martes, 28 de abril de 2009

HUELLAS DE DERRIDA ENSAYOS PEDAGOGICOS NO SOLICITADOS

HUELLAS DE DERRIDA ENSAYOS PEDAGOGICOS NO SOLICIT
Autor: SKLIAR, CARLOS - FRIGERIO, GRACIELA
Editorial: Del estante
Año de edición: 2005
Isbn: 987-21954-2-0
Precio:
Argentina: $30.00
Exterior: US$8.24
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Tema: PEDAGOGIA - PEDAGOGIA - FILOSOFIA

El lector para quien la educación se presenta como un territorio en el que se juegan identidades singulares y futuros sociales encontrará en este libro un recorrido por las huellas de un pensamiento filosófico que en tanto tal constituye un corpus pedagógico.



Un conjunto de autores de distintos territorios geográficos (Argentina, Brasil, España y Francia), pensando desde diferentes lenguas, exploran con una mirada pedagógica las nociones que ofreció un maestro en oportunidades y textos diversos: el otro, la hospitalidad, lo familiar, y lo extranjero, identidades y escrituras, relación educativa, instituciones, tiempo, don, lo enseñable de lo inenseñable constituyen las huellas de Derrida en las que los autores se aventuran y desde las que nos invitan a pensar lo educativo.



Estos ensayos no solicitados por el maestro pueden entenderse como un efecto de transmisión. Efecto que consiste en que otros se animen a recorrer huellas y esbozar escrituras nuevas.



El libro dedicado a la educación resulta, sin proponérselo, un modo de brindar un homenaje a un maestro singular (Jacques Derrida), pero también a todo maestro . Homenaje que se expresa como el acto de reconocer una impronta sin quedar preso en ella.

Fuente: http://www.libreriapaidos.com/libros/0/987219542.asp

"La escuela y la vida" , escrito por Carlos Skliar


Doctor en Fonología, investigador independiente del CONICET y Coordinador del Área de Educación de FLACSO, Carlos Skliar ha podido proyectar hacia el mundo un pensamiento original, que excede los marcos de su especialidad y aborda los fenómenos de la educación y el aprendizaje en un contexto político y social. La breve reflexión que transcribimos señala una grave disfunción política y cultural: el hecho de que la vida corre por caminos cada vez más distintos y lejanos a los de la escuela.


La futilidad de la explicación, la lección del poeta y los laberintos de una pedagogía pesimista

Hubo un momento, imposible de descifrar en el enmarañado del tiempo escolarizado, en el que la vida -nuestra vida, la vida de ellos y de ellas, la vida de los otros- escapó en sigilo de la escuela. Ignorada, traicionada y transformada en simulacro, la vida salió de la escuela. Nadie lo percibió. Y nadie parece haber reclamado absolutamente nada.

Es obvio que también sería posible afirmar que la escuela huyó de la vida, pero ese es otro asunto, para mí mucho menos interesante.

Y cuando la vida huyó de la escuela, ya nunca más las cosas volvieron a ser como el ficticio consenso pedagógico pretendía que fuera. El maestro explicador ocultó su vida detrás de su explicación. Dejó de vivir para sólo explicar la erosionada superficie de otras vidas. El alumno aprisionado por la explicación de otras vidas, ocultó su propia vida detrás de su aparente y efímera comprensión.

La vida, nuestra vida, la vida de los otros, terminó por estar en otra parte, en otro lugar, lejos de la escuela.

Fue y es así, que los libros que nosotros leemos, que ellos/ellas y que los otros leen en su vida, ya no son los libros que leemos en la escuela.

Fue y es así, que la música que nosotros oímos, que ellos/ellas y que los otros oyen en su vida, ya no es la música que oímos en la escuela.

Fue y es así, también, que la ropa que nosotros vestimos, que ellos/ellas y que los otros visten en su vida, ya no es la ropa que vestimos en la escuela.

Dejamos de conmovernos en la escuela.

Hablamos de identidad en la escuela. Pero nuestra intimidad está en otro lado, en otras palabras, en otros libros, en otra música, en otras ropas.

