viernes, 10 de agosto de 2012

El show de los muertos vivos de Ana María Shua


El Show de los Muertos Vivos

(Cuento reproducido, con autorización de la autora y los editores, del libro La fábrica del terror - Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1990. Colección Especiales)
El sobre decía: "Sr. Gonzalo Ramos". Y la carta decía que Gonzalo había ganado el Primer Premio del Concurso Nestlé: ¡Un viaje a Disneyworld para dos personas! El grito de alegría de Gonzalo hizo temblar los edificios de Santiago, con construcción antisísmica y todo.
Pero después resultó que dos pasajes eran mucho y eran poco. ¿Quién de la familia viajaba y quién se quedaba? Marisabel, su hermana mayor, alegaba llorando que ella lo había ayudado a completar el puzzle. Y eso era bien cierto.
Finalmente el papá decidió usar para el viaje el dinero que ahorraban para las vacaciones. Y la abuela Clara los sorprendió con un regalo inesperado. Y los Agosin, que se habían ido de Chile a la fuerza, en los malos tiempos, les ofrecieron pasar unos días en su apartamento de Miami.
Y en Miami estaba ahora la familia Ramos completa: mamá, papá, Gonzalo, Marisabel. Habían vuelto de Dinseyworld y faltaban dos días para volver a Santiago.
¡Hacía tanto calor! Gonzalo estaba feliz y maravillado con Disneyworld, especialmente con Epcott, la ciudad del futuro. Pero para entrar a cada atracción habían tenido que esperar mucho, parados en una larga fila de gente, agotados por el calor y mirando cada uno la espalda transpirada de la persona que tenían delante. Los Ramos se sentían un poco cansados, con ganas de llegar a casa y empezar a contar sus aventuras.
En los alrededores de Miami también había hartas diversiones para toda la familia. Fueron a ver los delfines y las orcas del Seaquarium y fueron a la Jungla de los Monos, donde la gente se pasea encerrada por un pasillo enrejado mientras los monos les hacen muecas desde afuera. Y fueron a la Jungla de los Pájaros, donde vieron papagayos que parecían pintados. Ya habían pasado por el Parque Nacional de Everglades, ya habían visto el Museo de Cera y parecía que no habría más diversiones antes de tomar el avión cuando Gonzalo descubrió un anuncio que decía así (pero en inglés):
  EL SHOW DE LOS MUERTOS VIVOS
  Un espectáculo vudú para toda la familia
  ¡Con auténticos zombies antillanos!
  Entrada: 20 U$S
  Niños menores de 14 años: 10 U$S
  Cafetería del Barón Samedí
También decía el horario y la dirección: era un lugar en las afueras de Miami. Los padres de Gonzalo se rieron un poco y comentaron cómo habían cambiado los tiempos, lo que antes asustaba a los grandes, ahora servía para divertir a los chicos.
El espectáculo empezaba a las siete de la tarde. Iban en un Ford alquilado. Mamá miraba el mapa, papá se perdía en las salidas de las autopistas y los dos se peleaban bastante. Pero alcanzaron a llegar justo a la hora del primer show.
La cafetería estaba adornada con Signos Mágicos. Para llegar a la puerta había que atravesar un círculo de piedras y pasar junto a un chivo ahorcado y dos pollos negros atados por las patas y colgados cabeza abajo. Por supuesto, los animales eran de plástico.
En la cafetería del Barón Samedí faltaba la alfombra en el piso porque las mozas servían deslizándose sobre patines. Al fondo había un pequeño escenario con los amplificadores del equipo de sonido a los costados. Un olor raro, difícil de reconocer, flotaba por encima de esa mezcla de aromas (básicamente plástico y desodorantes) que los Ramos llamaban "olor a USA". Igual que en Disneyworld, había turistas de todas partes del mundo, sobre todo familias con chicos.
Apenas tuvieron tiempo de sentarse cuando se descorrió el telón y un hombre negro, alto, vestido con un traje negro y anteojos oscuros se adelantó hacia el micrófono. Tenía un aspecto peligroso y antipático. Empezó a recitar en un inglés muy raro, tan distinto del que Miss Atwell les enseñaba a los niños en el colegio.
  —Soy el Barón Samedí,
  el Barón La Muerte, el Barón La Cruz
  El Amo de las Tumbas soy,
  soy un servidor de Ogún.
El papá les explicó que el acento raro le venía de lo que seguramente debía ser su lengua natal, el créole, esa mezcla de francés con idiomas africanos que también se habla en Haití y en las islas francesas del Caribe. También les dijo que el animador estaba haciendo una mescolanza con muchos elementos de la religión vudú.
  —El Fin es el principio
  el principio es el fin.
  Yo soy el servidor de la Serpiente.
  Yo soy el servidor de Damballah.
Era raro escuchar esas palabras en boca de un señor vestido de una manera tan común. Gonzalo se extrañó de que el Barón Samedí no se disfrazara mejor para el espectáculo. Después se fue dando cuenta de que así asustaba más que disfrazado.
  —Yo soy un Servidor de los Invisibles,
  pero otros me sirven a mí.
  Mis esclavos, mis zombies, los convoco:
  con sus tambores, vengan aquí.
Dos hombres y una mujer aparecieron en el escenario trayendo dos tambores chicos y uno tan grande que había que empujarlo. Los hombres se movían lentamente y había algo muy extraño en sus miradas negras y vacías. Los párpados estaban pintados de blanco y las pupilas eran enormes. Empezaron a tocar los tambores de una manera difícil de entender, como si golpearan porque sí, sin ningún ritmo, como hacen los niños pequeños. El ruido era francamente molesto y los amplificadores lo hacían resonar por toda la cafetería.
