miércoles, 29 de mayo de 2013

Ricardo Piglia y la máquina de la ficción

 
Estudios Filológicos, N° 34, 1999, pp. 27-34

Ricardo Piglia y la máquina de la ficción

Ricardo Piglia and the fiction machine


Maria Antonieta Pereira
Salí de la isla hace dos meses, dijo Boas, y todavía resuena
en mí la música de esta lengua, que es como un río.
Ricardo Piglia

A partir de la obra La ciudad ausente, este ensayo plantea la discusión de cómo la maquinaria textual de Ricardo Piglia dialoga con el museo literario de Macedonio Fernández, Roberto Arlt y Jorge Luis Borges. A través de las metáforas de la máquina de relatos y del museo de la tradición, la novela tiene como temario un mundo del final del siglo en que los experimentos políticos, científicos y tecnológicos inventan seres y lenguajes artificiales, alteran los conceptos de ciudadanía y nacionalidad, y resisten al desaparecimiento de las tradiciones culturales.

From the book La ciudad ausente, this essay deals with the way in wich Ricardo Piglia's textual machinery establishes a dialogue with the literary museum of Macedonio Fernández, Roberto Arlt and Jorge Luis Borges. Through metaphors of the narration machine and the museum of tradition, the contemporary novel develops the theme of an end-of-the-century world in which political, scientific and technological experiments give birth to artificial beings and languages, alter the concepts of citizenship and nationality and resist the extinction of cultural traditions.


La ciudad ausente, novela de Ricardo Piglia (1993), a partir de su título ya indica que su tema será la pérdida. En un momento en que los centros urbanos se constituyen como espacios lagunares y atópicos, sus habitantes se tornan ciudadanos cyborg y transitan por avenidas y metros como cuerpos mecánicos que precisan ansiosamente cruzar espacios, idiomas y algún afecto en un tiempo esquizofrénico y vacío. Presos en los engranajes de la ciudad-máquina, sus habitantes reproducen movimientos previsibles, ordenados, automáticos, como en una línea de montaje fabril. Por otro lado, el monstruoso cuerpo resoplante de la metrópoli se desordena frecuentemente y devora a sus propios hijos.
Según Angel Rama, la necesidad de organizarse la colonización en el continente latinoamericano se materializó en la construcción de ciudades planificadas, las cuales eran símbolo, resultado y refuerzo de una concentración máxima del poder. De forma que, diferentemente del mundo europeo, la América poscolombina se inició en el espacio urbano y solamente a partir de él promovió el desarrollo de las actividades agrarias. En cuanto iniciativa de transculturación europea, las ciudades congregaban vicerreinos, tribunales de inquisición, universidades, toda una estructura de poder centralizador y letrado. Construido según la geometría de un tablero de damas, este núcleo urbano reservaba su plaza mayor para los edificios del poder: la iglesia y el gobierno. En este centro del centro, con el objetivo de ordenar el mundo, actuaban aquellos que sabían hacer uso de la palabra escrita: era la ciudad letrada que "componía el anillo protector del poder y el ejecutivo de sus órdenes" (Rama 1985: 43), no dejando de constituir ella misma también una forma de poder. Otros anillos, formados por mestizos e ibéricos pobres, esclavos e indígenas, circundaban la ciudad de las letras. Esta estructura urbana, organizada en círculos concéntricos, servía a la palabra-clave de la colonización: el orden.
En el mundo contemporáneo, la función ordenadora de la ciudad se está muriendo. La agonía del espacio urbano se vincula a los más diversos problemas: superpoblación, precariedad de servicios, violencia social, avería de los sistemas de comunicación y transporte, entre otros. La metrópoli de Latinoamérica, como la de cualquier parte del planeta, configura una polis fracturada por cruzamientos ininterruptos de idiomas, imágenes y eventos que amenazan y fundan rutinariamente el espacio urbano. Para Gomes (1994: 68), la gran ciudad (en traducción nuestra) "es el palco de la atrofia progresiva de la experiencia sustituida por la vivencia del choque que provoca la pérdida de los lazos comunales, la imposibilidad del hombre urbano de integrarse en una tradición cultural". La atrofia progresiva de la experiencia, desencadenada por la alta rotación de tiempos, espacios y culturas, hace del ciudadano un exiliado permanente. En este contexto, el eterno bullicio de los centros urbanos sólo encubre la soledad en que de hecho vive su habitante. En lugar de las murallas que antes guardaban las ciudades, tenemos hoy los muros de cada domicilio o condominio aislando a los ciudadanos entre sí y protegiéndolos de un enemigo frecuente, cuyo rostro múltiple pertenece a cualquiera y amenaza la vida de todos. Un centro urbano internamente sitiado y desvaneciente, lugar del exilio del ciudadano, es el tema de La ciudad ausente.
