jueves, 19 de mayo de 2016

Truman Capote

Imágenes integradas 1


Truman Capote nació en Nueva Orleans el 30 de septiembre de1924 y murió en Los Ángeles, 25 de agosto de 1984, fue un periodista y escritor estadounidense, principalmente conocido por su novela-documento A sangre fría (1966) y por Desayuno en Tiffany's (1958).
Nacido como Truman Streckfus Persons, adoptaría el nombre del segundo marido de su madre, un cubano llamado Joe García Capote. En su infancia vivió en las granjas del sur de los Estados Unidos y, según sus propias palabras, empezó a escribir para mitigar el aislamiento sufrido durante su infancia. Estudió en el Trinity School y en la St. John's Academy de Nueva York. A los 17 años consiguió un trabajo para la revista The New Yorker consistente, según él, en "seleccionar tiras cómicas y recortar periódicos". Con 21 años abandona la revista y publica un relato –Miriam- en la revista Mademoiselle, que se hace acreedor al Premio O’Henry. La crítica lo aplaude sin reservas y lo considera un discípulo de Poe. En 1948, a los 23 años, publica su primera novela, Otras voces, otros ámbitos, una de las primeras en las que se plantea de forma abierta el tema de la homosexualidad. Otras novelas suyas serían: El arpa de hierba (1951) y Se oyen las musas (1956), además de la famosa Desayuno en Tiffany's (1958), que también sería adaptada al cine por Blake Edwards, con Audrey Hepburn en el papel de Holly Golightly.
En 1966 crea A sangre fría que será su trabajo más celebrado. Con ella acuñaría el término non-fiction-novel, creando un referente para lo que luego sería el nuevo periodismo estadounidense. La novela, publicada tras 5 años de intensa investigación, cuenta el suceso real del asesinato de la familia Clutter, y es llevada al cine en 1967 por Richard Brooks. Del libro se venderían más de trescientos mil ejemplares, permaneciendo en la lista de los libros más vendidos del New York Times durante treinta y siete semanas.
Sus relaciones con el cine se extendieron además a la escritura de guiones, entre los que destaca el de ¡Suspense!, de Jack Clayton(1961). Incluso interpretó un papel en Un cadáver a los postres (Robert Moore1976).
En la década de 1950 reanudó su actividad periodística, realizando entrevistas para la revista Playboy.
Uno de los más excéntricos personajes de Truman Capote fue él mismo. Su éxito literario fue acompañado de un gran éxito social, lo que le permitió tratar con intimidad a buena parte de la aristocracia neoyorquina de su época. Sus relaciones con la alta sociedad se rompieron definitivamente cuando publicó algunos capítulos de su novela inconclusa Plegarias atendidas, en la que aireaba vivencias íntimas de algunos de sus amigos más famosos apenas disfrazados de personajes de ficción. Él hablaba de esta novela como de su gran obra, para la que había tomado como modelo al libro En busca del tiempo perdido de Marcel Proust.
En el desgarrador autorretrato del autor y su imaginario gemelo, de su libro Música para camaleones, decía de sí mismo: "Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio.", frase que desde entonces se asocia con él. Este libro, último de su bibliografía, es una brillantísima colección de entrevistas, con un relato central, Handcarved Coffins (Ataúdes tallados a mano), una clara representación del espíritu periodístico del autor. Es también conocido por la semblanza que realiza de Marilyn Monroe en la entrevista titulada Una adorable criatura.
También escribió, entre otros: la colección de cuentos Un árbol de noche y otros cuentos (1949), el libro de viajes Color local, el cuentoUna Navidad y la colección de entrevistas El duque en sus dominios.
Su depresión lo llevó a un proceso de autodestrucción, dependiendo cada vez más de los psicofármacos que, combinados con el alcohol, deterioraron su salud y sus relaciones con todos sus amigos, hasta morir por sobredosis en 
1984. Sus restos se encuentran en el Cementerio Westwood Village Memorial Park de Los ÁngelesCalifornia.

La ganga de Truman Capote



Varias cosas de su marido irritaban a Mrs. Chase. Su voz, por ejemplo: era como si siempre estuviera pujando en una partida de póquer. Era exasperante escuchar la apatía con que arrastraba las palabras, sobre todo cuando hablaba con él por teléfono, como ahora, estentórea de emoción ella misma.
—Pues claro que ya tengo uno, ya lo sé. Pero no lo entiendes, querido..., es una ganga —dijo ella, recalcando la última palabra, y luego haciendo una pausa para que su magia obrase efecto. Por toda respuesta obtuvo silencio—. Oye, podrías decir algo. No, no estoy en una tienda, estoy en casa. Viene a comer Alice Severn. Es de su abrigo de lo que intento hablarte. Seguro que te acuerdas de Alice Severn.
