jueves, 31 de marzo de 2022

"El hombre de arena" de E.T.A. Hoffmann

 Nataniel a Lotario

Sin duda estarán inquietos porque hace tanto tiempo que no les escribo. Mamá estará enfadada y Clara pensará que vivo en tal torbellino de alegría que he olvidado por completo la dulce imagen angelical tan profundamente grabada en mi corazón y en mi alma. Pero no es así; cada día, cada hora, pienso en ustedes y el rostro encantador de Clara vuelve una y otra vez en mis sueños; sus ojos transparentes me miran con dulzura, y su boca me sonríe como antaño, cuando volvía junto a ustedes. ¡Ay de mí! ¿Cómo podría haberles escrito con la violencia que anidaba en mi espíritu y que hasta ahora ha turbado todos mis pensamientos? ¡Algo espantoso se ha introducido en mi vida! Sombríos presentimientos de un destino cruel y amenazador se ciernen sobre mí, como nubes negras, impenetrables a los alegres rayos del sol. Debo decirte lo que me ha sucedido. Debo hacerlo, es preciso, pero sólo con pensarlo oigo a mi alrededor risas burlonas. ¡Ay, querido Lotario, cómo hacer para intentar solamente que comprendas que lo que me sucedió hace unos días ha podido turbar mi vida de una forma terrible! Si estuvieras aquí podrías ver con tus propios ojos; pero ciertamente piensas ahora en mí como en un visionario absurdo. En pocas palabras, la horrible visión que tuve, y cuya mortal influencia intento evitar, consiste simplemente en que, hace unos días, concretamente el 30 de octubre a mediodía, un vendedor de barómetros entró en mi casa y me ofreció su mercancía. No compré nada y lo amenacé con precipitarlo escaleras abajo, pero se marchó al instante.

Sospechas sin duda que circunstancias concretas que han marcado profundamente mi vida conceden relevancia a este insignificante acontecimiento, y así es en efecto. Reúno todas mis fuerzas para contarte con tranquilidad y paciencia algunas cosas de mi infancia que aportarán luz y claridad a tu espíritu. En el momento de comenzar te veo reír y oigo a Clara que dice: «¡son auténticas chiquilladas!» ¡Ríanse! ¡Ríanse de todo corazón, se los suplico! Pero ¡Dios del cielo!, mis cabellos se erizan, y me parece que los conjuro a burlarse de mí en el delirio de la desesperación, como Franz Moor conjuraba a Daniel. Vamos al hecho en cuestión.

Salvo en las horas de las comidas, mis hermanos y yo veíamos a mi padre bastante poco. Estaba muy ocupado en su trabajo. Después de la cena, que, conforme a las antiguas costumbres, se servía a las siete, íbamos todos, nuestra madre con nosotros, al despacho de nuestro padre, y nos sentábamos a una mesa redonda. Mi padre fumaba su pipa y bebía un gran vaso de cerveza. Con frecuencia nos contaba historias maravillosas, y sus relatos lo apasionaban tanto que dejaba que su pipa se apagase; yo estaba encargado de encendérsela de nuevo con una astilla prendida, lo cual me producía un indescriptible placer. También a menudo nos daba libros con láminas; y permanecía silencioso e inmóvil en su sillón apartando espesas nubes de humo que nos envolvían a todos como la niebla. En este tipo de veladas, mi madre estaba muy triste, y apenas oía sonar las nueve, exclamaba: «Vamos niños, a la cama… ¡el Hombre de Arena está al llegar…! ¡ya lo oigo!» Y, en efecto, se oía entonces retumbar en la escalera graves pasos; debía ser el Hombre de Arena. En cierta ocasión, aquel ruido me produjo más escalofríos que de costumbre y pregunté a mi madre mientras nos acompañaba:

-¡Oye mamá! ¿Quién es ese malvado Hombre de Arena que nos aleja siempre del lado de papá? ¿Qué aspecto tiene?

-No existe tal Hombre de Arena, cariño -me respondió mi madre-. Cuando digo “viene el Hombre de Arena” quiero decir que tienen que ir a la cama y que sus párpados se cierran involuntariamente como si alguien les hubiera tirado arena a los ojos.

La respuesta de mi madre no me satisfizo y mi infantil imaginación adivinaba que mi madre había negado la existencia del Hombre de Arena para no asustarnos. Pero yo lo oía siempre subir las escaleras.

Lleno de curiosidad, impaciente por asegurarme de la existencia de este hombre, pregunté a una vieja criada que cuidaba de la más pequeña de mis hermanas, quién era aquel personaje.

-¡Ah mi pequeño Nataniel! -me contestó-, ¿no lo sabes? Es un hombre malo que viene a buscar a los niños cuando no quieren irse a la cama y les arroja un puñado de arena a los ojos haciéndolos llorar sangre. Luego los mete en un saco y se los lleva a la luna creciente para divertir a sus hijos, que esperan en el nido y tienen picos encorvados como las lechuzas para comerles los ojos a picotazos.

Desde entonces, la imagen del Hombre de Arena se grabó en mi espíritu de forma terrible; y, por la noche, en el instante en que las escaleras retumbaban con el ruido de sus pasos, temblaba de ansiedad y de horror; mi madre sólo podía entonces arrancarme estas palabras ahogadas por mis lágrimas: «¡El Hombre de Arena! ¡El Hombre de Arena!» Corría al dormitorio y aquella terrible aparición me atormentaba durante toda la noche.

Yo tenía ya la edad suficiente como para pensar que la historia del Hombre de Arena y sus hijos en el nido de la luna creciente, según la contaba la vieja criada, no era del todo exacta; sin embargo, el Hombre de Arena siguió siendo para mí un espectro amenazador. El terror se apoderaba de mí cuando lo oía subir al despacho de mi padre. Algunas veces duraba su ausencia largo tiempo; luego, sus visitas volvían a ser frecuentes; aquello duró varios años. No podía acostumbrarme a tan extraña aparición, y la sombría figura de aquel desconocido no palidecía en mi pensamiento. Su relación con mi padre ocupaba cada vez más mi imaginación, la idea de preguntarle a él me sumía en un insuperable temor, y el deseo de indagar el misterio, de ver al legendario Hombre de Arena, aumentaba en mí con los años. El Hombre de Arena me había deslizado en el mundo de lo fantástico, donde el espíritu infantil se introduce tan fácilmente. Nada me complacía tanto como leer o escuchar horribles historias de genios, brujas y duendes; pero, por encima de todas las escalofriantes apariciones, prefería la del Hombre de Arena que dibujaba con tiza y carbón en las mesas, en los armarios y en las paredes bajo las formas más espantosas. Cuando cumplí diez años, mi madre me asignó una habitación para mí solo, en el corredor, no lejos de la de mi padre. Como siempre, al sonar las nueve el desconocido se hacía oír, y había que retirarse. Desde mi habitación lo oía entrar en el despacho de mi padre, y poco después me parecía que un imperceptible vapor se extendía por toda la casa. La curiosidad por ver al Hombre de Arena de la forma que fuese crecía en mí cada vez más. Alguna vez abrí mi puerta, cuando mi padre ya se había ido, y me deslicé en el corredor; pero no pude oír nada, pues siempre habían cerrado ya la puerta cuando alcanzaba la posición adecuada para poder verle. Finalmente, empujado por un deseo irresistible, decidí esconderme en el gabinete de mi padre, y esperar allí mismo al Hombre de Arena.

Por el semblante taciturno de mi padre y por la tristeza de mi madre supe una noche que vendría el Hombre de Arena. Pretexté un enorme cansancio y abandonando la sala antes de las nueve fui a esconderme detrás de la puerta. La puerta de la calle crujió en sus goznes y lentos pasos, tardos y amenazadores, retumbaron desde el vestíbulo hasta las escaleras. Mi madre y los niños pasaron apresuradamente ante mí. Abrí despacio, muy despacio, la puerta del gabinete de mi padre. Estaba sentado como de costumbre, en silencio y de espaldas a la puerta. No me vio, y corrí a esconderme detrás de una cortina que tapaba un armario en el que estaban colgados sus trajes. Después los pasos se oyeron cada vez más cerca, alguien tosía, resoplaba y murmuraba de forma singular. El corazón me latía de miedo y expectación. Muy cerca de la puerta, un paso sonoro, un golpe violento en el picaporte, los goznes giran ruidosamente. Adelanto a mi pesar la cabeza con precaución, el Hombre de Arena está en medio de la habitación ¡el resplandor de las velas ilumina su rostro! ¡El Hombre de Arena, el terrible Hombre de Arena, es el viejo abogado Coppelius que a veces se sienta a nuestra mesa! Pero el más horrible de los rostros no me hubiera causado más espanto que el de aquel Coppelius. Imagínate un hombre de anchos hombros con una enorme cabeza deforme, una tez mate, cejas grises y espesas bajo las que brillan dos ojos verdes como los de los gatos y una nariz gigantesca que desciende bruscamente sobre sus gruesos labios. Su boca torcida se encorva aún más con su burlona sonrisa; en sus mejillas dos manchas rojas y unos acentos a la vez sordos y silbantes se escapan de entre sus dientes irregulares. Coppelius aparecía siempre con un traje color ceniza, de una hechura pasada de moda, chaqueta y pantalones del mismo color, medias negras y zapatos con hebillas de estrás. Su corta peluca, que apenas cubría su cuello, terminaba en dos bucles pegados que soportaban sus grandes orejas, de un rojo vivo, e iba a perderse en un amplio tafetán negro que se desplegaba aquí y allá en su espalda y dejaba ver el broche de plata que sujetaba su lazo. Aquella cara ofrecía un aspecto horrible y repugnante, pero lo que más nos chocaba a nosotros, niños, eran aquellas grandes manos velludas y huesudas; cuando él las dirigía hacia algún objeto, nos guardábamos de tocarlo. Él se había dado cuenta de esto y se complacía en tocar los pasteles o las frutas confitadas que nuestra madre había puesto sigilosamente en nuestros platos; entonces él gozaba viendo nuestros ojos llenos de lágrimas al no poder ya saborear por asco y repulsión las golosinas que él había rozado. Lo mismo hacía los días de fiesta, cuando nuestro padre nos servía un vasito de vino dulce. Entonces se apresuraba a coger el vaso y lo acercaba a sus labios azulados, y reía diabólicamente viendo cómo sólo podíamos exteriorizar nuestra rabia con leves sollozos. Acostumbraba a llamarnos los animalitos; en presencia suya no nos estaba permitido decir una sola palabra y maldecíamos con toda nuestra alma a aquel personaje odioso, a aquel enemigo que envenenaba deliberadamente nuestra más pequeña alegría. Mi madre parecía odiar tanto como nosotros al repugnante Coppelius, pues, desde el instante en que aparecía, su dulce alegría y su despreocupada forma de ser se tornaban en una triste y sombría gravedad. Nuestro padre se comportaba con Coppelius como si éste perteneciera a un rango superior y hubiera que soportar sus desaires con buen ánimo. Nunca dejaba de ofrecerle sus platos favoritos y descorchaba en su honor vinos de reserva.

Al ver entonces a Coppelius me di cuenta de que ningún otro podía haber sido el Hombre de Arena; pero el Hombre de Arena ya no era para mí aquel ogro del cuento de la niñera que se lleva a los niños a la luna, al nido de sus hijos con pico de lechuza. No. Era una odiosa y fantasmagórica criatura que dondequiera que se presentase traía tormento y necesidad, causando un mal durable, eterno.

Yo estaba como embrujado, con la cabeza entre las cortinas, a riesgo de ser descubierto y cruelmente castigado. Mi padre recibió alegremente a Coppelius.

-¡Vamos! ¡al trabajo! -exclamó el otro con voz sorda quitándose la levita.

Mi padre, con aire sombrío, se quitó la bata y los dos se pusieron unas túnicas negras. Mi padre abrió la puerta de un armario empotrado que ocultaba un profundo nicho donde había un horno. Coppelius se acercó, y del hogar se elevó una llama azul. Una gran cantidad de extrañas herramientas se iluminaron con aquella claridad. Pero, ¡Dios mío, qué extraña metamorfosis se había operado en los rasgos de mi anciano padre! Un dolor violento y terrible parecía haber cambiado la expresión honesta y leal de su fisonomía, que se había contraído de forma satánica. ¡Se parecía a Coppelius! Éste manejaba unas pinzas incandescentes y atizaba los carbones ardientes del hogar. Creí ver a su alrededor figuras humanas, pero sin ojos. En su lugar había cavidades negras, profundas, horribles.

-¡Ojos, ojos! -gritaba Coppelius con voz sorda, amenazadora.

Grité y caí al suelo, violentamente abatido por el miedo. Entonces Coppelius me cogió.

-¡Pequeña bestia! ¡Pequeña bestia! -dijo haciendo crujir los dientes de un modo espantoso. Diciendo esto me arrojó al horno, cuya llama prendía ya mis cabellos.

-Ahora -exclamó- ya tenemos ojos, ¡ojos! ¡un hermoso par de ojos de niño! -Y con sus manos cogió del hogar un puñado de carbones ardientes que se disponía a arrojar a mis ojos, cuando mi padre, con las manos juntas, le imploró:

-¡Maestro! ¡Maestro! ¡Deja los ojos a mi Nataniel! ¡Déjaselos!

Coppelius se echó a reír de forma estrepitosa.

-Que el niño conserve sus ojos para que éstos realicen su trabajo en el mundo; pero, puesto que está aquí, observemos atentamente el mecanismo de sus pies y de sus manos.

Sus dedos apretaron todas las articulaciones de mis miembros, que crujieron, y me retorció las manos y los pies de una forma y de otra.

-¡Esto no está del todo bien! ¡Tan bien como estaba! ¡El viejo lo ha entendido perfectamente!

Coppelius murmuraba esto mientras me retorcía; pero pronto todo se volvió oscuro y confuso a mi alrededor; un dolor nervioso agitó todo mi ser; no sentí nada más. Un vapor dulce y cálido se derramó sobre mi rostro; desperté como del sueño de la muerte. Mi madre estaba inclinada sobre mí.

-¿Está aquí el Hombre de Arena? -balbucí.

-No, mi niño, está muy lejos; se fue hace mucho, no te hará daño.

Así decía mi madre, y me besaba estrechando contra su corazón al niño querido que le era devuelto.

¿Para qué cansarte por más tiempo con estas historias, querido Lotario? Fui descubierto y cruelmente maltratado por Coppelius. La ansiedad y el miedo me causaron una ardiente fiebre que padecí durante algunas semanas; «¿Está aún aquí el Hombre de Arena?» Éstas fueron las primeras palabras de mi salvación y el primer signo de mi curación. Sólo me queda contarte el instante más horrible de mi infancia; después te habrás convencido de que no hay que acusar a mis ojos de que todo me parezca sin color en la vida; pues un sombrío destino ha levantado una densa nube ante todos los objetos, y sólo mi muerte podrá disiparla.

Coppelius no volvió a aparecer, se dijo que había abandonado la ciudad.

Había transcurrido un año, y cierta noche, según la antigua e invariable costumbre, estábamos sentados en la mesa redonda. Nuestro padre estaba muy alegre y nos contaba historias divertidas que le habían sucedido en los viajes de su juventud. En el momento en que el reloj daba las nueve oímos sonar los goznes de la puerta de la casa, y unos graves pasos retumbaron desde el vestíbulo hasta las escaleras.

-¡Es Coppelius! -dijo mi madre palideciendo.

-Sí, es Coppelius -repitió mi padre con voz entrecortada.

Las lágrimas asomaron a los ojos de mi madre:

-¡Padre! ¿es preciso?

-Por última vez -respondió-. Viene por última vez, te lo juro. Ve con los niños. Buenas noches.

Yo estaba petrificado, me faltaba el aire. Mi madre, viéndome inmóvil, me cogió del brazo.

-Ven, Nataniel -me dijo-. Me dejé llevar a mi habitación-. Estate tranquilo y acuéstate. ¡Duerme! -me dijo al irse. Pero un terror invencible me agitaba y no pude cerrar los ojos. El horrible, el odioso Coppelius estaba ante mí, con sus ojos destellantes, sonriéndome hipócrita, e intentaba alejar su imagen. Era cerca de media noche cuando se oyó un golpe violento, como la detonación de un arma de fuego. La casa entera se tambaleó, alguien pasó corriendo por delante de mi cuarto y la puerta de la calle se cerró estrepitosamente de un porrazo.

-¡Es Coppelius! -grité fuera de mí, y salté de la cama. Oí gemidos; corrí a la habitación de mi padre, la puerta estaba abierta, se respiraba un humo asfixiante, y una criada gritaba:

-¡El señor! El señor!

Delante del horno encendido, en el suelo, yacía mi padre muerto, con la cara destrozada. Mis hermanas, de rodillas a su alrededor, clamaban y gemían. Mi madre había caído inmóvil junto a su marido.

-¡Coppelius, monstruo infame! ¡Has asesinado a mi padre! -grité. Y caí sin sentido. Dos días más tarde, cuando colocaron su cuerpo en el ataúd, sus rasgos habían vuelto a ser serenos y dulces como lo fueron durante toda su vida. Aquella imagen mitigó mi dolor, pensé que su alianza con el infernal Coppelius no lo había llevado a la condenación eterna.

