domingo, 28 de junio de 2009
Las estrategias del mal
DEBATES
El politólogo Adam Jones amplió el concepto de “generocidio” de Mary Anne Warren para entender de qué modo la eliminación planificada de un grupo o sociedad afecta de modo diferenciado a varones y mujeres. Invitado por la Universidad de Tres de Febrero, el canadiense explica según su polémica óptica por qué en una sociedad de “machos” como la de América latina los hombres son el principal blanco de los genocidios.
Si la “lente” de género –en un sentido inclusivo de masculino y femenino– ayuda a entender mejor las dinámicas genocidas y qué tipo de masculinidades son las afectadas por la violencia género-selectiva contra los varones, son las preguntas básicas que se articulan alrededor del concepto de “generocidio”, tal como lo desarrolla el politólogo canadiense Adam Jones. Invitado al Segundo Encuentro Internacional de Análisis de las Prácticas Sociales Genocidas, organizado por la Universidad Tres de Febrero, Jones –varios años profesor en México, luego en el programa de estudios sobre genocidio de la universidad norteamericana de Yale y ahora docente en su país– intenta incorporar la variable de género para entender ciertas “instituciones genocidas” específicas, tales como el reclutamiento militar y el trabajo forzado para los hombres y el infanticidio de niñas y la mortalidad materna para las mujeres. Argumenta que esta perspectiva complejiza la lucha de los derechos humanos y se enorgullece de que la web que ha organizado para promover el debate activista (www.gendercide.org) sea respetada por feministas y ya haya sido consultada por un millón de personas.
¿Cómo llega al concepto de “generocidio”?
–Me intereso en el tema del género a partir del estudio del genocidio en términos comparativos; de hecho, empecé escribiendo sobre género y conflicto étnico en la ex Yugoslavia. Desde entonces me propuse abrir el concepto de género como ámbito analítico para incluir tanto a las mujeres como a los hombres y explorar lo que sucedía concretamente en los Balcanes a fines de los ‘90: es decir, cuáles eran las vulnerabilidades específicas de cada grupo y cómo se vinculaban entre sí. Estamos acostumbrados a ver a miles de expulsados: en su mayoría mujeres, niños y ancianos. Pero pocas veces nos preguntamos dónde están los varones. Normalmente están en la cárcel, o en una fosa masiva, o en las montañas, combatiendo para evitar morir. En teoría, tanto los hombres como las mujeres tienen un género, pero normalmente cuando se habla de género se lo define desde la feminidad. Pero yo creo que hay que entender cómo la experiencia de género influye en ambos grupos mayoritarios, y cómo una depende de la otra. Esto permite ver todo el fenómeno en su conjunto y captar en términos amplios las estrategias genocidas. Cuando vi las ejecuciones masivas en Kosovo, en 1999, me di cuenta de que eran género-selectivas y se me vino a la mente la palabra “generocidio”. Creí que había inventado una nueva palabra. Pero después de buscar en Internet me di cuenta de que la norteamericana Mary Anne Warren, en un libro de 1985 (Generocidio: las implicaciones de la selección sexual), ya lo había inventado primero. Ella provee allí un marco de análisis muy interesante: dice que el generocidio –a diferencia del feminicidio– permite entender también las muertes masculinas por factores de género. El resto del libro se concentra específicamente en las mujeres, pero yo aproveché la amplitud de su marco teórico planteado en el inicio para luego desarrollarlo como mecanismo de comprensión, aunque también de movilización y activismo.
Desde su perspectiva, entonces, ¿cómo define generocidio?
–Llamo generocidios a las matanzas masivas por razones de género. Decir por razones de género sé que es una cuestión difícil. Me he dado cuenta últimamente –en el trabajo de campo– de que pocas veces en un genocidio hay una sola variable que opera. Esto es claro hasta en el Holocausto judío: pensamos habitualmente que los judíos fueron vistos como enemigos de raza, pero también es fundamental entender que se los percibió como enemigos políticos con relación al comunismo soviético. En el caso del género –tanto para las mujeres como para los hombres–, el genocidio se conjuga con otras variables, como la edad: por ejemplo, el infanticidio femenino o a los hombres no combatientes, que se los mata porque están en “edad de batalla” y se los considera peligrosos, potenciales enemigos; pero también otras variables como la identidad política, la identidad étnica o la localización geográfica. Cuando hablamos de generocidio, muchas veces el mismo fenómeno se puede ver en el marco de un politicidio, de un eliticidio, etcétera. Cada palabra o concepto nos da otra vía de investigación y entendimiento para el fenómeno de genocidio porque una sola variable no nos deja comprender su totalidad y complejidad. No es que haya generocidio por un lado y genocidio por otro sino que el generocidio se convierte en una estrategia genocida, que se combina con otras.