Una camarera en patines les alcanzó cuatro vasos de agua con hielo.
—Si sabía no venía —dijo la mamá de Gonzalo tapándose los oídos—. Esto es peor que una discoteca. Ya estoy vieja para aguantar ruidos tan fuertes.
—No me gustan los ojos de esos hombres —dijo el señor Ramos—. Parecen drogados.
—Papá, pueden ser lentes de contacto —dijo Marisabel.
Por encima del ruido se escuchaba la voz del animador:
  —Doy la bienvenida a los amigos brasileños
  hermanos en Ogún y en Orixá,
  hermanos en macumba y candomblé.
Una luz repentina iluminó una mesa donde, en efecto, se sentaba un grupo de brasileños que agradecieron en portugués.
Mientras tanto la familia Ramos le encargó a la camarera una pizza Margarita con doble queso y Seven Up. Trataban de hablar en voz bajita para no molestar a los que actuaban.
  —Doy la bienvenida a los amigos chilenos,
   hermanos de la Brujería y el Invunche,
   el Guardián de la Cueva en Chiloé.
Los chilenos se sobresaltaron un poco cuando el foco los señaló porque el Barón Samedí no tenía cómo saber de dónde eran ellos. El papá prometió hablarles después del folklore de la isla de Chiloé.
El Barón Samedí siguió saludando a los amigos suecos y a los amigos japoneses. Marisabel le preguntó a su papá si Duvalier, el dictador de Haití durante tantos años, había sido como Pinochet. El papá pensó un poco y le dijo que no, que se parecían más que nada en los anteojos negros.
Entonces, obedeciendo una orden del Barón Samedí, los zombies se adelantaron y empezaron a hacer ciertas pruebas destinadas a demostrar que eran totalmente esclavos del Amo de los Cementerios y que estaban realmente muertos.
Algunos trucos los niños ya los habían visto en el circo o por la tele. Los zombies caminaron descalzos sobre carbones encendidos, se pincharon con agujas y se clavaron cuchillos sin que saliera sangre. Se aplicaron contra la lengua la brasa de un cigarrillo. Y comieron cosas asquerosas, como pedazos de vidrio y un limón con cáscara.
La mamá de Gonzalo estaba molesta, el espectáculo le parecía desagradable y se quería ir. Pero justo entonces (Gonzalo y Marisabel se pusieron contentos) trajeron la pizza, bien dorada, perfumada y deliciosa.
A continuación el Barón Samedí empezó a tocar un ritmo violento y extraño (pero por lo menos esto sí era música) en el tambor grande, el de patas rojas y cara humana, al que llamó tambor Mamá.
Una mujer muy joven apareció en el escenario, bailando una danza que fue aumentando de velocidad, empujada por el ritmo del tambor, hasta hacerse frenética. La jovencita, que al principio cantaba una frase repetida muchas veces, de golpe echó la cabeza hacia atrás. La expresión de su cara cambió, empezó a correrle saliva por el costado de la boca torcida, y sus gestos se volvieron salvajes.
El Barón Samedí explico que estaba poseída por Ogún de los Hierros, el Espíritu de la Guerra y los Metales, el General Sangrante. La poseída empezó a hacer demostraciones de su fuerza anormal y realmente era muy raro ver a una muchachita tan delgada levantando con una sola mano una mesa de la cafetería, y después alzando a uno de los japoneses (que se reía como loco, de pura vergüenza) con silla y todo.
—¿Cómo será el truco? —quiso saber Gonzalo.
—Debe estar todo preparado —dijo la mamá—. La silla esa estará atada al techo con hilos invisibles o algo así.
El número siguiente fue inesperado y horrible. Mientras los tambores, tocados por los zombies, rompían todas las leyes de la música y los tímpanos de los espectadores, el Barón Samedí volvió al escenario trayendo un cerdo negro con las patas atadas y lo degolló en público.
El animal se retorcía y gritaba mientras la sangre se juntaba en un recipiente de metal. Los suecos se levantaron y se fueron.
El Barón Samedí pidió un voluntario para iniciarlo según el rito vudú. Una de las mujeres brasileñas pasó al frente y le mojó los labios con la sangre del cerdo.
Los padres de Gonzalo y Marisabel también querían irse pero Marisabel los convenció: ¿acaso no se mataban cerdos a montones, todos los días, para comerlos hechos costillitas?
Como postre papá Ramos pidió una leche malteada y la mamá un pastel de manzana a la moda, o sea con helado de vainilla encima. Los niños compartían una banana split.
Una mujer zombie entró al escenario con movimientos torpes, trayendo a un bebé. Lo mantenía alzado por encima de su cabeza, con los brazos estirados, mientras el bebé lloraba a gritos.
—Si eso es una guagua de verdad no me quedo ni un segundo más —dijo la mamá.
Pero resultó ser un muñeco y el llanto era una grabación. Bañaron a la guagua en sangre de cerdo negro y la brasileña empezó a bailar alrededor moviéndose con mucha gracia. No se sabía si ella también estaba poseída o se hacía la poseída nomás.
Los ayudantes retiraron el cadáver del cerdo del escenario. Los zombies volvieron a adelantarse. A un costado, pegado al micrófono, con un susurro que gracias al buen equipo de sonido sonaba como un grito, el Barón Samedí seguía hablando.