En esta novela, la imagen fantasmagórica o monstruosa de la ciudad configura también un cuerpo femenino o una isla de la utopía, especialmente cuando es reconstruida como un gran hipertexto por la ficción de sus escritores, herederos de los museos de los antepasados. De forma que, dentro de la metrópoli, la ciudad letrada construye otra urbe, virtual y peligrosa. Esta ciudad invisible -que puede ser la casa de la infancia de Ricardo Piglia, el planeta Orbis Tertius, la isla de Finnegans o el laboratorio de medias de señoras idealizado por Roberto Arlt- puede también ser pensada, conforme a Macedonio Fernández, como el museodel arte de narrar que se desea Eterna.
En La ciudad ausente, en el templo de cristal del museo de Buenos Aires, una máquina de narrar desenvuelve el diálogo de los muertos de Dostoievski como una forma de resistencia a la desaparición de la ciudad y de la narrativa. Este minotauro femenino, prisionero del laberinto urbano, revierte la leyenda y, en lugar de devorar a los ciudadanos, se alimenta de antiguas historias que Miguel Mac Kensey, argentino hijo de ingleses y más conocido como Junior, debe descifrar, preservar y divulgar. Esta narrativa femenina, reticente y resistente, es la forma replicante y alucinada que la ciudad contemporánea encuentra para hablar de sí misma y de su agonía finisecular. La novela discute, así, cómo algunos elementos femeninos del mundo contemporáneo -ciudad, máquina, mujer, narrativa, tradición cultural- se despliegan en monstruos, multiplicidades, nudos blancos, seres artificiales, familias literarias y lenguajes insulados en los guetos étnico-políticos. Como una Eva futura, la obra de Ricardo Piglia disemina el fruto prohibido de las versiones apócrifas y de las confabulaciones estético-políticas que permiten la emergencia de la historia de los vencidos y de una distinta manera de vivir y narrar.
La búsqueda incesante de un lenguaje capaz de circular en el mercado de signos de la actualidad señala la ansiedad del escritor con relación al futuro de las narrativas. Si la novela moderna destruyó la narrativa ejemplar, ella misma ha sido destruida a partir de experimentos metonímicos como los realizados por James Joyce en que "la obra entera puede estar contenida en cada una de sus partes, de tal manera que es posible iniciar la lectura de cualquier punto" (Campos 1986: 121). Esta inconstancia narrativa formula una pregunta crucial en el mercado de signos: ¿qué formas textuales resistirán en el comercio simbólico entre narradores y lectores?
La historia de la enseñanza -estrictamente vinculada a las experiencias personales y colectivas de mercaderes, campesinos y artesanos- fue sustituida por una ficción engendrada a partir de "una vivencia ajena [al narrador], ya que la acción que narra no fue tejida en la sustancia viva de su existencia" (Santiago 1989: 40). En ese caso, es la propia naturaleza de la experiencia la que se encuentra alterada: al flotar en el mundo de la simulación, el sujeto contemporáneo desenvuelve incesantes experimentos, de lenguaje y de vida, que pronto son descartados y transformados en otras fabulaciones. El contador de historias de la actualidad crea un simulacro de enciclopedismo en la medida en que es también biógrafo, editor, crítico, guionista, bibliotecario, dramaturgo, actor: la acumulación de residuos y funciones textuales, al mismo tiempo que recusa las totalidades, impide al autor ordenar tantas diferencias en una única y definitiva lección de vida.
Para Ricardo Piglia, el narrador vive sólo dos o tres experiencias traumáticas, que definen el futuro de su texto:
 
Todos los acontecimientos que uno puede contar sobre sí mismo no son más que manías. Porque a lo sumo ¿qué es lo que uno puede llegar a tener en su vida salvo dos o tres experiencias? Dos o tres experiencias, no más (a veces, incluso, ni eso). Ya no hay experiencias (¿las había en el siglo XIX?), sólo hay ilusiones. Todos nos inventamos historias diversas (que en el fondo son siempre la misma) para imaginar que nos ha pasado algo en la vida (1980: 41-2).
No siendo acumulada o transmitida, sino explorando la productividad insistente de la reiteración, la experiencia asume las características paranoicas de la repetición y paradójicamente exige una búsqueda de lenguaje permanente. Repetir y diferir, alucinar para expresar las provisorias verdades personales y sociales, inventar la ficción como una utopía privada y al mismo tiempo colectiva, es hacer del texto un laboratorio de mutaciones lingüísticas incesantes. Tales mudanzas amena zan las tradiciones locales que son responsables, en última instancia, del mantenimiento de diferencias culturales. Por otro lado, si la "arcaica [tradición] sólo se conserva gracias a su permanente renovación" (Bakhtin 1981: 91), se trata de encontrar un lenguaje capaz de reciclar las antiguas historias para que, atendiendo a las demandas del lector contemporáneo, ellas no desaparezcan.
