadas. Una vez solo, Denis se echó a reír. Se sentía asaltado por una viciosa sensación bastante excitante.

-Debe ser el sabor de la venganza -aventuró en voz alta.

Volvió a poner donde correspondía cada uno de sus avíos, se lavó donde más lo necesitaba y salió a la calle. Había caído la noche, el bulevar resplandecía de manera maravillosa.

No había caminado ni dos metros, cuando tres individuos se le acercaron. Vestidos un poco llamativamente, con ternos demasiado claros, sombreros demasiado nuevos y zapatos demasiado lustrados, lo cercaron.

-¿Podemos hablar con usted? -dijo el más delgado de todos, un aceitunado de recortado bigotillo.

-¿De qué? -se asombró Denis.

-No te hagas el tonto -profirió uno de los otros dos, coloradote y grueso.

-Entremos ahí.. -propuso el aceitunado según pasaban por delante de un bar.

Lleno de curiosidad, Denis entró. Hasta aquel momento, la aventura le parecía interesante.

-¿Saben jugar al bridge? -pregunto a sus acompañantes.

-Pronto vas a necesitar uno[4] -sentenció el grueso coloradote sombríamente. Parecía irritado.

-Querido amigo -dijo el aceitunado una vez que hubieron tomado asiento-, acaba usted de comportarse de una manera muy poco correcta con una jovencita.

Denis comenzó a reír a mandíbula batiente.

-¡Le hace gracia al muy rufián! -observó el colorado-. Ya veréis como dentro de poco le hace menos.

-Da la casualidad -prosiguió el flaco- de que los intereses de esa muchacha son también los nuestros.

Denis comprendió de repente.

-Ahora entiendo -dijo-. Ustedes son sus chulos.

Los tres se levantaron como movidos por un resorte.

-¡No nos busques las vueltas! -amenazó el más grueso.

Denis los contemplaba.

-Noto que voy a encolerizarme -dijo finalmente con mucha calma-. Será la primera vez en mi vida, pero reconozco la sensación. Tal como ocurre en los libros.

Los tres individuos parecían desorientados.

-¡Arreglado vas si piensas que nos asustas, gilipollas! -tronó el grueso.

Al tercero no le gustaba hablar. Cerrando el puño, tomó impulso. Cuando estaba a punto de alcanzar el mentón de Denis, éste se zafó, atrapó de una dentellada la muñeca del agresor y apretó. La cosa debió doler.

Una botella vino a aterrizar sobre la cabeza de Denis, que parpadeó y reculó.

-Te vamos a escabechar -dijo el aceitunado.

El bar se había quedado vacío. Denis saltó por encima de la mesa y del adversario gordo. Sorprendido, éste se quedó un instante aturdido, pero llegó a tener el reflejo de agarrar uno de los pies calzados de ante del solitario de Fausses-Reposes.

Siguió una breve refriega al final de la cual, Denis, con el cuello de la camisa desgarrado, se contempló en el espejo. Una cuchillada le adornaba la mejilla, y uno de sus ojos tendía al índigo. Prestamente, acomodó los tres cuerpos inertes bajo las banquetas. El corazón le latía con furia. Y, de repente, sus ojos fueron a fijarse en un reloj de pared. Las once.

«¡Por mis barbas», pensó, «es hora de marcharse!»

Se puso apresuradamente las gafas oscuras y corrió hacia su hotel. Sentía el alma pletórica de odio, pero la proximidad de su partida le apaciguó.

Pagó la cuenta, recogió el equipaje, montó en su bicicleta, y se puso a pedalear incansablemente como un verdadero Coppi.

Estaba llegando al puente de Saint-Cloud, cuando un agente le dio el alto.

-¿O sea que va usted sin luces? -preguntó aquel hombre semejante a tantos otros.

-¿Cómo? -se extrañó Denis-. ¿Y por qué no? Veo de sobra.