—Estos hombres ya no son hombres, pero tampoco son verdaderos zombies. —Parecía un mago que se decide a explicar uno de sus trucos, mostrando cómo lo que parece magia no es más que rapidez con los dedos. —Estos hombres fueron castigados por la Sociedad de la Noche. Porque la Noche es de los Invisibles y no de los Hombres. Estos hombres recibieron los Polvos Mágicos y parecían muertos y como muertos fueron enterrados. Y como zombies fueron desenterrados y se los obligó a comer la Pasta del Olvido y ahora son mis esclavos. ¡Nadie teme a los zombies! ¡Todos temen ser convertidos!
Mientras hablaba, los falsos muertos bailaban un número de tap dance, con los brazos colgando, las caras sin expresión y muy desacompasados.
Después el Barón Samedí anunció que ahora sí les haría conocer a un verdadero Muerto-Vivo. Preguntó a los espectadores cómo se puede comprobar que una persona esté muerta de verdad. Gonzalo dijo que por los latidos del corazón. De otras mesas hablaron de la respiración y de la actividad cerebral.
Pero el Barón dijo que había una sola manera de probar con seguridad algo que ni siquiera la raya lisa y brillante del electroencefalograma podía garantizar: lo que está muerto, se pudre.
Entonces se hizo más fuerte ese olor raro que habían sentido al principio, al entrar a la cafetería. Y un auténtico Muerto-Vivo apareció en escena. Usaba un slip de baño para mostrar las partes de su cuerpo que parecían verdaderamente podridas. Le faltaban mechones de pelo y en ciertas zonas del cuero cabelludo le crecía una especie de moho verdoso.
El animador invitó a los espectadores a subir al escenario para inspeccionar bien de cerca al Muerto-Vivo, y muchos lo hicieron. Se acercaban con espejos, para ver si la respiración del Cuerpo Cadáver los empañaba y hasta apareció un médico con un estetoscopio. Volvían a sus lugares con risitas nerviosas.
A la mamá el helado de vainilla se le derretía en el plato. En cambio los niños se devoraban su banana split con muy buen apetito.
La función terminaba con un juicio, un auténtico juicio de la Sociedad de la Noche, la Sociedad de los Animales, la Bizango.
EL Barón Samedí, transpirando mucho, con el traje negro arrugado y la corbata torcida, empezó el nuevo conjuro.
  —Todos serán juzgados.
  Sólo el Culpable
  será castigado.
  El Niño Inocente
  no será condenado.
Con ayuda de la muchachita poseída, que ahora parecía muy tranquila, empezó a mezclar unos polvos y líquidos en vasos transparentes.
—Ahora —dijo el Barón—. Que pase el Niño Inocente.
Y antes de que sus padres alcanzaran a protestar, había arrastrado a Gonzalo al escenario. En medio de fórmulas mágicas y golpear de tambores, invitó a Gonzalo a probar de una copa con un líquido verde y espeso y después otra con un líquido rojo.
Gonzalo estaba muy tranquilo y divertido. Lo único que no le gustaba era que lo llamaran "Niño Inocente" y ya se imaginaba las burlas de Marisabel. Ojalá no se lo contase a nadie.
Probó primero del líquido verde y frunció la cara. Era feísimo, muy amargo. Después tomó del líquido rojo, que estaba muy bien. Y anunció al público, en un inglés bastante aceptable, que hizo sentir orgullosos a sus padres:
—Este verde es horrible y este rojo está bien dulce, parece coca sin gas.
El Barón Samedí intervino.
—La Sociedad puede ser Dulce como la miel o Amarga como el dolor. Pero sólo castiga al Culpable. El Niño Inocente que vuelva a su mesa. Ahora, que pase el Culpable.
Un hombre gordo, evidentemente norteamericano, fue empujado hacia el escenario entre las risas histéricas de las mujeres que compartían su mesa.
Probó el líquido verde y el rojo de las mismísimas copas que Gonzalo había dejado sobre la mesita y que nadie había tocado. Pero no alcanzó a decir qué gusto tenían. Inmediatamente comenzó la transformación.
Todo sucedía al mismo tiempo, de manera que era imposible darse cuenta de qué había sido lo primero, si los pelos creciéndole por todo el cuerpo, reemplazando a la ropa o la forma en que se le alargó y estiró la cara, formando un hocico mientras los ojos se separaban. El rabo largo iba asomando desde atrás, el pelo crecía y se hacía más espeso y los cuernos se alargaban en la frente, y el que había sido un hombre se ponía en cuatro patas(ya no tenía ni manos ni pies, sino pezuñas hendidas) y balaba como un chivo, como el chivo gordo en el que se había convertido.
Gonzalo había visto transformaciones como esa en muchas películas; con el maquillaje y los efectos especiales ahora se podía hacer cualquier cosa. Pero era algo muy distinto ver a un hombre convertirse en chivo ahí mismo, delante de uno. Un silencio grande y asombrado rodeó a los balidos desesperados del animal.
De golpe un hombre del público se puso de pie. También era negro y parecía brotar de su cuerpo un inmenso poder.
—Barón Samedí, Bokor, Sacerdote del Mal, te desafío —gritó—. Este hombre no era tuyo, no tenías Derecho sobre él. Yo, Hungan, Sacerdote del Bien, te desafío.
—El Mal es el Bien, el Principio es el Fin —aulló el Barón Samedí, torturando los oídos del público gracias a los amplificadores.
—Si no sueltas a ese hombre, voy a encerrar tu Buen Alma en un frasco para toda la eternidad. ¡Te voy a convertir en un Cuerpo Cadáver!