Cuando las narrativas ya no son capaces de aconsejar ni configuran las rupturas de la modernidad o la repetición de mitos cosmogónicos en que el pasado "está pasando siempre" (Paz: 20), ellas se encuentran desligadas de las comunidades lingüísticas que las engendraron y, en este sentido, corren el riesgo de extinción. Además, la simulación que llena el mundo actual crea un teatro cotidiano que, al valorar la oralidad y la imagen, restringe la actuación del texto escrito o lo desfigura cuando implementa su mezcla con otras formas culturales. Acribillado por innúmeras ocurrencias discursivas, el narrador actual narra, sobre todo, "el agotamiento de la experiencia del yo singular y de la práctica estilística de expresión estrictamente personal de esa misma experiencia" (Miranda 1989: 174). Las atribuciones textuales de ese narrador se caracterizan por una sustracción crónica: no aprende con la experiencia ajena, no vivencia muchas experiencias personales, no acumula un saber, y por eso no lo puede transmitir. Sin embargo, el yosaturado y múltiple permanece crítico y capaz de desarrollar una resistencia cultural que, a través de una política de cut-up, como la propuesta por Burroughs, recorta la tradición y vuelve a editarla. La herencia cultural así procesada se organiza bajo formas residuales y participa de una conjunción de fuerzas al mismo tiempo antagónicas y cooperativas que se alteran recíprocamente. De este combate simbólico resultan nuevas situaciones de hibridismo cultural que desestabilizan permanentemente las condiciones de producción de la literatura. Para Piglia (1970: 12) la mezcla de los discursos ocasiona, sobre todo, el aniquilamiento de "una ilusión moralizante que hace de la experiencia vivida un tesoro que enriquece la narración".
Las historias contemporáneas sustituyen los consejos y los guiones definitivos por las interrogaciones frecuentes sobre la propia naturaleza de lo literario. En este sentido, el "escepticismo en torno a la posibilidad de la existencia de la historia, del relato de la historia y, en última instancia, de la experiencia" (Schvartzman 1996:1) funciona como motivo para que se escriba una nueva historia. En el vacío dejado por la narrativa ejemplar, surge otro texto que se construye con esa ausencia. Narrar implica, así, una sucesión de experimentos con la pérdida donde el equívoco, el engaño y la falsificación condenan a los escritores a invenciones que mezclan géneros, estilos, dialectos, temas. Para evitar la transformación del lenguaje en una masa amorfa, reducida a clichés de época o de la cultura globalizada, se necesita monitorear la construcción del texto, la productividad de los cruzamientos discursivos, la selección del material que será "ficcionalizado". La literatura construye su diferencia como condición de su existencia, en un proceso conflictivo de aproximaciones y distanciamientos de otros textos, en que relaciones marcadamente metonímicas orientan apropiaciones hipertextuales.
No obstante, la sobrevivencia del texto literario en el mercado contemporáneo se basa no sólo en su capacidad de mezclar lenguajes ancestrales y artificiales, sino también en la "ambición de escribir contra todos los estilos" (Piglia 1994: 48). Si, para hacerse, la literatura precisa establecer a cada paso su diferencia, eso la torna necesariamente autorreflexiva y crítica: ella trae en sí misma el virus del texto ensayístico, las historias de otras lecturas, el murmullo de voces refrenadas y el gusto por la polémica, que es tan neobarroco y tan posmoderno. En una clásica re-versión del simulacro, la literatura se deja fascinar por el ensayo y sobrevive por medio de recursos extraídos de éste, como ocurre en toda la obra de Ricardo Piglia.
El escritor contemporáneo investiga incesantemente las condiciones de funcionamiento de su laboratorio textual: mezcla, decanta, selecciona, observa resultados y busca el punto ideal de la amalgama químico-literaria que puede re-semantizar la rosa de cobre de Roberto Arlt, la Elena de Macedonio Fernández, la máquina asesina de Kafka, el aleph de Borges, el doble de Poe, la Dublin de Joyce. La ficción de Piglia no quiere sustituir a ninguno de estos padres literarios sino acercarse a ellos, descifrar algunas pistas que legaron a nuestro tiempo, provocarlos a decir lo que sólo bosquejaron en el pasado y permanece silenciado en las reiteraciones. En esta red hipertextual, los discursos están conectados por contigüidad y carecen de un centro fijo: cualquiera puede constituir el desencadenador provisorio de un sistema de signos. Eso desconstruye las jerarquías de la intertextualidad en la medida en que ya no es posible definir la narrativa o el narrador originarios a partir de los cuales se ha iniciado el proceso de apropiación. Una perspectiva hipertextual de la ficción remite a la elección borgeana de los precursores en que la trama de los textos estimula lecturas retroactivas, proliferación de identidades, pérdida de la propiedad autoral y de la referencialidad.