A diferencia del concepto de feminicidio, ¿esta idea de generocidio no tiene el riesgo de ser tan amplia que diluye su fuerza teórica? ¿Ha tenido críticas de las feministas?
–Hace veinte años que empecé a trabajar la vinculación entre género y relaciones internacionales. Recibí algunas críticas, pero la mayoría de las personas que me han apoyado en mi trabajo de investigación y denuncia por la web son las feministas. La mayoría de ellas ha venido observando las matanzas género-selectivas en el caso de los varones como si se tratara de sus hermanos, novios o hijos. Tal vez esto se deba a que las mujeres en nuestra cultura estén habilitadas a sentir una empatía mayor respecto de los otros. Creo que esto que digo es también un estereotipo, pero funciona así. Este desarrollo del concepto de generocidio fue bien recibido, intuyo, porque coincidió con un momento del pensamiento feminista en el que éste se movía a pensar más profundamente las relaciones de poder entre las mujeres de diversas clases y razas. La visión de la feminidad en el feminismo ya no es tan idealista como antes.
Usted habla de complejizar la categoría de masculinidades. ¿A qué se refiere?
–Nuevamente, esto tampoco es un invento mío. Fue el investigador australiano Robert W. Connell el primero en hablar de masculinidades en plural en vez de creer en la existencia de “la” masculinidad. Y fue él también quien diferenció entre masculinidad hegemónica y masculinidad subordinada. Esto ayuda a entender mejor las relaciones entre los varones. Porque muchas veces, cuando hablamos de matanzas masivas género-selectivas para los varones, las mujeres de la sociedad perpetradora del genocidio lo apoyan, aunque la iniciativa obviamente no es suya sino de los hombres líderes de su sociedad que ven a los otros hombres como amenaza a su propio poder e identidad. Por conocer bien el corazón varonil, te diría que lo fundamental para un grupo de líderes es matar primero a los varones que tienen capacidad de resistir, aquellos no combatientes en edad de combatir (entre 15 y 55 años, aproximadamente). Luego se mata a las mujeres para que no tengan hijos, para eliminar la posibilidad de combatientes futuros.
Usted habla de instituciones genocidas. ¿Cómo las analiza?
–Si queremos entender la verdadera vulnerabilidad de las mujeres y las niñas, tenemos que entenderla estructuralmente, a partir de aquellas prácticas que se convierten en instituciones genocidas tales como la mortalidad materna –que mata a 600 mil mujeres por año: es casi un genocidio de Ruanda repetido cada año– y la preferencia de la alimentación y de la educación a favor de los niños que pone en desventaja a las niñas o, antiguamente, lo que fue la caza de brujas. Esto provoca una mortalidad masiva que no podemos observarla si nos quedamos sólo dentro del marco del genocidio. Yo argumento que se trata de instituciones desarrolladas voluntariamente, en un marco intencional que las perpetúa en decisiones familiares y gubernamentales. En este sentido, la destrucción de vidas femeninas ha sido históricamente más grande que la de los varones. Sin embargo, también hay instituciones genocidas específicas contra los varones: el trabajo forzado, el encarcelamiento, la pena de muerte y el reclutamiento militar. El género ha penetrado en todas las instituciones y estructuras de la sociedad; entonces, para entender las vulnerabilidades género-selectivas hay que ampliar nuestro análisis.
Usted escribió sobre varios países latinoamericanos. ¿Encuentra alguna característica distintiva en los generocidios en este continente?
–Bueno, es la primera vez que me lo pregunto... Podría decir que en general es una región muy machista y la mayoría de los casos de ejecución masiva género-selectiva hacia los varones en edad de batalla ocurren en contextos de “machos”, es decir, donde existe un concepto mayoritario del hombre como líder, combatiente y jefe de hogar. Es un tipo de matanza que, al adecuarse a este papel estereotipado de los hombres, pretende tener efectos sociales muy vastos en el sentido de “descabezar” familias y organizaciones. Podría argumentar que en casos como Colombia, Guatemala, El Salvador e incluso la Argentina, la mayor cantidad de muertos y desaparecidos políticos en las últimas décadas son varones, debido al papel que se les otorga tradicionalmente como figuras masculinas.