La explosión había despertado a los vecinos, el suceso causó sensación, y las autoridades, que tuvieron conocimiento del mismo, requirieron la presencia de Coppelius. Pero había desaparecido de la ciudad sin dejar rastro.

Si te dijera, querido amigo, que el vendedor de barómetros no era otro sino el miserable Coppelius, comprenderías el horror que me produjo tan desgraciada y enemiga aparición. Llevaba otro traje, pero los rasgos de Coppelius están demasiado profundamente marcados en mi alma como para poder equivocarme. Además, Coppelius ni siquiera ha cambiado de nombre. Se hace pasar aquí -según tengo oído-, por un mecánico piamontés llamado Giuseppe Coppola.

Estoy decidido a vengar la muerte de mi padre, pase lo que pase. No digas nada a mi madre de este encuentro cruel. Saluda a la encantadora Clara; le escribiré con una mayor presencia de ánimo.

Queda con Dios, etcétera.

 

Clara a Nataniel

Es cierto que hace mucho que no me has escrito pero creo, sin embargo, que me llevas en tu alma y en tus pensamientos; pues pensabas vivamente en mí cuando, queriendo enviar tu última carta a mi hermano Lotario, la suscribiste a mi nombre. La abrí con alegría y sólo me di cuenta de mi error al ver estas palabras: «¡Ay, mi querido Lotario!» Sin duda no debería haber seguido leyendo y debí entregar la carta a mi hermano. Alguna vez me has reprochado entre risas el que yo tuviera un espíritu tan apacible y tranquilo que si la casa se derrumbara, antes que huir, colocaría en su sitio una cortina mal puesta; pero apenas podía respirar y todo daba vueltas ante mis ojos, mi querido Nataniel, al saber la infortunada causa que ha turbado tu vida. Separación eterna, no verte nunca más, este presentimiento me atravesaba como un puñal ardiente. Leí y volví a leer. Tu descripción del repugnante Coppelius es horrible. Así he sabido la forma cruel en que murió tu anciano y venerable padre. Mi hermano, a quien remití lo que le pertenecía, intentó tranquilizarme, sin conseguirlo. El fatal vendedor de barómetros Giuseppe Coppola me perseguía, y casi me avergüenza confesar que ha turbado, con terribles imágenes, mi sueño siempre profundo y tranquilo. Pero de pronto, desde la mañana siguiente, todo me parece distinto. No estés enfadado conmigo, amor mío, si Lotario te dice que a pesar de tus funestos presentimientos sobre Coppelius no se altera mi serenidad en absoluto. Te diré sinceramente lo que pienso. Las cosas terribles de que hablas tienen su origen dentro de ti mismo, el mundo exterior y real tiene poco que ver. El viejo Coppelius sin duda era repelente, pero, como odiaba a los niños, esto producía en ustedes, niños, verdadero horror hacia él.

El Hombre de Arena de la niñera se asoció en tu imaginación infantil al viejo Coppelius quien, sin que te dieras cuenta, permaneció en ti como un fantasma de tus primeros años. Sus entrevistas nocturnas con tu padre no tenían otro objeto que realizar experimentos de alquimia, cosa que afligía a tu madre pues posiblemente costaba mucho dinero; y aquella ocupación, además de llenar a su esposo de una engañosa esperanza de sabiduría, lo apartaba del cuidado de su familia. Tu padre sin duda causó su muerte por imprudencia suya, y Coppelius no es culpable. ¿Creerías que ayer pregunté a un viejo vecino boticario si los experimentos químicos podían causar explosiones mortales? Asintió describiéndome largamente a su manera cómo se hacían tales cosas, citándome gran número de palabras extrañas que no he podido retener en mi memoria. Ahora vas a enfadarte con tu Clara; dices: «en su frío espíritu no entra ni un solo rayo misterioso de los que tantas veces abrazan al hombre con sus alas invisibles; ella percibe tan sólo la superficie coloreada del mundo y se alegra como un niño a la vista de frutas cuya dorada cáscara esconde un mortal veneno.»

¡Ah, mi bienamado Nataniel! ¿Acaso no piensas que el sentimiento de un poder enemigo que se agita de manera funesta sobre nuestro ser, no puede penetrar en las almas sonrientes y serenas? Perdóname si yo, una simple jovencita, intento expresar lo que siento ante la idea de una lucha semejante. Quizá no encuentro las palabras adecuadas y tú te ríes, no de mis pensamientos, sino de mi torpeza para expresarlos. Si realmente existe un poder oculto que tan traidoramente hunde sus garras en nuestro interior para cogernos y arrastrarnos a un camino peligroso que habríamos evitado, si tal fuerza existe, debe doblegarse ante nosotros mismos, pues sólo así ganará nuestra confianza y un lugar en nuestro corazón, lugar que necesita para realizar su obra. Si tenemos la suficiente firmeza, el valor necesario para reconocer el camino hacia el que deben conducirnos nuestra vocación y nuestras inclinaciones, para caminar con paso tranquilo, nuestro enemigo interior perecerá en los vanos esfuerzos que haga por ilusionarnos. También es cierto, añade Lotario, que la tenebrosa presencia a la que nos entregamos crea con frecuencia en nosotros imágenes tan atrayentes que nosotros mismos producimos el engaño que nos consume. Es el fantasma de nuestro propio Yo cuya influencia mueve nuestra alma y nos sumerge en el infierno o nos conduce al cielo. ¡Te das cuenta, querido Nataniel! Mi hermano y yo hemos hablado de oscuras fuerzas y poderes que a mí, después de haber escrito, no sin esfuerzo, lo más importante, se me aparecen sosegadas, profundas. Las últimas palabras de Lotario no las entiendo del todo bien, sólo intuyo lo que piensa; sin embargo, me parece rigurosamente cierto. Te lo suplico, aparta de tu pensamiento al odioso abogado Coppelius y al vendedor de barómetros Coppola. Convéncete de que esas extrañas figuras no tienen influencia sobre ti. Sólo la creencia en su poder enemigo las vuelve enemigas. Si cada línea de tu carta no expresara la profunda exaltación de tu espíritu, si el estado de tu alma no afligiera mi corazón, podría bromear sobre tu Hombre de Arena y tu abogado alquimista. ¡Alégrate! Me he prometido estar a tu lado como un ángel guardián y arrojar al odioso Coppola de una loca carcajada si viniera a turbar tu sueño. No le temo en absoluto, ni a él ni a sus horribles manos que no podrían estropearme las golosinas ni arrojarme arena a los ojos.

Hasta siempre, mi bienamado Nataniel, etcétera.

 

Nataniel a Lotario

Me resulta muy penoso el que Clara, por un error que causó mi negligencia, haya roto el sello de mi carta y la haya leído. Me ha escrito una epístola llena de una profunda filosofía, según la cual me demuestra explícitamente que Coppelius y Coppola sólo existen en mi interior y que se trata de fantasmas de mi Yo que se verán reducidos a polvo en cuanto los reconozca como tales. Uno jamás podría imaginar que el espíritu que brilla en sus claros y estremecedores ojos, como un delicioso sueño, sea tan inteligente y pueda razonar de una forma tan metódica. Se apoya en tu autoridad. ¡Han hablado de mí los dos juntos! Le has dado un curso de lógica para que pueda ver las cosas con claridad y razonadamente. ¡Déjalo! Además, es cierto que el vendedor de barómetros Coppola no es el viejo abogado Coppelius. Asisto a las clases de un profesor de física de origen italiano que acaba de llegar a la ciudad, un célebre naturalista llamado Spalanzani. Conoce a Coppola desde hace muchos años y, por otra parte, es fácil observar su acento piamontés. Coppelius era alemán, pero no un alemán honesto. Aun así, no estoy del todo tranquilo. Tú y Clara pueden seguir considerándome un sombrío soñador, pero no puedo apartar de mí la impresión que Coppola y su espantoso rostro causaron en mí. Estoy contento de que haya abandonado la ciudad, según dice Spalanzani. Este profesor es un personaje singular, un hombre rechoncho, de pómulos salientes, nariz puntiaguda y ojos pequeños y penetrantes. Te lo podrías imaginar mejor que con mi descripción mirando el retrato de Cagliostro realizado por Chodowiecki y que aparece en cualquier calendario berlinés; así es Spalanzani. Hace unos días, subiendo a su apartamento, observé que una cortina que habitualmente cubre una puerta de cristal estaba un poco separada. Ignoro yo mismo cómo me encontré mirando a través del cristal. Una mujer alta, muy delgada, de armoniosa silueta, magníficamente vestida, estaba sentada con sus manos apoyadas en una mesa pequeña. Estaba situada frente a la puerta, y de este modo pude contemplar su rostro arrebatador. Pareció no darse cuenta de que la miraba, y sus ojos estaban fijos, parecían no ver; era como si durmiera con los ojos abiertos. Me sentí tan mal que corrí a meterme en el salón de actos que está justo al lado. Más tarde supe que la persona que había visto era la hija de Spalanzani, llamada Olimpia, a la que éste guarda con celo, de forma que nadie puede acercarse a ella. Esta medida debe ocultar algún misterio, y Olimpia tiene sin duda alguna tara. Pero, ¿por qué te escribo estas cosas? Podría contártelas personalmente. Debes saber que dentro de dos semanas estaré con ustedes. Tengo que ver a mi ángel, a mi Clara. Entonces podrá borrarse la impresión que se apoderó de mí (lo confieso) al leer su carta tan fatal y razonable. Por eso no le escribo hoy.

Mil abrazos, etcétera.

 

Nadie podría imaginar algo tan extraño y maravilloso como lo que le sucedió a mi pobre amigo, el joven estudiante Nataniel, y que voy a referirte, lector. ¿Acaso no has sentido alguna vez tu interior lleno de extraños pensamientos? ¿Quién no ha sentido latir su sangre en las venas y un rojo ardiente en las mejillas? Las miradas parecen buscar entonces imágenes fantásticas e invisibles en el espacio y las palabras se exhalan entrecortadas. En vano los amigos te rodean y te preguntan qué te sucede. Y tú querrías pintar con sus brillantes colores, sus sombras y sus luces destellantes, las vaporosas figuras que percibes, y te esfuerzas inútilmente en encontrar palabras para expresar tu pensamiento. Querrías reproducir con una sola palabra todo cuanto estas apariciones tienen de maravilloso, de magnífico, de sombrío horror y de alegría inaudita, para sacudir a los amigos como con una descarga eléctrica, pero toda palabra, cada frase, te parece descolorida, glacial, sin vida. Buscas y rebuscas, y balbuces y murmuras, y las tímidas preguntas de tus amigos vienen a golpear, como el soplo del viento, tu ardiente imaginación hasta acabar apagándola. Pero si tú, como un hábil pintor, trazas un rápido esbozo de tales imágenes interiores, del mismo modo puedes también animar con poco esfuerzo los colores y hacerlos cada vez más brillantes, y las diversas figuras fascinan a los amigos que te ven en medio del mundo que tu alma ha creado. Debo confesar que, a mí, querido lector, nadie me ha preguntado por la historia del joven Nataniel; pero tú sabes que yo pertenezco a esa clase de autores que cuando se encuentra en el estado de ánimo que acabo de describir se imagina que cuantos lo rodean, e incluso el mundo entero, le preguntan, «¿qué te pasa? ¡cuéntanos!» Así, una fuerza poderosa me obliga a hablarte del fatal destino de Nataniel. Su vida singular me impresionaba, y por esta razón me atormentaba la idea de comenzar su historia de una manera significativa, original. «Érase una vez…» bonito principio, para aburrir a todo el mundo. «En la pequeña ciudad de S…., vivía…» algo mejor, si se tiene en cuenta que prepara ya el desenlace. O bien entrar in medias res: «-¡Váyase al diablo! -exclamó colérico con los ojos llenos de furia y de espanto el estudiante Nataniel cuando el vendedor de barómetros Giuseppe Coppola… » Así había empezado ya a escribir cuando creí ver algo de burla en la enfurecida mirada de Nataniel, aunque la historia no es en absoluto divertida. No me vino a la mente ninguna frase que reflejara el estallido de colores de la imagen que brillaba en mi interior. Decidí entonces no empezar. Toma, querido lector, las tres cartas que mi amigo Lotario me invitó a compartir como el esbozo del cuadro que me esforzaré, en el curso de la narración, en animar cada vez con más colorido, lo mejor que pueda. Quizá consiga, como un buen retratista, dar a algún personaje un toque expresivo de manera que al verlo lo encuentres parecido al original, aun sin conocerlo, y te parecerá verlo en persona. Quizá creerás, lector, que no hay nada tan maravilloso y fantástico como la vida real, y que el poeta se limita a recoger un pálido brillo, como en un espejo sin pulir.

Para que desde el principio quede claro lo que es necesario saber, hay que añadir como aclaración a las cartas que, inmediatamente después de la muerte del padre de Nataniel, Clara y Lotario, hijos de un pariente lejano también recientemente fallecido, fueron recogidos por la madre de aquél. Clara y Nataniel sintieron una fuerte inclinación mutua, contra la que nadie tuvo nada que oponer. Estaban, pues, prometidos cuando Nataniel abandonó la ciudad para proseguir sus estudios en G. Aquí se encuentra mientras escribe su última carta y asiste al curso del célebre profesor de física Spalanzani.

Ahora podría continuar mi relato tranquilamente, pero la imagen de Clara se presenta ante mis ojos tan llena de vida que no puedo apartarla de mí, como me pasaba siempre que me miraba dulcemente.

No podía decirse que Clara fuese bella, esto pensaban al menos los entendidos en belleza. Sin embargo, los arquitectos elogiaban la pureza de las líneas de su talle; los pintores decían que su nuca, sus hombros y su seno eran tal vez demasiado castos, pero todos amaban su maravillosa cabellera que recordaba a la de la Magdalena y coincidían en el color de su tez, digno de un Battoni. Uno de ellos, un auténtico extravagante, comparaba sus ojos a un lago de Ruisdael, donde se reflejan el azul del cielo, el colorido del bosque y las flores del campo, la vida apacible. Poetas y virtuosos iban más lejos y decían:

-¡Cómo hablan de lagos y de espejos! No podemos contemplar a esta muchacha sin que su mirada haga brotar de nuestra alma cantos y armonías celestes que nos sobrecogen y nos animan. ¿Acaso no cantamos nosotros también, y alguna vez hasta creemos leer en la tenue sonrisa de Clara que es como un cántico, no obstante algunos tonos disonantes?

Así era. Clara poseía la imaginación alegre y vivaz de un niño inocente, un alma de mujer tierna y delicada, y una inteligencia penetrante y lúcida. Los espíritus ligeros y presuntuosos no tenían nada que hacer a su lado, pues ella, sin muchas palabras, conforme a su temperamento silencioso, parecía decirles con su mirada transparente y su sonrisa irónica: «Queridos amigos, ¿pretenden que mire sus tristes sombras como auténticas figuras animadas y con vida?» Por esta razón Clara fue acusada por muchos de ser fría, prosaica e insensible. Pero otros, que veían la vida con más claridad, amaban fervorosamente a esta joven y encantadora muchacha; pero nadie tanto como Nataniel, quien se dedicaba a las ciencias y a las artes con pasión. Clara le correspondía con toda su alma. Las primeras nubes de tristeza pasaron por su vida cuando se separó de ella. ¡Con cuánta alegría se arrojó en sus brazos cuando él, al volver a su ciudad natal, entró en casa de su madre, como había anunciado en su última carta a Lotario! Sucedió entonces lo que Nataniel había imaginado; en el momento en que volvió a ver a Clara desapareció la imagen del abogado Coppelius y la fatal y razonable carta de Clara, que tanto lo había contrariado.

Sin embargo, Nataniel tenía razón cuando escribía a su amigo Lotario que su encuentro con el repugnante vendedor de barómetros había ejercido una funesta influencia en su vida. Todos sintieron desde los primeros días de su estancia que Nataniel había cambiado su forma de ser. Se hundía en sombrías ensoñaciones y se comportaba de un modo extraño, no habitual en él. La vida era sólo sueños y presentimientos; hablaba siempre de cómo los hombres, creyéndose libres, son sólo juguete de oscuros poderes, y humildemente deben conformarse con lo que el destino les depara. Aún iba más lejos, y afirmaba que era una locura creer que el arte y las ciencias pueden ser creados a nuestro antojo, puesto que la exaltación necesaria para crear no proviene de nuestro interior sino de una fuerza exterior de la que no somos dueños.

Clara no estaba de acuerdo con esos delirios místicos pero era inútil refutarlos. Sólo cuando Nataniel afirmaba que Coppelius era el principio maligno que se había apoderado de él en el momento en que se escondió tras la cortina para observarlo, y que aquel demonio enemigo turbaría su dichoso amor, Clara decía seriamente:

-Sí, Nataniel, tienes razón, Coppelius es un principio maligno y enemigo, puede actuar de forma espantosa, como una fuerza diabólica que se introduce visiblemente en tu vida, pero sólo si no lo destierras de tu pensamiento y de tu alma. Mientras tú creas en él, existirá; su poder está en tu credulidad.