Heredera de la antinovela de Joyce, La ciudad ausente funciona como la máquina de relatos: por ya no creer en la transmisión de experiencias, y al mismo tiempo insistir en la necesidad de continuar narrando, distorsiona el lenguaje de los museos literarios mezclándolo con idiomas artificiales que le permitan acceder al lector contemporáneo. Hipertexto que conecta formas narrativas del pasado con las demandas editoriales del presente, el relato se despliega en la modalidad teatral anacrónica de la ópera La ciudad ausente que, a su vez, utiliza el material disponible en el mercado tecnológico y se transforma en cinta de video donde el habla castellana de los personajes tiene leyenda en inglés. Además de estos experimentos, la obra de Ricardo Piglia ha utilizado los recursos del CD-Rom de la Internet y de los guiones de película que transforman el viejo texto infolio en imágenes multimedia. Resultado y motor de la dinámica hipertextual, esos artefactos funcionan como los nudos blancos tematizados en La ciudad ausente: espacio de condensación de los códigos genético y verbal, ellos preservan una cierta geografía de la tradición cultural justamente porque favorecen micromutaciones en su mapa.
Otra cuestión importante de observar en la novela de Piglia es el predominio de lo femenino a través de la máquina de relatos, hecho que sugiere la generalizada "feminización del trabajo" (Haraway 1994: 267) y de la sociedad contemporánea. Si ciertas características de la economía doméstica, como la informalidad y la intermitencia, están presentes en la actual economía de privación -basada en el desempleo estructural, subempleo y ocupaciones provisorias-, ellas también señalan la crítica y la resistencia al falo-logocentrismo. Sin embargo, como prólogo de otras narrativas, localizadas en el futuro y deudoras de la literatura finisecular, el personaje femenino de la novela precisa desaparecer, pues es de su ausencia que surge la necesidad de narrar. En este sentido, la máquina narradora de La ciudad ausente configura una réplica del personaje Elena, del relato Museo de la novela de la eterna, de Macedonio Fernández, obra que a su vez es escrita con la tentativa de aliviar la pérdida de Elena Fernández. Seducidos por la ausencia femenina, Macedonio y Piglia transforman la angustia de la pérdida en deseo de ficción.
Apropiándose de los relatos como si fueran cuerpos femeninos, los narradores de Piglia transforman el lenguaje de las biografías en confidencias, cartas y diarios apócrifos. Al desdoblarse en Evas, máquinas o monstruos, el cuerpo femenino de la novela es el espacio en que los lenguajes revuelven el polvo del museo de la tradición transformándolo en el laboratorio que experimenta el futuro. En una política de cut-up, la obra de Ricardo Piglia procesa textos de las más variadas procedencias, culturas, estilos y géneros. Así, podríamos decir que en el cuento titulado Nombre falso - Homenaje a Roberto Arlt predominan las formas textuales de los diarios, mientras en la novela Respiración artificial prevalece la escritura epistolar. En el libro de cuentos Prisión perpetua hay una experimentación de microrrelatos o de apuntamientos para relatos futuros que se desdoblan en narrativas más largas dentro de esta propia obra o fuera de ella. La composición de La ciudad ausente es semejante a la de Prisión perpetua, aunque las narrativas de la máquina funcionen, hasta cierto punto, como un elemento organizador de la novela. En la ópera La ciudad ausente ocurre la transformación del relato en texto dramático y su contaminación con los lenguajes de la música, de la imagen y del cuerpo de los actores. Cuentos morales ya configura una nueva mezcla: en este libro están los textos de La invasión, primera obra de Piglia, y también algunos relatos de la máquina y microhistorias de Prisión perpetua. El libro ensayístico titulado El laboratorio del escritor no casualmente tiene como texto de apertura el cuento "El fin del viaje" que, al lado de entrevistas y ensayos, recupera o desarrolla algunas propuestas ya trabajadas en Crítica y Ficción. En la obra La Argentina en pedazos, la creación de Ricardo Piglia se torna literal y fecundamente colectiva, ya que reedita, bajo la forma de videos, varios cuentos argentinos consagrados por la tradición y reveladores de una imagen del país alucinada por la ciudad de las letras.
Para mantener en actividad el museo literario, los textos de Piglia desenvuelven una escritura biográfica referente a personajes de la historia de la literatura, de la historia de Argentina o de su propia vida. Diseminándose en textos destrozados y anacrónicos, muchos de ellos del orden de la escritura privada y femenina, el autor re-semantiza su propia tradición y desenvuelve una especie de autobiografía -que es también una historia de la literatura y de la política argentinas- y la ofrece en espectáculo público. Este texto residual, aunque inscriba al autor como personaje de su propia obra, construye también una perspectiva des-centrada, que destruye la propiedad autoral.