La vida se fue de la escuela y la única solución que encontramos para hacerla regresar es la de retratarla en un currículum. Hicimos grados, series, ciclos con la vida. Pero no vivimos la vida en la escuela. No vivimos nuestra vida, la vida de ellos/ellas, la vida de los otros.

No vivimos en la escuela.

Reformamos la vida, pero no vivimos la vida en la escuela.

Explicamos la vida, pero no vivimos la vida en la escuela.

Hicimos el simulacro de comprender la vida en la escuela, pero no la celebramos.

Quién sabe si El maestro ignorante podrá ser una forma de hacer que la vida vuelva a la escuela. O que se escape de ella definitivamente.

Yo, honestamente, todavía no lo sé.


Publicado en Cuaderno de Pedagogía/Rosario Nº 11,
Noviembre 2003. Centro de Estudios en Pedagogía Crítica.


Fuente: www.pelotadetrapo.org.ar

Educ.ar -Ejercicio de reescritura-

Educ.ar

Cuento : “El jardín encantado” Italo Calvino

Ejercicio de Reescritura, cambio de punto de vista:


Estaba sentado disfrutando de las últimas páginas de “Pablo y Virginia”, cuando escuchó voces apagadas y pasos en la grava.

Observó a dos niños, una niña y un niño que se acercaban mirando con expectación los alrededores de la casa.

Les simpatizó enseguida su apariencia entre risueña y asustada y llamó a los mayordomos, envió servir la mesa para esos dos niños, no molestarlos y marcharse.

Los observó jugando con la carretilla, jugando al ping pong. Cómo le hubiese gustado poder jugar con ellos!, pero su incapacidad motriz se lo impedía. Había sufrido un accidente hacía años y le costaba muchísimo moverse y poder caminar.

Los vio comer felices y después sintió sus miradas sobre él. Sintió miedo. Era el miedo de que un sortilegio pesara sobre la casa y el jardín, sobre todas las cosas bellas y cómodas, como una antigua injusticia y de que aquellos niños se fueran y no volvieran.

Se quedó pensando, ellos ya se perdían de vista , los veía a lo lejos a orillas del mar y los veía como puntitos pequeños jugando con las algas.

Suspiró y cerró la ventana. Se quedó observando las mariposas enmarcadas”.

El jardín encantado
[Cuento. Texto completo]

Italo Calvino

Giovannino y Serenella caminaban por las vías del tren. Abajo había un mar todo escamas azul oscuro azul claro; arriba un cielo apenas estriado de nubes blancas. Los rieles eran relucientes y quemaban. Por las vías se caminaba bien y se podía jugar de muchas maneras: mantener el equilibrio, él sobre un riel y ella sobre el otro, y avanzar tomados de la mano. 0 bien saltar de un durmiente a otro sin apoyar nunca el pie en las piedras. Giovannino y Serenella habían estado cazando cangrejos y ahora habían decidido explorar las vías, incluso dentro del túnel. Jugar con Serenella daba gusto porque no era como las otras niñas, que siempre tienen miedo y se echan a llorar por cualquier cosa. Cuando Giovannino decía: “Vamos allá”, Serenella lo seguía siempre sin discutir.

¡Deng! Sobresaltados miraron hacia arriba. Era el disco de un poste de señales que se había movido. Parecía una cigüeña de hierro que hubiera cerrado bruscamente el pico. Se quedaron un momento con la nariz levantada; ¡qué lástima no haberlo visto! No volvería a repetirse.

-Está a punto de llegar un tren -dijo Giovannino.

Serenella no se movió de la vía.

-¿Por dónde? -preguntó.

Giovannino miró a su alrededor, con aire de saber. Señaló el agujero negro del túnel que se veía ya límpido, ya desenfocado, a través del vapor invisible que temblaba sobre las piedras del camino.

-Por allí -dijo. Parecía oír ya el oscuro resoplido que venía del túnel y vérselo venir encima, escupiendo humo y fuego, las ruedas tragándose los rieles implacablemente.

-¿Dónde vamos, Giovannino?

