Giges era un humilde pastor griego que servía al rey. Un día, pastoreando con su rebaño en el campo, descubrió una gran grieta abierta en la tierra. Tenía muchos metros de profundidad y había sido causada, días atrás, por un terremoto.
Descendió asombrado y en el fondo encontró, entre otras cosas maravillosas, un caballo de bronce. Junto a él yacía el cadáver de un hombre que portaba un
anillo de oro en la mano. Giges se lo quitó y salió a la superficie.
Esa noche, mientras se encontraba en casa, descubrió que el anillo tenía un increíble poder: hacer invisible a quien se lo pusiera. Bastaba con colocar el anillo del reverso para hacerle desaparecer a los ojos de los demás. Giges quedó estupefacto.
Toda la noche quedó pensando cómo hacer uso del anillo.
“Con él -pensó- podré ayudar a mucha gente. Podré, por ejemplo, infiltrarme sin ser visto en bandas de malhechores y ayudar a detenerlos. Podré viajar por todo el mundo. Podré conocer y seguir a todos los sabios. También podría escuchar conversaciones de las personas más ricas e influyentes…¡podré hacerme rico! ¡podré ser el hombre más poderoso del reino”.
Giges pasó la noche en vela, pensando en cómo utilizar el anillo.
A la mañana siguiente, todavía indeciso, salió a dar un paseo. Casi sin querer, llegó hasta los alrededores del palacio del rey. Entonces, llamado por la curiosidad, aprovechó que las puertas se abrían, para colarse dentro sin ser visto.
Una vez dentro, observó toda la suntuosidad y lujo de palacio. Pudo ver el inmenso poder del que disfrutaba el rey. También admiró la belleza de la reina. Quedó fascinado.
En esa tesitura y sabiendo que jamás sería descubierto, tomó la decisión: quería ser como el rey. Y el anillo iba a ser su aliado.
Poco tiempo después, volvió a entrar en el palacio del rey, decidido a ocupar su puesto. Aguardó a que el soberano durmiese para asesinarlo en la cama. Posteriormente, aprovechando su poder, sedujo a la reina. Una vez convertido en rey, buscó acumular todo el poder y riqueza posible. Para ello instauró una tiranía despiadada en todo el reino, que duró hasta los últimos días de su vida.
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Esta leyenda del Anillo de Giges, contenida en La República de Platón, plantea un dilema ético interesante: ¿las personas somos buenas o malas por naturaleza?
Glaucón, el personaje de la obra que la cuenta, lo tiene claro: el ser humano sólo actúa bien cuando no tiene más remedio.
“No se encontrará probablemente un hombre de un carácter bastante firme para perseverar en la justicia y para abstenerse de tocar a los bienes ajenos, cuando impunemente podría arrancar de la plaza pública todo lo que quisiera, entrar en las casas, abusar de toda clase de personas, matar a unos, libertar de las cadenas a otros, y hacer todo lo que quisiera con un poder igual al de los dioses. Nadie es justo por voluntad, sino por necesidad, y serlo no es un bien en sí, puesto que el hombre se hace injusto tan pronto como cree poderlo ser sin temor.”
Platón no era de esta opinión y pensaba que el hombre, debidamente instruido, podía ser bueno y justo en sí mismo.
Para conformar nuestra propia opinión sobre el tema podríamos preguntarnos a nosotros mismos ¿qué haría yo si pudiera ser invisible? ¿cómo utilizaría yo el anillo de Giges?