Y nadie pudo entender bien lo que siguió porque ahora los rivales ya no hablaban inglés sino créole o francés, o algún idioma del África, y junto con las invocaciones a los dioses y las palabras mágicas, humos y nieblas de colores llenaron el local. Como todos lo esperaban, el chivo se transformó otra vez en hombre y volvió a la mesa, tambaleándose.
EL telón cayo de golpe y el espectáculo se dio por terminado. Por supuesto, nadie estaba desilusionado; aunque por los comentarios que se escuchaban en la playa de estacionamiento, muchos pensaban que el show había sido demasiado violento para los niños.
De vuelta en Santiago, Gonzalo habló más de Disneyworld que del espectáculo vudú, al que, sin embargo, recordaba siempre en sus pesadillas. Él y Marisabel comentaban a veces entre ellos algunas de las cosas que habían visto y que no se atrevían a contarles a los demás porque parecían de veras increíbles.
Además (y esto sí que era un secreto) desde que había tomado el líquido verde y el líquido rojo, cada vez que se ponía de muy mal humor, el pie derecho de Gonzalo se transformaba en pezuña y le crecían muchos pelos largos y negros.
Porque ni siquiera un niño es del todo Inocente.
Un cuento vudú: El Show de los Muertos Vivos
El vudú es una verdadera tentación para alguien que está escribiendo cuentos de miedo. Porque su tradición reúne todo lo que parece haber asustado a los hombres desde siempre: los muertos que salen de la tumba, el culto a la serpiente, la magia negra, las transformaciones de personas en animales.
Pero se escribieron tantas historias y se filmaron tantas películas sobre el vudú y los zombies, que la gente terminó por olvidarse de que el vudú es una verdadera religión, compleja y organizada, una religión que se practica libremente en las Antillas, con sus templos y sus sacerdotes.
Según las últimas investigaciones, los zombies existen de verdad, pero no son Muertos-Vivos. Son personas a las que se les da un veneno que las hace parecer muertas. Como en esa zona hace mucho calor, a esos supuestos muertos se los entierra rápidamente. Después, cuando se calcula que el efecto del veneno ha pasado, se los desentierra y se los obliga a tomar una droga que les hace perder la memoria y la voluntad.
En el código penal de Haití hay una ley que prohibe concretamente darle a nadie una substancia que lo haga parecer muerto. Esto no es algo que suceda todos los días, pero es posible y está relacionado con un sistema de sociedades secretas que funciona en forma paralela (y a veces superpuesta) al gobierno.
Un científico norteamericano descubrió que el veneno para "zombificar" se saca del pez-globo o pez-erizo y de algunos sapos venenosos. Y la droga que se les da después se extrae de una planta que se llama "pepino-zombie".
Debo confesar que esta información sobre los zombies verdaderos me parece menos aterradora que la idea de que un muerto pueda salir de su tumba para visitar a los vivos.
Sin embargo, para los habitantes de Haití, descendientes de esclavos rebeldes, no hay nada tan temible como la amenaza de ser convertidos en seres sin voluntad, obligados a obedecer a un amo.
En el final del cuento uso un recurso increíblemente antiguo: es la escena en la que alguien se despierta de una pesadilla o vuelve de una situación que vivió sin estar convencido de que era del todo real. Ahora cree estar seguro de que todo era un sueño o alguna especie de ilusión. Y de golpe se encuentra con que un elemento de ese horror lo ha acompañado hasta su mundo de todos los días.

El tigre gente de Ana María Shua


El tigre gente

(Cuento extraído, con autorización de la autora y los editores, del libro Miedo en el sur - Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1994. Colección Especiales)
Lo que les voy a contar sucedió realmente, y no me importa si me creen o no.
¿Ven? Ya empecé con una mentira. Cómo no me va a importar. Quiero que me crean. Para eso cuento. Aunque cuando termine se rían un poco y piensen que traté de engañarlos desde el principio, quiero que me crean por lo menos mientras estan acá, en mi historia: mientras estoy contando.
Ahora pienso que era un chico cuando esto sucedió. Pero eso lo pienso ahora, desde la distancia, viendo a mis hijos de esa edad. En ese momento me sentía grande y me parecía ridículo que me obligaran a llevar pantalones cortos, como se usaba entonces.
Las discusiones entre mis padres me hacían sentir más grande todavía. Papá se iba dando un portazo. Mamá se quedaba muy pálida, sin llorar, y prendía un cigarrillo. No me molestaba que fumara en casa. En cambio me daba vergüenza que prendiera un cigarrillo en la calle, o en un restorán, sobre todo cuando papá no estaba presente. Me parecía que todos nos miraban.
La que sí lloraba era mi hermanita. Yo la consolaba tratando de convencerla de que nuestros padres no habían tenido una pelea sino un "intercambio de opiniones", como decían ellos. Nos daba mucho miedo la idea de que se separaran. Cuando yo era chico los divorcios eran raros. En la escuela había una sola nena que tenía padres separados y todos hablaban del tema en susurros, como si fuera huérfana o algo peor todavía, porque nadie se muere a propósito y en cambio sus padres se habían separado porque querían.
Vivíamos en una casa de Caballito, frente al Parque Rivadavia (los mayores le decían Plaza Lezica). Papá me había enseñado a molestar a la gente que caminaba por la plaza haciendo reflejos de sol con un espejo desde la terraza.
Por esa época entró Luisa a trabajar a casa. Era una chica santiagueña unos años mayor que yo, morochita, muy flaquita, con el pelo largo, negro, lacio, los dientes marrones y unos ojos salidos como de pescado o de lechuza. Usaba una bolsita de cuero siempre colgando del cuello. Mamá decía que adentro debía tener alcanfor (aunque no se olía): mucha gente creía que el alcanfor protegía de las enfermedades.