Nataniel, irritado al ver que Clara sólo admitía la existencia del demonio en su interior, quiso probársela por medio de doctrinas místicas de demonios y fuerzas oscuras, pero Clara interrumpió la discusión con una frase indiferente, con gran disgusto de Nataniel. Pensó entonces que las almas frías encerraban estos profundos misterios sin saberlo, y que Clara pertenecía a esta naturaleza secundaria, por lo cual decidió hacer todo lo posible para iniciarla en tales secretos. Al día siguiente, mientras Clara preparaba el desayuno, fue a su lado y empezó a leer diversos pasajes de libros místicos, hasta que Clara dijo:

-Pero, mi querido Nataniel, ¿y si yo te considerase a ti como el principio diabólico que actúa contra mi café? Porque, si me pasara el día escuchándote mientras lees y mirándote a los ojos como tú quieres, el café herviría en el fuego y no desayunaríais ninguno.

Nataniel cerró el libro de golpe y se dirigió malhumorado a su habitación. En otro tiempo había escrito cuentos agradables y animados que Clara escuchaba con indescriptible placer, pero ahora sus composiciones eran sombrías, incomprensibles, vagas, y podía sentir en el indulgente silencio de Clara que no eran de su gusto. Nada era peor para Clara que el aburrimiento; su mirada y sus palabras dejaban ver que el sueño se apoderaba de ella. Las obras de Nataniel eran de hecho muy aburridas. Su disgusto por el frío y prosaico carácter de Clara fue en aumento, y Clara no podía vencer el mal humor que le producía el sombrío y aburrido misticismo de Nataniel; y así, sus almas se fueron alejando una de otra, sin que se dieran cuenta.

La imagen del odioso Coppelius, como el mismo Nataniel podía reconocer, cada vez era más pálida en su fantasía, y hasta le costaba a menudo un esfuerzo darle vida y color en sus poemas, donde aparecía como un horrible espantajo del destino. Finalmente, el atormentado presentimiento de que Coppelius destruiría su amor le inspiró el tema de una de sus composiciones. Se describía a él mismo y a Clara unidos por un amor fiel, pero de vez en cuando una mano amenazadora aparecía en su vida y les arrebataba la alegría. Cuando por fin se encontraban ante el altar aparecía el horrible Coppelius que tocaba los maravillosos ojos de Clara; éstos saltaban al pecho de Nataniel como chispas sangrientas encendidas y ardientes, luego Coppelius se apoderaba de él, lo arrojaba a un círculo de fuego que giraba con la velocidad de la tormenta y lo arrastraba en medio de sordos bramidos, de un rugido como cuando el huracán azota la espuma de las olas en el mar, que se alzan, como negros gigantes de cabeza blanca, en furiosa lucha. En medio de aquel salvaje bramido oyó la voz de Clara:

-¿No puedes mirarme? Coppelius te ha engañado, no eran mis ojos los que ardían en tu pecho, eran ardientes gotas de sangre de tu propio corazón… yo tengo mis ojos, ¡mírame!

Nataniel piensa: “Es Clara, y yo soy eternamente suyo”. Es como si dominase el círculo de fuego donde se encuentra, y el sordo estruendo desaparece en un negro abismo. Nataniel mira los ojos de Clara, pero es la muerte la que lo contempla amigablemente con los ojos de Clara.

Mientras Nataniel escribía este poema estaba muy tranquilo y reflexivo, limaba y perfeccionaba cada línea, y volcado por completo en la rima, no descansaba hasta conseguir que todo fuera puro y armonioso. Cuando terminó y leyó el poema en voz alta, el horror se apoderó de él y exclamó espantado:

-¿De quién es esa horrible voz?

Enseguida le pareció, sin embargo, que había escrito un poema excelente, y que podría inflamar el frío ánimo de Clara, sin darse cuenta de que así conseguiría sobresaltarla con terribles imágenes que presagiaban un destino fatal que destruiría su amor.

Nataniel y Clara se hallaban sentados en el pequeño jardín de su madre. Clara estaba muy alegre porque Nataniel, desde hacía tres días durante los cuales había trabajado en el poema, no la había atormentado con sus sueños y presentimientos. También Nataniel hablaba con entusiasmo y alegría de cosas divertidas, de modo que Clara dijo:

-Ahora vuelvo a tenerte, ¿ves cómo hemos desterrado al odioso Coppelius?

Nataniel entonces se acordó de que llevaba el poema en el bolsillo y de que deseaba leérselo. Sacó las hojas y comenzó su lectura.

Clara, esperando algo aburrido como de costumbre, y resignándose, empezó a hacer punto. Pero, del mismo modo que se van levantando los negros y cada vez más sombríos nubarrones, dejó caer su labor y miró fijamente a Nataniel a los ojos. Éste seguía su lectura fascinado, con las mejillas encendidas y los ojos llenos de lágrimas. Cuando terminó suspiró profundamente abatido, cogió la mano de Clara y sollozando exclamó desconsolado:

-¡Ah, Clara, Clara! -Clara lo estrechó contra su pecho y le dijo dulcemente pero seria:

-Nataniel, querido Nataniel, ¡arroja al fuego esa loca y absurda historia!

Nataniel se levantó indignado y exclamó apartándose de Clara:

-Eres un autómata inanimado y maldito -y se alejó corriendo.

Clara se echó a llorar amargamente, y decía entre sollozos:

-Nunca me ha amado, pues no me comprende.

Lotario apareció en el cenador y Clara tuvo que contarle lo que había sucedido; como amaba a su hermana con toda su alma, cada una de sus quejas caía como una chispa en su interior de tal modo que el disgusto que llevaba en su corazón desde hacía tiempo contra el visionario Nataniel se transformó en una cólera terrible. Corrió tras él y le reprochó con tan duras palabras su loca conducta para con su querida hermana, que el fogoso Nataniel contestó de igual manera. Los insultos de fatuo, insensato y loco, fueron contestados por los de desgraciado y vulgar. El duelo era inevitable. Decidieron batirse a la mañana siguiente detrás del jardín y conforme a las reglas académicas, con afilados floretes. Se separaron sombríos y silenciosos. Clara había oído la violenta discusión, y al ver que el padrino traía los floretes al atardecer, presintió lo que iba a ocurrir.

Llegados al lugar del desafío se quitaron las levitas en medio de un hondo silencio, e iban a abalanzarse uno sobre otro con los ojos relampagueantes de ardor sangriento cuando apareció Clara en la puerta del jardín. Separándolos, exclamó entre sollozos:

-¡Locos, salvajes, tendrán que matarme a mí antes que uno de ustedes caiga! ¿Cómo podría seguir viviendo en este mundo si mi amado matara a mi hermano o mi hermano a mi amado?

Lotario dejó caer el arma y bajó los ojos en silencio; pero Nataniel sintió renacer dentro de sí toda la fuerza de su amor hacia Clara de la misma manera que lo había sentido en los hermosos días de la juventud. El arma homicida cayó de sus manos y se arrojó a los pies de Clara diciendo:

-¿Podrás perdonarme alguna vez tú, mi querida Clara, mi único amor? ¿Podrás perdonarme, querido hermano Lotario?

Lotario se conmovió al ver el profundo dolor de su amigo. Derramando abundantes lágrimas se abrazaron los tres y se juraron permanecer unidos por el amor y la fidelidad.

A Nataniel le pareció haberse librado de una pesada carga que lo oprimía, como si se hubiera liberado de un oscuro poder que amenazaba todo su ser. Permaneció aún durante tres felices días junto a sus bienamados hasta que regresó a G., donde debía permanecer un año más antes de volver para siempre a su ciudad natal.

A la madre de Nataniel se le ocultó todo lo referente a Coppelius, pues sabían que no podía pensar sin horror en aquel hombre a quien, al igual que Nataniel, culpaba de la muerte de su esposo.

¡Cuál no sería la sorpresa de Nataniel cuando, al llegar a su casa en G., vio que ésta había ardido entera, y que sólo quedaban de ella los muros y un montón de escombros! El fuego había comenzado en el laboratorio del químico, situado en el piso bajo. Varios amigos que vivían cerca de la casa incendiada habían conseguido entrar valientemente en la habitación de Nataniel, situada en el último piso, y salvar sus libros, manuscritos e instrumentos, que trasladaron a otra casa donde alquilaron una habitación en la que Nataniel se instaló. No se dio cuenta al principio de que el profesor Spalanzani vivía enfrente, y no llamó especialmente su atención observar que desde su ventana podía ver el interior de la habitación donde Olimpia estaba sentada a solas. Podía reconocer su silueta claramente, aunque los rasgos de su cara continuaban borrosos. Pero acabó por extrañarse de que Olimpia permaneciera en la misma posición, igual que la había descubierto la primera vez a través de la puerta de cristal, sin ninguna ocupación, sentada junto a la mesita, con la mirada fija, invariablemente dirigida hacia él; tuvo que confesarse que no había visto nunca una belleza como la suya, pero la imagen de Clara seguía instalada en su corazón, y la inmóvil Olimpia le fue indiferente, y sólo de vez en cuando dirigía una mirada furtiva por encima de su libro hacia la hermosa estatua, eso era todo. Un día estaba escribiendo a Clara cuando llamaron suavemente a la puerta. Al abrirla, vio el repugnante rostro de Coppola. Nataniel se estremeció; pero recordando lo que Spalanzani le había dicho de su compatriota Coppola y lo que le había prometido a su amada en relación con el Hombre de Arena, se avergonzó de su miedo infantil y reunió todas sus fuerzas para decir con la mayor tranquilidad posible:

-No compro barómetros, amigo, así que ¡váyase!

Pero Coppola, entrando en la habitación, le dijo con voz ronca, mientras su boca se contraía en una odiosa sonrisa y sus pequeños ojos brillaban bajo unas largas pestañas grises:

-¡Eh, no barómetros, no barómetros! ¡También tengo bellos ojos…, bellos ojos!

Nataniel, espantado, exclamó:

-¡Maldito loco! ¡Cómo puedes tú tener ojos! ¡Ojos!… ¡Ojos!…

Al instante puso Coppola a un lado los barómetros y empezó a sacar del inmenso bolsillo de su levita lentes y gafas que iba dejando sobre la mesa.

-Gafas para poner sobre la nariz. Ésos son mis ojos, ¡bellos ojos! -y, mientras hablaba, seguía sacando más y más gafas, tantas que empezaron a brillar y a lanzar destellos sobre la mesa.

Miles de ojos centelleaban y miraban fijamente a Nataniel, pero él no podía apartar su mirada de la mesa, y Coppola continuaba sacando cada vez más gafas y cada vez eran más terribles las encendidas miradas que disparaban sus rayos sangrientos en el pecho de Nataniel.

Éste, sobrecogido de terror, gritó:

-¡Detente, hombre maldito! -cogiéndolo del brazo en el momento en que Coppola hundía de nuevo su mano en el bolsillo para sacar más lentes, por más que la mesa estuviera ya cubierta de ellas.

Coppola se separó de él suavemente con una sonrisa forzada, diciendo:

-¡Ah, no son para usted, pero aquí tengo bellos prismáticos! -y recogiendo los lentes empezó a sacar del inmenso bolsillo prismáticos de todos los tamaños.

En cuanto todas las gafas estuvieron guardadas Nataniel se tranquilizó, y acordándose de Clara se dio cuenta de que el horrible fantasma sólo estaba en su interior, ya que Coppola era un gran mecánico y óptico, y en modo alguno el doble del maldito Coppelius. Por otra parte, las lentes que Coppola había extendido sobre la mesa no tenían nada de particular, y menos de fantasmagórico, por lo que Nataniel decidió, para reparar su extraño comportamiento, comprarle alguna cosa. Escogió unos pequeños prismáticos muy bien trabajados, y, para probarlos, miró a través de la ventana. Nunca en su vida había utilizado unos prismáticos con los que pudieran verse los objetos con tanta claridad y pureza. Involuntariamente miró hacia la estancia de Spalanzani. Olimpia estaba sentada, como de costumbre, ante la mesita, con los brazos apoyados y las manos cruzadas. Por primera vez podía Nataniel contemplar la belleza de su rostro. Sólo los ojos le parecieron algo fijos, muertos. Sin embargo, a medida que miraba más y más a través de los prismáticos le parecía que los ojos de Olimpia irradiaban húmedos rayos de luna. Creyó que ella veía por primera vez y que sus miradas eran cada vez más vivas y brillantes. Nataniel permanecía como hechizado junto a la ventana, absorto en la contemplación de la belleza celestial de Olimpia…

Un ligero carraspeo lo despertó como de un profundo sueño. Coppola estaba detrás de él:

Tre Zechini. Tres ducados.

Nataniel, que había olvidado al óptico por completo, se apresuró a pagarle:

-¿No es verdad? ¡Buenos prismáticos, buenos prismáticos! -decía Coppola con su repugnante voz y su odiosa sonrisa.

-Sí, sí -respondió Nataniel contrariado-. Adiós, querido amigo.

Coppola abandonó la habitación, no sin antes lanzar una mirada de reojo sobre Nataniel, que lo oyó reír a carcajadas al bajar la escalera.

-Sin duda -pensó Nataniel- se ríe de mí porque he pagado los prismáticos más caros de lo que valen.

Mientras decía estas palabras en voz baja le pareció oír en la habitación un profundo suspiro que le hizo contener la respiración sobrecogido de espanto. Se dio cuenta de que era él mismo quien había suspirado así. «Clara tenía razón -se dijo a sí mismo- al considerarme un visionario, pero lo absurdo, más que absurdo, es que la idea de haber pagado a Coppola los prismáticos más caros de lo que valen me produzca tal terror, y no encuentro cuál puede ser el motivo.»

Se sentó de nuevo para terminar la carta a Clara, pero una mirada hacia la ventana le hizo ver que Olimpia aún estaba allí sentada, y al instante, empujado por una fuerza irresistible, cogió los prismáticos de Coppola y ya no pudo apartarse de la seductora mirada de Olimpia hasta que vino a buscarlo su amigo Segismundo para asistir a clase del profesor Spalanzani.

A partir de aquel día la cortina de la puerta de cristal estuvo totalmente echada, por lo que no pudo ver a Olimpia, y los dos días siguientes tampoco la encontró en la habitación, si bien apenas se apartó de la ventana mirando a través de los prismáticos. Al tercer día estaba la ventana cerrada. Lleno de desesperación y poseído de delirio y ardiente deseo, salió de la ciudad. La imagen de Olimpia flotaba ante él en el aire, aparecía en cada arbusto y lo miraba con ojos radiantes desde el claro riachuelo. El recuerdo de Clara se había borrado, sólo pensaba en Olimpia y gemía y sollozaba:

-Estrella de mi amor, ¿por qué te has alzado para desaparecer súbitamente y dejarme en una noche oscura y desesperada?

Cuando Nataniel volvió a su casa observó una gran agitación en la de Spalanzani. Las puertas estaban abiertas, y unos hombres metían muebles; las ventanas del primer piso estaban abiertas también, y unas atareadas criadas iban y venían mientras carpinteros y tapiceros daban golpes y martilleaban por toda la casa.

Nataniel, asombrado, se detuvo en mitad de la calle. Segismundo se le acercó sonriente y le dijo:

-¿Qué me dices de nuestro viejo amigo Spalanzani?

Nataniel aseguró que no podía decir nada, puesto que nada sabía de él, y que le sorprendía bastante que aquella casa silenciosa y sombría se viera envuelta en tan gran tumulto y actividad. Segismundo le dijo entonces que al día siguiente daba Spalanzani una gran fiesta con concierto y baile a la que estaba invitada media universidad. Se rumoreaba que Spalanzani iba a presentar por primera vez a su hija Olimpia, que hasta entonces había mantenido oculta, con extremo cuidado, a las miradas de todos. Nataniel encontró una invitación, y, con el corazón palpitante, se encaminó a la hora fijada a casa del profesor, cuando empezaban a llegar los carruajes y resplandecían las luces de los adornados salones. La reunión era numerosa y brillante. Olimpia apareció ricamente vestida, con un gusto exquisito. Todos admiraron la perfección de su rostro y de su talle. La ligera inclinación de sus hombros parecía estar causada por la oprimida esbeltez de su cintura de avispa. Su forma de andar tenía algo de medido y de rígido. Causó mala impresión a muchos, y fue atribuida a la turbación que le causaba tanta gente.

El concierto empezó. Olimpia tocaba el piano con una habilidad extrema, e interpretó un aria con voz tan clara y penetrante que parecía el sonido de una campana de cristal. Nataniel estaba fascinado; se encontraba en una de las últimas filas y el resplandor de los candelabros le impedía apreciar los rasgos de Olimpia. Sin ser visto, sacó los lentes de Coppola y miró a la hermosa Olimpia. ¡Ah!… entonces sintió las miradas anhelantes que ella le dirigía, y que a cada nota le acompañaba una mirada de amor que lo atravesaba ardientemente. Las brillantes notas le parecían a Nataniel el lamento celestial de un corazón enamorado, y cuando finalmente la cadencia del largo trino resonó en la sala, le pareció que un brazo ardiente lo ceñía; extasiado, no pudo contenerse y exclamó en voz alta:

-¡Olimpia!

Todos los ojos se volvieron hacia él. Algunos rieron. El organista de la catedral adoptó un aire sombrío y dijo simplemente:

-Bueno, bueno.

El concierto había terminado y el baile comenzó. «¡Bailar con ella…, bailar con ella!», era ahora su máximo deseo, su máxima aspiración, pero ¿cómo tener el valor de invitarla a ella, la reina de la fiesta?