-No se llevan para ver -explicó el agente- sino para que le vean a uno. ¿Y si le ocurre un accidente? Entonces, ¿qué?

-¡Ah! -exclamó Denis-. Sí; tiene usted razón. ¿Pero puede explicarme cómo funcionan las luces de este armatoste?

-¿Se está burlando de mí? -indagó el alguacil.

-Escuche -se puso serio Denis-. Llevo tanta prisa que ni siquiera tengo tiempo de reírme de nadie.

-¿Quiere usted que le ponga una multa? -dijo el infecto municipal.

-Es usted pelmazo de más -replicó el lobo ciclista.

-¡De acuerdo! -sentenció el innoble bellaco-. Pues ahí va...

Y sacando la libreta y un bolígrafo, bajó la nariz un instante.

-¿Su nombre, por favor? -preguntó volviendo a levantarla.

Después, sopló con todas sus fuerzas en el interior de su tubito sonoro, pues, muy lejos ya, alcanzó a ver la bicicleta de Denis lanzada, con él encima, al asalto del repecho.

En el mencionado asalto, Denis echó el resto. Al asfalto, pasmado, no le quedaba más que ceder ante su furioso avance. La costana de Saint-Cloud quedó atrás en un abrir y cerrar de ojos. Atravesó a continuación la parte de la ciudad que costea Montretout[5] -fina alusión a los sátiros que vagan por el parque dedicado al antes nombrado santo- y giró después a la izquierda, en dirección hacia el Pont Noir y Ville-d'Avray. Al salir de tan noble ciudad y pasar frente al Restaurante Cabassud, advirtió cierta agitacion a sus espaldas. Forzó la marcha y, sin previo aviso, se internó por un camino forestal. El tiempo apremiaba. A lo lejos, de repente, algún carillón comenzaba a anunciar la llegada de la medianoche.

Desde la primera campanada, Denis notó que la cosa no marchaba. Cada vez le costaba más trabajo llegar a los pedales; sus piernas parecían irse acortando paulatinamente. A la luz del claro de luna seguía sin embargo escalando, montado sobre su rayo mecanico, por entre la gravilla del camino de tierra. Pero en cierto momento se fijó en su sombra: hocico alargado, orejas erguidas. Y al instante dio de morros en el suelo, pues un lobo en bicicleta carece de estabilidad.

Felizmente para él. Pues apenas tocó tierra se perdió de un salto en la espesura. La moto del policía, entretanto, colisionó ruidosamente contra la recién caída bicicleta. El motorista perdió un testículo en la acción a la vez que el treinta y nueve por ciento de su capacidad auditiva.

Apenas recobrada la apariencia de lobo y sin dejar de trotar hacia su guarida, Denis consideró el extraño frenesí que lo había asaltado bajo las humanas vestiduras de segunda mano. Él, tan apacible y tranquilo de ordinario, había visto evaporarse en el aire tanto sus buenos principios como su mansedumbre. La ira vengadora, cuyos efectos se habían manifestado sobre los tres chulos de la Madeleine -uno de los cuales, apresurémonos a decirlo en descargo de los verdaderos chulos, cobraba sueldo de la Prefectura, Brigada Mundana-, le parecía a la vez inimaginable y fascinante. Meneó la cabeza. ¡Qué mala suerte la mordedura del Mago del Siam! Felizmente, pensó no obstante, la penosa transformación habría de limitarse a los días de plenilunio. Pero no dejaba de sentir sus secuelas, y esa cólera latente, ese deseo de venganza no dejaban de inquietarlo.


[1] Fausses-Reposes: Falsos-Sosiegos. (N. del T.)

[2] Escritor, viajero y novelista francés (1847-1910).(N. del T.)

[3] No se trata del país asiático sino de determinada modalidad del juego de bolos. (N.del T.)

[4] Juego de palabras. En inglés, bridge, además del juego de cartas, significa «puente». (N.del T.)

[5] Montretout podría ser traducido, aproximadamente, como «enséñalotodo». (N. del T.)

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