miércoles, 14 de octubre de 2015

LA COLA DEL GATO de Juan Carlos Dávalos


Don Roque Pérez es el hombre más flemático de Salta. Tiene cuarenta años. Hace veinte que está empleado en una oficina de la casa de Gobierno. Es solterón, metódico, cumplidor y beato.
Su vida es simple y redundante, como el rodar monótono de los días provincianos, o bien como marcha circular y pacífica de un macho de noria.
La historia de este hombre contiene dos etapas, separadas entre sí por un acontecimiento trascendental que dejó en su espíritu una perplejidad perdurable.
La primera etapa comprende su juventud, los diez años que pasó de dependiente en la tienda de Don Pepe Sarratea. La segunda etapa comprende su madurez, sus veinte años de empleado público.
Con una sonrisa indefinible y calmosa, mientras fuma un cigarrillo, don Roque Pérez cuenta su caso a un grupo de oficinistas.
Cuando él era dependiente, dormía en la trastienda. El negocio de Sarratea ocupaba una vieja casuca que todavía existe en una esquina de la plaza.
El dependiente barría la vereda todas las mañanas, plumereaba los estantes y aguardaba al patrón, que se presentaba a las ocho.
Sarratea despachaba personalmente, detrás del mostrador; pero si había que bajar alguna pieza de un alto estante, colocaba la escalera y el dependiente se encaramaba por ella.
A las nueve de la noche, Sarratea despedía a sus contertulios del barrio; guardábase el dinero en el bolsillo y se marchaba a su casa. Entonces el dependiente trancaba las dos puertas de la tienda, rezaba su rosario y se metía en cama.
Una noche entre las noches, Roque Pérez, después de acostarse, dirigió la vista al techo, y vio que colgaba una cola de gato por una rotura del cañizo.
El agujero quedaba perpendicularmente sobre su cabeza, y la cola de gato apuntaba, naturalmente, a sus narices.
-¿Qué será eso?- pensó el dependiente -. ¿Qué será...?
Apagó la vela y se durmió.
Varias noches después del descubrimiento, Roque Pérez volvió a mirar la cola de gato. Al cabo de una hora de contemplación, pensaba: "Que será esa cola...?" Y se decía: "Mañana voy aponer la escalera para ver lo que es..." Y apagaba la vela y se dormía.
Todas las mañanas, al despertar, Roque Pérez se desperezaba y miraba la cola de gato. La miraba todas las noches al acostarse. Y siempre pensaba: "En uno de estos días voy a poner la escalera".
Pero Roque Pérez era indolente, con esa profunda indolencia de los seres palúdicos. El había tenido una idea: aquella cola de gato debía significar algo. Para saber qué era había tiempo.
Así pasaron dos años, y pasaron cinco años, ¡y pasaron diez años...!
El señor Sarratea murió de tabardillo; los herederos liquidaron el negocio, Pérez tuvo que abandonar la vieja casuca.
Salió de allí con quinientos pesos de sueldos economizados y se contrató en la tienda de enfrente.
A poco de esto, alquiló la casa de Sarratea un boticario alemán que llegó a Salta con su mujer. Lo primero que hizo el boticario, naturalmente, fue preocuparse por la limpieza del chiribitil, para instalar su botica.
Un día el boticario entró en la trastienda, y al revisar las paredes y los techos, vio la cola de gato. El alemán llamó a su mujer y le mostró aquello. Pidieron prestada una escalera en la tienda de enfrente. Roque Pérez, en persona, trajo la escalera. El boticario, ayudado por Pérez, la afianzó sobre un cajón para que alcanzase al techo, y se trepó.
Mientras el pobre Roque sostenía la escalera, el boticario, allá arriba, asió de la cola, tiró y cayó al suelo una moneda de oro. Tiró más, y cayeron algunos cascotes y varias monedas. Luego, metiendo el brazo en un agujero del techo, sacó un zurrón lleno de onzas de oro, y se lo arrojó a su mujer. Buscó más, y encontró otro zurrón, y cargando el pesado fardo, bajó al suelo.
- Bueno - dijo el alemán todo sofocado, entregándole a Pérez una monedita -; aquí tiene usted su propina. Y gracias por la escalera.
Ahora, don Roque, ante la rueda de empleados, da un chupón formidable a su cigarrillo, sonríe con calma, y con las barbas llenas de humo, dice:
- Entonces fue cuando comprendí que mi destino era ser empleado público.