Pronto descubrimos que Luisa les tenía miedo a los sapos. Pronto descubrimos que no era solamente miedo: era terror pánico y una irremediable sensación de asco.
Cuando papá no venía a la hora de la comida (ultimamente venía poco), Luisa se sentaba a la mesa con nosotros. No sabíamos qué le hubiera pasado si se le acercaba un sapo vivo de verdad, pero bastaba que se mencionara en la mesa la palabra "sapo" para que ella tuviera que encerrarse en el baño a vomitar.
—Es una fobia —decía una amiga de mamá, que estudiaba psicología, una carrera rara y nueva que habían empezado a enseñar en la universidad.
Con ponerle nombre no adelantábamos mucho. El que sí adelantaba era yo, que iba descubriendo cada día nuevas y más sutiles formas de atormentar a Luisa. Me daba mucha risa que una santiagueña le tuviera miedo a los sapos. Hacía distintos experimentos mostrándole de repente una foto de un sapo en el Tesoro de la Juventud, un dibujo de un sapo en la revista Billiken. Hasta llegué a comprar un sapo de goma en una casa de chascos y lo dejaba a propósito en el bolsillo cuando dejaba la camisa para lavar.
Luisa me odiaba. Se vengaba haciendo zapallitos rellenos dos veces por semana, escondiéndome el álbum de estampillas y la carpeta de recortes, cambiando las cosas de lugar cuando arreglaba mi pieza, corriéndome apenas el boton de arriba de la camisa para que me apretara el cuello y, en fin, de todas las maneras posibles, que eran muchas, porque mamá trabajaba afuera (tenía una boutique en la galería) y ella se ocupaba de todo en la casa.
Nunca me quejé a mis padres. Tampoco ella me denunció por la historia de los sapos. Esta era una guerra estrictamente privada en la que nadie más tenía que intervenir. En cambio mi hermanita Susi adoraba a Luisa, que la cuidaba y la mimaba con auténtico cariño. La chiquita se enojaba mucho conmigo por molestarla a su amiga y eso me divertía todavía más.
Uno de mis entretenimientos era recortar noticias raras del diario y pegarlas en una carpeta. Me acuerdo de la primera noticia que recorté en el diario sobre el puma suelto en Caballito. Era una de esas típicas notitas de la segunda página de La Razón que venían con un signo de admiración y uno de interrogación como título y que nadie se creía del todo. Se hablaba de que una anciana había denunciado la presencia de un puma suelto en el Parque Chacabuco. Como ningún puma se había escapado del zoológico, el diario se preguntaba si era posible que un puma se hubiera adentrado de tal modo en la ciudad sin que nadie se diera cuenta hasta entonces.
En los días que siguieron descubrí que la historia del puma seguía adelante. Eran siempre notitas muy cortas, a las que evidentemente no se les daba importancia más que como curiosidad. Un hombre decía que mientras paseaba de noche con su perro, un puma se les había cruzado y los animales habían entablado feroz combate. Un carnicero aseguraba que era un puma el animal que le había robado media res de ternera. Nunca había suficientes testigos. En el diario que papá leía a la mañana, que era más serio, las noticias del puma ni siquiera se mencionaban.
Empecé a interesarme por las costumbres de los pumas. Un día le pregunté a Luisa si había pumas en Santiago y puso cara de no entender.
—Pero sí tiene que haber —le dije—. Mirá aquí el mapa con la distribución de la fauna —y le mostré un mapa de mi manual de geografía donde se veía el dibujito de un puma que se repetía en casi todas las provincias.
—¡Qué me decís puma!, ¿si no ves que es tigre? —dijo Luisa, reconociendo el dibujo—. Tigre sí que hay por allí, en el estero hay.
—¿Y tigres sin cola? —le pregunté, acordándome de que eso me había llamado la atención en una de las noticias: el dueño del perro decía que su animal se había peleado contra un puma sin cola.
—Tigre sin cola no es tigre de verdad: es tigre gente —dijo Luisa. Y ya no quiso hablar más del tema.
Esa noche mis padres se fueron al cine. Como era viernes a la noche, se quedó a dormir en casa Miguel Angel, un compañero del colegio. Le mostré mi carpeta de recortes y se interesó mucho en el puma. Pensamos que quizás se le había escapado a su dueño, alguien que podría haberlo traído del campo para tenerlo en la casa como mascota, o algo así. Mientras hablábamos me dí cuenta de que Luisa estaba escuchando a escondidas. No era la primera vez. Me dio mucha rabia. Abrí de golpe: como estaba apoyada en la puerta, estuvo a punto de caerse.
—Lechuzona, espiona, cara de sapo —le grité. Y como me di cuenta de que nada era más efectivo, seguí insistiendo. —Cara de sapo, cara de sapo, ojos saltones, cara de sapo sapo sapo sapo sapo sapo...
Luisa se fue corriendo y llorando a encerrase en su pieza. Pronto se escucharon los pasitos de mi hermana yendo para ese lado. Susi siempre se asustaba de noche, las sombras le parecían monstruos, los bultos de ropa podían ser animales feroces, tenía miedo de los ladrones y de los vampiros al mismo tiempo. Por eso, cuando salían mis padres, se metía en la pieza de Luisa para tener compañía. Escuchaban juntas la radio, sobre todo a un cantante santiagueño que me parecía espantoso (a mí solamente me interesaban los Beatles) y que se llamaba Leo Dan.