¿Cree que afecta de algún modo esta conceptualización de generocidio a la hora de pensar las políticas de derechos humanos?
–Creo que gracias a la movilización feminista se han logrado formas específicas de protección de los derechos humanos de las mujeres y las niñas. Sin embargo, a veces suelen existir las herramientas institucionales y retóricas, pero es más difícil de lograr la voluntad que exige llevarlas a la práctica. Pero seguramente un análisis más amplio y complejo desde el generocidio permite también complejizar la noción de derechos humanos.
¿Conoce usted su rostro?
INUTILISIMO
Es probable que cada lectora responda afirmativamente, y en consecuencia, es muy posible que esté equivocada”, nos avisa la revista Femirama, volumen VIII, Nº 160, en su sección Nociones básicas de Cosmética. Sucede que son muchas las mujeres que, por ejemplo, están convencidas de tener una cara redonda cuando en realidad la tienen triangular, mientras que otras se obstinan en sostener que poseen un rostro alargado aunque su óvalo sea sencillamente perfecto. Tendremos pues que aceptar la sentencia de la publicación citada: “No siempre somos buenas jueces de nosotras mismas”.
Por otra parte, no es imprescindible cumplir los requisitos exigidos por Leonardo Da Vinci, que pensaba que “la belleza femenina debía responder a las rígidas leyes de la matemática”. Según este artista, el rostro ideal sería el ovalado y alcanzaría la perfección aquel que resultare divisible en tres partes de idéntica medida, a saber: la distancia desde el arranque de los cabellos hasta las cejas, de éstas al extremo inferior de la nariz, y de ésta al mentón. Más aún: “en el óvalo realmente impecable, la frente y los pómulos deben tener aproximadamente el mismo ancho, mientras que la parte inferior de la cara tiene que ser más estrecha”.
Sin embargo, nos tranquiliza benévolamente Femirama, podemos contradecir un poco las opiniones de Leonardo y considerar que hay rostros que pueden resultar bellos, armoniosos, atractivos e interesante aun cuando las tres secciones fundamentales en que se los divida no tengan la misma medida, apartándose de los cánones teóricamente soñados.
De todas maneras, si desean ustedes medirse, “sin duda será un experimento apasionante”. Necesitaremos un lápiz, una regla y una cinta métrica. Primero trazaremos la cara ideal, a la cual trasladaremos luego nuestras medidas personales. Una línea vertical de 19 centímetros y medio se divide en tres partes iguales, o sea, de 6,50 centímetros cada una. Así se obtiene la longitud del rostro, a partir del nacimiento del cabello, y su división básica. En otras palabras: la altura exacta de las cejas, de la nariz y el mentón. La línea debería estar situada en la parte central (la marcaremos debajo de la correspondiente a las cejas, a un tercio de distancia entre éstas y la nariz). La línea de la boca se halla precisamente en la mitad justa de la parte inferior. Sobre ésta deberán ustedes hacer la comparación con vuestro propio rostro, ya sea reflejado en un espejo, ya a través de una foto ampliada a tamaño natural. De este modo conocerán con exactitud el grado de imperfección de cada uno de los rasgos.
¿Conoce usted su rostro?
INUTILISIMO
Es probable que cada lectora responda afirmativamente, y en consecuencia, es muy posible que esté equivocada”, nos avisa la revista Femirama, volumen VIII, Nº 160, en su sección Nociones básicas de Cosmética. Sucede que son muchas las mujeres que, por ejemplo, están convencidas de tener una cara redonda cuando en realidad la tienen triangular, mientras que otras se obstinan en sostener que poseen un rostro alargado aunque su óvalo sea sencillamente perfecto. Tendremos pues que aceptar la sentencia de la publicación citada: “No siempre somos buenas jueces de nosotras mismas”.
Por otra parte, no es imprescindible cumplir los requisitos exigidos por Leonardo Da Vinci, que pensaba que “la belleza femenina debía responder a las rígidas leyes de la matemática”. Según este artista, el rostro ideal sería el ovalado y alcanzaría la perfección aquel que resultare divisible en tres partes de idéntica medida, a saber: la distancia desde el arranque de los cabellos hasta las cejas, de éstas al extremo inferior de la nariz, y de ésta al mentón. Más aún: “en el óvalo realmente impecable, la frente y los pómulos deben tener aproximadamente el mismo ancho, mientras que la parte inferior de la cara tiene que ser más estrecha”.
Sin embargo, nos tranquiliza benévolamente Femirama, podemos contradecir un poco las opiniones de Leonardo y considerar que hay rostros que pueden resultar bellos, armoniosos, atractivos e interesante aun cuando las tres secciones fundamentales en que se los divida no tengan la misma medida, apartándose de los cánones teóricamente soñados.
De todas maneras, si desean ustedes medirse, “sin duda será un experimento apasionante”. Necesitaremos un lápiz, una regla y una cinta métrica. Primero trazaremos la cara ideal, a la cual trasladaremos luego nuestras medidas personales. Una línea vertical de 19 centímetros y medio se divide en tres partes iguales, o sea, de 6,50 centímetros cada una. Así se obtiene la longitud del rostro, a partir del nacimiento del cabello, y su división básica. En otras palabras: la altura exacta de las cejas, de la nariz y el mentón. La línea debería estar situada en la parte central (la marcaremos debajo de la correspondiente a las cejas, a un tercio de distancia entre éstas y la nariz). La línea de la boca se halla precisamente en la mitad justa de la parte inferior. Sobre ésta deberán ustedes hacer la comparación con vuestro propio rostro, ya sea reflejado en un espejo, ya a través de una foto ampliada a tamaño natural. De este modo conocerán con exactitud el grado de imperfección de cada uno de los rasgos.
El rumor de las voces propias
EXPERIENCIAS
Lejos del modelo asistencialista, cerca de la autogestión y las tradiciones, mujeres wichí de distintas comunidades, todas ellas de Formosa, trabajan desde hace algunos años para descubrir las virtudes de la organización. Empezar a hablar entre ellas, romper tabúes sin olvidar su cultura, dar nuevos valores a su trabajo son sólo algunas de las herramientas que cambian sus vidas.
Por Soledad Vallejos
Antes no se conocían entre ellas. La vida, para estas mujeres wichí, podía ser solitaria cuando de compartir experiencias que podían hermanarlas se trataba. Cada una de ellas vive en una comunidad diferente, cada comunidad tiene un territorio en particular, alejado de las demás, con sus propias rutinas cotidianas, sus vínculos familiares, sus días. Siempre tuvieron en común, eso sí, el monte: ese espacio árido y generoso que puede ser patio de juegos para las niñas, fuente de fibras para los tejidos de las mujeres, de trabajo para los varones. Es un espacio que reconocen como propio desde la infancia, y cuyos sonidos, grabados en un cd, las acompañaron durante los días que estuvieron en Buenos Aires, mostrando su trabajo, contando sus vidas, explicando cómo conocerse entre ellas, organizarse, les está permitiendo cambiar sus vidas sin cambiar quiénes son. De eso se trató Los colores del monte. La experiencia de organización de las mujeres indígenas, una exposición de arte y artesanías que a fines de diciembre convirtió la entrada del Centro Cultural Paco Urondo (de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA) en una pequeña ventana a lo que viene pasando en una región de Formosa desde hace seis años.
–Antes venían a trabajar con nosotras de otro proyecto, pero eso no nos sirvió –dice Silveria Samuel, de la comunidad Santa Teresa.
¿Por qué?
–Porque cuando las mujeres nos queríamos organizar se terminó el proyecto, se terminó el tiempo que tenían. Después empezó este otro.
¿Lo del anterior sí les sirvió para empezar esta organización?
–Sí. Y entonces vino ella, Fabiana (Menna, la antropóloga que las ayudó a organizarse). Pero nos costó, porque vinimos diciendo que si uno va a las reuniones, uno va a perder el tiempo. Porque cuando yo me iba a la reunión, estoy horas en la reunión, llego en mi casa tarde...
¿A vos te pasó de decir “no voy a perder el tiempo en eso”?
–Sí.
¿Y cómo te convenciste de ir?
–Es que después me fue pareciendo importante. Con las reuniones que tuvimos pudimos saber qué problemas teníamos, cómo arreglarnos, dónde se tiene que ir, hasta dónde se puede llegar.
“A las niñas wichí les enseñan a hilar el chaguar para realizar las bolsas, a recolectar los frutos del monte, a cómo relacionarse con los varones, etc. Nos enseñan, entonces, a ser mujer, según lo que nuestra cultura piensa que debe ser una mujer.” Así comienza uno de los textos de Derechos sexuales y reproductivos de las mujeres wichí, el cuadernillo producido por la Fundación Gran Chaco y la Fundación Niwok –con el apoyo de la ONG italiana CIN y el CNM– que recoge las experiencias de los talleres en los que, entre 2005 y 2006, se reunieron mujeres de distintas comunidades para lo impensable: hablar de lo que, por tradición, no se habla. En esas reuniones fueron venciendo la timidez y encontrándose, no sólo entre ellas, sino también con profesionales médicas como Silvia María Kelly y la antropóloga Fabiana Menna. Muchas de ellas, pero no todas, hablaban castellano, y eso que puede parecer un obstáculo importante, sin embargo, fue una ventaja.
“La resistencia de las mujeres wichí, en realidad, al comienzo, si existía, era a hablar: pero no era en realidad por resistencia, sino por timidez. Claro, la dificultad grande es la lengua, pero a la vez el hecho de que otra gente no la sepa puede ser útil. Ahora ya no pasa, nos conocemos, tenemos confianza, pero al principio sí hubo momentos en que si yo estaba ahí, el hecho de que ellas pudieran hablar en su lengua, sin que yo me enterara qué decían, estaba bien. Era como marcar límites de parte de ellas: ‘en esto te hacemos entrar, en esto otro no’.” Eso explica Fabiana Menna, la italiana que por vínculos familiares un buen día de principios de los ‘90 viajó para conocer Argentina, y diez años después regresó para terminar su tesis de antropología. El trabajo debía llevarle tres meses, terminó quedándose dos años, tiempo en el que conoció –gracias a un proyecto de años anteriores, del que hablaba Silveria antes– las comunidades de Formosa. Los dos años, finalmente, se convirtieron en un cambio radical y un nuevo proyecto de vida: radicarse en Formosa, vivir de cerca las experiencias de estas comunidades, dar una mano a las mujeres wichí a organizarse, lejos del modelo asistencialista y cerca del empoderamiento y la autogestión. ¿Cómo lograr, de principios de 2000 a ahora, que un objetivo tan ambicioso comience a tener frutos? Revirtiendo los esquemas tradicionalmente aplicados por proyectos bienintencionados, y atendiendo, estrictamente, a pautas culturales propias de la comunidad wichí, para hacer, de ellas, herramienta de un cambio respetuoso de tradiciones propias.
En el mundo wichí, la realización de artesanías es una definición de género: se dedican a ellas las mujeres, que conocen los tintes de las plantas del monte (el verde sale de la yerba mate, el azul del fruto de guayacán en un tono y del fruto de la uva del monte en otro, el fumé del carbón) y las técnicas complejísimas de tejido, que toman la planta de chaguar y la convierten –tras un proceso– en fibras aptas para trabajar. Se trata de saberes estrictamente femeninos y detentados por mujeres adultas: las niñas son niñas y juegan como tales; solamente al promediar la adolescencia comenzarán a dedicarse con más atención a las tareas textiles; cuando llegan a la adultez, conocen las técnicas, los diseños, los pasos que convierten a cada mujer wichí en artesana. La división de géneros hace que el mundo doméstico, con sus intimidades y sus tareas cotidianas, sea el ámbito femenino; los varones tienen a su cargo tareas relacionadas con los alimentos y otras maneras de sustentar la reproducción familiar. “Todas las mujeres son artesanas –explica Menna–. Es como decir que sos mujer, es la definición misma de género. Es toda una esfera separada. Eso se transforma en una herramienta útil, para mantener la independencia.”
Esa separación de ámbitos fue, precisamente, lo que se convirtió en herramienta básica para comenzar el proyecto de la Fundación Gran Chaco: en tiempos del comercio justo, las artesanías que realizan las mujeres tienen potencial para insertarse en circuitos comerciales en condiciones más ventajosas que en otras épocas. Al organizarse, al conocerse entre ellas y poder tramar redes entre comunidades, pudieron ir logrando un frente común, desde el cual negociar y entablar contactos. Con pequeños créditos (a partir de programas del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, por ejemplo), se pudieron ir solventando compras de materiales, realización de papelerías y viajes a ferias, para encontrarse con posibles compradores y dar a conocer la experiencia de las comunidades. Sobre esa base, sus artesanías dejaron de ser elementos de uso solamente en sus propias familias para transformarse en mercancías con las cuales ganar dinero y hacer la diferencia en el sustento de cada casa. Uno de sus vínculos comerciales más sólidos, por ejemplo, es con el diseñador Marcelo Senra. No se trata tanto de una profesionalización que busque convertirlas en grandes productoras como de una organización que potencie lo que ya existe, les permite construir y asignarles nuevos valores y acceder a una cierta independencia sin dejar de ser ellas mismas, sin generar obstáculos ni desordenar un sistema de vida que reconocen como propio.
Las reuniones entre mujeres de distintas comunidades fueron el paso inicial de toda la experiencia: cifró el éxito en la apuesta de romper ciertos silencios. Pero ¿cómo empezar cambios en la tradición sin que eso signifique una ruptura con aquel mundo en el que se ha crecido, en el que cada una de esas mujeres se reconoce desde niña? Pues hallando lo que tenían en común esas setenta participantes, alentando que quince de ellas se convirtieran en líderes para coordinar talleres, facilitando espacios de encuentro para que pudieran compartir experiencias vinculadas con su salud sexual. A lo largo de los encuentros fueron venciendo la timidez y poniendo palabras a experiencias vitales largamente silenciadas. Partieron de una base: “Es importante que hablemos de nuestras preocupaciones y nos apoyemos las unas en las otras para mejorar la salud de todas”. Elaboraron su propio concepto de salud: “es no tener dolores ni preocupaciones en el cuerpo y el espíritu” (un concepto que entronca con la tradición wichí, en la cual la salud no se define con una sola palabra; también se parece a la definición de la OMS); compararon sus propias creencias con aquellas prácticas que se realizan en los centros de salud o en los hospitales donde eventualmente se tratan, y concluyeron que “las creencias tradicionales wichí revelan cierta sabiduría, y coinciden en muchos puntos con los planteos de la medicina occidental, porque son el resultado de siglos de observación de los fenómenos humanos y naturales”.
El pequeño manual que resultó de ese proceso recurre mayoritariamente a la primera persona, a frases cortas, y explicaciones en español pero también en lengua wichí, porque funciona más como trascripción de momentos de los talleres que como folleto diseñado desde alguna oficina de salud. El material tanto puede estar dirigido a la propia comunidad, para servir de herramienta que replique los resultados de los encuentros, como a profanas, que intenten acercarse a la vida de estas mujeres. La experiencia se habla a sí misma, y por eso reproduce algunas de las cuestiones que más inquietudes despertaron, sin olvidar el recuerdo de lo que marcan las tradiciones, lo que ellas eligen rescatar de sus culturas y las cosas que van incorporando. “Según la tradición wichí –explica el apartado sobre el ciclo menstrual–, cuando viene la primera menstruación, nech’e tä nowaithi, la familia hace una choza y la adolescente se queda ahí por el período que dura el ciclo”, “tener la menstruación es natural”, “en lengua wichí, nowaithi quiere decir persona con miedo, es decir que la mujer en este tiempo tiene que respetar determinadas normas”, “la menstruación se calcula con el ciclo de la luna, iwel’a”.
“¿Qué valor –se preguntaron– tienen hoy nuestras creencias y las recomendaciones de los antiguos? Tenemos que tomarlas en consideración porque, en muchos casos, coinciden con los consejos de los médicos. Según las creencias, por ejemplo, se aconseja que la mujer embarazada no coma alimentos muy pesados, como por ejemplo los animales silvestres, mientras que se espera que se alimente de pescado, frutos silvestres y miel (...) Lo que diferencia la tradición wichí del pensamiento científico es el entorno en el cual se enmarca la práctica y la explicación que se le da. Cuando se aconseja no comer animales silvestres, ya sea por no generar el enojo del espíritu dueño o por no debilitar el cuerpo de la mujer, lo que más cuenta es la prescripción de no comer el animal, en lo cual las dos culturas coinciden perfectamente.”
El embarazo adolescente es uno de los cambios que los últimos años trajeron a las distintas comunidades de Formosa. Silveria Samuel, Yolanda Pérez y Norma Rodríguez han pasado los 30 años y ven con preocupación las diferencias entre lo que fueron sus adolescencias y las que se viven actualmente. “Antes, cuando no hubo escuelas, no hubo embarazos precoces. Los chicos de antes –dice Silveria– eran diferentes. Pero ahora van a la escuela, salen, están juntos, ya van cambiando las costumbres. Ven otras cosas afuera y ellos quieren hacer lo mismo. En las costumbres wichís, estaban de un lado los chicos varones, y las chicas tenían que ir a otro lado. En las escuelas ahora se juntan los chicos y hay algunas chicas que ya se acostumbran a salir de noche.”
¿Cuándo ustedes eran adolescentes era distinto?
–Sí. Ahora las chicas empiezan a juntarse con los amigos, salen de noche. Como ellos empiezan a salir de noche y hay algunas mujeres, los chicos las invitan. Empiezan con la bebida y ahí todo. Después, también pasa que hay familias que tienen problemas por separación. Y hay chicas jóvenes que dicen “yo no voy a escuchar lo que dice mi mamá, porque mi mamá se separó de mi papá, está con otro tipo, y ella no tiene derecho de decirme nada, porque ella hizo lo que quiere y yo voy a hacer lo mismo”. Entonces lo que vinimos hablando cuando hicimos el curso fue también esto, los problemas que traen la separación de los padres.
Y es que tradicionalmente, aun cuando las comunidades puedan llevar vidas distanciadas unas de otras, hacia su interior los vínculos son fuertes. A los talleres asistieron, fundamentalmente, adultas, la mayoría de ellas madres, muchas de niños pequeños. ¿Cómo hicieron para asistir sin los niños? “Los dejé con mi familia”, explica Silveria, y da una pista de cómo es la vida cuando las redes comunitarias sostienen las individualidades, y cómo ciertas tareas, ciertos cuidados de las personas más vulnerables pueden ser responsabilidad de todo el grupo, en lugar de cargar exclusivamente en una persona. En ese mundo en el que las dimensiones de las comunidades (una de las conclusiones de los talleres fue que el embarazo adolescente y otros conflictos nuevos también se deben a “vivir en una comunidad grande”, porque “antes, cuando las comunidades eran más pequeñas, no había tantos embarazos precoces”) permiten los cuidados y los vínculos, ciertos cambios pueden vivirse como cimbronazos, que modifican de algún modo la vida cotidiana a cada uno de los integrantes de ese universo.
Para saber más de la experiencia de la Fundación Gran Chaco: www.granchaco.org.ar
[Cuento. Texto completo]
León Tolstoi
En una choza, Juana, la mujer del pescador, se halla sentada junto a la ventana, remendando una vela vieja. Afuera aúlla el viento y las olas rugen, rompiéndose en la costa... La noche es fría y oscura, y el mar está tempestuoso; pero en la choza de los pescadores el ambiente es templado y acogedor. El suelo de tierra apisonada está cuidadosamente barrido; la estufa sigue encendida todavía; y los cacharros relucen, en el vasar. En la cama, tras de una cortina blanca, duermen cinco niños, arrullados por el bramido del mar agitado. El marido de Juana ha salido por la mañana, en su barca; y no ha vuelto todavía. La mujer oye el rugido de las olas y el aullar del viento, y tiene miedo.
Con un ronco sonido, el viejo reloj de madera ha dado las diez, las once... Juana se sume en reflexiones. Su marido no se preocupa de sí mismo, sale a pescar con frío y tempestad. Ella trabaja desde la mañana a la noche. ¿Y cuál es el resultado?, apenas les llega para comer. Los niños no tienen qué ponerse en los pies: tanto en invierno como en verano, corren descalzos; no les alcanza para comer pan de trigo; y aún tienen que dar gracias a Dios de que no les falte el de centeno. La base de su alimentación es el pescado. "Gracias a Dios, los niños están sanos. No puedo quejarme", piensa Juana; y vuelve a prestar atención a la tempestad. "¿Dónde estará ahora? ¡Dios mío! Protégelo y ten piedad de él", dice, persignándose.
Aún es temprano para acostarse. Juana se pone en pie; se echa un grueso pañuelo por la cabeza, enciende una linterna y sale; quiere ver si ha amainado el mar, si se despeja el cielo, si hay luz en el faro y si aparece la barca de su marido. Pero no se ve nada. El viento le arranca el pañuelo y lanza un objeto contra la puerta de la choza de al lado; Juana recuerda que la víspera había querido visitar a la vecina enferma. "No tiene quien la cuide", piensa, mientras llama a la puerta. Escucha... Nadie contesta.
"A lo mejor le ha pasado algo", piensa Juana; y empuja la puerta, que se abre de par en par. Juana entra.
En la choza reinan el frío y la humedad. Juana alza la linterna para ver dónde está la enferma. Lo primero que aparece ante su vista es la cama, que está frente a la puerta. La vecina yace boca arriba, con la inmovilidad de los muertos. Juana acerca la linterna. Sí, es ella. Tiene la cabeza echada hacia atrás; su rostro lívido muestra la inmovilidad de la muerte. Su pálida mano, sin vida, como si la hubiese extendido para buscar algo, se ha resbalado del colchón de paja, y cuelga en el vacío. Un poco más lejos, al lado de la difunta, dos niños, de caras regordetas y rubios cabellos rizados, duermen en una camita acurrucados y cubiertos con un vestido viejo.
Se ve que la madre, al morir, les ha envuelto las piernecitas en su mantón y les ha echado por encima su vestido. La respiración de los niños es tranquila, uniforme; duermen con un sueño dulce y profundo.
Juana coge la cuna con los niños; y, cubriéndolos con su mantón, se los lleva a su casa. El corazón le late con violencia; ni ella misma sabe por qué hace esto; lo único que le consta es que no puede proceder de otra manera.
Una vez en su choza, instala a los niños dormidos en la cama, junto a los suyos; y echa la cortina. Está pálida e inquieta. Es como si le remordiera la conciencia. "¿Qué me dirá? Como si le dieran pocos desvelos nuestros cinco niños... ¿Es él? No, no... ¿Para qué los habré cogido? Me pegará. Me lo tengo merecido... Ahí viene... ¡No! Menos mal..."
La puerta chirría, como si alguien entrase. Juana se estremece y se pone en pie.
"No. No es nadie. ¡Señor! ¿Por qué habré hecho eso? ¿Cómo lo voy a mirar a la cara ahora?" Y Juana permanece largo rato sentada junto a la cama, sumida en reflexiones.
La lluvia ha cesado; el cielo se ha despejado; pero el viento sigue azotando y el mar ruge, lo mismo que antes.
De pronto, la puerta se abre de par en par. Irrumpe en la choza una ráfaga de frío aire marino; y un hombre, alto y moreno, entra, arrastrando tras de sí unas redes rotas, empapadas de agua.
-¡Ya estoy aquí, Juana! -exclama.
-¡Ah! ¿Eres tú? -replica la mujer; y se interrumpe, sin atreverse a levantar la vista.
-¡Vaya nochecita!
-Es verdad. ¡Qué tiempo tan espantoso! ¿Qué tal se te ha dado la pesca?
-Es horrible, no he pescado nada. Lo único que he sacado en limpio ha sido destrozar las redes. Esto es horrible, horrible... No puedes imaginarte el tiempo que ha hecho. No recuerdo una noche igual en toda mi vida. No hablemos de pescar; doy gracias a Dios por haber podido volver a casa. Y tú, ¿qué has hecho sin mí?
Después de decir esto, el pescador arrastra la redes tras de sí por la habitación; y se sienta junto a la estufa.
-¿Yo? -exclama Juana, palideciendo-. Pues nada de particular. Ha hecho un viento tan fuerte que me daba miedo. Estaba preocupada por ti.
-Sí, sí -masculla el hombre-. Hace un tiempo de mil demonios, pero... ¿qué podemos hacer?
Ambos guardan silencio.
-¿Sabes que nuestra vecina Simona ha muerto?
-¿Qué me dices?
-No sé cuándo; me figuro que ayer. Su muerte ha debido ser triste. Seguramente se le desgarraba el corazón al ver a sus hijos. Tiene dos niños muy pequeños... Uno ni siquiera sabe hablar y el otro empieza a andar a gatas...
Juana calla. El pescador frunce el ceño; su rostro adquiere una expresión seria y preocupada.
-¡Vaya situación! -exclama, rascándose la nuca-. Pero, ¡qué le hemos de hacer! No tenemos más remedio que traerlos aquí. Porque si no, ¿qué van a hacer solos con la difunta? Ya saldremos adelante como sea. Anda, corre a traerlos.
Juana no se mueve.
-¿Qué te pasa? ¿No quieres? ¿Qué te pasa, Juana?
-Están aquí ya -replica la mujer descorriendo la cortina.
FIN