Su memoria porosa era otro rasgo irritante, y aunque ella le recordó que en Greenwich habían visto muchas veces a Arthur y a Alice Severn y que, de hecho, les habían invitado a casa, él fingió que el nombre no le decía nada.
—Da igual —suspiró ella—. De todos modos, sólo voy a ver el abrigo. Que comas bien, querido.
Más tarde, cuando estaba enredando con las ondas exactas del pelo ya retocado, Mrs. Chase reconoció que en realidad no había ninguna razón para que su marido guardase un recuerdo perfectamente claro de los Severn. Lo comprendió cuando trató de evocar una imagen de Alice y sólo vio una borrosa. Ahora casi la tenía: una mujer sonrosada, larguirucha, que aún no había cumplido los treinta años y siempre iba en una ranchera, acompañada de un setter irlandés y de dos niños preciosos, pelirrojos tirando a rubios. Decían que su marido bebía; ¿o era ella la bebedora? También se les consideraba un riesgo a la hora de concederles un préstamo; al menos, Mrs. Chase recordaba que una vez había oído hablar de deudas increíbles, y alguien, ¿no fue ella misma?, había descrito a Alice Severn como un poco demasiado bohemia.
Antes de trasladarse al centro, los Chase tenían una casa en Greenwich, lo cual era una lata para ella, pues del barrio le disgustaba el atisbo de naturaleza y prefería el pasatiempo de los escaparates de Nueva York. En Greenwich, una y otra vez encontraban a los Severn en un cóctel, en la estación de tren, y ahí quedaba la cosa. Llegó a la conclusión, no sin sorpresa, de que ni siquiera eran amigos. Como ocurre tantas veces cuando oyes hablar de repente de una persona del pasado, y de alguien conocido en un contexto distinto, le había sobresaltado una sensación de intimidad. Al pensarlo mejor, sin embargo, parecía extraordinario que Alice Severn, a quien no había visto desde hacía más de un año, la llamase para ofrecerle un abrigo de visón.
Mrs. Chase pasó por la cocina para ordenar un almuerzo de sopa y ensalada: nunca se paraba a pensar que no todo el mundo estaba a dieta. Llenó de jerez una licorera y se la llevó al salón. Era una habitación de un vivo color verde cristal, algo parecido al de su gusto demasiado juvenil para la ropa. El viento azotaba las ventanas, porque el apartamento, en un piso muy alto, tenía una vista aérea del centro de Manhattan. Puso en el tocadiscos un disco de un método de idiomas y se sentó en una postura nada relajada a escuchar la voz forzada que pronunciaba cosas en francés. Los Chase proyectaban celebrar su vigésimo aniversario de casados con un viaje a París en abril; por eso ella había empezado las clases grabadas, y por eso también se había interesado por el abrigo de Alice: le parecía más práctico viajar con un visón de segunda mano; más adelante podría encargar que lo trasformasen en una estola.
Alice Severn llegó unos minutos más temprano, una casualidad, sin duda, porque no era una persona ansiosa, a juzgar, en todo caso, por su modo de andar despacioso y apocado. Calzaba unos zapatos cómodos y un traje de tweed que había conocido tiempos mejores, y llevaba una caja atada con una cuerda deshilachada.
—Me ha alegrado tanto tu llamada esta mañana... Cielo santo, hace siglos, pero claro, ya nunca vamos a Greenwich.
Aunque sonriente, su invitada guardó silencio y Mrs. Chase, que había adoptado un estilo efusivo, se quedó algo cortada. Cuando se sentaron, fijó la mirada en la mujer más joven y se le pasó por la cabeza que si se hubieran encontrado por azar quizás no la habría reconocido, no porque tuviese un aspecto muy distinto, sino porque cayó en la cuenta de que nunca había mirado a Alice de cerca, lo cual se le hacía raro, porque no era una mujer que pasara inadvertida. Si hubiera sido menos alargada, más compacta, se la podría pasar por alto, comentando quizás que era atractiva. Aun así, con su cabeza pelirroja, la sensación de lejanía en los ojos, su cara pecosa y otoñal y sus manos fuertes y descarnadas, emanaba una distinción que no dejaba indiferente.
—¿Un jerez?
Alice asintió y su cabeza, en precario equilibrio sobre su cuello delgado, era como un crisantemo demasiado pesado para su tallo.
—¿Una galleta? —le ofreció Mrs. Chase, observando que una persona tan flaca y estirada debía de comer como una lima. La cicatería de la sopa y ensalada le produjo un escrúpulo súbito, y dijo la siguiente mentira—: No sé qué estará preparando Martha para el almuerzo. Ya sabes lo difícil que es cuando no te avisan con tiempo. Pero dime, querida, ¿qué tal por Greenwich?
—¿Greenwich? —dijo Alice, parpadeando, como si una luz imprevista hubiera destellado en el cuarto—. Ni idea. Hace tiempo que no vivimos allí, unos seis meses o más.