El sábado a la mañana lo invité a Miguel Ángel, que era de otro barrio, a recorrer el Parque Rivadavia. Quería mostrarle todo: el colchón de hojas de otoño que se formaba cerca del monumento a Bolívar, el anfiteatro verde donde tocaba los domingos la banda Municipal y desde donde se podian espiar y molestar, por los agujeros entre las tablas, a las parejas que se besaban en los bancos de atrás. También las distintas clases de trompitos de eucaliptos. Los más finitos, del árbol de adelante, sobre la calle Rosario, y los gordos, los mejores de todos, que eran los más difíciles de conseguir poque había que meterse en el patio de la casilla del guardián.
Pero el Parque, que era como mi casa, estaba raro esa mañana. Lo llevé a Miguel Angel al estanque para divertirnos tirándoles piedras a los patos. Y los patos no estaban más. Había un montón de plumas tiradas por todos lados y algunas manchas de sangre sobre las piedras. En la casilla del guardián vimos gente amontonada. Nos acercamos abriéndonos paso. El guardián gordo estaba tirado en el suelo, rígido y temblando al mismo tiempo, con la cara azulada. Una baba espumosa le salía de los labios. Un compañero trataba de meterle algo en la boca. El caído tenía unos raros arañazos en la cara. No nos gustaba lo que estábamos viendo, pero tampoco podíamos sacarle los ojos de encima.
—Es un ataque de epilepsia —nos dijo alguien.
—¿Y los arañazos? —pregunté.
—Siempre se lastiman cuando se ponen así —me contestaron.
También pregunté, a nadie en especial, si se sabía lo que había pasado con los patos del estanque. Una de esas señoras que parece estar enterada de todo me explicó que un grupo de vagabundos les habían retorcido el cuello para comérselos al asador. Eso era lo que se suponía, porque en realidad nadie los había visto.
En los días que siguieron hubo varios robos en la zona, incluso un asalto a mano armada. El portero de casa comentó que a los patos no le habían retorcido el cuello sino que los habían matado los ladrones a balazos para practicar puntería.
—¡Qué vergüenza! —decía mi papá—. ¡Teniendo la Escuela de Policía a dos cuadras!
Yo seguía, como siempre, planeando maldades contra Luisa. Conseguir un sapo vivo verdadero en plena ciudad no era fácil. Pero cuando el colegio nos llevó en excursión al Museo de Ciencias Naturales, aproveché para comprar a la salida un hermoso sapo embalsamado.
El jueves a la tarde, el día de salida de Luisa, entré en su pieza para meterle el sapo en algún lugar estratégico. Cuando abrí el cajón de la mesita de luz, encontré mi carpeta de recortes y un montón de plumas de pato. Me resultó tan inesperado que me guardé el sapo y salí casi corriendo. Mi hermanita estaba tomando la leche en la cocina.
—Susana... ¿vos sabías que Luisa tenía plumas en su pieza?
—¡Claro, si me está haciendo un abanico!
Por primera vez tuve una sensación de sospecha. Mientras tanto Miguel Ángel, que seguía muy interesado en el misterio del puma, estaba haciendo algunas averiguaciones sobre el "tigre gente".
—Las personas que se convierten en tigre llevan siempre encima un pedacito de piel de animal, un cuerito. Cuando quieren, lo ponen en el suelo, se revuelcan encima y ya salen hechos tigre.
Mi hermana era la única que podía tener alguna información al respecto.
—Susita... ¿Vos viste alguna vez lo que lleva Luisa en la bolsita que le cuelga del cuello?
—Es un secreto.
—Si me decís, te regalo cuatro estampillas con mariposas. Y si no me decís... ya sabés.
"Ya sabés" era la frase que yo usaba para referirme al castigo máximo: la tenía amenazada con ensuciarle la cara con lápiz-tinta al Muñeco de Ojos Lindos.
—Cuatro estampillas con mariposas y cuatro con animales de Australia —dijo Susana, que era buena negociante.
Así fue como me enteré qué era lo que Luisa llevaba en la famosa bolsita: un trozo de piel de animal, de color marrón clarito. Ella le habia contado a Susana que el cuero era de un gatito rubio que había tenido y que se lo mataron los perros, allá en Santiago. Susana me contó haciéndose la misteriosa que el pedacito de piel parecía un animalito vivo, que cuando Luisa se lo ponía en la palma de la mano y lo acari-ciaba, se movía de verdad. ¡La muy tarada era capaz de creerse cualquier cosa!
Esa noche quise ir a ver si Luisa estaba durmiendo en su pieza y no sé si me sorprendí o encontré lo que esperaba cuando ví la cama vacía. Lo que sí me sorprendió fue la forma en que mi mamá, que había venido despacito detrás mío, me agarró de la oreja.
—¡¿Qué estás haciendo acá?! —me gritó, mucho más fuerte de lo que hacía falta.
—¡Luisa no está, mamá! ¡Mirá! ¡Se escapa de noche!
—Pero sí, hijo, qué novedad. Pobre chica, encerrada toda la semana como un pájaro en una jaula. Se escapa para encontrarse con el novio. Lo mismo me podría pedir permiso. Mientras se levante temprano, a mí qué me importa.
Empecé a mirar a Luisa con más respeto. Por las dudas, guardé bien escondido mi sapo embalsamado. Un día junté coraje y le dije, como hablando en broma, que estaba buscando quién me enseñara a convertirme en tigre gente.
—Si no necesitás magia para eso —me dijo riéndose, mostrando esos dientes marrones, arruinados por el agua mala, con arsénico, de Santiago. —Vas a ser buen mozo y con plata: ya con eso alcanza para ser tigre.