Sin saber ni él mismo cómo, se encontró junto a Olimpia, a quien nadie había sacado aún; cuando comenzaba el baile, y después de intentar balbucir algunas palabras, tomó su mano. La mano de Olimpia estaba helada y él se sintió atravesado por un frío mortal. La miró fijamente a los ojos, que irradiaban amor y deseo, y al instante le pareció que el pulso empezaba a latir en su fría mano y que una sangre ardiente corría por sus venas. También Nataniel sentía en su interior una ardorosa voluptuosidad. Rodeó la cintura de la hermosa Olimpia y cruzó con ella la multitud de invitados.

Creía haber bailado acompasadamente, pero la rítmica regularidad con que Olimpia bailaba y que algunas veces lo obligaba a detenerse, le hizo observar enseguida que no seguía los compases. No quiso bailar con ninguna otra mujer, y hubiera matado a cualquiera que se hubiese acercado a Olimpia para solicitar un baile. Si Nataniel hubiera sido capaz de ver algo más que a Olimpia, no habría podido evitar alguna pelea, pues murmullos burlones y risas apenas sofocadas se escapaban de entre los grupos de jóvenes, cuyas curiosas miradas se dirigían a Olimpia sin que se pudiera saber por qué.

Excitado por la danza y por el vino, había perdido su natural timidez. Sentado junto a Olimpia y con su mano entre las suyas, le hablaba de su amor exaltado e inspirado con palabras que nadie, ni él ni Olimpia, habría podido comprender. O quizá Olimpia sí, pues lo miraba fijamente a los ojos y de vez en cuando suspiraba:

-¡Ah…, ah…, ah…!

A lo que Nataniel respondía:

-¡Oh, mujer celestial, divina criatura, luz que se nos promete en la otra vida, alma profunda donde todo mi ser se mira…! -y cosas parecidas.

Pero Olimpia suspiraba y contestaba sólo:

-¡Ah…, ah…!

El profesor Spalanzani pasó varias veces junto a los felices enamorados y les sonrió con satisfacción.

Aunque Nataniel se encontraba en un mundo distinto, le pareció como si de pronto oscureciera en casa del profesor Spalanzani. Miró a su alrededor y observó espantado que las dos últimas velas se consumían y estaban a punto de apagarse. Hacía tiempo que el baile y la música habían cesado.

-¡Separarnos, separarnos! -exclamó furioso y desesperado Nataniel. Besó la mano de Olimpia y se inclinó sobre su boca; sus labios ardientes se encontraron con los suyos helados. Se estremeció como cuando tocó por primera vez la fría mano de Olimpia, y la leyenda de la novia muerta le vino de pronto a la memoria; pero al abrazar y besar a Olimpia sus labios parecían cobrar el calor de la vida.

El profesor Spalanzani atravesó lentamente la sala vacía, sus pasos resonaban huecos y su figura, rodeada de sombras vacilantes, ofrecía un aspecto fantasmagórico.

-¿Me amas? ¿Me amas, Olimpia? ¡Sólo una palabra! -murmuraba Nataniel.

Pero Olimpia, levantándose, suspiró sólo:

-¡Ah…, ah…,!

-¡Sí, amada estrella de mi amor! -dijo Nataniel-, ¡tú eres la luz que alumbrará mi alma para siempre!

-¡Ah…, ah…! -replicó Olimpia alejándose.

Nataniel la siguió, y se detuvieron delante del profesor.

-Ya veo que lo ha pasado muy bien con mi hija -dijo éste sonriendo-: así que, si le complace conversar con esta tímida muchacha, su visita será bien recibida.

Nataniel se marchó llevando el cielo en su corazón.

Al día siguiente la fiesta de Spalanzani fue el centro de las conversaciones. A pesar de que el profesor había hecho todo lo posible para que la reunión resultara espléndida, hubo numerosas críticas y se dirigieron especialmente contra la muda y rígida Olimpia, a la que, a pesar de su belleza, consideraron completamente estúpida; se pensó que ésta era la causa por la que Spalanzani la había mantenido tanto tiempo oculta. Nataniel escuchaba estas cosas con rabia, pero callaba; pues pensaba que aquellos miserables no merecían que se les demostrara que era su propia estupidez la que les impedía conocer la belleza del alma de Olimpia.

-Dime, por favor, amigo -le dijo un día Segismundo-, dime, ¿cómo es posible que una persona sensata como tú se haya enamorado del rostro de cera de una muñeca?

Nataniel iba a responder encolerizado, pero se tranquilizó y contestó:

-Dime, Segismundo, ¿cómo es posible que los encantos celestiales de Olimpia hayan pasado inadvertidos a tus clarividentes ojos? Pero agradezco al destino el no tenerte como rival, pues uno de los dos habría tenido que morir a manos del otro.

Segismundo se dio cuenta del estado de su amigo y desvió la conversación diciendo que en amor era muy difícil juzgar, para luego añadir:

-Es muy extraño que la mayoría de nosotros haya juzgado a Olimpia del mismo modo. Nos ha parecido -no te enfades, amigo- algo rígida y sin alma. Su talle es proporcionado, al igual que su rostro, es cierto. Podría parecer bella si su mirada no careciera de rayos de vida, quiero decir, de visión. Su paso es extrañamente rítmico, y cada uno de sus movimientos parece provocado por un mecanismo. Su canto, su interpretación musical tiene ese ritmo regular e incómodo que recuerda el funcionamiento de una máquina, y pasa lo mismo cuando baila. Olimpia nos resulta muy inquietante, no queremos tener nada que ver con ella, porque nos parece que se comporta como un ser viviente pero que pertenece a una naturaleza distinta.

Nataniel no quiso abandonarse a la amargura que provocaron en él las palabras de Segismundo. Hizo un esfuerzo para contenerse y respondió simplemente muy serio:

-Para ustedes, almas prosaicas y frías, Olimpia resulta inquietante. Sólo al espíritu de un poeta se le revela una personalidad que le es semejante. Sólo a mí se han dirigido su mirada de amor y sus pensamientos, sólo en el amor de Olimpia he vuelto a encontrarme a mí mismo. A ustedes no les parece bien que Olimpia no participe en conversaciones vulgares, como hacen las gentes superficiales. Habla poco, es verdad, pero esas pocas palabras son para mí como jeroglíficos de un mundo interior lleno de amor y de conocimientos de la vida espiritual en la contemplación de la eternidad. Ya sé que esto para ustedes no tiene ningún sentido, y es en vano hablar de ello.

-¡Que Dios te proteja, hermano! -dijo Segismundo dulcemente, de un modo casi doloroso-, pero pienso que vas por mal camino. Puedes contar conmigo si todo… no, no quiero decir nada más.

Nataniel comprendió de pronto que el frío y prosaico Segismundo acababa de demostrarle su lealtad y estrechó de corazón la mano que le tendía.

Había olvidado por completo que existía una Clara en el mundo a la que él había amado; su madre, Lotario, todos habían desaparecido de su memoria. Vivía solamente para Olimpia, junto a quien permanecía cada día largas horas hablándole de su amor, de la simpatía de las almas y de las afinidades psíquicas, todo lo cual Olimpia escuchaba con gran atención.

Nataniel sacó de los lugares más recónditos de su escritorio todo lo que había escrito, poesías, fantasías, visiones, novelas, cuentos, y todo esto se vio aumentado con toda clase de disparatados sonetos, estrofas, canciones que leía a Olimpia durante horas sin cansarse. Jamás había tenido una oyente tan admirable. No cosía ni tricotaba, no miraba por la ventana, no daba de comer a ningún pájaro ni jugaba con ningún perrito, ni con su gato favorito, ni recortaba papeles o cosas parecidas, ni tenía que ocultar un bostezo con una tos forzada; en una palabra, permanecía horas enteras con los ojos fijos en él, inmóvil, y su mirada era cada vez más brillante y animada. Sólo cuando Nataniel, al terminar, cogía su mano para besarla, decía:

-¡Ah! ¡ah! -y luego- buenas noches, mi amor.

-¡Alma sensible y profunda! -exclamaba Nataniel en su habitación-: ¡Sólo tú me comprendes!

Se estremecía de felicidad al pensar en las afinidades intelectuales que existían entre ellos y que aumentaban cada día; le parecía oír la voz de Olimpia en su interior, que ella hablaba en sus obras. Debía ser así, pues Olimpia nunca pronunció otras palabras que las ya citadas. Pero cuando Nataniel se acordaba en los momentos de lucidez, de la pasividad y del mutismo de Olimpia (por ejemplo, cuando se levantaba por las mañanas y en ayunas)  se decía:

-¿Qué son las palabras? ¡Palabras! La mirada celestial de sus ojos dice más que todas las lenguas. ¿Puede acaso una criatura del Cielo encerrarse en el círculo estrecho de nuestra forma de expresarnos?

El profesor Spalanzani parecía mirar con mucho agrado las relaciones de su hija con Nataniel, prodigándole a éste todo tipo de atenciones, de modo que cuando se atrevió a insinuar un matrimonio con Olimpia, el profesor, con gran sonrisa, dijo que dejaría a su hija elegir libremente.

Animado por estas palabras y con el corazón ardiente de deseos, Nataniel decidió pedirle a Olimpia al día siguiente que le dijera con palabras lo que sus miradas le daban a entender desde hacía tiempo: que sería suya para siempre. Buscó el anillo que su madre le diera al despedirse, para ofrecérselo a Olimpia como símbolo de unión eterna. Las cartas de Clara y de Lotario cayeron en sus manos; las apartó con indiferencia. Encontró el anillo y, poniéndoselo en el dedo, corrió de nuevo junto a Olimpia. Al subir las escaleras, y cuando se encontraba ya en el vestíbulo, oyó un gran estrépito que parecía venir del estudio de Spalanzani. Pasos, crujidos, golpes contra la puerta, mezclados con maldiciones y juramentos:

-¡Suelta! ¡Suelta de una vez!

-¡Infame!

-¡Miserable!

-¿Para esto he sacrificado mi vida? ¡Éste no era el trato!

-¡Yo hice los ojos!

-¡Y yo los engranajes!

-¡Maldito perro relojero!

-¡Largo de aquí, Satanás!

-¡Fuera de aquí, bestia infernal!

Eran las voces de Spalanzani y del horrible Coppelius que se mezclaban y retumbaban juntas. Nataniel, sobrecogido de espanto, se precipitó en la habitación. El profesor sujetaba un cuerpo de mujer por los hombros, y el italiano Coppola tiraba de los pies, luchando con furia para apoderarse de él. Nataniel retrocedió horrorizado al reconocer el rostro de Olimpia; lleno de cólera, quiso arrancar a su amada de aquellos salvajes. Pero al instante Coppola, con la fuerza de un gigante, consiguió hacerse con ella descargando al mismo tiempo un tremendo golpe sobre el profesor, que fue a caer sobre una mesa llena de frascos, cilindros y alambiques, que se rompieron en mil pedazos. Coppola se echó el cuerpo a la espalda y bajó rápidamente las escaleras profiriendo una horrible carcajada; los pies de Olimpia golpeaban con un sonido de madera en los escalones.

Nataniel permaneció inmóvil. Había visto que el pálido rostro de cera de Olimpia no tenía ojos, y que en su lugar había unas negras cavidades: era una muñeca sin vida.

Spalanzani yacía en el suelo en medio de cristales rotos que lo habían herido en la cabeza, en el pecho y en un brazo, y sangraba abundantemente. Reuniendo fuerzas dijo:

-¡Corre tras él! ¡Corre! ¿A qué esperas? ¡Coppelius me ha robado mi mejor autómata! ¡Veinte años de trabajo! ¡He sacrificado mi vida! Los engranajes, la voz, el paso, eran míos; los ojos, te he robado los ojos, maldito, ¡corre tras él! ¡Devuélveme a mi Olimpia! ¡Aquí tienes los ojos!

Entonces vio Nataniel en el suelo un par de ojos sangrientos que lo miraban fijamente. Spalanzani los recogió y se los lanzó al pecho. El delirio se apoderó de él y, confundidos sus sentidos y su pensamiento, decía:

-¡Huy… Huy…! ¡Círculo de fuego! ¡Círculo de fuego! ¡Gira, círculo de fuego! ¡Linda muñequita de madera, gira! ¡Qué divertido…!

Y precipitándose sobre el profesor lo agarró del cuello. Lo hubiera estrangulado, pero el ruido atrajo a algunas personas que derribaron y luego ataron al colérico Nataniel, salvando así al profesor. Segismundo, aunque era muy fuerte, apenas podía sujetar a su amigo, que seguía gritando con voz terrible:

-Gira, muñequita de madera

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La historia del reflejo perdido de E.T.A Hoffman

 


En este cuento podemos encontrar varios motivos, partiendo desde el mismo título vemos como el motivo del doble se marca haciendo referencia al reflejo lo cual lo descubriremos en el desarrollo del cuento donde vemos como la imagen real de el personaje principal (Erasmo), reflejada en un espejo, se  desprende de el, de esta manera se nos plantea el nacimiento o creación de un segundo yo (no real), de esta manera se da pie a una especie de duplo entre Giulietta y Erasmo ya que en el momento en que este se marcha se genera una duplicación entre ambos,

Es importante mencionar que el tema del doble en la mayoría de cuentos y en este en especial, se lo trata y percibe como un fenómeno sobrenatural vinculado a la generación de un ser idéntico o como en este caso el reflejo producido por un espejo o la sombra del sujeto. Tal es el caso que se menciona en un fragmento del cuento donde se lo relaciona con otra obra que trata el mismo motivo, donde ambos personajes quieren fusionarse para recuperar su anhelada sombra:

“Se encontró con un tal Peter Schlemihl, que había vendido su sombra; quisieron asociarse de manera que Erasmo Spikher proyectara la sombra y Peter Schlemihl el reflejo, pero no dio resultado” (E.T.A. Hoffmann – Cuentos, el reflejo perdido pág. 114)

Podemos ver de igual manera que en este cuento se tratan distintos motivos que están asociados al tema de “el doble” tales como la muerte para dar fin a una vida sin sentido por haber encontrado el rechazo, la amargura y el abandono como lo vemos en el momento que la esposa de Erasmo lo rechaza y  vota de la casa o al momento en que su hijo se asusta al no ver su reflejo y  lo repudia de igual forma.

Dentro de “El reflejo perdido ” también vemos presente el motivo del amor que se proyecta en Erasmo en Italia en un principio cuando  se mantiene firme ante las tentaciones entre ellas( Giulietta ) propias de la vida bohemia de la ciudad, pues siempre tenía en su ser a su hijo y a su mujer y al final de parte de la esposa al aceptar como una obra maligna la pérdida del reflejo de Spikher.

A continuación citare la ultima parte del cuento donde se resume el motivo en el que gira la historia y en el que se proyecta lo que siente el personaje, mostrándonos así como este maravilloso cuento de Hoffmann de modo fantasioso se podría comparar con la vida de un ser humano en la que siente dolor, tiene tentaciones y monumentos de inestabilidad o desquebrajo, ama y hasta veces puede sentir la muerte como una alternativa; finalmente la transformación del personaje central por medio de la división:

Postdata del viajero entusiasta

¿Qué es lo que me mira desde ese espejo? ¿Soy yo, realmente? ¡Oh, Julia, Giulietta, imagen celestial, espíritu diabólico, éxtasis y dolor, anhelo y desesperación! Ya ves, mi querido amigo Teodoro Amadeo Hoffmann, que muchas veces penetra en mi vida una oscura fuerza que seduce mi sueño con las más hermosas visiones y pone extraños personajes en mi camino. Encantado por las visiones de la noche de San Silvestre, casi estoy por creer que aquel Consejero de Justicia era realmente de azúcar; su reunión un adorno de Navidad o Año Nuevo, y la deliciosa Julia, aquella seductora imagen femenina de Rembrandt o de Callot que estafó al desdichado Erasmo Spikher apoderándose de su bello reflejo. ¡Perdóname

Michelle Pozo


https://alteregoliteratura.wordpress.com/2012/04/29/la-historia-del-reflejo-perdido-de-e-t-a-hoffman/

"La maravillosa historia de Peter Schlemihl" de Adelbert von Chamisso

 


Traducción de: Ulrike Michael-Valdés
Ilustrado por: Agustín Comotto

La maravillosa historia de Peter Schlemihl es un clásico de la literatura romántica alemana y una de las obras que más admiraban autores tan diversos como Heinrich Heine, Thomas Mann o Italo Calvino.
En este libro, Chamisso nos cuenta las desventuras de un imprudente joven que vende su sombra a un misterioso personaje a cambio de una bolsa mágica de oro y las terribles consecuencias que le acarrea semejante decisión, entre otras la expulsión de la sociedad. El remordimiento que tendrá el joven protagonista por la pérdida de su sombra no tendrá límites... A partir de entonces se enfrentará a las más extrañas situaciones para intentar recuperarla. Con sus botas de siete leguas recorrerá el mundo y, convertido en un naturalista, se irá olvidando de la ausencia de su sombra.
Esta maravillosa historia es una lectura muy recomendable para lectores de todas las edades, tanto por su belleza literaria como por su enseñanza moral para enfrentarse a la vida. Ahora tenemos la suerte de disfrutar sus páginas a través de la visión estética de Agustín Comotto y sus magníficas ilustraciones.
 
Peter Schlemihl se cuenta entre las más encantadoras obras de juventud de la literatura alemana.
Thomas Mann

Opera: Barcarolle- Les Contes d'Hoffmann/Offenbach 2)Robert Carsen- Pari...