La historia de vida de Ricardo Piglia en cierta forma constituye una imagen de esta situación, ya que él debe su formación de escritor a un diario -en que intentaba recuperar la casa de la niñez, perdida cuando la derrota del peronismo obligó a su familia a mudarse de Adrogué- y su perfil de lector, a las influencias del "inglés" Steve, que de hecho era americano y fue el primer crítico de sus textos. Muy temprano, Piglia convive con el deseo de registrar las pérdidas de casa, ciudad y nación y, al mismo tiempo, forjar su mirada estrábica, de lector de los márgenes, a partir de la ficción extranjera. En la tensión creada por diferentes relatos, Steve se constituye como un padre textual, cuya historia es re-contada siempre, a través de personajes como Marcelo Maggi, Stephen Stevensen y Russo. De la misma manera, el sujeto civil Ricardo Emilio Piglia Renzi se torna personaje de sí mismo, encarnando al narrador detective Ricardo Piglia de Nombre falso o a Emilio Renzi de La ciudad ausente, Respiración artificial y Prisión perpetua.
Esa volubilidad extrema de los procesos narrativos late en las últimas escenas de La ciudad ausente, a través de la imagen paradojal de la máquina de relatos, aplastada, posada sobre cuatro pequeñas patas en el centro del museo, semejante a una tortuga en su aparente inmovilidad; ella guarda en el casco la memoria de la utopía lingüística primordial e insiste en continuar narrando. A pesar de saberse anacrónica y vigilada por las cámaras del guardia Fujita, la narradora recupera los recuerdos de Erdosain, Raskolnikov, Molly, Hipólita, Elena, Eva Perón. Cansada de procesar la memoria ajena, la máquina siente que "en el hilo de la noche se cae ese tul de increíble cansancio" (Piglia 1993:136), pero se arrastra hasta el borde del agua del lenguaje. Esperando el término de los plazos que nunca llegan, Elena es el experimento del lenguaje del porvenir, parpadeando su luz azul y argentina en el centro del museo. En el futuro, tal como Lönnrot, ella nos espera para que las historias de los Steves continúen siendo contadas.

Universidade Federal de Minas Gerais
Faculdade de Letras, Depto. de Semiótica e Teoria da Literatura
Av. Antônio Carlos, 6627, Pampulha, Belo Horizonte
Minas Gerais, Brasil - CEP - 31.270.901

OBRAS CITADAS
1. Ficción
Piglia, Ricardo. 1987. Respiração artificial. Trad. Heloisa Jahn. São Paulo: Iluminuras.         [ Links ]
_______. 1980. Respiración artificial. Buenos Aires: Pomaire.         [ Links ]
_______. 1988. Nome falso - Homenagem a Roberto Arlt. Trad. Heloisa Jahn. São Paulo: Iluminuras.        [ Links ]
_______. 1989. Prisão perpétua. Trad. Sérgio Molina. São Paulo: Iluminuras.         [ Links ]
_______. 1993. A cidade ausente. Trad. Sérgio Molina. São Paulo: Iluminuras.         [ Links ]
Piglia, Ricardo y Gerardo Gandini. 1995. La ciudad ausente - Ópera en dos actos. Buenos Aires (oct.).        [ Links ]
Piglia, Ricardo. 1994. Ricardo Piglia en Seix Barral. Barcelona: Seix Barral (CD-Rom).         [ Links ]
_______. 1995. Cuentos morales. Buenos Aires: Espasa Calpe.         [ Links ]
_______. 1967. La invasión. Buenos Aires: Jorge Alvarez.         [ Links ]
_______. 1995. La ciudad ausente. Buenos Aires: Ediciones Teatro Colón. 140 min., color, legendado (video).         [ Links ]
2. Ensayos y entrevistas
Piglia, Ricardo. 1994. O laboratório do escritor. São Paulo: Iluminuras.         [ Links ]
_______. 1986. Crítica y Ficción. Cuadernos de extensión universitaria (Santa Fe) 9.         [ Links ]
_______. 1970. "Nueva narrativa norteamericana". Los Libros 11, Año 2: 11-14. Buenos Aires: Editorial Galerna.         [ Links ]
_______. Entrevista por Maria Antonieta Pereira, Buenos Aires, 22 julio, 1997.         [ Links ]
3. Bibliografia sobre Ricardo Piglia
Miranda, Wander Melo. 1989. "A liberdade do pastiche". 34 Letras 3: 172-177.         [ Links ]
Schvartzman, Julio, entrevista por Maria Antonieta Pereira. Buenos Aires, 22 jul. 1996.         [ Links ]
4. Bibliografia teórica y general
Arlt, Roberto. 1982. Os sete loucos. Rio de Janeiro: Francisco Alves.         [ Links ]