—¿Ah? —dijo Mrs. Chase—. Ya ves lo atrasada que estoy. ¿Dónde vives entonces, querida?
Alice Severn levantó una de sus manos huesudas y patosas y la agitó en dirección a las ventanas.
—Por ahí —dijo, singularmente. Su voz era clara, pero tenía un deje exhausto, como si estuviese pescando un resfriado—. En el centro, me refiero. No nos gusta mucho, sobre todo a Fred.
Con una entonación muy suave, Mrs. Chase dijo: «¿Fred?», porque recordaba perfectamente que el marido de Alice se llamaba Arthur.
—Sí, Fred, mi perro, un setter irlandés, debes de haberlo visto. Está acostumbrado al espacio y el apartamento es muy pequeño, una sola habitación, en realidad.
Malos tiempos estaban viviendo los Severn si vivían todos en un cuarto. Curiosa como era, Mrs. Chase se contuvo y no hizo preguntas al respecto. Probó el jerez y dijo:
—Claro que me acuerdo de tu perro; y de los niños: de las tres cabezas pelirrojas asomando por la ranchera.
—Los niños no son pelirrojos. Son rubios, como Arthur.
Dictó esta corrección con tanta seriedad que Mrs. Chase se vio impelida a soltar una risita perpleja.
—Y Arthur, ¿cómo está? —dijo, aprestándose a ponerse de pie para el almuerzo. Pero la respuesta de Alice la obligó a sentarse de nuevo. La formuló sin alterar su expresión de plácida sencillez, y consistió solamente en: «Más gordo.»
—Más gordo —repitió, al cabo de un momento—. La última vez que le vi, hará como una semana, cruzando una calle, andaba casi como un pato. Si me hubiera visto, seguro que me habría reído: siempre ha sido muy tiquismiquis con su facha.
Mrs. Chase se tocó las caderas.
—Tú y Arthur. ¿Separados? Es algo sorprendente.
—No nos hemos separado —Movió la mano en el aire como si estuviera rasgando una telaraña—. Le conozco desde que era una niña, desde que éramos niños: ¿tú crees —dijo en voz baja—que alguna vez podríamos separarnos, Mrs. Chase?
Que la llamase por su apellido pareció marcarle las distancias; por un instante se sintió acordonada, y cuando se dirigieron hacia el comedor imaginó que se infiltraba entre ellas cierta hostilidad. Posiblemente fue ver las manos torpes de Alice deshaciendo a tientas una servilleta lo que la convenció de que no existía tal cosa. Exceptuando las frases educadas, comieron en silencio y ella empezó a temer que no le contase la historia. Por fin:
—En realidad, nos divorciamos el pasado agosto —soltó Alice Severn.
Mrs. Chase aguardó; luego, entre el ascenso y descenso de su cuchara sopera, dijo:
—Qué horror. Por la bebida, supongo.
—Arthur no bebía —respondió Alice con una sonrisa agradable, aunque asombrada—. Es decir, bebíamos los dos. Por divertirnos, no por vicio. Era muy bonito en verano. Bajábamos al arroyo, recogíamos menta y hacíamos cócteles, cócteles enormes en fruteros. A veces, las noches de calor en que no podíamos dormir, llenábamos el termo de cerveza fría, despertábamos a los niños y nos íbamos en coche hasta la orilla: es estupendo beber cerveza, nadar y dormir en la arena. Eran tiempos deliciosos; recuerdo que una vez nos quedamos hasta el amanecer. No —dijo, y una idea seria le tensó la cara—, te diré. A Arthur le saco casi la cabeza, y creo que esto le fastidiaba. Cuando éramos niños él pensaba que crecería más que yo, pero no lo hizo. Detestaba bailar conmigo, y eso que le encanta bailar. Y le gustaba estar rodeado de un montón de gente, pequeñajos con voces agudas. Yo no soy así, yo prefería estar los dos solos. En estas cosas yo no le satisfacía. Pues bueno, ¿te acuerdas de Jeannie Bjorkman? Aquella de rizos y cara redonda, más o menos de tu altura.
—Creo que si —dijo Mrs. Chase—. Estaba en el comité de la Cruz Roja. Un espanto.
—No —dijo Alice, pensativa—. Jeannie no es un espanto. Éramos muy buenas amigas. Lo raro es que Arthur siempre decía que la detestaba, pero entonces yo intuí que siempre había estado loco por ella, desde luego ahora lo está, y también los críos. En cierto modo no quiero que ella les guste a los niños, aunque debería alegrarme de que sea así, puesto que tienen que vivir con ella.
—¡No me digas que tu marido se ha casado con esa chica espantosa!
—En agosto.
Mrs. Chase, tras hacer una pausa para proponer que tomaran el café en el salón, dijo:
—Es vergonzoso que vivas sola en Nueva York. Por lo menos deberías tener a los niños.