"La aventura de la noche de San Silvestre" de E.T.A. Hoffmann

 

 La aventura de la noche de San Silvestre

I. LA AMADA

Llevaba la muerte, la gélida muerte en el corazón, incluso desde lo más profundo de mi ser, desde el corazón, me pinchaba los nervios que las llamas atravesaban como con afiladas púas de hielo. ¡Enfurecido eché a correr en medio de la noche, oscura y tempestuosa, olvidando capa y sombrero! Las banderas de la torre crujían, era como si se oyera al viento mover su temible y eterno engranaje y al mismo tiempo el año viejo rodara sin hacer ruido, como un peso muerto, hacia el oscuro abismo… Tú ya sabes que esta época del año, Navidad y Año Nuevo, que a todos vosotros se os revela con tan grata y radiante alegría, a mí me saca siempre de mi tranquila celda para lanzarme a un mar bravío y agitado. ¡Navidad! Son días de fiesta cuyo amable resplandor veo durante mucho tiempo. No soy capaz de esperarlos… soy mejor, más infantil que el resto del año, ningún pensamiento sombrío ni odioso alimenta mi pecho, abierto a una sincera alegría celestial, y vuelvo a ser un chiquillo que grita de júbilo. Entre las doradas tallas polícromas de los luminosos puestecillos navideños me sonríen dulces rostros angelicales y entre el ruidoso murmullo de las calles se oyen, como viniendo de muy lejos, las sagradas notas de un órgano: «¡Porque nos ha nacido un niño!»… Pero después de la fiesta todo se apaga, el resplandor se extingue en medio de la turbia oscuridad. Un sinfín de flores caen marchitas año tras año, su semilla se apaga para siempre, ningún sol de primavera enciende una nueva vida en las ramas secas. Eso lo sé muy bien, pero las fuerzas hostiles no dejan de ponerlo ante mis ojos alegrándose perversamente de mi mal cada vez que el año se acerca a su fin. «Mira —me susurra al oído—, mira cuántas alegrías que no volverán te has perdido este año, pero a cambio te has vuelto más sabio y ya casi no valoras las diversiones mezquinas, sino que te vas volviendo más serio… sin ninguna alegría». Para la noche de San Silvestre el diablo siempre me guarda una fiesta muy especial. Sabe meterse en mi pecho en el momento justo, con su afilada garra, mofándose terriblemente, y se recrea con la sangre del corazón que mana de él. Siempre encuentra ayuda en cualquier sitio, igual que ayer le ayudó solícito el consejero de Justicia. En su casa (me refiero a la del consejero de Justicia) hay siempre una gran recepción la noche de San Silvestre y, además, con motivo del adorable Año Nuevo quiere agradar a todos haciendo algo especial, pero lo hace con tanta torpeza y tan poco garbo que todas las gracias que le ha costado tanto trabajo idear sucumben en un cómico lamento… Cuando entré en el vestíbulo, el consejero de Justicia me salió raudo al paso, impidiendo que entrara en el sancta sanctórum del que salía el humo del té y de un delicado tabaco. Se lo veía muy complaciente y astuto, me sonrió de una manera muy rara, y dijo:

—Amiguito, amiguito, algo delicioso le espera en ese cuarto… una sorpresa sin igual en esta adorable noche de San Silvestre… pero ¡no se asuste!

Eso me llegó al alma, en mi interior se despertaron oscuros presentimientos y sentí angustia y temor. Las puertas se abrieron, avancé rápidamente, entré y, en el conjunto de las damas sentadas en el sofá, me deslumbró su figura. Era ella… ella en persona: no la había visto desde hacía años, los momentos más dichosos de mi vida atravesaron mi alma como un rayo de luz poderoso y abrasador… No más pérdidas mortales… ¡Aniquilada la idea de la separación!… No pensé en qué maravillosa casualidad la había llevado hasta allí, qué circunstancia la había conducido a la recepción del consejero de Justicia, del que yo ni siquiera sabía que la conociera…

¡Volvía a tenerla! Debí quedarme allí inmóvil, como alcanzado de repente por un mágico hechizo, y el consejero de Justicia me dio un golpecito:

—¿Y bien, amiguito…? ¿Amiguito?

Seguí avanzando mecánicamente, pero solo la veía a ella, y de mi pecho oprimido se escaparon con gran esfuerzo unas palabras:

—Dios mío, Dios mío… ¿Julie aquí?

Estaba ya muy cerca de la mesa del té: solo entonces Julie se percató de mi presencia. Se levantó y dijo en un tono un tanto extraño:

—Me alegro mucho de verlo aquí… ¡Tiene usted muy buen aspecto! —y tras decir esto volvió a sentarse y le preguntó a la dama que tenía al lado—: ¿Hay algo interesante en el teatro la semana que viene?

Te vas aproximando a la adorable flor que resplandece entre dulces y familiares aromas, pero, tan pronto como te inclinas para contemplar de cerca su adorado semblante, sale de entre las relucientes hojas un basilisco frío y escurridizo que quiere aniquilarte con sus hostiles miradas… ¡Eso era lo que me acababa de ocurrir a mí! Me incliné torpemente ante las damas y, al retroceder a toda prisa, para añadir un poco de torpeza al veneno, le tiré al consejero de Justicia, que estaba detrás de mí sosteniéndola con la mano, la taza de té humeante sobre las chorreras delicadamente plisadas. Se rieron de la mala estrella del consejero y seguro que aún más de mi torpeza. Así que todo estaba preparado para mi enfado de turno, pero me esforcé por no hacerlo con resignada desesperación. Julie no se había reído, mi mirada perdida la alcanzó y fue como si llegase hasta mí un rayo del adorable pasado, de aquella vida llena de amor y poesía. Entonces, en la sala de al lado, alguien empezó a improvisar al piano, y eso puso en movimiento a toda la concurrencia. Dijeron que se trataba de un gran virtuoso extranjero llamado Berger, que tocaba divinamente y al que había que escuchar con mucha atención.

—No des esos golpecitos tan espantosos con las cucharillas, Mienchen —dijo el consejero de Justicia y, con la mano ligeramente inclinada en dirección a la puerta y pronunciando un dulce eh bien!, invitó a las damas a acercarse al virtuoso. También Julie se había puesto en pie y se dirigía despacio hacia la sala de al lado. Toda su figura había adoptado un no sé qué extraño, me pareció más alta, como hecha de una belleza casi más exuberante que antes. El corte tan especial del cuello de su vestido blanco y plisado, que solo le cubría a medias el pecho, los hombros y la nuca, con unas mangas anchas y abullonadas que le llegaban hasta los codos, el cabello peinado a raya desde la frente y recogido por detrás en muchas trenzas de una manera curiosa, le daban un aire anticuado: casi tenía el aspecto de las vírgenes en los cuadros de Mieris… y, sin embargo, sentía otra vez como si en algún lugar hubiera visto ya con mis propios ojos y con toda claridad al ser en el que se había transformado Julie. Se había quitado los guantes y, debido a la total coincidencia del atuendo, ni siquiera los brazaletes que llevaba enroscados a las muñecas dejaban de evocar aquel oscuro recuerdo con unos colores cada vez más vivos. Antes de entrar en la sala contigua Julie se volvió hacia mí y sentí como si aquel rostro angelical, de juvenil encanto, se hubiera deformado en una sarcástica burla; algo espantoso y terrible se removió en mi interior, como un espasmo que estremeciera todos mis nervios.

—¡Oh, toca divinamente! —susurró una damisela entusiasmada con la dulzura del té, y ni yo mismo sé siquiera cómo ocurrió que se colgó de mi brazo y la conduje, o mejor dicho, ella a mí, a la sala de al lado. Justo en ese momento Berger estaba desencadenando el más furioso de los huracanes, los poderosos acordes subían y bajaban como las atronadoras olas del mar, ¡eso me hacía sentir bien!… Entonces Julie se puso a mi lado y me dijo con una voz más dulce y más adorable que nunca:

—¡Cómo me gustaría que te sentases tú al piano y entonaras algunas dulces canciones sobre esperanzas y placeres pasados!…

El enemigo se había alejado de mí y con el nombre de «Julie» sin más traté de expresar toda la dicha celestial que me embargaba entonces. Pero otras personas que habían llegado entretanto la habían alejado de mí. Ahora me evitaba visiblemente, pero conseguí a veces rozar su vestido, a veces respirar su aliento muy pegado a ella, y la primavera ya pasada se desplegó ante mí en miles de colores centelleantes… Berger había dejado que el huracán se calmara, el cielo se había despejado, adorables melodías lo atravesaban cual pequeñas nubecillas doradas que se disolvían en el pianissimo. Se le tributó al virtuoso un bien merecido aplauso, la concurrencia empezó a moverse y a entremezclarse y de ese modo me encontré sin querer muy cerca de Julie. Aquel espíritu se hizo más fuerte en mi interior, traté de retenerla, de abrazarla enloquecido por el dolor de mi amor, pero se metió entre nosotros el rostro maldito de un laborioso criado que, sosteniendo una enorme bandeja, exclamó de muy mala gana:

—¿Qué desea usted?

En medio de las copas llenas de ponche humeante había una delicadamente tallada, llena, al parecer, de la misma bebida. Quien mejor sabe cómo había llegado a estar entre las copas normales es aquel a quien he ido conociendo poco a poco: como el Clemens de Octaviano, hace con el pie una encantadora filigrana al andar y adora sobremanera las capitas y las plumas rojas. Julie cogió esa copa delicadamente tallada y con un extraño brillo, y me la ofreció diciendo:

—¿Sigue gustándote igual que siempre que te ofrezca la copa de mi mano?

—Julia… Julia —suspiré. Al coger la copa rocé sus delicados dedos, unos electrizantes rayos de fuego encendieron todas mis venas y arterias… Bebí y bebí… Sentí como si unas pequeñas llamitas azules crepitaran y besaran la copa y mis labios. La copa estaba vacía y ni yo mismo sé cómo de repente me vi sentado en la otomana de un gabinete iluminado tan solo por una lámpara de alabastro… Julie… Julie a mi lado, mirándome con el aire infantil y devoto de siempre. Berger estaba otra vez al piano, tocaba el andante de la sublime Sinfonía en mi bemol mayor de Mozart, y sobre las alas de cisne de aquella melodía se removió y salió de mí todo el amor y la dicha de mi vida, sublime y áurea. Sí, era Julie… Julie en persona, angelical y dulce… nuestra conversación, un nostálgico lamento de amor, más miradas que palabras, su mano descansaba en la mía.

—Ahora, y no te dejaré nunca, tu amor es la chispa que arde en mi interior, encendiendo una vida superior en arte y poesía… Sin ti… sin tu amor todo está muerto y entumecido… pero ¿acaso no has venido para ser mía para siempre?

En ese momento entró una torpe figura de patas de araña y ojos saltones de sapo que dijo, chillando de mala manera y riéndose como un necio:

—¿Dónde demonios se ha metido mi esposa? Julie se levantó y dijo con voz extraña:

—¿Por qué no vamos con los demás? Mi marido me está buscando… Ha sido usted muy divertido, querido, siempre de buen humor como antaño, pero modérese con la bebida —y el petimetre de piernas de araña le cogió la mano y ella lo siguió riendo hacia la sala.

—¡Perdida para siempre! —grité.

—¡Sí, claro, querido, codille! —farfulló una bestia que jugaba a l’hombre. Salí… Salí corriendo en medio de la noche tempestuosa.

II. LA REUNIÓN EN LA TABERNA

Pasear arriba y abajo por Unter den Linden suele ser muy agradable, pero no la noche de San Silvestre con una buena helada y una tormenta de nieve. Eso es lo que yo, sin capa ni sombrero, acabé pensando cuando los escalofríos me atravesaron en el ardor de la fiebre. Continué por el puente de la Ópera, pasando por el palacio… Doblé una esquina y crucé el puente de la esclusa, dejando atrás la Casa de la Moneda. Estaba en la Jägerstrasse, muy cerca de la tienda de Thiermann. En su interior ardían cálidas luces; me disponía ya a entrar, porque tenía demasiado frío y necesitaba un buen trago de alguna bebida fuerte, cuando salió de golpe un grupo muy alegre. Hablaban de unas magníficas ostras y del buen vino del once.

—Que razón tenía aquel —dijo uno de ellos, un imponente oficial de ulanos, por lo que pude apreciar a la luz de las farolas—, qué razón tenía aquel que el año pasado, en Maguncia, discutía con aquellos condenados que no querían reconocer que el del once era mejor que el de 1794.

Todos se rieron a carcajadas. Sin querer, yo había seguido avanzando unos pasos y me detuve delante de una bodega de la que salía una luz solitaria. ¿Acaso el Enrique de Shakespeare no se sintió en alguna ocasión tan cansado y abatido como para que le viniera a la cabeza esa pobre creación de la cerveza ligera? De hecho a mí me pasó lo mismo, mi lengua estaba sedienta de una botella de buena cerveza inglesa. Me metí rápidamente en la bodega.

—¿Qué desea? —me preguntó el camarero quitándose la gorra en señal de respeto.

Pedí una botella de buena cerveza inglesa y una espléndida pipa de buen tabaco, y pronto me encontré sumido en tan sublime filisteísmo que el propio diablo sintió respeto y se alejó de mí… ¡Oh, consejero de Justicia! Si hubieras visto cómo descendí de tu luminoso salón de té a aquella oscura bodega, te habrías vuelto con expresión altanera y despectiva murmurando: «¿Acaso es de sorprender que un hombre así sea capaz de estropear las chorreras más primorosas?».

Sin capa y sin sombrero yo debía parecerle algo extraño a la gente. El hombre tenía una pregunta en la punta de la lengua cuando alguien aporreó la ventana y una voz exclamó:

—¡Abrid, abrid, ya estoy aquí!

El bodeguero salió corriendo y volvió a entrar poco después con dos candelabros encendidos en las manos; le seguía un hombre muy alto y delgado. Al atravesar aquella puerta tan baja olvidó agacharse y se dio un buen golpe en la cabeza; una gorra negra que llevaba puesta, parecida a un birrete, evitó, no obstante, que se hiciera daño. De una forma un tanto peculiar se deslizó a lo largo de la pared y se sentó frente a mí mientras colocaban los candelabros en la mesa. Casi hubiera podido decirse de él que tenía un aspecto distinguido e insatisfecho. De muy mal humor pidió cerveza y una pipa, y con unas pocas caladas hizo tanto humo que pronto estuvimos flotando en una nube. Por cierto, su rostro tenía algo peculiar y atractivo, por lo que, a pesar de lo sombrío de su ser, le cogí cariño al instante. Llevaba el pelo negro y abundante peinado a raya y colgando por ambos lados en multitud de pequeños rizos, de tal modo que se parecía a los cuadros de Rubens. Cuando se hubo quitado el gran cuello del abrigo que iba vestido con una kurtka negra con muchos alamares, pero me llamó poderosamente la atención que sobre las botas se había puesto unas delicadas pantuflas. Me percaté de ello cuando vació la pipa, que se había fumado en cinco minutos. Nuestra conversación no acababa de arrancar: el desconocido parecía ocupado con un sinfín de curiosas plantas que había sacado de un recipiente y contemplaba complacido. Le testimonié mi admiración por aquellos hermosos vegetales y, como parecían recién cortadas, le pregunté si acaso había estado en el Jardín Botánico o en el invernadero de Boucher. Sonrió de forma un tanto extraña y respondió:

—No parece que la botánica sea precisamente su especialidad, de lo contrario no habría hecho usted una pregunta tan… —se interrumpió; yo susurré apocado:

—… tonta.

—Tonta —añadió con franqueza—. Al primer vistazo —continuó diciendo— habría usted reconocido que son plantas alpinas, como las que crecen en el Chimborazo.

El desconocido dijo estas últimas palabras en voz baja, para sí, y podrás imaginarte que tuve una sensación muy rara. Las preguntas morían en mis labios, pero cada vez más iba surgiendo en mi interior un presentimiento, y sentí entonces que no era que hubiera visto al extraño muchas veces, sino que muchas veces había pensado en él. Entonces volvieron a aporrear la ventana, el bodeguero abrió la puerta y una voz exclamó:

—Tenga usted la bondad de cubrir el espejo.

—¡Ajá! —dijo el bodeguero—. Aquí viene, aunque bien tarde, el general Suvárov.

El bodeguero cubrió el espejo y entonces, con apresurada torpeza, con lenta rapidez, diría yo, entró un hombre bajito y enjuto, con una capa de un color parduzco muy extraño que, mientras el hombre andaba a saltos por la bodega, le ondeaba en torno al cuerpo de un modo muy peculiar, formando muchas arrugas y pliegues, de tal manera que a la luz de las velas parecía casi como si muchas figuras entraran y salieran unas de otras como en las fantasmagorías de Enslen. Entretanto se frotaba las manos, ocultas dentro de las amplias mangas, y exclamaba:

—¡Qué frío!… ¡Qué frío!… ¡Oh, qué frío!… ¡En Italia es distinto, es distinto! Finalmente se sentó entre el hombre alto y yo diciendo:

—Vaya un humo más horrible… tabaco y más tabaco… ¡si tuviera una pizca!… Yo llevaba en el bolsillo la brillante tabaquera de acero bruñido que tú me regalaste, la saqué al instante y me dispuse a ofrecerle tabaco al hombrecito. Apenas la vio, la empujó con ambas manos y, apartándola de allí, exclamó:

—¡Fuera… fuera de ahí ese espantoso espejo!