De: "Cuentos y Relatos del Norte Argentino".

 http://www.folkloredelnorte.com.ar/literatura/antolog.htm

"Última noche en Gran Hotel" (La Sexta Noticias)

Eraserhead Trailer

Prejuicios (Osvaldo) - Arbol

¿Qué es lo siniestro?


Suspendido por la filosofía y retomado por la psicología, lo siniestro es experimentado por todos. Pero, ¿qué nombra aquello que seduce y a la vez repulsa? Aquí se siguen las huellas que este tema deja en las obras del cineasta David Lynch, del pintor Mark Ryden y de la escritora María del Carril.

Por: Por Pablo Maurette
TERCIOPELO AZUL, como otras películas de David Lynch, mantiene la ambivalencia como el elemento central y irresoluble.
La cuestión de lo siniestro es una de las grandes cuentas pendientes de la filosofía. Schelling intentó enfrentar el problema de una dilucidación estrictamente filosófica del concepto, pero luego de proponer su famosa definición, desistió y pasó a otro tema. Dijo Schelling: "Lo siniestro (das Unheimliche) nombra todo aquello que debió haber permanecido en secreto, escondido, y sin embargo ha salido a la luz". En 1906, Ernst Jentsch escribió un ensayo sobre la psicología de lo siniestro que sirvió de inspiración a Freud para producir, en 1919, su famoso "Das Unheimliche". Freud comienza el ensayo aclarando que no es común que la psicología se ocupe de cuestiones de estética. El problema de lo siniestro debe ser abordado desde la estética, supone Freud y no se equivoca. Acaso una investigación de la ontología de lo siniestro sea una aventura demasiado espantosa, un auténtico descenso a los infiernos como el que proponía Plotino a quien quisiese conocer la verdadera naturaleza de la materia, el Primer Mal. La estética es la rama de la filosofía más afecta a la metáfora y la metonimia y quizás por esto la más indicada para aventurarse a elucidar el problema de lo siniestro. De alguna manera lo siniestro ya acechaba en la región de lo sublime explorada por Burke y por Kant, en la experiencia inquietante y abrumadora de lo desproporcionado, de lo informe, de lo oscuro, del mar embravecido y de los acantilados rocosos. Los griegos lo experimentaban en las epifanías terroríficas de sus dioses, los judíos en la prohibición de nombrar a Dios, los cristianos en la provincia de los demonios.

Gracias a un análisis filológico exhaustivo, Freud descubre la clave para comprender lo siniestro. En alemán, unheimlich (literalmente, "inhóspito") quiere decir muchas cosas, tan generosa es la semántica de este término que en su definición incluye también a su mismísimo antónimo: heimlich. Heimlich puede referirse a algo que nos resulta familiar, agradable, pero también a algo que está oculto, a algo unheimlich. Un miedo de la infancia que hemos olvidado y que vuelve a asolarnos con su terrible rostro familiar, el cadáver de un ser amado, que a un tiempo es y no es la persona que quisimos. Se entiende entonces que lo siniestro genere atracción y repulsión a la vez, miedo y familiaridad, comodidad e incomodidad. Pero todo esto dice muy poco, es preciso buscar las huellas de lo siniestro en el arte.