—Arthur quería quedárselos —dijo Alice, con sencillez—. Pero no estoy sola. Fred es uno de mis mejores amigos.
Mrs. Chase hizo un gesto de impaciencia: no le gustaban las fantasías.
—Un perro. Es un disparate. Sólo te puedo decir que eres una insensata: si un hombre intentara pisotearme, saldría con los pies despedazados. Supongo que ni siquiera habéis acordado que él debe —vaciló—... que él debería contribuir.
—No lo entiendes, Arthur no tiene dinero —dijo Alice, con la consternación de un niño que ha descubierto que los mayores, a fin de cuentas, no son muy lógicos—. Hasta ha tenido que vender el coche y va y vuelve de la estación andando. Pero verás, creo que es feliz.
—Lo que tú necesitas es un buen pellizco —dijo Mrs. Chase, como si se dispusiera a ponerlo en práctica.
—El que me preocupa es Fred. Está acostumbrado a tener espacio, y una sola persona deja pocos huesos. ¿Crees que cuando termine mi curso encontraré un trabajo en California? Estoy estudiando en una academia, pero no soy un relámpago, sobre todo en mecanografía, es como si mis dedos la odiaran. Supongo que es como tocar el piano, que hay que aprender de pequeño —Se miró inquisitivamente las manos, suspirando—. Tengo una clase a las tres; ¿te importa que te enseñe el abrigo?
Era de esperar que el aire festivo de unas cosas saliendo de una caja alegrase a Mrs.
Chase, pero cuando vio la tapa retirada la invadió una desazón melancólica.
—Era de mi madre.
Que debió de usarlo sesenta años, pensó Mrs. Chase, mirándose al espejo. El abrigo le llegaba a los tobillos. Frotó con la mano su piel deslustrada, raída, y la notó mohosa, rancia, como si hubiese estado en un desván a la orilla del mar. Hacía frío dentro del abrigo, estaba tiritando, y al mismo tiempo un arrebol le calentó la cara, porque en aquel mismo momento advirtió que Alice estaba mirando por encima de su hombro y en su cara había una expectación demacrada, indecorosa, que no tenía antes. En materia de compasión, Mrs. Chase hacía economías: antes de darla tomaba la precaución de atarle una cuerda, por si acaso necesitaba recuperarla. Al mirar a Alice Severn, sin embargo, fue como si la hubieran cortado la cuerda, y por una vez se topó de lleno con las obligaciones de la compasión. Así y todo se resistió, en busca de una escapatoria, pero entonces sus ojos chocaron con los de la otra y vio que no había ninguna. Rememorar una palabra del curso de idiomas la ayudó a formular una determinada pregunta:
Combien? —dijo.
—No vale nada, ¿verdad?
Había confusión en este interrogante, no franqueza.
—No, nada —dijo la otra en tono cansino, casi socarrón—. Pero puede que le encuentre alguna utilidad.
No volvió a preguntar; era obvio que parte de su obligación consistía en fijar el precio ella misma.
Todavía arrastrando el burdo abrigo, fue hasta un rincón del cuarto donde había un escritorio y, escribiendo a tirones rencorosos, rellenó un cheque contra su cuenta corriente: no tenía intención de que su marido se enterase. Lo que más despreciaba Mrs. Chase era el sentimiento de pérdida; una llave fuera de su sitio, una moneda cayendo al suelo aceleraban su conciencia del robo y de las estafas de la vida. Una sensación similar la embargó cuando entregó el cheque a Alice Severn, que lo dobló y lo guardó sin mirarlo en el bolsillo del traje. Era por un importe de cincuenta dólares.
—Querida —dijo Mrs. Chase, abatida por una falsa inquietud—, tienes que llamarme por teléfono para decirme cómo van las cosas. No debes sentirte sola.
Alice Severn no le dio las gracias y en la puerta no le dijo adiós. En cambio, cogió una mano de Mrs. Chase y le dio unas palmadas, como si estuviera premiando con suavidad a un animal, a un perro. Al cerrar la puerta, Mrs. Chase se miró la mano y se la acercó a los labios. El tacto de la otra mano perduraba en ella, y se quedó esperando a que se disipara: poco después, la mano se le volvió a enfriar.

Un hombre irascible de Anton Chejov



Yo soy un hombre formal y mi cerebro tiene inclinación a la filosofía. Mi profesión es la de financiero. Estoy estudiando la ciencia económica, y escribo una disertación bajo el título de El pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros. Usted comprenderá que las mujeres, las novelas, la luna y otras tonterías por el estilo me tienen completamente sin cuidado.
