sábado, 16 de marzo de 2013

Todorov afirma que el respeto a los extranjeros determina el grado de civilización de una sociedad


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El Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales ha lamentado en su intervención que se siga tratando a las personas inmigrantes con menos afecto y que no tengan los mismos derechos que los habitantes del país en el que residen.

INTERVENCIÓN DEL SR. TZVETAN TODOROV:

Antes de la época contemporánea, el mundo jamás había sido escenario de una circulación tan
intensa de los pueblos que lo habitan, ni de tantos encuentros entre ciudadanos de países
diferentes.
Las razones de tales movimientos de pueblos e individuos son múltiples. La
celeridad de las comunicaciones incrementa el prestigio de los artistas y de los sabios, de los
deportistas y de los militantes por la paz y la justicia, poniéndolos al alcance de los hombres
de todos los continentes.
La actual rapidez y facilidad de los viajes invita hoy a los habitantes
de los países ricos a practicar un turismo de masas. La globalización de la economía, por su
parte, obliga a sus elites a estar presentes en todos los rincones del planeta y a los obreros a
desplazarse allá donde puedan encontrar trabajo.
La población de los países pobres intenta por todos los medios acceder a lo que considera
el paraíso de los países industrializados, en busca de unas condiciones de vida dignas.
Otros huyen de la violencia que asola sus países: guerras,
dictaduras, persecuciones, actos terroristas.
A todas esas razones que motivan los desplazamientos de las poblaciones se han sumado,
desde hace algunos años, los efectos del calentamiento climático, de las sequías
y de los ciclones que este conlleva.
Según el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los refugiados, por cada centímetro de elevación
del nivel de los océanos, habrá un millón de desplazados en el mundo. El siglo XXI se
presenta como aquel en el que numerosos hombres y mujeres deberán abandonar su país de
origen y adoptar, provisional o permanentemente, el estatus de extranjero.
Todos los países establecen diferencias entre sus ciudadanos y aquellos que no lo son, es
decir, justamente, los extranjeros. No gozan de los mismos derechos, ni tienen los mismos
deberes. Los extranjeros tienen el deber de someterse a las leyes del país en el que viven,
aunque no participen en la gestión del mismo.
Las leyes, por otra parte, no lo dicen todo: en el marco que definen, caben los miles de actos
y gestos cotidianos que determinan el sabor que va a tener la existencia.
Los habitantes de un país siempre tratarán a sus allegados con más
atención y amor que a los desconocidos. Sin embargo, estos no dejan de ser hombres y
mujeres como los demás. Les alientan las mismas ambiciones y padecen las mismas
carencias; sólo que, en mayor medida que los primeros, son presa del desamparo y nos lanzan
llamadas de auxilio.
Esto nos atañe a todos, porque el extranjero no sólo es el otro, nosotros
mismos lo fuimos o lo seremos, ayer o mañana, al albur de un destino incierto: cada uno de
nosotros es un extranjero en potencia.
Por cómo percibimos y acogemos a los otros, a los diferentes, se puede medir nuestro grado
de barbarie o de civilización. Los bárbaros son los que consideran que los otros, porque no se
parecen a ellos, pertenecen a una humanidad inferior y merecen ser tratados con desprecio o
condescendencia.
Ser civilizado no significa haber cursado estudios superiores o haber leído
muchos libros, o poseer una gran sabiduría: todos sabemos que ciertos individuos de esas
características fueron capaces de cometer actos de absoluta perfecta barbarie.
Ser civilizado significa ser capaz de reconocer plenamente la humanidad de los otros,
aunque tengan rostros y hábitos distintos a los nuestros; saber ponerse en su lugar y mirarnos
a nosotros mismos como desde fuera.
Nadie es definitivamente bárbaro o civilizado y cada cual es responsable de
sus actos. Pero nosotros, que hoy recibimos este gran honor, tenemos la responsabilidad de
dar un paso hacia un poco más de civilización.