La dialéctica en Lynch

El síndrome de Korsakow es una enfermedad que afecta en general a alcohólicos y drogadictos y que hace que los recuerdos perdidos por la atrofia cerebral sean reemplazados por fantasías e invenciones alucinantes. Para David Lynch (Montana, 1946) todos, en mayor o menor medida, padecemos de este síndrome. Los hombres hacemos el mal constantemente, reflexiona Lynch, y nos resultaría demasiado difícil seguir adelante si tuviéramos que lidiar con ello y arrastrar el peso creciente de nuestras faltas, de modo que tergiversamos los recuerdos, inventamos, hacemos del pasado –y del presente– una ficción que nos satisfaga y seguimos viviendo. Estas ficciones que nos ayudan a vivir sin remordimientos se acumulan como capas geológicas sobre nuestros rostros, una máscara sobre la otra, hasta formar una cara estándar, un rictus aséptico que nos permite movernos por el mundo con comodidad. Lynch ve que esto sucede todos los días, producto de las faltas más insignificantes, pero también de las más espantosas; ésta es la materia prima que nutre su arte.

La dialéctica de lo siniestro en David Lynch se articula en el movimiento de aparición y desaparición intermitente del rostro deformado por el pecado, la culpa y la inconsciencia, que se alterna con la aparición y desaparición de la máscara cotidiana. EnEraserhead (1977), el director presenta la sátira grotesca de una familia normal, que es en realidad monstruosa. En El Hombre Elefante (1980) el fenómeno John Merrick con su rostro inefable hace las veces de espejo invertido, donde se refleja el cruel horror de la sociedad que lo rechaza. El villano de Terciopelo Azul (1986), interpretado por un escalofriante Dennis Hopper, alterna momentos de inenarrable perversidad con exabruptos de llanto y de ternura. Leland Palmer, el padre asesino deTwin Peaks, viola sistemáticamente a su hija Laura escondido tras la máscara del demonio Bob. Por momentos intuye que está haciendo algo terrible y llora desconsoladamente, pero luego vuelve a vestirse de Bob y sonríe y ruge como lobo frente al espejo. Carretera Perdida (1997) es la historia de un hombre que, atormentado por haber matado a su mujer, se transforma en otro. Mulholland Drive (2001) es una reformulación de Carretera Perdida, harto más efectiva y poderosa; la historia de una actriz de poca monta que, despechada y envenenada de celos, manda a matar a una colega. El filme es una larga secuencia de alucinación-sueño-delirio de la protagonista que se imagina que en realidad todo fue al revés y fue la otra quien la odiaba y quiso matarla.

Pero lo más interesante de esta caracterización de lo siniestro es que conserva el elemento de ambivalencia como factor fundamental, pero también irresoluble, de la experiencia de lo Unheimlich. Nunca sabremos si Leland se vestía de Bob para violar a Laura o si Bob se vestía de Leland para ir a trabajar todos los días.

Ryden y el color

Mark Ryden (Oregon, 1963) fue uno de los adalides del movimiento de retorno a la pintura al óleo que se dio en la costa oeste de Estados Unidos en los años 90. Entre sus obsesiones se cuentan los juguetes antiguos, la carne roja, la iconografía navideña, Abraham Lincoln, la Virgen María, las niñas pequeñas, la numerología y las manos estigmatizadas. La obra de Ryden tiene, sin dudas, firmes raíces en el surrealismo y sería impensable sin el antecedente de Dalí. Sin embargo, Ryden está fuertemente influenciado por el arte pop, por las caricaturas y, sobre todo, por la figura de Lewis Carroll. Este caleidoscopio de influencias y obsesiones se materializa en el lienzo bajo formas escandalosas e inquietantes: niñas devoradas por árboles, tubérculos pariendo conejos de peluche, la muerte vendiendo carne al volante de un camión de helados, manos que sangran a borbotones, la cabeza colosal de Lincoln sobre la cama de una niña, una ninfa albina amamantando a un elefante enano, Santa Claus como un gusano ruso, teletubbies demoníacos inmóviles bajo cielos tormentosos, etcétera.