Había, del lado del mar, grandes pitas grises, erizadas de púas impenetrables. Del lado de la colina corría un seto de ipomeas cargadas de hojas y sin flores. El tren aún no se oía: tal vez corría con la locomotora apagada, sin ruido, y saltaría de pronto sobre ellos. Pero Giovannino había encontrado ya un hueco en el seto.

-Por ahí.

Debajo de las trepadoras había una vieja alambrada en ruinas. En cierto lugar se enroscaba como el ángulo de una hoja de papel. Giovannino había desaparecido casi y se escabullía por el seto.

-¡Dame la mano, Giovannino!

Se hallaron en el rincón de un jardín, los dos a cuatro patas en un arriate, el pelo lleno de hojas secas y de tierra. Alrededor todo callaba, no se movía una hoja. “Vamos” dijo Giovannino y Serenella dijo: “Sí”.

Había grandes y antiguos eucaliptos de color carne y senderos de pedregullo. Giovannino y Serenella iban de puntillas, atentos al crujido de los guijarros bajo sus pasos. ¿Y si en ese momento llegaran los dueños?

Todo era tan hermoso: bóvedas estrechas y altísimas de curvas hojas de eucaliptos y retazos de cielo, sólo que sentían dentro esa ansiedad porque el jardín no era de ellos y porque tal vez fueran expulsados en un instante. Pero no se oía ruido alguno. De un arbusto de madroño, en un recodo, unos gorriones alzaron el vuelo rumorosos. Después volvió el silencio. ¿Sería un jardín abandonado?

Pero en cierto lugar la sombra de los árboles terminaba y se encontraron a cielo abierto, delante de unos bancales de petunias y volúbilis bien cuidados, y senderos y balaustradas y espalderas de boj. Y en lo alto del jardín, una gran casa de cristales relucientes y cortinas amarillo y naranja.

Y todo estaba desierto. Los dos niños subían cautelosos por la grava: tal vez se abrirían las ventanas de par en par y severísimos señores y señoras aparecerían en las terrazas y soltarían grandes perros por las alamedas. Cerca de una cuneta encontraron una carretilla. Giovannino la cogió por las varas y la empujó: chirriaba a cada vuelta de las ruedas con una especie de silbido. Serenella se subió y avanzaron callados, Giovannino empujando la carretilla y ella encima, a lo largo de los arriates y surtidores.

-Esa -decía de vez en cuando Serenella en voz baja, señalando una flor.

Giovannino se detenía, la cortaba y se la daba. Formaban ya un buen ramo. Pero al saltar el seto para escapar, tal vez tendría que tirarlas.

Llegaron así a una explanada y la grava terminaba y el pavimento era de cemento y baldosas. Y en medio de la explanada se abría un gran rectángulo vacío: una piscina. Se acercaron: era de mosaicos azules, llena hasta el borde de agua clara.

-¿Nos zambullimos? -preguntó Giovannino a Serenella.

Debía de ser bastante peligroso si se lo preguntaba y no se limitaba a decir: “¡Al agua!”. Pero el agua era tan límpida y azul y Serenella nunca tenía miedo. Bajó de la carretilla donde dejó el ramo. Llevaban el bañador puesto: antes habían estado cazando cangrejos. Giovannino se arrojó, no desde el trampolín porque la zambullida hubiera sido demasiado ruidosa, sino desde el borde. Llegó al fondo con los ojos abiertos y no veía más que azul, y las manos como peces rosados, no como debajo del agua del mar, llena de informes sombras verdinegras. Una sombra rosada encima: ¡Serenella! Se tomaron de la mano y emergieron en la otra punta, con cierta aprensión. No había absolutamente nadie que los viera. No era la maravilla que imaginaban: quedaba siempre ese fondo de amargura y de ansiedad, nada de todo aquello les pertenecía y de un momento a otro ¡fuera!, podían ser expulsados.