Su voz tenía algo terrible y, al mirarlo asombrado, se había convertido en otra persona. El hombrecito había entrado de un brinco, con un agradable rostro juvenil, pero ahora me miraba, con unos ojos hundidos, el rostro marchito, pálido como la muerte y surcado de arrugas de un anciano. Horrorizado me volví hacia el alto y me disponía a gritar: «¡Por el amor del cielo, mire!», pero el alto no se estaba enterando de nada, sino que seguía completamente sumido en sus plantas del Chimborazo, y en ese momento el hombrecito pidió vino del norte, expresándose con mucha afectación. Poco a poco la conversación se fue animando. El hombrecito me resultaba cada vez más inquietante, pero el alto sabía hablar con profundidad y regocijo sobre cosas aparentemente insignificantes, aunque parecía luchar con las expresiones y de vez en cuando incluso decía alguna palabra inexacta, que, sin embargo, daba al asunto una curiosa originalidad y, como cada vez me iba resultando más agradable, atenuaba con ello la mala impresión del hombrecillo. Éste parecía impulsado por un sinfín de resortes, pues no paraba de moverse en la silla, gesticulando mucho con las manos, y un río de hielo se deslizó por mis cabellos y mi espalda al percibir con toda claridad que miraba como con dos rostros diferentes. Con el rostro de viejo miraba sobre todo al alto, cuya confortable calma contrastaba sobremanera con la agitación del hombrecillo, aunque no tan pavorosamente como antes me había mirado a mí… En el juego de máscaras de la vida terrenal, nuestro espíritu interior mira con ojos relucientes a través de su antifaz, reconociendo todo lo que le es afín, y de ese modo pudo haber sucedido que nosotros tres, hombre singulares, nos hubiéramos mirado así y reconocido como tales en la bodega. Nuestra conversación se tiñó de un humor que solo brota de un ánimo herido de muerte.

—Esto también engancha —dijo el alto.

—Ay, Dios —le interrumpí—, y ¿cuántos ganchos no va clavándonos el diablo por todas partes, en paredes de cuartos, cenadores, macizos de rosas, en los que, cuando los rozamos al pasar, nos vamos dejando algo de nuestro yo más querido? Parece, señores, como si todos hubiéramos perdido algo, igual que a mí esta noche me faltan sobre todo la capa y el sombrero. ¡Como bien saben, ambos cuelgan ahora de un gancho en el vestíbulo del consejero de Justicia!

El alto y el bajo se sobresaltaron visiblemente, como si de repente les hubiera alcanzado un rayo. El hombrecito me dirigió una mirada muy fea con su rostro de viejo, pero al instante se subió de un brinco a una silla y tensó más el paño del espejo, mientras el grande limpiaba los candelabros con mucho cuidado. La conversación fue reviviendo con mucho trabajo; se mencionó a un joven y hábil pintor, de nombre Philipp, y el retrato de una princesa que éste había terminado con el espíritu del amor y el devoto anhelo de lo sublime, que el profundo sentimiento religioso de la señora había encendido en él.

—Parece que va a hablar y, sin embargo, no es un retrato, sino una imagen —dijo el alto.

—Es muy cierto —dije yo—, podría decirse que robada del espejo.

Entonces el hombrecito se levantó furioso de un salto y, mirándome con el rostro de viejo y los ojos que echaban chispas, gritó:

—Eso es una tontería, eso es una locura, ¿quién es capaz de robar una imagen del espejo? ¿Quién es capaz de hacer eso? ¿Acaso te refieres al diablo? Él romperá el cristal con sus torpes garras y esas manos blancas y delicadas del cuadro de la dama resultarán también heridas y sangrarán. Eso es una tontería. ¡Venga!… ¡Tú, niño triste, enséñame esa imagen del espejo, esa imagen robada del espejo, y daré un salto maestro de mil brazas!…

El alto se levantó, se dirigió hacia el hombrecito y dijo:

—¡No se haga el tonto, amigo! De lo contrario lo mandaremos al piso de arriba y puede que su propia imagen tenga un aspecto lamentable en el espejo.

—¡Ja, ja, ja, ja! —reía y chillaba el hombrecito con ridículo desprecio—. ¡Ja, ja, ja! ¿Tú crees? ¿Tú crees? Pero yo tengo mi hermosa sombra, oh, tú, pobre muchacho, ¡yo tengo mi sombra!

Y entonces salió de un salto y fuera le oímos aún regruñir y reírse con verdadera malicia:

—Pero ¡yo tengo mi sombra!

El alto se había desplomado en la silla pálido como un muerto, como aniquilado, había apoyado la cabeza en ambas manos y de lo más hondo de su pecho salió un profundo suspiro.

—¿Qué le sucede? —pregunté compasivo.

—Oh, señor mío —respondió el alto—, ese malvado individuo, que tan hostil nos parecía, que me ha seguido hasta aquí, hasta mi bodega de siempre, donde por lo general solía estar a solas, pues como mucho algún espíritu de la tierra se asomaba por debajo de la mesa y mordisqueaba las miguitas del pan… ese malvado individuo me ha devuelto a la más profunda de las miserias. Ay… he perdido, he perdido para siempre mi… ¡Que le vaya a usted bien!

Se levantó y se dirigió a la puerta. A su alrededor todo estaba iluminado: no tenía sombra. Fascinado eché a correr tras él…

—¡Peter Schlemihl!… ¡Peter Schlemihl! —grité todo contento, pero se había quitado las pantuflas. Vi cómo pasaba por la torre de los gendarmes y desaparecía en la noche.

III. APARICIONES

El señor Mathieu es buen amigo mío y su portero un hombre atento. Me abrió la puerta nada más llamar al timbre en El Águila de Oro. Le expliqué que me había escapado de una recepción sin capa ni sombrero, pero que las llaves de mi casa estaban en esta última y que sería imposible tratar de despertar al ama de llaves, que estaba sorda, aporreando la puerta. Aquel hombre amable (me refiero al portero) abrió una habitación, dejó allí los candelabros y me deseó buenas noches. El espejo, grande y hermoso, estaba cubierto con un paño; ni yo mismo sé cómo se me ocurrió quitar el paño y colocar ambos candelabros en la mesa del espejo. Al mirar al espejo me vi tan pálido y demacrado que apenas pude reconocerme… Era como si desde lo más profundo del espejo saliera flotando una figura oscura; al fijar en él la vista y la atención, se fueron desplegando con mayor claridad, en medio de un extraño y mágico resplandor, los rasgos de una dulce imagen de mujer… reconocí a Julie. Preso de un amor y un anhelo fervientes, sollocé:

—¡Julia! ¡Julia!

Entonces alguien gimió y suspiró detrás de las cortinas de una cama en el extremo de la habitación. Escuché con atención, los gemidos se volvían cada vez más temerosos. La imagen de Julie había desaparecido, decidido agarré un candelabro, corrí las cortinas de la cama y miré al interior. Cómo podría describir la sensación que me estremeció al ver al hombrecito, que yacía allí con el rostro juvenil, aunque contraído en un gesto de dolor, y en sueños suspiraba desde lo más profundo de su pecho:

—¡Giulietta! ¡Giulietta!

El nombre penetró como fuego en mi interior. El miedo me había abandonado, agarré al hombrecito y lo zarandeé con violencia, gritando:

—Eh, amigo, ¿qué está haciendo usted en mi habitación? ¡Despiértese y haga el favor de irse al diablo!

El hombrecito abrió los ojos y me lanzó una oscura mirada:

—Ha sido un mal sueño —dijo—. Gracias por despertarme.

Las palabras no sonaron más que como simples suspiros. No sé cómo ocurrió, pero el hombrecito me parecía ahora completamente distinto, incluso me pareció que el dolor que lo inundaba se metía en mi interior y toda mi ira se diluía en una profunda melancolía. Hicieron falta pocas palabras para averiguar que el portero, en un descuido, me había abierto la misma habitación que ya había tomado el hombrecito y que, por tanto, había sido yo el que había sacado al hombrecito de su sueño, al entrar allí sin ninguna consideración.

—Señor mío —dijo el hombrecito—, es probable que en la bodega yo le haya parecido un tanto alocado y dicharachero; atribuya mi conducta al hecho de que no puedo negar que de vez cuando se apodera de mí un espíritu alborotador que me saca de todos los límites de lo permitido y lo debido. ¿Acaso no le pasa nunca a usted eso mismo?

—¡Ay, Dios, sí! —respondí apocado—. Esta misma noche, al volver a ver a Julie.

—¿Julia? —graznó el hombrecito con una vez repelente, y un temblor recorrió su rostro, que, de repente, volvió a ser viejo—. Oh, déjeme descansar… ¡Tenga usted la bondad de cubrir el espejo, amigo mío! —esto lo dijo completamente agotado, volviendo la vista a la almohada.

—Señor mío —dije yo—, el nombre de mi amor perdido para siempre parece despertar en usted algunos extraños recuerdos, que incluso alteran ostensiblemente los agradables rasgos de su rostro. Pero espero pasar la noche tranquilamente con usted, por lo que voy a cubrir el espejo y a meterme en la cama ahora mismo.

El hombrecito se incorporó, su rostro juvenil me miró con mucha dulzura y bondad, me cogió la mano y dijo, apretándola suavemente:

—Que duerma bien, señor mío, ya veo que somos compañeros en la desgracia.

¿Acaso usted también…? Julia… Giulietta… Sea como sea ejerce usted sobre mí un poder irresistible… No puedo evitarlo… Tengo que revelarle el más profundo de mis secretos. Luego ódieme, luego desprécieme.

Mientras decía estas palabras, el hombrecito había ido incorporándose lentamente, se envolvió en un amplio batín blanco y se deslizó en silencio, como un fantasma, hasta el espejo, ante el cual se colocó. ¡Ay! Nítidos y claros me devolvía el espejo los dos candelabros, los objetos de la habitación, incluso a mí mismo: la figura del hombrecito no se veía en el espejo, ni un solo rayo reflejaba su rostro inclinado hacia él. Se volvió hacia mí, con una profunda desesperación en sus gestos me apretó las manos:

—Ahora ya conoce usted mi infinita desgracia —dijo—, Schlemihl, esa alma pura y buena, es envidiable en comparación conmigo, un ruin. Él vendió su alma sin pensar lo que hacía, pero ¡yo!… ¡Yo le di mi reflejo en el espejo a ella!… ¡A ella!…

¡Oh!… ¡Oh!… ¡Oh!

Gimiendo profundamente, apretando las manos contra los ojos, el hombrecito fue tambaleándose hasta la cama y se metió en ella rápidamente. Yo me quedé petrificado: recelo, desprecio, espanto, compasión, pena, ni yo mismo sé lo que se agitaba en mi pecho a favor y en contra de aquel hombrecito. Sin embargo, pronto empezó a roncar tan melodiosa y plácidamente que no pude resistir la fuerza narcótica de aquellos ruidos. Cubrí rápidamente el espejo, apagué las velas, me metí en la cama igual que él y me sumí en un profundo sueño. Debía ser ya de madrugada cuando un brillo cegador me despertó. Abrí los ojos y vi al hombrecito con el batín blanco y la gorra de dormir en la cabeza, sentado a la mesa de espaldas a mí y escribiendo afanosamente a la luz de los dos candelabros. Tenía un aspecto ciertamente fantasmagórico y sentí un escalofrío; de repente el sueño se apoderó de mí y volvió a llevarme a casa del consejero de Justicia, donde estaba sentado en la otomana al lado de Julie. Pero pronto me pareció como si todos los allí reunidos formaran parte de una graciosa muestra navideña en Fuchs, Weide, Schoch o cualquier otro por el estilo, y el consejero de Justicia una delicada figura de azúcar con chorreras de papel de escribir. Los árboles y los macizos de rosas crecían más y más. Julie se puso en pie y me alcanzó la copa de cristal de la que salían llamas azuladas. Entonces algo me tiró del brazo, el hombrecito estaba detrás de mí con el rostro de viejo y me susurraba:

—No bebas, no bebas… ¡Mírala bien! ¿No la has visto ya antes en los cuadros admonitorios de Brueghel, de Callot o de Rembrandt?

Me estremecí al ver a Julie, porque con su vestido plisado de mangas abullonadas y sus adornos en el cabello ciertamente se parecía a las atractivas vírgenes rodeadas de monstruos infernales de los cuadros de aquellos maestros.

—¿De qué tienes miedo? —dijo Julie—. Si te tengo a ti y a tu imagen del espejo…

Cogí la copa, pero el hombrecito saltó como una ardilla sobre mis hombros, moviendo las llamas con la cola y chillando muy contrariado:

—No bebas… No bebas.

Pero entonces todas las figuras de azúcar de la muestra cobraron vida y empezaron a mover de manera muy graciosa las manitas y los piececitos: el azucarado consejero de Justicia vino de puntillas hasta mí y dijo con una vocecita muy delicada:

—¿A qué viene todo este alboroto, amigo mío? ¿A qué viene todo este alboroto? Apóyese usted en sus adorables pies, pues hace ya mucho que me he dado cuenta de que camina usted por los aires, por encima de sillas y mesas.

El hombrecito había desaparecido, Julie ya no tenía la copa en la mano.

—¿Por qué no has querido beber? —dijo—. ¿Es que acaso esa llama tan pura y hermosa que salía de la copa no era el beso que te di una vez?

Intenté abrazarla, pero Schlemihl se interpuso diciendo:

—Ésta es Mina, la que se casó con Raskal.

Había pisoteado algunas figuras de azúcar que gemían mucho… Pero pronto éstas aumentaron a cientos y a miles, y brincaban a mi alrededor y se me subían encima en un horrible barullo multicolor, y zumbaban en mis oídos como un enjambre de abejas… El azucarado consejero de Justicia se me había subido hasta el lazo de la camisa y tiraba cada vez más de él.

—¡Maldito consejero de Justicia de azúcar! —grité y me desperté del sueño.

Era ya pleno día, las once de la mañana. «Todo esto del hombrecito seguro que no ha sido más que un sueño muy vivo», estaba pensando en el momento en que el camarero que entraba con el desayuno me informó de que el desconocido caballero que había dormido en la misma habitación que yo se había marchado por la mañana temprano y que dejaba saludos para mí. En la mesa, en la que por la noche había estado sentado el fantasmagórico hombrecillo, hallé un pliego recién escrito, cuyo contenido te voy a relatar, puesto que, indudablemente, se trata de su curiosa historia.

IV. LA HISTORIA DE LA IMAGEN PERDIDA DEL ESPEJO

Por fin había llegado el momento de que Erasmus Spikher pudiera hacer realidad el deseo que había abrigado toda la vida. Con el corazón contento y la bolsa bien llena se sentaba en un coche para abandonar su patria norteña y viajar hasta las hermosas y cálidas tierras meridionales. Su amada y devota esposa derramó miles de lágrimas y, después de limpiarle con sumo cuidado boca y nariz, alzó al pequeño Rasmus hasta el interior del coche para que el padre le diera aún unos besos de despedida.

—Que te vaya bien, mi querido Erasmus Spikher —dijo la mujer entre sollozos—, yo cuidaré bien de tu casa, no dejes de pensar en mí, seme fiel y no pierdas tu bonita gorra de viaje cuando te quedes dormido y, como acostumbras, saques la cabeza por la ventanilla.

Spikher se lo prometió.

En la hermosa Florencia, Erasmus encontró a algunos paisanos que, llenos de alegría vital y de ánimo juvenil, gozaban de los abundantes placeres que aquel adorable país ofrecía a raudales. Se les reveló como un audaz compañero de aventuras y, en los muy diversos y regocijantes festines que se organizaban, el espíritu particularmente alegre de Spikher y su talento para poner sensatez en sus alocadas travesuras les daba un particular brío. Así fue como los jóvenes (a Erasmus, que tenía solo veintisiete años, había que contarle entre ellos) asistían una noche a una fiesta muy alegre en el bosquecillo iluminado de un jardín espléndido y fragante. Todos, excepto Erasmus, habían llevado consigo a una encantadora donna. Los hombres lucían delicados atuendos de antiguo cuño alemán, las mujeres, fantásticas, llevaban relucientes vestidos de muchos colores, cada uno diferente, y parecían adorables flores andantes. Cada vez que alguna de ellas terminaba de cantar una canción de amor italiana acompañada del susurro de las mandolinas, los hombres entonaban una recia ronda alemana entre el alegre tintineo de las copas llenas de vino de Siracusa… Por algo Italia es el país del amor. La brisa nocturna susurraba como suspirando nostálgica, los aromas de azahar y de jazmín atravesaban el bosquecillo cual melodías de amor, mezclándose con el juego frívolo y delicioso que habían empezado aquellas adorables mujeres, empleando en él todas esas pequeñas y delicadas gracias que solo tienen las mujeres italianas. Friedrich, el más ardiente de todos, se puso en pie; con un brazo había rodeado a su donna y, alzando con el otro la copa llena de perlado vino de Siracusa, exclamó:

—¿Dónde pueden encontrarse el placer celestial y la dicha sino entre vosotras, adorables y espléndidas mujeres italianas? Vosotras sois el amor en persona… Pero tú, Erasmus —continuó volviéndose hacia Spikher—, tú no pareces sentir nada especial, porque no solo no has invitado a ninguna donna a nuestra fiesta en contra de todo lo prescrito, de todo uso y costumbre, sino que hoy estás tan triste y tan ensimismado que, de no ser porque al menos has bebido y cantado con ganas, creería que te has convertido de repente en un aburrido melancólico.

—Tengo que confesarte, Friedrich —contestó Erasmus—, que yo no puedo disfrutar de este modo. Ya sabes que he dejado atrás a una amada y devota esposa, a la que amo en lo más profundo de mi ser y a la que, obviamente, traicionaría si en este simple juego eligiera a una donna aunque solo fuera para una noche. Para vosotros, jovencitos solteros, esto es diferente, pero yo, como padre de familia…

Los jóvenes se rieron a carcajadas, porque Erasmus, al pronunciar las palabras «padre de familia» se había esforzado por cubrir su agradable rostro juvenil con serias arrugas, lo que resultó muy gracioso. La donna de Friedrich hizo que le tradujeran al italiano lo que Erasmus había dicho en alemán; luego se volvió hacia él con la mirada seria y dijo, levantando el dedo en un tono suavemente amenazador:

—¡Oh, frío, frío teutón!… ¡Ten mucho cuidado, aún no has visto a Giulietta!

En ese momento se oyó un rumor de hojas a la entrada del bosquecillo y de la noche oscura surgió a la tenue luz de las velas la estampa de una mujer maravillosa. Su blanco vestido, que solo le cubría a medias el pecho, los hombros y la nuca, con unas mangas anchas y abullonadas que le llegaban hasta los codos, caía en amplios y abundantes pliegues, el cabello peinado a raya desde la frente, recogido por detrás en muchas trenzas… Unos collares de oro en el cuello y unos ricos brazaletes enroscados en las muñecas completaban el anticuado atuendo de la joven que parecía un retrato andante de Rubens o del delicado Mieris.

—¡Giulietta! —gritaron asombradas las muchachas.

Giulietta, cuya belleza angelical resplandecía sobre todas las demás, dijo con una voz dulce y adorable:

—Dejadme que participe de vuestra hermosa fiesta, valientes jóvenes alemanes.

Quiero ir con el que de vosotros no tenga alegrías ni amor.

Diciendo esto se volvió con mucha gracia hacia Erasmus y se sentó en el sillón que estaba vacío a su lado, puesto que se suponía que él también iba a llevar consigo a una donna. Las muchachas susurraban entre ellas:

—¡Mirad, oh, mirad lo hermosa que está hoy Giulietta! —y los jóvenes decían:

—Pero ¿qué es lo que tiene Erasmus? Pero ¿cómo se ha quedado con la más bella y se ha burlado de nosotros?

Desde la primera mirada que había lanzado a Giulietta, Erasmus había tenido una sensación tan especial que ni él mismo sabía qué era lo que se agitaba con tanta vehemencia dentro de sí. Al aproximarse a él, una fuerza desconocida se adueñó de su ser y le oprimió el pecho de tal modo que se quedó sin aliento. Con la mirada clavada en Giulietta y los labios petrificados, era incapaz de pronunciar una sola palabra mientras los jóvenes ensalzaban en voz alta el encanto y la belleza de la joven. Giulietta cogió una copa llena hasta el borde y se levantó, ofreciéndosela a Erasmus amablemente; éste la cogió, rozando suavemente los delicados dedos de Giulietta. Bebió y un fuego recorrió sus venas. Entonces Giulietta preguntó en broma:

—¿Seré entonces vuestra donna?

Pero Erasmus, como enloquecido, se postró a los pies de Giulietta, apretó las manos de ella contra su pecho y exclamó:

—¡Sí, eres tú, a ti te he amado siempre, a ti, imagen angelical!… ¡Te he visto en mis sueños, tú eres mi dicha, mi felicidad, lo más sublime de mi vida!

Todos pensaron que a Erasmus se le había subido el vino a la cabeza, porque nunca lo habían visto así, parecía otra persona.

—Sí, tú, tú eres mi vida, tú ardes en mi interior con un fuego abrasador. Déjame sucumbir… sucumbir, solo a ti, solo quiero ser tú… —así gritaba Erasmus, pero Giulietta lo cogió dulcemente entre sus brazos; ya más tranquilo, se sentó a su lado y pronto volvió a empezar el alegre juego amoroso con las alegres chanzas y los cantos que se habían interrumpido. Cuando Giulietta cantaba era como si de lo más profundo de su pecho saliera música celestial, jamás oída, encendiendo en todos un placer desconocido, tan solo intuido hasta ese momento. Su maravillosa voz, plena y cristalina, encerraba en sí un misterioso ardor que se apoderaba de todos los espíritus. Todos los jóvenes abrazaban a su donna con más fuerza y las miradas irradiaban mayor fogosidad. Un resplandor rojizo anunciaba ya la llegada del alba y Giulietta aconsejó poner fin a la fiesta. Así se hizo. Erasmus se dispuso a acompañar a Giulietta, pero ella lo rechazó y le señaló la casa en la que podría encontrarla en otro momento. Mientras los jóvenes entonaban una ronda alemana para poner fin a la fiesta, Giulietta había desaparecido del bosquecillo; se la vio atravesando un lejano paseo en medio de la fronda detrás de dos sirvientes que la precedían con unas antorchas. Erasmus no se atrevió a seguirla. Entonces los jóvenes cogieron cada uno del brazo a su donna y se marcharon todos contentos. Al final, con su pequeño criado alumbrándole con la antorcha, los siguió también Erasmus, completamente aturdido y destrozado en su interior por la nostalgia y el tormento de la pasión. Como los amigos lo habían abandonado, se dirigió a su casa atravesando una calle un tanto apartada. La aurora estaba ya en su cenit, el criado apagó la antorcha en los adoquines, pero entre las chispas que saltaron apareció de repente ante Erasmus una extraña figura, un hombre alto y enjuto de afilada nariz de azor, ojos brillantes y boca torcida con un gesto maligno, que llevaba una levita roja como el fuego con relucientes botones de acero. Se echó a reír y dijo con una voz chillona muy desagradable:

—¡Vaya, vaya!… Parece usted salido de un viejo libro de estampas con esa capa, ese jubón acuchillado y ese birrete de plumas… Tiene usted un aspecto muy divertido, señor Erasmus, pero ¿acaso quiere ser el hazmerreír de la gente? Vuélvase usted tranquilamente a su tomo de pergamino.

—¿Qué más le da a usted cómo me visto? —dijo Erasmus enfadado mientras intentaba pasar echando a un lado al tipo de rojo, el cual le gritó a sus espaldas:

—Bueno, bueno… no corra tanto, a casa de Giulietta sí que no puede ir usted ahora.

Erasmus se volvió rápidamente.

—¿Qué dice usted de Giulietta? —gritó con voz frenética, agarrando al tipo de rojo por la pechera. Pero éste se volvió veloz como el rayo y, antes de que Erasmus se diera cuenta, había desaparecido. Erasmus se quedó perplejo, con el botón de acero que le había arrancado al de rojo en la mano.

—Ése era el curandero, el signor Dapertutto, ¿qué quería de usted? —dijo el criado, pero a Erasmus le entraron escalofríos y se apresuró a llegar a casa.

Giulietta recibía a Erasmus con toda la fantástica gracia y amabilidad que le eran propias. Sabía oponer una actitud dulce e indiferente a la alocada pasión que encendía a Erasmus. Solo de vez en cuando sus ojos centelleaban y Erasmus sentía cómo lo estremecían unos leves temblores que salían de su interior cuando a veces le dirigía una extraña mirada. Ella nunca le dijo que lo amaba, pero todo en su forma de tratarlo le hacía intuir claramente que era así, y los lazos que lo envolvían eran cada vez más fuertes. Ante sus ojos se abrió una auténtica vida de esplendor; rara vez veía a los amigos porque Giulietta lo había introducido en un círculo desconocido.

En una ocasión se encontró con Friedrich, que no lo dejó marchar, y como Erasmus se enterneciera tras algún que otro recuerdo de su patria y de su casa, Friedrich le dijo:

—¿No sabes, Spikher, que has conocido a gente muy peligrosa? Tienes que haberte dado cuenta ya de que la hermosa Giulietta es una de las cortesanas más astutas que ha habido jamás. Se cuentan de ella un sinfín de historias misteriosas y extrañas que la pintan a una luz muy particular. Que cuando quiere ejerce un poder irresistible sobre las personas y las envuelve en unos lazos indisolubles es algo que puedo ver ya en ti: has cambiado por completo, estás completamente entregado a la seductora Giulietta, ya no piensas en tu amada y devota esposa.

Entonces Erasmus se llevó las manos a la cara y, entre fuertes sollozos, pronunció el nombre de su esposa. Friedrich se dio buena cuenta de que había empezado una dura lucha interior.

—Spikher —prosiguió—, vayámonos a toda prisa.

—Sí, Friedrich —exclamó Spikher con determinación—, tienes razón. No sé cómo de repente se apoderan de mí siniestros y terribles presentimientos… Tengo que marcharme, tengo que marcharme hoy mismo.

Ambos amigos iban a toda prisa por la calle cuando se les cruzó el signor Dapertutto; se rió de Erasmus en su propia cara y dijo:

—Ay, apuraos, apuraos todo lo que podáis, Giulietta ya está esperando con el corazón lleno de nostalgia y los ojos llenos de lágrimas… ¡Ay, apuraos, apuraos!

Erasmus sintió como si le alcanzara un rayo.

—Ese tipo —dijo Friedrich—, ese ciarlatano me resulta repugnante hasta en lo más profundo de mi ser, y que entre y salga de casa de Giulietta y le venda sus esencias milagrosas…

—¿Qué? —exclamó Erasmus—. ¿Ese tipo repelente en casa de Giulietta… en casa de Giulietta?

—Pero ¿dónde habéis estado tanto tiempo? Todos os están esperando, ¿es que no habéis pensado en mí? —dijo una dulce voz desde el balcón.

Era Giulietta, ante cuya casa los amigos se habían detenido sin darse cuenta.

Erasmus entró de un salto.

—Ya está dentro y sin posibilidad de salvación —dijo Friedrich en voz baja, y se alejó cruzando la calle.

Giulietta nunca había estado tan encantadora, llevaba el mismo vestido que en aquella ocasión en el jardín, resplandecía en la plenitud de su belleza y en su juvenil encanto. Erasmus se había olvidado de todo lo que había hablado con su amigo: la dicha suprema, el encanto supremo lo seducían de un modo irresistible, pero tampoco nunca hasta entonces Giulietta le había hecho ver así, sin reservas, su ferviente amor. Solo parecía verlo a él, ser solo para él… En una villa, que Giulietta había alquilado para el verano, iba a celebrarse una fiesta. Allí se dirigieron. Entre los presentes había un joven italiano de tipo muy feo y aún más feas costumbres que se afanaba mucho en torno a Giulietta y acabó despertando los celos de Erasmus, el cual, lleno de rabia, se apartó y se puso a caminar de arriba abajo por una de las avenidas laterales del jardín. Giulietta fue a buscarlo:

—¿Qué te pasa?… ¿Es que no eres todo mío?

Diciendo esto lo rodeó con sus delicados brazos y le estampó un beso en los labios. Rayos de fuego lo atravesaron, con frenética furia amorosa apretó a la amada contra su pecho y exclamó:

—¡No, no te dejaré, ni aunque sucumba en la más denigrante perdición!

Al oír estas palabras, Giulietta sonrió de una forma extraña y le miraba de esa extraña forma que siempre le hacía estremecerse hasta lo más profundo de su ser. Regresaron a la recepción. El repelente joven italiano se puso entonces en el papel de Erasmus; empujado por los celos profería un sinfín de espinosas ofensivas contra los alemanes, y en particular contra Spikher. Éste, al final, ya no pudo soportarlo más y se lanzó raudo sobre el italiano.

—Deje ya —dijo— sus indignas pullas contra los alemanes y contra mí; de lo contrario le arrojaré a ese estanque para que aprenda usted a nadar.

En ese momento un puñal brilló en la mano del italiano; entonces Erasmus le cogió furioso del cuello y le tiró al suelo; un fuerte puntapié en la nuca y el italiano entregó su espíritu con un estertor… Todos se lanzaron sobre Erasmus, estaba aturdido… Notó cómo lo agarraban, cómo se lo llevaban de allí. Cuando despertó como de un profundo aturdimiento, yacía en un pequeño gabinete a los pies de Giulietta, que, con la cabeza reclinada sobre él, lo sostenía con ambos brazos.

—Oh, malvado, malvado alemán —dijo con infinita suavidad y dulzura—.

¡Cuánta angustia me has hecho pasar! Te he salvado del peligro inmediato, pero ya no estás seguro en Florencia, en Italia. Tienes que marcharte, tienes que abandonarme, a mí, que tanto te amo.

La idea de la separación destrozó a Erasmus con un dolor y una pena innombrables.

—Deja que me quede —gritó—, soportaré gustoso la muerte, ¿es que morir es peor que vivir sin ti?

Entonces le pareció como si una voz suave y lejana pronunciara dolorosamente su nombre. ¡Ay! Era la voz de la devota esposa alemana. Erasmus guardó silencio y Giulietta preguntó de una forma muy rara:

—¿Estás pensando en tu mujer?… Ay, Erasmus, muy pronto me olvidarás.

—Si pudiera ser eternamente tuyo, tuyo para siempre… —dijo Erasmus.

Estaban justo delante del amplio y hermoso espejo que había en la pared del gabinete y a cuyos lados ardían unas luminosas velas. Giulietta abrazó a Erasmus con más fuerza, con más pasión, susurrándole al oído:

—Déjame tu reflejo en el espejo, amado mío, será para mí y se quedará conmigo para siempre.

—Giulietta —exclamó Erasmus muy asombrado—, ¿qué quieres decir?… ¿Mi imagen reflejada en el espejo?

Mientras decía esto, miró al espejo que le devolvió la imagen de él y de Giulietta en un dulce y amoroso abrazo.

—Y ¿cómo podrías quedarte con mi reflejo —continuó diciendo—, que va conmigo a todas partes y sale a mi encuentro en todas las aguas cristalinas, en todas las superficies bruñidas?

—¿Ni siquiera —dijo Giulietta—, ni siquiera me concedes ese sueño de tu yo que brilla en el espejo, tú que querías ser mío en cuerpo y alma? ¿Ni siquiera ha de quedarse conmigo tu imagen inconstante para caminar a mi lado por la pobre vida que, ahora que tú has de huir, se quedará sin placeres y sin amor?

Ardientes lágrimas manaron de los hermosos ojos oscuros de Giulietta. Entonces Erasmus gritó, en el delirio de su mortal pena de amor:

—¿Es que tengo que alejarme de ti?… Si tengo que marcharme, entonces que mi reflejo se quede aquí eternamente y para siempre. Ningún poder… ni siquiera el diablo podrá arrebatártelo hasta que me tengas en cuerpo y alma.

Los besos de Giulietta ardieron como fuego en su boca una vez dicho esto, luego le soltó y, anhelante, extendió los brazos hacia el espejo. Erasmus vio cómo su imagen salía de él independientemente de sus movimientos, cómo se deslizaba hasta los brazos de Giulietta y cómo desaparecía con ella envuelta en una extraña fragancia. Un sinfín de voces horribles cuchichearon y se rieron con infernal escarnio; presa de la lucha mortal con el más profundo de los horrores, cayó al suelo inconsciente, pero la terrible angustia, el horror, lo sacaron de su aturdimiento y, en medio de una abundante y espesa oscuridad, fue a tientas hasta la puerta y bajó las escaleras. A la puerta de la casa, alguien lo sujetó y lo subió a un coche que partió a toda prisa.

—Parece que está usted un poco alterado —dijo en alemán el hombre que acababa de sentarse a su lado—. Está usted un poco alterado, pero ahora va a ir todo de maravilla, si es que quiere usted ponerse en mis manos. Giuliettita ya ha hecho lo suyo y me ha recomendado a usted encarecidamente. Usted también es un joven muy adorable, con una sorprendente inclinación a esas chanzas tan gratas que a nosotros, a Giuliettita y a mí, tanto nos complacen. Eso sí que fue un buen puntapié alemán en la nuca. Cómo le colgaba la lengua hasta el cuello, toda amoratada, a aquel amoroso … era muy divertido, y cómo chillaba y gemía y no podía ni levantarse… ja, ja, ja.

La voz del hombre era tan repugnantemente sarcástica, su cháchara tan horripilante, que sus palabras se clavaron en el pecho de Erasmus como puñales.

—¡Sea quien sea usted —dijo Erasmus—, no hable, no hable de ese espantoso hecho que tanto lamento!

—¡Lamentar, lamentar! —replicó el hombre—. Entonces ¿lamenta también haber conocido a Giulietta y haber conquistado su dulce amor?

—¡Ay, Giulietta, Giulietta! —suspiró Erasmus.

—Bueno —continuó diciendo el hombre—, qué infantil es usted, quiere y desea cosas, pero todo tiene que marchar por un mismo camino sin baches. Ciertamente es una fatalidad que haya tenido usted que abandonar a Giulietta, pero, si se quedara aquí, yo podría librarle de todos los puñales de sus perseguidores y también de nuestra querida justicia.