Bakhtin, Mikhail. 1981. Problemas da Poética de Dostoiévski. Trad. P. Bezerra. Rio de Janeiro: Forense-Universitária.         [ Links ]
Borges, Jorge Luis. 1982. O aleph. Trad. de Flávio J. Cardoso. Porto Alegre: Globo.         [ Links ]
Campos, Augusto de y Haroldo de Campos. 1986. Panaroma do Finnegans Wake. São Paulo: Perspectiva.        [ Links ]
Fernández, Macedonio. 1975. Museo de la novela de la eterna. Obras completas. Tomo VI. Buenos Aires: Corregidor.         [ Links ]
_______. 1966. Papeles de recienvenido: poemas, relatos, cuentos, miscelánea. Buenos Aires: Centro Editor de América Latina.         [ Links ]
Gomes, Renato Cordeiro. 1994. Todas as cidades, a cidade: literatura e experiência urbana. Rio de Janeiro: Rocco.         [ Links ]
Haraway, Donna. 1994. "Um manifesto para os cyborgs: ciência, tecnologia e feminismo socialista na década de 80". Tendências e Impasses - O feminismo como crítica da cultura. Org. Heloisa Buarque de Hollanda. Rio de Janeiro: Rocco. 243-288.         [ Links ]
Kafka, Franz. 1965. A colônia penal. Trad. T. Guimarães. São Paulo: Livraria Exposição do Livro.        [ Links ]
Paz, Octavio. s.f. Os filhos do barro. Rio de Janeiro: Nova Fronteira.         [ Links ]
Rama, Angel. 1985. A cidade das letras. São Paulo: Brasiliense.         [ Links ]
Santiago, Silviano. 1989. Nas malhas da letra. São Paulo: Companhia das Letras.         [ Links ]
Souza, Eneida Maria de. 1993. "A biblioteca de Borges". Anuario Brasileño de Estudios Hispánicos. Brasília. 111: 87-93.         [ Links ]

El viudo Turmore de Ambrose Bierce

El viudo Turmore[Cuento. Texto completo.]Ambrose Bierce
Las circunstancias bajo las que Joram Turmore se convirtió en viudo nunca fueron popularmente comprendidas. Yo las conozco, naturalmente, pues yo soy Joram Turmore; mi mujer, la difunta Elizabeth Mary Turmore, tampoco las ignora, y aunque ella las cuente, aún permanecen en secreto ya que no hay un alma que le haya creído jamás.Cuando me casé con Elizabeth Mary Johnin era muy rica, de lo contrario yo no hubiese podido afrontar el casamiento, puesto que no tenía un centavo y el Cielo no había puesto en mi corazón ninguna intención de ganarlo. Tenía la Cátedra de Gatos en la Universidad de Graymaulkin y los ejercicios escolásticos me inhabilitaban para el peso de cualquier negocio u ocupación. Además, yo no podía olvidar que era un Turmore, un miembro de la familia cuyo lema desde el tiempo de Guillermo de Normandía había sido Laborare est errare. La única infracción que se conoce de la sagrada tradición familiar ocurrió cuando don Aldebarán Turmore de Peters-Turmore, ilustre ladrón del siglo XVII, asistió personalmente a una difícil operación llevada a cabo por algunos de sus empleados. Esa mancha sobre nuestro blasón no puede contemplarse sin sentir la más desgarrada mortificación.
Mi Cátedra de Gatos en la Universidad de Graymaulkin jamás se destacó, por supuesto, por el trabajo. En ninguna época hubo más de dos estudiantes de la Noble Ciencia, y tan sólo repitiendo las conferencias manuscritas de mi predecesor, que había encontrado entre sus pertenencias (murió en el mar, camino de Malta), podía apenas saciar lo suficiente su hambre de conocimientos sin ganar siquiera la distinción que se otorgaba a manera de salario.
Naturalmente, bajo tan apremiantes circunstancias, vi a Elizabeth Mary como a una suerte de especial Providencia. Ella imprudentemente rehusó compartir conmigo su fortuna, pero eso no me preocupó para nada, ya que si bien de acuerdo con las leyes del país (como es sabido), la esposa tiene el control de su patrimonio durante su vida, éste pasa al marido a su muerte: ni siquiera puede ella disponer de él por testamento. La mortalidad entre esposas es considerable pero no excesiva.
Habiéndome casado con Elizabeth Mary y, en cierta forma, habiéndola ennoblecido haciéndola una Turmore, sentí que la forma de su muerte debía igualarse a su distinción social. Si yo la hubiera matado por cualquiera de los métodos maritales ordinarios hubiera incurrido en justo reproche, por no poseer el orgullo familiar adecuado. Mas no podía encontrar un plan adecuado.
En esta emergencia decidí consultar el archivo Turmore, una valiosa colección de documentos, incluidos los registros de la familia desde el tiempo de su fundador en el siglo VII de nuestra era. Sabía que entre estos sagrados títulos debería encontrar detallados relatos de los principales asesinatos cometidos por mis santos ancestros durante cuarenta generaciones. De entre esa masa de papeles no podía dejar de sacar las más valiosas sugerencias.
La colección contenía también muy interesantes reliquias. Había títulos de nobleza concedidos a mis antepasados por hacer desaparecer atrevida e ingeniosamente a pretendientes al trono o a sus ocupantes; estrellas, cruces y otras condecoraciones atestiguando servicios del más secreto e innombrable carácter; heterogéneos regalos de los conspiradores más grandes del mundo que representaban un valor monetario intrínseco incalculable. Había joyas, trajes, espadas de honor y toda suerte de "testimonios de estima"; el cráneo de un rey transformado en copa de vino; títulos de vastas fincas, largo tiempo confiscadas, vendidas o abandonadas; un breviario iluminado que había pertenecido a don Aldebarán Turmore de Peters-Turmore, de infausta memoria; orejas embalsamadas de muchos de los más reconocidos enemigos de la familia; el intestino delgado de un cierto indigno hombre del estado italiano hostil a los Turmore que, enroscado como una soga de saltar, había servido a la juventud de seis generaciones consanguíneas... momentos y recuerdos preciosos más allá de las valoraciones de la imaginación pero, por los mandatos sagrados de tradición y sentimiento, para siempre inalienables por la venta o el regalo.
Como cabeza de la familia, yo era el custodio de todos estos preciosísimos bienes heredados y, para su segura conservación, había construido sobre los cimientos de mi casa una fortaleza de mampostería maciza, cuyas sólidas paredes de piedra y cuya única puerta de hierro podían desafiar por igual el choque de un terremoto, el incansable azote del Tiempo o la mano profana de la Codicia.
A estos tesoros del alma, fragantes de sentimiento y ternura, ricos en sugerencias de crímenes, me volví para encontrar ahora las claves del asesinato. Para mi indecible asombro y dolor, lo encontré vacío. Cada estante, cada cajón, cada cofre había sido saqueado. ¡De tan única e incomparable colección no quedaba vestigio! Sin embargo, probé que hasta que yo mismo había abierto la maciza puerta de metal, ni un cerrojo, ni una barra había sido movida: los sellos de la cerradura estaban intactos.
Pasé la noche entre la lamentación y la indagación; ambas fueron infructuosas. El misterio era impenetrable a la conjetura y ningún bálsamo podía calmar semejante dolor. Pero ni una sola vez durante esa horrible noche mi firme espíritu pudo abandonar su alto designio contra Elizabeth Mary, y el alba me halló aún más resuelto a cosechar los frutos de mi matrimonio. Mi gran pérdida pareció acercarme a relaciones espirituales más profundas con mis ancestros muertos, y darme una nueva e inevitable obediencia a la persuasión que hablaba en cada glóbulo de mi sangre.
Inmediatamente formé un plan de acción, y procurándome un fuerte cordel entré a la habitación de mi esposa, encontrándola, como esperaba, profundamente dormida. Antes de que se despertara la tenía fuertemente atada de pies y manos. Estaba muy sorprendida y dolorida, pero sin atender a sus protestas hechas a viva voz, la llevé a la ahora saqueada fortaleza, allí donde nunca permití que entrara y de cuyos tesoros no la había advertido. Sentándola, todavía atada, contra un ángulo de la pared, pasé los siguientes dos días con sus noches en acarrear al lugar ladrillos y argamasa. A la mañana del tercer día la tuve firmemente emparedada, desde el suelo hasta el techo. Durante todo este tiempo no tuve en cuenta sus ruegos de piedad más que (ante su promesa de no resistir, que debo decir que ella cumplió con honor) para concederle la libertad de sus piernas. Le concedí un espacio de cerca de cuatro pies por seis. Cuando coloqué los últimos ladrillos en la parte superior, en contacto con el cielo raso de la fortaleza, me dijo adiós con lo que me pareció la serenidad de la desesperación, y me fui a descansar sintiendo que había observado fielmente las tradiciones de una antigua e ilustre familia. Mi única amarga reflexión, en lo que a mi conducta concernía, surgió al tomar conciencia de que había trabajado durante la realización de mi designio; pero nadie lo sabría jamás.
Después de descansar durante una noche, fui a ver al juez de la Corte de Sucesiones y Herencias y firmé una declaración jurada de todo lo que había hecho, excepto el trabajo manual de construir la pared, que imputé a un sirviente. Su Excelencia designó a un comisionado de la Corte, quien realizó un cuidadoso examen del trabajo y, según su informe, Elizabeth Mary Turmore fue formalmente declarada muerta al fin de la semana. De acuerdo con la ley tomé posesión de sus bienes que, a pesar de no ser mucho más valiosos que mis tesoros perdidos, me elevaron de la pobreza a la riqueza y me trajeron el respeto de los grandes y de los buenos.