Salieron del agua y justo allí cerca de la piscina encontraron una mesa de ping-pong. Inmediatamente Giovannino golpeó la pelota con la paleta: Serenella, rápida, se la devolvió desde la otra punta. Jugaban así, con golpes ligeros para que no los oyeran desde el interior de la casa. De pronto la pelota dio un gran rebote y para detenerla Giovannino la desvió y la pelota golpeó en un gong colgado entre los pilares de una pérgola, produciendo un sonido sordo y prolongado. Los dos niños se agacharon en un arriate de ranúnculos. En seguida llegaron dos criados de chaqueta blanca con grandes bandejas, las apoyaron en una mesa redonda debajo de un parasol de rayas amarillas y anaranjadas y se marcharon.

Giovannino y Serenella se acercaron a la mesa. Había té, leche y bizcocho. No había más que sentarse y servirse. Llenaron dos tazas y cortaron dos rebanadas. Pero estaban mal sentados, en el borde de la silla, movían las rodillas. Y no lograban saborear los pasteles y el té con leche. En aquel jardín todo era así: bonito e imposible de disfrutar, con esa incomodidad dentro y ese miedo de que fuera sólo una distracción del destino y de que no tardarían en pedirles cuentas.

Se acercaron a la casa de puntillas. Mirando entre las tablillas de una persiana vieron, dentro, una hermosa habitación en penumbra, con colecciones de mariposas en las paredes. Y en la habitación había un chico pálido. Debía de ser el dueño de la casa y del jardín, agraciado de él. Estaba tendido en una mecedora y hojeaba un grueso libro ilustrado. Tenía las manos finas y blancas y un pijama cerrado hasta el cuello, a pesar de que era verano.

A los dos niños que lo espiaban por entre las tablillas de la persiana se les calmaron poco a poco los latidos del corazón. El chico rico parecía pasar las páginas y mirar a su alrededor con más ansiedad e incomodidad que ellos. Y era como si anduviese de puntillas, como temiendo que alguien pudiera venir en cualquier momento a expulsarlo, como si sintiera que el libro, la mecedora, las mariposas enmarcadas y el jardín con juegos y la merienda y la piscina y las alamedas le fueran concedidos por un enorme error y él no pudiera gozarlos y sólo experimentase la amargura de aquel error como una culpa.

El chico pálido daba vueltas por su habitación en penumbra con paso furtivo, acariciaba con sus blancos dedos los bordes de las cajas de vidrio consteladas de mariposas y se detenía a escuchar. A Giovannino y Serenella el corazón les latió aún con más fuerza. Era el miedo de que un sortilegio pesara sobre la casa y el jardín, sobre todas las cosas bellas y cómodas, como una antigua injusticia.

El sol se oscureció de nubes. Muy calladitos, Giovannino y Serenella se marcharon. Recorrieron de vuelta los senderos, con paso rápido pero sin correr. Y atravesaron gateando el seto. Entre las pitas encontraron un sendero que llevaba a la playa pequeña y pedregosa, con montones de algas que dibujaban la orilla del mar. Entonces inventaron un juego espléndido: la batalla de algas. Estuvieron arrojándoselas a la cara a puñados, hasta caer la noche. Lo bueno era que Serenella nunca lloraba.

Pablo y Virginia - Bernardin Saint-Pierre

LIBRO DE 1902, PABLO Y VIRGINIA  DE BERNARDINO DE SAINT PIERRE CON GRABADOS ANTIGÜEDAD - Colecciones - Antigüedades

Pablo y Virginia no es sólo la historia de un par de jóvenes, sino una reivindicación de la naturaleza como protagonista principal en la vida humana y dueña de su azar. Como explica el autor, esta novela, «completaba y exponía» los Études y responde a un mismo proyecto literario y científico y refleja el cambio de una concepción mecanicista a otra organicista de la naturaleza.

El narrador encuentra en una pradera protegida de la Isla de Francia (La isla Saint Maurice), un hombre ya mayor que le cuenta la historia de Paul y Virginia, los hijos de dos damas que han huido del deshonor en una colonia. Virginia es reclamda por un rico pariente en Europa que le promete riqueza y consideración.
Bajo la presión del Gobierno y de un cura, responde a esta invitación, pero no puede adaptarse a la vida europea. En el camino de vuelta, el barco sufre las consecuencias de la tempestad.
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