La idea de poder quedarse junto a Giulietta se adueñó de Erasmus con todas sus fuerzas.

—Y ¿cómo sería eso posible? —preguntó.

—Conozco —continuó diciendo el hombre— un remedio mágico que dejará ciegos a sus perseguidores: en resumen, que hace que lo vean a usted siempre con otro rostro y que no vuelvan a reconocerlo jamás. En cuanto sea de día tendrá usted la bondad de mirarse un buen rato fijamente en algún espejo y, sin dañarlo en lo más mínimo, llevaré a cabo ciertas operaciones en su reflejo y quedará protegido, y entonces podrá vivir con Giulietta sin ningún peligro, gozando de todo y con absoluta felicidad.

—¡Qué espantoso, qué espantoso! —gritó Erasmus.

—¿Qué es lo que es espantoso, mi queridísimo amigo? —preguntó el hombre con sarcasmo.

—Ay, es que yo… he, yo… he… —empezó a decir Erasmus.

—¿… dejado su reflejo?… —terció el hombre rápidamente—, ¿dejado su reflejo en casa de Giulietta?… ¡Ja, ja, ja! ¡Bravissimo, querido amigo! Ahora puede correr por campos y bosques, por ciudades y pueblos, hasta que encuentre a su esposa junto con el pequeño Rasmus y volver a ser un padre de familia, aunque sin reflejo, algo de lo que su mujer tampoco se dará cuenta, pues lo tendrá en persona, mientra que Giulietta no tendrá más que un yo de ensueño reflectante.

—Cállese, malvado —gritó Erasmus.

En ese momento se acercó una comitiva que cantaba alegremente, y llevaba unas antorchas que iluminaron el coche. Erasmus vio el rostro de su acompañante y reconoció al horrible doctor Dapertutto. De un brinco se apeó y echó a correr hacia la comitiva, puesto que a lo lejos había reconocido la armoniosa voz de bajo de Friedrich. Los amigos regresaban de una comida campestre. Rápidamente Erasmus informó a Friedrich de todo lo ocurrido, y solo le ocultó lo de la pérdida de su reflejo. Friedrich se adelantó con él a la ciudad e hicieron tan rápido los preparativos que, al romper el alba, Erasmus ya se había alejado un buen trecho de Florencia en un veloz corcel… Anotó algunas de las aventuras que le acontecieron en el viaje. La más curiosa de todas fue el incidente que, por vez primera, le hizo sentir de una forma muy rara la pérdida de su reflejo. Como el caballo estaba cansado, acababa de detenerse en una gran ciudad y, sin malicia alguna, se sentó a la mesa de la posada, que estaba muy llena de gente, sin darse cuenta de que frente a él había un hermoso y reluciente espejo. Un diabólico camarero que estaba detrás de su silla se dio cuenta de que en el espejo la silla seguía vacía y no se reflejaba nada de la persona que estaba sentada en ella. Le comunicó lo que había observado al vecino de Erasmus, éste a su vez al que tenía a su lado, y por toda la mesa corrieron murmullos y susurros, mientras miraban a Erasmus y luego al espejo. Erasmus aún no se había dado cuenta de que todo ese revuelo tenía que ver con él cuando un hombre muy serio se levantó de la mesa, lo llevó delante del espejo, miró en él y luego, volviéndose hacia los presentes, dijo bien alto:

—¡Es verdad, no se refleja!

—¡No se refleja… no se refleja! —gritaban todos alborotados—. ¡Un mauvais sujet, un homo nefas, echadlo de aquí!

Lleno de rabia y de vergüenza, Erasmus echó a correr a su habitación, pero no había hecho más que llegar cuando la policía le informó de que debía presentarse en el plazo de una hora ante las autoridades con su reflejo completo, completamente igual a él, o abandonar la ciudad. Se apresuró a marcharse, seguido por el populacho ocioso, por los chicos de la calle, que gritaban a sus espaldas:

—¡Ahí va, el que ha vendido su reflejo al diablo, ahí va!

Por fin llegó a campo abierto. Ahora, allí donde llegaba, so pretexto de una aversión natural a todo reflejo, mandaba cubrir rápidamente todos los espejos, y por eso lo llamaban en broma general Suvárov, porque éste hacía lo mismo.

Al llegar a su patria y a su casa, su amada esposa y el pequeño Rasmus lo recibieron con alegría, y pronto le pareció que la tranquila y pacífica vida doméstica podría hacerle olvidar la pérdida de su reflejo. Un día, cuando ya había apartado por completo a la hermosa Giulietta de sus pensamientos, estaba jugando con el pequeño Rasmus, que tenía las manitas llenas de hollín y le untó con él la cara.

—¡Ay, papá, papá, te he manchado de negro, mira!

Eso dijo el pequeño y, antes de que Sipkher pudiera impedirlo, cogió un espejo que, mirándose él también, colocó delante de su padre… Pero al punto soltó el espejo llorando y echó a correr a su habitación. Poco después entró la esposa, con asombro y terror en el semblante.

—¿Qué es lo que me ha contado Rasmus de ti? —dijo.

—Que no me reflejo en el espejo, ¿verdad, querida? —la interrumpió Erasmus con una sonrisa forzada, intentando demostrar que era una tontería creer que alguien podía perder su reflejo en el espejo, aunque en suma no se perdía mucho con ello, puesto que toda imagen reflejada en un espejo no era más que una ilusión, que la contemplación de uno mismo conducía al envanecimiento y que, además, una imagen así dividía el propio yo en sueño y realidad. Mientras decía esto, la mujer había quitado rápidamente el paño que cubría un espejo que tenían en el cuarto de estar. Miró en él y cayó al suelo como alcanzada por un rayo. Spikher la levantó pero, apenas hubo recuperado el conocimiento, lo apartó con repugnancia.

—¡Déjame! —gritó—. ¡Déjame, hombre abominable! Tú no eres, tú no eres mi marido, no… Tú eres un espíritu infernal, que me quiere robar la dicha, que me quiere llevar a la perdición… ¡Fuera, déjame, no tienes ningún poder sobre mí, condenado!

Su voz resonó por todo el cuarto de estar y por la sala, los sirvientes acudieron espantados y Erasmus salió a toda velocidad de la casa, lleno de rabia y de desesperación. Como empujado por una indómita locura, atravesó corriendo los solitarios caminos del parque que había junto a la ciudad. La figura de Giulietta se le apareció con angelical belleza; entonces exclamó:

—¿Así es como te vengas, Giulietta, por haberte abandonado y entregado solo mi reflejo en vez de a mí mismo? Ay, Giulietta, quiero ser tuyo en cuerpo y alma, ella me ha echado, ella, por la que yo te sacrifiqué, Giulietta, Giulietta, quiero ser tuyo en cuerpo y alma.

—Eso puede hacerlo muy bien, queridísimo amigo —dijo el signor Dapertutto a quien, de repente, vio justo a su lado con su levita escarlata y los relucientes botones de acero. Fueron palabras de consuelo para el desdichado Erasmus, de ahí que no prestara atención al rostro feo y malicioso de Dapertutto; se detuvo y preguntó en un tono muy lastimero:

—¿Cómo voy a volver a encontrarla, a ella, que para mí está perdida para siempre?

—De eso nada —respondió Dapertutto—, no está muy lejos de aquí y, asombrosamente, anhela sobremanera su estimada persona, estimado amigo, pues, como usted ve, la imagen de un espejo no es más que una vil ilusión. Por cierto, tan pronto como esté convencida de que tiene su estimada persona, es decir, en cuerpo, vida y alma, le devolverá su grato reflejo, listo e intacto.

—¡Lléveme hasta ella… hasta ella! —gritó Erasmus—. ¿Dónde está?

—Solo hace falta una nimiedad —le interrumpió Dapertutto— antes de que vea usted a Giulietta y pueda entregarse a ella a cambio de su reflejo. Usted no puede disponer por completo de su apreciada persona, puesto que está atado por ciertos lazos que primero es preciso desatar… Su amada esposa y su prometedor hijito…

—¿Qué significa eso? —dijo Erasmus muy sobresaltado.

—Una disolución irrelevante de esos lazos —continuó diciendo Dapertutto— podría llevarse a efecto de una manera muy humana. Ya sabe usted de Florencia que sé preparar con mucha habilidad algunos medicamentos maravillosos: aquí a mano tengo uno de esos remedios caseros. Solo con que aquellos que son un obstáculo entre usted y la amada Giulietta prueben unas gotas se desplomarán sin decir palabra y sin gestos de dolor. Cierto que a eso lo llaman morir, y que la muerte ha de ser amarga; pero ¿acaso no es adorable el sabor de las almendras amargas? Y solo tiene esa amargura la muerte que encierra este frasquito. Justo en el momento en que se desplomen tan felices, su apreciada familia emanará un grato aroma a almendras amargas… Tenga, queridísimo amigo.

Y le tendió a Erasmus una pequeña redoma.

—Individuo abominable —gritó éste—, ¿he de envenenar a mi mujer y a mi hijo?

—¿Quién habla de veneno? —terció el de rojo—. En la redoma no hay más que un remedio casero de muy buen sabor. Tendría otros medios a mi disposición para procurarle su libertad, pero con usted me gustaría resultar natural, humano, bueno, eso es lo que más me gusta. ¡Cójalo tranquilo, amigo mío!

Erasmus tenía la redoma en la mano, ni él mismo sabía cómo. Sin pensar en nada corrió a casa y se metió en su habitación. La esposa había pasado la noche entre miles de angustias y tormentos, sin dejar de afirmar que el que había regresado no era su marido, sino un espíritu infernal que había adoptado su figura. En cuanto Spikher entró en la casa, todos salieron volando atemorizados, únicamente el pequeño Rasmus se atrevió a acercarse a él y a preguntarle ingenuamente por qué no traía su reflejo, que a su madre le iba a entrar una pena de muerte. Furioso, Erasmus se quedó mirando al pequeño, aún llevaba en la mano la redoma de Dapertutto. El pequeño llevaba en el brazo su paloma preferida, y así sucedió que esta acercó el pico a la redoma y picoteó el tapón; al instante inclinó la cabeza: estaba muerta. Erasmus dio un salto, horrorizado.

—¡Traidor! —gritó—. ¡No me vas a convencer para que cometa un acto infernal! Arrojó por la ventana abierta la redoma que se rompió en mil pedazos sobre los adoquines del patio. Un agradable olor a almendras subió y se extendió por la sala. El pequeño Rasmus se había marchado corriendo, asustado. Spikher pasó todo el día torturado por mil tormentos, hasta que llegó la medianoche. Entonces la imagen de Giulietta fue cobrando cada vez más vida en su interior. En una ocasión, en presencia de él, se le había roto un collar de esas pequeñas cuentas que las mujeres llevan como si fueran perlas. Como habían estado en el cuello de Giulietta, al recoger las cuentas se había guardado una rápidamente y la conservaba con gran fidelidad. Ahora la sacó y, mientras la contemplaba, dirigió sus pensamientos a la amada perdida. Fue como si de la perla saliera aquella mágica fragancia que en otro tiempo lo envolvía cuando estaba cerca de Giulietta.

—Ay, Giulietta, verte aunque sea una sola vez más y luego sucumbir a la perdición y al oprobio.

Apenas había pronunciado estas palabras cuando en el pasillo, delante de la puerta, empezó a oír un suave crepitar. Oyó unos pasos… y llamaron a la puerta de la habitación. Erasmus se quedó sin aliento por la angustia y la esperanza de un presentimiento. Abrió. Giulietta entró con suma hermosura y gracia. Loco de amor y de deseo la estrechó entre sus brazos.

—Aquí estoy, amado mío —dijo en voz baja y suave—, pero ¡mira con cuánta fidelidad he guardado tu reflejo!

Ella retiró el paño del espejo, Erasmus vio encantado su imagen, pegado a Giulietta; sin embargo, como si él no existiera, no reflejaba ninguno de sus movimientos. Erasmus sintió escalofríos.

—Giulietta —exclamó—, ¿es que mi amor por ti va a volverme loco?… Dame mi reflejo, tómame a mí en cuerpo, vida y alma.

—Todavía hay algo que se interpone entre nosotros, querido Erasmus —dijo Giulietta—, ya lo sabes… ¿No te ha dicho Dapertutto…?

—Por Dios, Giulietta —la interrumpió Erasmus—, si solo puedo ser tuyo de ese modo, prefiero morir.

—Dapertutto —continuó diciendo Giulietta— no tiene por qué inducirte a cometer algo así. Claro que es espantoso que un voto y una bendición sacerdotal tengan tanto poder, pero eres tú el que tiene que deshacer el lazo que te ata, porque de lo contrario nunca serás mío del todo, y para ello hay un remedio mejor que el que te ha propuesto Dapertutto.

—¿En qué consiste? —preguntó Erasmus ansioso.

Entonces Giulietta le pasó el brazo por la nuca y, apoyando la cabeza sobre su hombro, le susurró suavemente:

—Escribes en una hojita tu nombre, Erasmus Spikher, al pie de estas pocas palabras: «Otorgo a mi buen amigo Dapertutto poder sobre mi esposa y mi hijo para que haga y deshaga con ellos lo que le venga en gana y rompa el lazo que me ata, porque, a partir de ahora, quiero pertenecer con mi cuerpo y con mi alma inmortal a Giulietta, a la que he escogido como esposa y a la que siempre estaré unido por un voto especial».

Erasmus sintió un temblor y un estremecimiento que recorrían todo su cuerpo. En sus labios ardían besos de fuego, en la mano tenía la hojita que le había dado Giulietta. De repente, con un tamaño gigantesco, Dapertutto apareció detrás de Giulietta, tendiéndole una pluma de metal. En ese mismo instante, a Erasmus se le reventó una venita de la mano izquierda y empezó a salir sangre.

—Mójala, mójala… escribe, escribe —chilló el de rojo.

—Escribe, escribe, mi eterno, mi único amado —susurró Giulietta.

Ya había llenado la pluma de sangre y se disponía a escribir cuando la puerta se abrió y entró una figura blanca que, con sus fantasmales ojos fijos en Erasmus, exclamó en tono lúgubre, llena de dolor:

—Erasmus, Erasmus, ¿qué estás haciendo?… ¡Por el amor del Redentor, desiste de tan horripilante acción!

Erasmus, reconociendo en la admonitoria figura a su mujer, apartó la hoja y la pluma… Unos rayos centelleantes salieron de los ojos de Giulietta: tenía el rostro espantosamente descompuesto, su cuerpo era un ascua ardiente.

—Desiste de mí, criatura infernal, no tendrás ni una sola parte de mi alma. En nombre del Redentor aléjate de mí. Serpiente… el infierno arde en ti.

Esto gritó Erasmus y, con la fuerza de su puño, apartó a Giulietta, que aún lo tenía abrazado. Se oyeron entonces alaridos y lamentos en un tono desagradable y cortante, y se oyó un rumor, como si unas negras alas de cuervo rondaran por la habitación. Giulietta y Dapertutto desaparecieron entre un humo espeso y maloliente que parecía salir de las paredes y apagaba las velas. Por fin los rayos del alba entraron por la ventana. Erasmus fue enseguida a ver a su mujer. La encontró serena y afable. El pequeño Rasmus estaba sentado en su cama, ya muy despierto; ella le tendió la mano al marido exhausto, diciéndole:

—Ahora sé todo lo malo que te ha acontecido en Italia, y lo lamento de todo corazón. El poder del enemigo es muy grande y, como está entregado a todos los vicios posibles, también roba mucho y no ha podido resistirse al deseo de quitarte perversamente tu apuesto reflejo, en todo igual a ti… ¡Mira en aquel espejo, mi amado, mi bondadoso marido!

Spikher lo hizo, temblando de pies a cabeza, con semblante muy lastimero. El espejo siguió reluciente y transparente, no se veía en él a ningún Erasmus Spikher.

—En esta ocasión —continuó diciendo la mujer—, es mucho mejor que el espejo no refleje tu imagen, porque tienes un aspecto muy ridículo, querido Erasmus. Pero seguro que tú mismo comprenderás que sin reflejo eres el hazmerreír de la gente y no puedes ser un padre de familia honrado y perfecto, que infunda respeto a su esposa e hijos. Rasmito también se ríe ya de ti y dice que va a pintarte un bigote de carbón porque no podrás verlo. Así que vete a recorrer un poco el mundo y trata de quitarle al diablo tu reflejo. Cuando lo tengas, te recibiré de todo corazón. Dame un beso — Spikher se lo dio— y bueno… ¡que tengas buen viaje! Mándale a Rasmus de vez en cuando un par de pantaloncitos nuevos, siempre anda de rodillas y necesita muchos. Y, si vas a Núremberg, como buen padre, cómprale también un húsar de muchos colores y un dulce de especias. ¡Que te vaya muy bien, querido Erasmus!

La mujer se dio la vuelta y se durmió. Spikher levantó al pequeño Rasmus y lo estrechó contra su corazón, pero, como gritaba mucho, volvió a dejarlo en el suelo y se marchó por el ancho mundo. En una ocasión se encontró con cierto Peter Schlemihl, que había vendido su sombra; decidieron ir juntos, de modo que Erasmus Spikher proyectara la necesaria sombra y Peter Schlemihl, en cambio, reflejara la correspondiente imagen en el espejo: pero no dio resultado.

FIN

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