Unos seis meses más tarde me llegaron extraños rumores: el fantasma de mi mujer muerta había sido visto en distintos lugares de la región, pero siempre a una considerable distancia de Graymaulkin. Estos rumores, de cuya auténtica fuente no me pude enterar, diferían en varios detalles, pero eran semejantes en atribuir a la aparición un alto grado de prosperidad mundana aparente combinada con una audacia poco común en los fantasmas. ¡No sólo estaba el espíritu ataviado con ropajes costosos, sino que caminaba a mediodía y, más aún, conducía! Me sentí indeciblemente molesto con estos cuentos y, pensando que podría haber algo más que superstición en la creencia popular de que sólo espíritus de los muertos no enterrados pueden caminar sobre tierra, decidí llevar a algunos obreros equipados con picos y barras hacia la fortaleza en la que nadie había entrado durante mucho tiempo. Les ordené demoler la pared de ladrillo que había construido alrededor de la compañera de mis alegrías. Había resuelto dar al cuerpo de Elizabeth Mary un entierro como el que creía que su parte inmortal aceptaría como un equivalente del privilegio de encontrarse a gusto entre las apariciones de los vivos.
En pocos minutos volteamos la pared y, metiendo una lámpara a través de la brecha, miré adentro. ¡Nada! Ni un hueso, ni un cabello, ni un jirón de ropa... ¡el angosto espacio que, de acuerdo con mi testimonio, contenía legalmente todo lo que había sido mortal de la difunta señora Turmore, estaba absolutamente vacío! Este admirable descubrimiento, para una mente ya perturbada por tanto misterio y excitación, era más de lo que yo podía soportar. Lancé un grito y caí en un estado de paroxismo. Durante meses estuve entre la vida y la muerte, afiebrado y delirante; no me recuperé hasta que mi médico tuvo el cuidado de sacar de mi caja fuerte un estuche de mis más valiosas joyas y huir del país.
Al verano siguiente tuve ocasión de visitar mi bodega, en un rincón de la cual había construido la fortaleza, que hacía tiempo se encontraba en desuso. Al mover un tonel de oporto, lo arrojé con fuerza contra la pared medianera y me sorprendió descubrir que desplazaba dos grandes piedras cuadradas que formaban una parte de la pared.
Apoyando sobre ellas las manos, las empujé fácilmente y, mirando a través del hueco, vi que habían caído dentro del nicho en el cual yo había emparedado a mi lamentada esposa. Frente a la abertura que su caída había dejado, a una distancia de cuatro pies, estaba la pared que mis propias manos habían construido a fin de encarcelar a la infortunada y gentil esposa. Ante una revelación tan significativa, comencé a explorar la bodega. Detrás de una hilera de barriles encontré cuatro objetos muy interesantes desde el punto de vista histórico, pero sin valor alguno.
En primer lugar, los restos enmohecidos de un traje ducal florentino del siglo XI; segundo, un breviario de resplandeciente pergamino con el nombre de don Aldebaran Turmore de Peters-Turmore inscripto en colores en la primera página; tercero, una calavera transformada en copa y muy manchada de vino; cuarto, la cruz de hierro de un Caballero Comendador de la Orden Imperial Austríaca de Asesinos por Veneno.
Eso era todo; ni un objeto que tuviera valor comercial, ni papeles, ni nada. Pero esto era suficiente para aclarar el misterio de la fortaleza. Mi esposa había adivinado tempranamente la existencia y el propósito de este apartamento, y, con la destreza del genio había efectuado una entrada, desprendiendo las dos piedras de la pared.
En diferentes oportunidades, y a través de esta abertura, había sustraído la colección entera que, sin duda, logró convertir en dinero. Cuando con un inconsciente sentido de la justicia (cuyo recuerdo no me trae ninguna satisfacción) decidí emparedarla, por alguna maligna fatalidad escogí aquella parte donde estaban las piedras removidas y, sin duda antes de que hubiera terminado mi trabajo, ella las movió y, deslizándose hacia la bodega, las volvió a colocar en su sitio. Se escapó del sótano fácilmente, sin ser observada, para disfrutar sus infames ganancias en lejanos lugares.
Me he esforzado en procurar una orden de prisión, pero el dignísimo Barón de la Corte de Sumarios y Condenas me recuerda que ella está legalmente muerta y dice que mi único recurso es apelar ante el Jefe de Cadáveres y solicitar una orden de exhumación y resurrección. Tal parece que debo sufrir sin remedio este enorme daño a manos de una mujer desprovista tanto de principios como de vergüenza.