Pero el secreto de Mark Ryden no está en su imaginación desbordada, ni en su técnica impecable, sino en su manejo del color. Los tonos estridentes y los contrastes furiosos recuerdan a los prerrafaelistas (The Creatrix, 2005; o Slayer, 1999), la nitidez y la textura sobria de sus opacos hace pensar en la escuela flamenca (The Birth, 1994; oWeeping, 2003), sus cielos cenicientos, sus prados verde lavado y sus aguas azul grisáceo revelan una profunda admiración por Botticelli y Bouguereau (Snow White, 1997; o Puella Animo Aureo, 2001).

Los colores nos resultan familiares, también los rostros, agradables y armoniosos, sin embargo la reacción ante cada uno de los cuadros de Ryden es de ligero asco. El contraste entre lo familiar y lo terrible es a la vez sutil y abrupto, los colores son a un tiempo delicados y empalagosos, Ryden produce el efecto ambiguo de lo siniestro como pocos. Su musa inspiradora, Abraham Lincoln, el gran emancipador, el rostro más afable y bondadoso de la historia de los Estados Unidos, aparece una y otra vez en Ryden aislado, desubicado, melancólico, desahuciado, testigo de una verdad terrorífica que nunca descubriremos.

Uno de los óleos más perturbadores de Mark Ryden, Sweat (2005), retrata un grupo de niños tomados de la mano en ronda, bailando alrededor de un extraño ser enorme y algodonado que suda profusamente con cara de pánica ansiedad.

Lo oculto en la superficie

En los cuentos de María del Carril (Buenos Aires, 1976) los personajes también desconocen el sosiego y padecen la cotidianidad como si se tratara de una sucesión de angustiosos estados excepcionales. Humus (2003) incluye la historia de una maestra jardinera que tiene visiones de la Virgen, da charlas en pequeñas parroquias y muere en un horrible accidente de tránsito. La desgarradora historia de Martita –sin duda el cuento que mejor transmite la cosmovisión sórdida y melancólica de María del Carril– trata sobre una chica ingenua e impopular que va a una fiesta de disfraces, deambula toda la noche detrás de una careta de gorila sin que nadie jamás la tome en cuenta y finalmente se va a su casa en remise, feliz de haber alcanzado el epítome del anonimato. Al igual que Martita, los personajes de María del Carril viven prisioneros en el mundo despiadado de la privacidad, condenados a percibir el afuera a través de las pesadas gafas de lo siniestro, irremediablemente extrañados y resignados a la vez, habituados a sus vidas inhóspitas. En El Ultrabosque (2008), la autora vuelve a ocuparse de la mirada furtiva que espía la vida de los otros detrás de la máscara con envidia, fascinación y un ligero asco. El horror de la humillación vuelve a ser protagonista, pero hay también un constante dejo de humor ácido y cruel que delata un mayor grado de autoconciencia en los personajes –y en la autora–. La historia de Rosie, la abuela que observa con horror a su familia como una abeja reina decrépita e implacable, o la de Silvia, la solterona menopáusica que, sentada a la mesa de un bar, envidia las vidas ajenas y coquetea con el mozo, o incluso la de Carmen, una mujer incapaz de expresar simpatía u horror ante su amiga que se ha quedado paralítica. Los personajes delUltrabosque, al igual que los de Humus, experimentan lo siniestro en la repetición constante de una cotidianidad a la que están habituados, pero a la que nunca se acostumbrarán ya que los sigue sorprendiendo y lacerando. Todos y cada uno de ellos detrás de la máscara esconden infinitos tajos que, como herida de muerto, no se cierran, no cicatrizan. En el mundo de María del Carril todo lo que debía haber permanecido oculto sale a luz como sale la sangre de las manos pintadas por Mark Ryden; y seguirá saliendo a la luz una y otra vez, y aun así seguirá siendo terrible.

Acaso la vía más fructífera para hablar de lo siniestro sea el arte porque el arte mismo es inconcebible sin la experiencia de lo siniestro. Como cantaba Rainer Maria Rilke en la primera de las Elegías del Duino (1922): "La belleza no es sino el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar".