domingo, 24 de septiembre de 2017

Los Ríos Color Púrpura de Jean Christophe Grangé



https://www.scribd.com/document/359767571/Los-Rios-Color-Purpura-de-Jean-Christophe-Grange

Jean-Christophe Grangé

Los Ríos De Color Púrpura
Título de la edición original: Les Riviéres pourpres

Traducción del francés: Pilar Giralt Gorina
A Virginia



I

1
-¡Ga-na-mos! ¡Ga-na-mos! [1]
Pierre Niémans, con los dedos crispados en el aparato de radio, miraba más abajo hacia la multitud que descendía por las rampas de cemento del Parque de los Príncipes. Millares de cráneos enrojecidos, sombreros blancos y bufandas chillonas formaban una cinta abigarrada y delirante. Una explosión de confeti. O una legión de demonios alucinados. Y siempre las tres notas, lentas y obsesivas:
– ¡Ga-na-mos!
El policía, de pie sobre el tejado de la escuela primaria que se hallaba frente al estadio, ordenó maniobrar a las brigadas tercera y cuarta de las compañías de seguridad republicanas. Los hombres de azul oscuro corrían bajo sus cascos negros, protegidos por sus escudos de policarbonato. El método clásico. Doscientos hombres en cada zona de puertas, y comandos «pantalla» encargados de evitar que los partidarios de los dos equipos se cruzaran, se acercaran, se apercibieran siquiera…
Esta tarde, para el encuentro Zaragoza-Arsenal, final de la Recopa 96, único partido del año en que se enfrentaban en París dos equipos no franceses, habían sido movilizados más de mil cuatrocientos policías y gendarmes. Controles de identidad, cacheos y vigilancia de los cuarenta mil seguidores venidos de los dos países. El comisario principal Pierre Niémans era uno de los responsables de estas maniobras. Este tipo de operaciones no se correspondía con sus funciones habituales, pero el policía de cabellos al cepillo apreciaba estos ejercicios. Eran vigilancia y enfrentamiento puros. Sin investigación ni instrucción. En cierto modo, semejante gratuidad le descansaba. Y le encantaba el aspecto militar de ese ejército en marcha.
Los seguidores ya llegaban al primer nivel, se les podía distinguir entre la estructura de cemento, encima de las puertas H y G. Niémans miró su reloj de pulsera. Dentro de cuatro minutos estarían fuera y se desparramarían por las calles. Entonces empezarían los riesgos de enfrentamientos, destrozos, disturbios. El policía respiró hondo. Aquella noche de octubre [2] estaba cargada de tensión.
Dos minutos. Por reflejo, Niémans se volvió y vislumbró a lo lejos la plaza de la Porte-de-Saint-Cloud. Perfectamente desierta. Las tres fuentes se erguían en la noche como tótems de inquietud. A lo largo de la avenida se sucedían en fila india los coches de los CRS. Delante, los hombres enderezaban los hombros, con los cascos sujetos a la cintura y las porras golpeándoles las piernas. Las brigadas de reserva.
El alboroto se incrementó. La multitud se desplegaba entre las verjas erizadas de púas. Niémans no pudo reprimir una sonrisa. Esto era lo que había venido a buscar. Hubo una oleada. Unas trompetas rasgaron el estrépito. Un estruendo hizo vibrar hasta el menor intersticio del cemento. «¡Ga-na-mos! ¡Ga-na-mos!» Niémans apretó el botón de la radio y habló a Joachim, el jefe de la compañía este.

– Aquí Niémans. Ya salen. Encáuzalos hacia los autocares del bulevar Murat, los aparcamientos, las bocas del metro.
(Continúa)