Son las diez de la mañana. Mi mamá me sirve una taza de café con leche. Lo bebo, y salgo al balconcito para ponerme inmediatamente a mi trabajo. Tomo un pliego de papel blanco, mojo la pluma en tinta y caligrafío El pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros. Reflexiono un poco y escribo: «Antecedentes históricos: A juzgar por indicios que nos revelan Herodoto y Jenofonte, el impuesto sobre los perros data de...»; en este momento oigo unos pasos muy sospechosos. Miro hacia abajo y veo a una señorita con cara larga y talle largo; se llama, según creo, Narinka o Varinka; pero esto no hace al caso; busca algo y aparenta no haberse fijado en mí. Canta:
Te acuerdas de este cantar apasionado.
Leo lo que escribí y pretendo seguir adelante. Pero la muchacha parece haberme visto, y me dice en tono triste:
-Buenos días, Nicolás Andreievitch. Imagínese mi desgracia. Ayer salí de paseo, y se me perdió el dije de mi pulsera...
Leo de nuevo el principio de mi disertación, rectifico el rabo de la letra b y quiero continuar; mas la muchacha no me deja.
-Nicolás Andreievitch -añade-, sea usted lo bastante amable para acompañarme hasta mi casa. En la de Karenin hay un perro enorme, y yo no me atrevo a ir sola.
¿Qué hacer? Dejo a un lado mi pluma y desciendo. Narinka o Varinka me toma del brazo y ambos nos encaminamos a su morada. Cuando me veo precisado a acompañar a una señora o a una señorita me siento como un gancho, del cual pende un gran abrigo de pieles. Narinka o Varinka tiene un temperamento apasionado -entre paréntesis, su abuelo era armenio-. Ella sabe a maravilla colgarse del brazo y pegarse a las costillas de su acompañante como una sanguijuela. De esta suerte, proseguimos nuestra marcha. Al pasar por delante de la casa de los Karenin veo al perro y me acuerdo del tema de mi disertación. Recordándolo, suspiro.
-¿Por qué suspira usted? -me pregunta Narinka o Varinka. Y ella a su vez suspira.
Aquí debo dar una explicación: Narinka o Varinka -de repente me doy cuenta de que se llama Masdinka- se figura que estoy enamorado de ella, y se le antoja un deber de humanidad compadecerme y curar la herida de mi corazón.
-Escuche -me dice-, yo sé por qué suspira usted. Usted ama, ¿no es verdad? Le prevengo que la joven por usted amada tiene por usted un profundo respeto. Ella no puede corresponderle con su amor; mas no es suya la culpa, porque su corazón pertenece a otro, tiempo ha.
La nariz de Masdinka se enrojece y se hincha; las lágrimas afluyen a sus ojos. Ella espera que yo le conteste; pero, felizmente, hemos llegado. En la terraza se encuentra la mamá de Masdinka, una persona excelente, aunque llena de supersticiones. La dama contempla el rostro de su hija; y luego se fija en mí, detenidamente, suspirando, como si quisiera exclamar: «¡Oh, juventud, que no sabe disimular sus sentimientos!»
Además de la mamá están sentadas en la terraza señoritas de matices diversos y un oficial retirado, herido en la última guerra en la sien derecha y en el muslo izquierdo. Este infeliz quería, como yo, consagrar el verano a la redacción de una obra intitulada Memorias de un militar. Al igual que yo, aplícase todas las mañanas a la redacción de su libro; pero apenas escribe la frase «Nací en tal año...», aparece bajo su balcón alguna Varinka o Masdinka, que está allí como de centinela. Cuantos se hallan en la terraza se ocupan en limpiar frutas, para hacer dulce con ellas. Saludo y me dispongo a marchar; pero las señoritas de diversos matices esconden mi sombrero y me incitan a que no me vaya. Tomo asiento. Me dan un plato con fruta y una horquilla, a fin de que proceda, como los demás, a la operación de extraer el hueso. Las señoritas hablan de sus cortejadores; fulano es guapo; mengano lo es también, pero no es simpático; zutano es feo, aunque simpático; perengano no está mal del todo, pero su nariz semeja un dedal, etc.
-Y usted, Nicolás -me dice la mamá de Masdinka-, no tiene nada de guapo; pero le sobra simpatía; en usted hay un no sé qué... La verdad es -añade suspirando- que para un hombre lo que vale no es la hermosura, sino el talento.
Las jóvenes me miran y en seguida bajan los ojos. Ellas están, sin duda, de acuerdo en que para un hombre lo más importante no es la hermosura, sino el talento. Me observo, a hurtadillas, en el espejo para ver si, realmente, soy simpático. Veo a un hombre de tupida melena, barba y bigote poblados, cejas densas, vello en la mejilla, vello debajo de los ojos, todo un conjunto velludo, en medio del cual descuella, como una torre sólida, su nariz.
-No me parezco mal del todo...
-Pero en usted, Nicolás, son las cualidades morales las que llevan ventaja -replica la mamá de Masdinka.
