A veces es mejor no ahondar en las biografías de nuestros autores favoritos: generalmente, tienden a decepcionarnos. Al leer una obra maestra, tendemos a idealizar al creador, olvidándonos de que el creador es también un experto fabular. Otras veces, sin embargo, el autor es justo lo que esperamos.
Por ejemplo, J. R. R. Tolkien, mítico autor de El señor de los anillos, que nos empujado a visitar Hobbiton, en Nueva Zelanda, e incluso ciudades como Gondar, una suerte de Camelot medieval en el que, al parecer, se inspiró para concebir Gondor). Y también ha propiciado que tuviéramos una idea sobre el autor. Que posiblemente era un hobbit, como él mismo aseguraba.
De hecho, el propio Tolkien se identifica con el carácter de Bilbo Bolsón. Y si nos imaginamos a Tolkien, no nos viene a la cabeza Aragorn, precisamente, sino alguien adaptado a los viejos tiempos, tranquilo, pacífico, de costumbres intelectuales, lejos del mundanal ruido. Y justo así era Tolkien, de hecho.
Tolkien era un ludita consumado. Despreciaba el siglo XX. Adoraba el old fashion. Aseguraba que la ciencia o la tecnología no habían contribuido a mejorar a la humanidad. Tolkien no tenía televisión, y casi nunca escuchaba la radio. Era apolítico. No leía literatura de su época.
Tolkien probablemente soñaba con atravesar el espejo para abandonar el mundo e instalarse en plena Tierra Media. Tal y como explica Gregorio Ugidos en Chiripas de la historia:
Tolkien no tardó en fundar un grupo de lectura de textos islandeses al que llamó los Coalbiters, que en islandés significa “los que se acercan tanto al fuego que muerden el carbón”. Era una excusa para compartir unas jarras de cerveza y olvidarse del mundo; pero como las sagas islandesas no son interminables, cuando las leyeron todas, el grupo se disolvió.
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