Juan Sasturain nos citó en su casa un día de verano de 2002 a las once. La entrevista iría sobre su carrera como guionista de historietas. Lo sentamos en un sillón de la sala junto a la ventana que daba al patio interno, como fondo tenía su imponente biblioteca. Apenas harían falta un par de luces de relleno y un contraluz discreto para compensar el chorro de luz que se colaba por los cristales. “¿A ver, chicos, me quito los anteojos? Digo, por el reflejo que dan a cámara”. “No, con los anteojos está bien, como se sienta Usted más cómodo”. “Ah, bueno, con anteojos mejor”.
Bastó una sola pregunta, la inicial para romper el hielo, para que Juan Sasturain nos sumergiera en un universo aparte y nos regalara una de las entrevistas más impresionantes de la vida. Nos habló de su “Perramus”, un héroe sin memoria que debe su nombre a la etiqueta de su impermeable –el único bien que tiene-, y que fuera construido con la ayuda del dibujante Alberto Breccia. El persoanje llega a la ciudad de Santa María, una especie de Buenos Aires paralela gobernada por los Mariscales (dibujados como cadáveres) que tratan de imponer su férrea dictadura pero son saboteados por una organización clandestina llamada la Triple V. Jorge Luis Borges es uno de los colaboradores de la conspiración y en sus conferencias transmite a los revolucionarios mensajes subversivos cifrados entre los versos de Quevedo. Más adelante Borges, en otro episodio de Perramus, ganará ese Nobel que la vida le negó.
Pero lo insólito es que Juan Sasturain, haciendo alarde de sus dotes de narrador, comienza a hablarnos de Perramus y de ese universo paralelo como si se tratara de un documental, como si él estuviera develando la otra historia, la que fue silenciada o la que no fue.Podría jurar que Sasturain no hablaba de un personaje de cómic, estaba refiriéndose a una persona que parecía ser su padre, su hermano, acaso su hijo. Y en un punto, cuando está refiriéndose a la parte más oscura, la más tenebrosa, un instante en que Perramus se encara con la muerte, ocurrió lo inexplicable: una enorme nube gris tapó el sol y se hizo la oscuridad. Una oscuridad nocturna en pleno mediodía del verano austral. Sasturain, sin interrumpirse, siguió hablando del descenso a los infiernos, de los cadáveres, del oscuro poder de los militares y la fragilidad casi febril de la resistencia. Nosotros no sabíamos si cortar o seguir grabando. Teníamos miedo, miedo del que te afloja las piernas, pero también miedo de romper el encanto. Apenas se veían los tímidos reflejos de las luces sobre sus lentes mientras el hombre relataba, sin parar, con una voz ronca que parecía no ser suya, sobre el desasosiego, la duda y la soledad del héroe.
Al rato pasó la nube, y con la nube se fue ese paréntesis de vértigo. Volvió la luz, Juan Sasturain nos ofrecía un té, sonreía, se lo notaba radiante, afable, listo para comerse un asado.
Cuando terminamos de recoger los equipos nos despedimos con un abrazo y llamamos al ascensor. Durante el descenso: “Qué cosa tan rara la que pasó, ¿no?” dije. “Chamo, a mí me dio caga y todo” me contestó el productor. “Yo creo que este pana está tan metido en sus cómics que terminó convertido en unos de sus personajes” sostuvo el camarógrafo.
“Papá, yo te digo una vaina, ese hombre acaba de apagar el día” agregó Richita. Creo que no existe frase más feliz para explicarlo.