Narinka sufre por mí; pero al propio tiempo, la idea de que un hombre está enamorado de ella la colma de gozo. Ahora charlan del amor. Una de las señoritas se levanta y se va; todas las demás empiezan a hablar mal de ella. Todas, todas la hallan tonta, insoportable, fea, con un hombro más bajo que otro. Por fin aparece mi sirvienta, que mi madre envió para llamarme a comer. Puedo, gracias a Dios, abandonar esta sociedad estrambótica y entregarme nuevamente a mi trabajo. Me levanto y saludo. Pero la mamá de Narinka y las señoritas de diversos matices me rodean y me declaran que no me asiste el derecho de marcharme porque ayer les prometí comer con ellas y después de la comida ir a buscar setas en el bosque. Saludo y vuelvo a tomar asiento... En mi alma hierve la irritación. Presiento que voy a estallar; pero la delicadeza y el temor de faltar a las conveniencias sociales me obligan a obedecer a las señoras, y obedezco. Nos sentamos a comer. El oficial retirado, que por efecto de su herida en la sien tiene calambres en las mandíbulas, come a la manera de un caballo provisto de su bocado. Hago bolitas de pan, pienso en la contribución sobre los perros, y, consciente de mi irascibilidad, me callo. Narinka me observa con lástima. Okroschka, lengua con guisantes, gallina cocida, compota. Me falta apetito; pero engullo por delicadeza. Después de comer voy a la terraza para fumar; en esto se me acerca la mamá de Masdinka y me dice con voz entrecortada:
-No desespere usted, Nicolás... Su corazón es de... Vamos al bosque.
Varinka se cuelga de mi brazo y establece el contacto. Sufro inmensamente; pero me aguanto.
-Dígame, señor Nicolás -murmura Narinka-, ¿por qué está usted tan triste, tan taciturno?
¡Extraña muchacha! ¿Qué se le debe responder? ¡Nada tengo que decirle!
-Hábleme algo -añade la joven.
En vano busco algo vulgar, accesible a su intelecto. A fuerza de buscar, lo encuentro, y me decido a romper el silencio.
-La destrucción de los bosques es una cosa perjudicial a Rusia.
-Nicolás -suspira Varinka, mientras su nariz se colorea-, usted rehuye una conversación franca... Usted quiere asesinarme con su reserva... Usted se empeña en sufrir solo...
Me coge de la mano, y advierto que su nariz se hincha; ella añade:
-¿Qué diría usted si la joven que usted quiere le ofreciera una amistad eterna?
Yo balbuceo algo incomprensible, porque, en verdad, no sé qué contestarle; en primer lugar, no quiero a ninguna muchacha; en segundo lugar, ¿qué falta me hace una amistad eterna? En tercer lugar, soy muy irritable. Masdinka o Varinka se cubre el rostro con las manos y dice a media voz, como hablando consigo misma: «Se calla...; veo que desea mi sacrificio. ¿Pero cómo lo he de querer, si todavía quiero al otro?... Lo pensaré, sí, lo pensaré; reuniré todas las fuerzas de mi alma, y, a costa de mi felicidad, libraré a este hombre de sus angustias».
No comprendo nada. Es un asunto cabalístico. Seguimos el paseo silencioso. La fisonomía de Narinka denota una lucha interior. Se oye el ladrido de los perros. Esto me hace pensar en mi disertación, y suspiro de nuevo. A lo lejos, a través de los árboles, descubro al oficial inválido, que cojea atrozmente, tambaleándose de derecha a izquierda, porque del lado derecho tiene el muslo herido, y del lado izquierdo tiene colgada de su brazo a una señorita. Su cara refleja resignación. Regresamos del bosque a casa, tomamos el té, jugamos al croquet y escuchamos cómo una de las jóvenes canta:
Tú no me amas, no...
Al pronunciar la palabra «no», tuerce la boca hasta la oreja.
Charmant, charmant, gimen en francés las otras jóvenes. Ya llega la noche. Por detrás de los matorrales asoma una luna lamentable. Todo está en silencio. Se percibe un olor repugnante de heno cortado. Tomo mi sombrero y me voy a marchar.
-Tengo que comunicarle algo interesante -murmura Masdinka a mi oído.
Abrigo el presentimiento de que algo malo me va a suceder, y, por delicadeza, me quedo. Masdinka me coge del brazo y me arrastra hacia una avenida. Toda su fisonomía expresa una lucha. Está pálida, respira con dificultad; diríase que piensa arrancarme el brazo derecho. «¿Qué tendrá?», pienso yo.
-Escuche usted; no puedo...
Quiere decir algo; pero no se atreve. Veo por su cara que, al fin, se decide. Me lanza una ojeada, y con la nariz, que va hinchándose gradualmente, me dice a quema ropa:
-Nicolás, yo soy suya. No lo puedo amar; pero le prometo fidelidad.
Se aprieta contra mi pecho y retrocede poco después.