Me gustó que me dijera buen mozo, aunque fuera hablando en futuro. Y me sentí un chiquilín por haber pensado en esas tonterías. Desde entonces ya no me parecía tan fea Luisa, me gustaba su pelo tan liso, tan espeso; hasta me olvidé de sus ojos saltones.
Sin embargo, esa semana hubo una noche en que hubiera querido volver a ser un bebé para no enterarme de lo que estaba pasando entre mis padres. Esta vez la que se fue dando un portazo fue mamá. Papá caminaba por el living a grandes pasos y parecía de verdad un tigre en el zoológico, un tigre un poco pelado y gordo pero de muy mal humor. A las 11 de la noche mamá no había vuelto. Papá había hecho varias llamadas por teléfono, no sabíamos bien a quién porque no nos atrevíamos a dirigirle la palabra. Finalmente se puso un impermeable, aunque no llovía y salió de golpe. Enseguida volvió a entrar y nos miró por primera vez, como si acabara de recordarnos. Por la forma en que nos acarició la cabeza, debíamos tener cara de asustados.
—No se preocupen —nos dijo—. Vuelvo con mamá y les prometo que voy a hacer todo lo que haga falta para que no se nos escape nunca más. A dormir que mañana hay clase.
A dormir. Es fácil decirlo. Pero quién iba a poder dormir esa noche. A las doce se escucharon ruidos de llaves en la puerta y Susi corrió a abrir gritando "mamá".
Los hombres eran tres. No puedo decir qué tenían puesto, ni siquiera se lo pude decir una hora después a la policía. Estaban bien vestidos, eso sí lo recuerdo bien porque me llamó la atención. No se parecían nada a los ladrones de las historietas, que usan ropa de ladrones. El que estaba armado era uno solo. La empujaron a Susi para adentro, se metieron y cerraron la puerta.
—Quién más hay en la casa —dijo uno. Y no terminé de entenderle porque otro me estaba hablando al mismo tiempo.
—Hacé callar a tu hermana o te la callo de un golpe.
Abracé a Susi y le puse la mano en la boca. Parecía que nunca iba a poder dejar de gritar, pero sin embargo se quedó callada enseguida. En eso apareció Luisa. Otro de los tipos la había ido a buscar a su pieza y la traía de un brazo. Parecía muy tranquila.
Los hombres, en cambio, estaban nerviosos y apurados. Tenían las caras tapadas con bufandas. Dos se fueron para el dormitorio de mis padres. Por el ruido parecía que estuvieran destruyendo todo. Tiraban al suelo los cajones, los frasquitos del tocador de mamá, los veladores. El que tenía el arma me arrebató a Susi y la alzó con un brazo. Amenazando a la chiquita, que ya no se atrevía a gritar, nos preguntó dónde estaban la plata y las joyas. Las de oro.
—A la nena, le va a convenir soltarla —dijo Luisa.
—¿Porque me lo decís vos, cara de sapo? —contestó el tipo.
—Porque se le está haciendo encima de la ropa: del susto nomás —le explicó Luisa.
El hombre nos sacó la vista de encima para tantearse la ropa. De verdad que ya tenía un manchón húmedo en el traje. La soltó a Susi tan de repente que la pobrecita dio contra el suelo.
Entonces, dando un salto que nunca hubiera esperado en ella, siempre tan lenta, Luisa se nos puso delante, entre el Susi y el tipo, protegiéndola con su cuerpo.
—¡A la pieza! ¡Con llave! —gritó.
Corrimos a mi pieza por el pasillo. Yo la arrastraba a la chiquita y aunque el trayecto no tenía más que unos pasos me parecio que corríamos y corríamos infinitamente. Al entrar choqué contra el marco de la puerta, pero de eso me iba a dar cuenta mucho después, por el chichón en la frente. En ese momento no sentí nada. Con llave, había dicho Luisa, pero se olvidó que mamá no me dejaba tener llave en el dormitorio. Cerré la puerta y empujé la cama contra ella, puse sobre la cama la mesita de luz y arrimé mi escritorio.
Mientras yo armaba la trinchera y Susi lloraba sin parar, desde el living venían sonidos asombrosos, terribles. Primero, cuando todavía corríamos por el pasillo, sonó un tiro. Pero después esuchamos una especie de gruñido sordo, que duró unos segundos y se convirtió en el bramido de un animal.
Lo que siguió fue una confusión de gritos y rugidos. Los gritos de los hombres eran desesperados. Estábamos aterrorizados. Curiosamente, con el primer rugido, Susi se tranquilizó y cuando me abracé a ella fue la chiquita la que me alivió el terror con sus caricias. Les aseguro que yo no sabía bien quién quería que ganara. Busqué mi sapo embalsamado y lo tuve apretado fuerte en la mano, como si pudiera protegerme de algo desconocido.
Al rato todo quedó en silencio, pero ya no nos animábamos a salir. Cuando quise correr otra vez el escritorio y la cama, me dí cuenta de que no podía. Yo mismo no sé cómo hice para ponerlos allí. El miedo me había dado fuerzas que normalmente no tenía. Pronto escuchamos las voces asustadas de mamá y papá llamándonos. Contesté que estábamos bien. Con papá empujando la puerta mientras yo tiraba de los muebles del otro lado, logramos abrir un huequito para salir. Mamá estaba llamando a la ambulancia. Luisa estaba desmayada en el suelo en un charco de sangre.
Sin embargo, como supimos después, la bala apenas le había rozado el hombro. En el hospital la tuvieron un día en observación y después la dejaron volver a casa.