-Alguien viene, adiós; mañana a las once me hallaré en la glorieta.
Desaparece. Yo no comprendo nada. El corazón me late. Regreso a mi casa. El pasado y el porvenir del impuesto sobre los perros me aguarda; pero trabajar me es imposible. Estoy rabioso. Me siento terriblemente irritado. Yo no permito que se me trate como a un chiquillo. Soy irascible, y es peligroso bromear conmigo. Cuando la sirvienta me anuncia que la cena está lista, la despido brutalmente:
-¡Váyase en mal hora!
Una irritabilidad semejante nada bueno promete. Al otro día, por la mañana, el tiempo es el habitual en el campo. La temperatura fría, bajo cero. El viento frío; lluvia, fango y suciedad. Todo huele a naftalina, porque mi mamá saca a relucir su traje de invierno. Es el día 7 de agosto de 1887, día del eclipse de sol. Hay que advertir que cada uno de nosotros, aun sin ser astrónomo, puede ser de utilidad en esta circunstancia. Por ejemplo: cada uno puede, primero, marcar el diámetro del sol con respecto al de la luna; segundo, dibujar la corona del sol; tercero, marcar la temperatura; cuarto, fijar en el momento del eclipse la situación de los animales y de las plantas; quinto, determinar sus propias impresiones, etcétera. Todo esto es tan importante, que por el momento resuelvo dejar aislado el impuesto sobre los perros. Me propongo observar el eclipse. Todos nos hemos levantado muy temprano. Reparto el trabajo en la forma siguiente: yo calcularé el diámetro del sol y de la luna; el oficial herido dibujará la corona. Lo demás correrá a cargo de Masdinka y de las señoritas de diversos matices.
-¿De qué proceden los eclipses? -pregunta Masdinka.
Yo contesto:
-Los eclipses proceden de que la luna, recorriendo la elíptica, se coloca en la línea sobre la cual coinciden el sol y la tierra.
-¿Y qué es la elíptica?
Yo se lo explico. Masdinka me escucha con atención, y me pregunta:
-¿No es posible ver, mediante un vidrio ahumado, la línea que junta los centros del sol y de la tierra?
-Es una línea imaginaria -le contesto.
-Pero si es imaginaria -replica Masdinka-, ¿cómo es posible que la luna se sitúe en ella?
No le contesto. Siento, sin embargo, que, a consecuencia de esta pregunta ingenua, mi hígado se agranda.
-Esas son tonterías -añade la mamá de Masdinka-; nadie es capaz de predecir lo que ocurrirá. Y, además, usted no estuvo jamás en el cielo. ¿Cómo puede saber lo que acontece a la luna y al sol? Todo ello son puras fantasías.
Es cierto; la mancha negra empieza a extenderse sobre el sol. Todos parecen asustados; las vacas, los caballos, los carneros con los rabos levantados, corren por el campo mugiendo. Los perros aúllan. Las chinches creen que es de noche y salen de sus agujeros, con el objeto de picar a los que hallen a su alcance. El vicario llega en este momento con su carro de pepinos, se asusta, abandona el vehículo y se oculta debajo del puente; el caballo penetra en su patio, donde los cerdos se comen los pepinos. El empleado de las contribuciones, que había pernoctado en la casa vecina, sale en paños menores y grita con voz de trueno: «¡Sálvese quien pueda!» Muchos veraneantes, incluso algunas bonitas jóvenes, se lanzan a la calle descalzos. Otra cosa ocurre que no me atrevo a referir.
-¡Qué miedo! ¡Esto es horrible! -chillan las señoritas de diversos matices.
-Señora, observe bien, el tiempo es precioso. Yo mismo calculo el diámetro.
Me acuerdo de la corona, y busco al oficial herido, quien está parado, inmóvil.
-¿Qué diablos hace usted? ¿Y la corona?
El oficial se encoge de hombros, y con la mirada me indica sus dos brazos. En cada uno de ellos permanece colgada una señorita, las cuales, asidas fuertemente a él, le impiden el trabajo. Tomo el lápiz y anoto los minutos y los segundos: esto es muy importante. Marco la situación geográfica del punto de observación: esto es también muy importante. Quiero calcular el diámetro, pero Masdinka me coge de la mano y me dice:
-No se olvide usted: hoy, a las once.
Me desprendo de ella, porque los momentos son preciosos y yo tengo empeño en continuar mis observaciones. Varinka se apodera de mi otro brazo y no me suelta. El lápiz, el vidrio ahumado, los dibujos, todo se cae al suelo. ¡Diantre! Hora es de que esta joven sepa que yo soy irascible, y cuando yo me irrito, no respondo de mí. En vano pretendo seguir. El eclipse se acabó.
-¿Por qué no me mira usted? -me susurra tiernamente al oído.