Los ladrones no llegaron muy lejos. La policía los detuvo en un allanamiento un par de días después, en un departamentito donde encontraron también buena parte de los objetos que había robado la banda. Los tres estaban en muy malas condiciones y contaron una historia ridícula acerca de un tigre que nadie les creyó.
—Imagínese, tres tipos grandotes con un arma. Les da vergüenza que la flaquita esa que tienen en su casa haya podido con ellos. Mándele mis felicitaciones —le dijo el comisario a papá.
Luisa los tuvo que ir a reconocer. Yo me salvé por ser menor. Dice papá que los tipos estaban todos arañados y lastimados, sobre todo el que Luisa reconoció como el que tenía el revólver.
—Ese es el que me dijo cara de ya-sabe-qué —comentó Luisa, que nunca pronunciaba la palabra sapo.
En cuanto se curó la herida del hombro, habló con mamá y le dijo que no podía seguir con nosotros. Al novio le había salido un trabajo en un pueblo de la provincia y se quería ir con él.
Mamá y papá se separaron y se volvieron a juntar dos veces. Hoy son una de esas parejas de viejitos que parecen haber nacido para pelearse y quererse al mismo tiempo. Pero en alguno de tantos problemas económicos que hubo en el país, mi padre tuvo que liquidar la fábrica.
Y fue por eso que, a pesar de los buenos deseos de Luisa, nunca llegué a tener tanta plata como para convertirme en tigre.
Sobre el tigre gente
Lo llaman también el capiango. El tigre negro. El tigre uturunco. El runa uturunco. Y eso es, nomás: un tigre gente.
Tigre, pero sin rayas. Porque así se le llama a los pumas en los lugares donde de verdad hay pumas.
Uturunco es la palabra quichua para puma. O tigre. En Tucumán se lo encuentra, y en Santiago. En Mendoza, San Luis, Catamarca, San Juan.
En el Chaco, Misiones, y Entre Ríos, tierra de guaraníes, hay uno parecido: el yaguareté-abá. El indio tigre, el indio jaguar, le dicen.
Y será por falta de trabajo allá en el campo, que se ha venido el tigre gente a buscar conchabo en la ciudad.
No podría esconderse en el zoológico, porque es fácil reconocerlo: el tigre gente no tiene cola.
Y es más feroz que un puma común.
Pero no ataca a la gente: nomás le gusta asustarla.
No sufre, como el pobre lobisón, transformaciones indeseadas. Al contrario. Lleva siempre encima un cuerito mágico, un pedacito de piel de puma que es su talismán.
Cuando quiere convertirse en tigre, lo pone en el suelo y se revuelca encima, primero sobre la mano izquierda, después sobre la derecha.
Ese cuerito es algo vivo. Da brincos y si lo toca un extraño, trata de escapar.
Asustar a los que se hacen los valentones es su diversión preferida. Imagínenese a un hombre o una mujer cualquiera, gente por lo general callada y tímida, de la que se burlan los demás: como Clark Kent, exactamente así es el tigre gente.
Pero no siempre es como Súperman. No es de Kripton: es mucho más humano. Alguna vez puede hacer alguna buena acción por los demás. Pero generalmente se da el gusto, siendo tigre, de hacer quedar en ridículo a los que lo molestaron siendo persona.
A la hora de comer, elige a los mejores potrillos, a los más carnudos, gordos y tiernos, con hambre de puma y con inteligencia humana.
Tiene que cuidarse siendo tigre de los tigres o tigras verdaderos. Porque los animales lo reconocen. Y también porque si se llega a enamorar, estando transformado, de un bicho de verdad, nunca más va a poder volver a ser persona.
Tiene que cuidarse siendo hombre de emborracharse demasiado: no vaya a vomitar algo que comió siendo tigre y que los otros puedan reconocer, que así hubo casos.
La lluvia los delata siendo tigres. La lluvia da nostalgia, trae recuerdos, hace hablar de más.
Si te encontrás en un día de lluvia con un puma pensativo, y al acercarte te comenta "Pero mirá qué lindo llueve", no te quepa duda: es un tigre gente.
Te conviene hacerte amigo.

El señor de los ladrones de Cornelia Funke


El Señor de los LadronesCornelia FunkeIlustraciones de la autora.                                                          Portada 
Traducción de Roberto Falcó.
Barcelona, Ediciones Destino, 2002. Colección La Isla del Tiempo.
Los hermanos Próspero y Bo llegan a la ciudad de Venecia huyendo de una tía malvada que desea separarlos. Allí se unirán a una banda de chicos liderada por Escipión, quien se hace llamar "el Señor de los Ladrones". La ausencia de los padres —aun cuando físicamente aparecen en la trama es como si no estuvieran— es lo que determina la relación tan estrecha entre los chicos, que viven en un cine abandonado, se cuidan unos a otros y, para sobrevivir, venden lo que Escipión consigue robar.
Las aventuras comenzarán a partir de un misterioso encargo —el robo de una pieza largamente ansiada por un enigmático conde— y de la aparición de Víctor, un detective contratado por la tía de Próspero y Bo para hallarlos.
"A veces, los mayores hablan de lo bonito que era ser niño.Incluso sueñan con volver a su infancia.¿Pero con qué soñaban cuando eran niños?¿Lo sabes?Yo creo que soñaban con llegar a ser adultos por fin."
Con estas palabras de presentación al comienzo del libro, Cornelia Funke adelanta el tema principal de la novela: niños que ansían ser grandes y adultos que añoran su niñez. El desenlace incluye un elemento fantástico capaz de hacer realidad los sueños y los deseos de los personajes.
Imagen tomada del libro