Esto es ya más que una burla. No es posible jugar con la paciencia humana. Si algo terrible sobreviene, no será por culpa mía. ¡Yo no permito que nadie se mofe de mí! ¡Qué diablo! En mis instantes de irritación no aconsejo a nadie que se acerque a mí. Yo soy capaz de todo. Una de las señoritas nota en mi semblante que estoy irritado y trata de calmarme.
-Nicolás Andreievitch, yo he seguido fielmente sus indicaciones, observé a los mamíferos y apunté cómo, ante el eclipse, el perro gris persiguió al gato, después de lo cual quedó por algún tiempo meneando la cola.
Nada resulta, pues, de mis observaciones. Me voy a casa. Llueve, y no me asomo al balconcito. El oficial herido se arriesga a salir a su balcón, y hasta escribió: «He nacido en...» Pero desde mi ventana veo cómo una de las señoritas de marras lo llama, con el fin de que vaya a su casa. Trabajar me es imposible. El corazón me late con violencia. No iré a la cita de la glorieta. Es evidente que cuando llueve yo no puedo salir a la calle. A las doce recibo una esquelita de Masdinka, la cual me reprende, y exige que me persone en la glorieta, tuteándome. A la una recibo una segunda misiva, y a las dos una tercera. Hay que ir, no cabe duda. Empero, antes de ir, debo pensar qué es lo que habré de decirle. Me comportaré como un caballero. En primer lugar, le declararé que es inútil que cuente con mi amor; no, semejante cosa no se le dice a las mujeres; decir a una mujer «yo no la amo», es como decir a un escritor: «usted escribe mal». Le expondré sencillamente mi opinión acerca del matrimonio. Me pongo, pues, el abrigo de invierno, empuño el paraguas y me dirijo a la glorieta. Conocedor como soy de mi carácter irritable, temo cometer alguna barbaridad. Me las arreglaré para refrenarme. En la glorieta, Masdinka me espera. Narinka está pálida y solloza. Al verme prorrumpe en una exclamación de alegría y se agarra a mi cuello.
-Por fin; ya abusas de mi paciencia. No he podido cerrar los ojos en toda la noche. He pensado durante la noche, y a fuerza de pensar, saqué en consecuencia que cuando te conozca mejor te podré amar.
Me siento a su lado; le expongo mi opinión acerca del matrimonio. Por no alejarme del tema y abreviarlo hago sencillamente un resumen histórico. Hablo del casamiento entre los egipcios; paso a los tiempos modernos; intercalo algunas ideas de Schopenhauer. Masdinka me presta atención, pero luego, sin transición, me dice:
-Nicolás, dame un beso.
Estoy molesto. No sé qué hacer. Ella insiste. ¿Qué hacer? Me levanto y le beso su larga cara. Ello me produce la misma sensación que experimenté cuando, siendo niño, me obligaron a besar el cadáver de mi abuela. Varinka no parece satisfecha. Salta y me abraza. En el mismo momento, la mamá de Masdinka aparece en el umbral de la puerta. Hace un gesto de espanto; dice a alguien: «¡spch», y desaparece como Mefistófeles, por escotillón. Incomodado, me encamino nuevamente a mi casa. En ella me encuentro a la mamá de Varinka, que abraza, con lágrimas en los ojos, a mi mamá. Esta llora y exclama: «Yo misma lo deseaba». A renglón seguido: «¿Qué les parece a ustedes?» La mamá de Varinka se acerca a mí, me abraza y me dice: «¡Que Dios te bendiga! Tú has de amarla. No olvides jamás que ella se sacrifica por ti.»
He aquí que me casan. Mientras esto escribo, los testigos del matrimonio se encuentran cerca de mí y me dan prisa. Decididamente esta gente no conoce mi irascibilidad. Soy terrible. No respondo de mí. ¡Por vida de!... Ustedes adivinarán lo que puede ocurrir. Casar a un hombre irritado, rabioso, es igual que meter la mano en la jaula de un tigre. Veremos cuál será el desenlace final...
Estoy casado... Todos me felicitan. Varinka se apoya contra mí y me dice:
-Ahora sí que eres mío. Sé que me amas, ¡dilo!
Su nariz se hincha. Me entero por los testigos de que el oficial retirado fue bastante hábil para esquivar el casamiento. A una de las señoritas le exhibió un certificado médico según el cual, a causa de su herida en la sien, no tiene sano juicio, y, por tanto, le está prohibido contraer matrimonio. ¡Qué idea! Yo también pude presentar un certificado. Uno de mis tíos fue borracho. Otro era distraído. En cierta ocasión, en lugar de una gorra, se cubrió la cabeza con un manguito de señora. Una tía mía era muy aficionada al piano, y sacaba la lengua al tropezar con un hombre. Además, mi carácter extremadamente irritable induce a sospechas. ¿Por qué las buenas ideas acuden a la mente siempre demasiado tarde?...
FIN