lunes, 27 de agosto de 2018

Hall & Oates - Maneater - Subtitulada Español - Inglés

"Inés del Alma Mía" de Isabel Allende




PODCAST  

Inés del Alma Mía

Por Pi-Pío 
En Los audios de Pi-Pío 

El amor


Por Martín Kohan


Con el borde de la mano se despeja el lagrimón, y toda la tristeza se le va tan pronto como esa mojadura. No le queda ni rastro en la mejilla o en el alma. El paso por la llanura, resignado en un principio, va ganando poco a poco en decisión. Ya no va con los pies como pegados a las estrías invisibles de la pampa, empastados por un resto de barro que en verdad no existe, porque no hay ni hubo lluvia en este tiempo. Ya no: ahora se afirman poco menos que en un apuro, como si esta huida, que en efecto lo es, se hiciera bajo la acuciante inminencia de una partida de perseguidores, cuando lo cierto es que nadie viene a sus espaldas, nadie acecha, nadie acosa.
A lo lejos, nada se ve, pero se sabe: están los indios. Esa borrosa manada de indóciles son, cuando vienen, una amenaza, la peor de las amenazas, la más terrible. Pero ahora, que no vienen, sino que aguardan, son un anhelo y una esperanza. Una esperanza para Fierro, una esperanza para Cruz. Esas magras tolderías donde casi no hay cosa alguna que no sea lijosa y marrón, vale ahora por una promesa –una promesa de libertad: así la sienten– para estos dos que hasta hace poco fueran malhechor y autoridad, el forajido y la ley, dos mundos en guerra, dos formas de mundo; pero que ahora se emparejan en un mismo rencor y en un mismo anhelo.
Van los dos en completo silencio: silencio total. En parte porque la parquedad forma parte de la naturaleza de sus respectivos temperamentos; es raro que haya locuaces en el fuera de la ley y es raro también que los haya, por el contrario, o por eso mismo, entre los agentes del orden y las buenas costumbres. En parte es por eso que no se hablan para nada, y en parte por otra cosa. En un viaje es el paisaje lo que motiva la conversación: lo que se ve, lo que sucede, lo que pueda ofrecerse a la vista del que viaja. ¿Qué van a decirse estos dos en la pampa argentina tan lisa y tan hueca, en el desierto constante donde nada existe y nada pasa?
Son esas las razones más notorias del silencio y la compenetración que exhiben mientras andan. Pero en el fondo, y ellos lo saben, es otra la causa y es otra la explicación. Hay algo que ha pasado y que los dejó pensativos. Apenas si pueden, por el momento, rumiar para sí mismos, en el secreto del mundo interior, los trazos esquemáticos de sus cavilaciones. Mal podrían por ahora pronunciar palabra alguna, y de hecho no lo hacen.
Las tolderías se presentan a sus ojos de repente, sin prólogos, sin anunciarse. Es cualidad muy propia del indio ese aparecer por sorpresa. En estas condiciones resulta inofensivo y hasta simpático que así sea; en los malones, sin embargo, es lo que asegura al atacante la fiereza y el terror. Los colgajos mal zurcidos de cueros y parantes se despegan tan poco del suelo de la pampa, y es tan semejante su color y su textura al entorno rural donde existen, que es poco menos que imposible divisarlos a la distancia.
Al llegar, son bienvenidos. Parece un regreso, y no una llegada: hasta tal punto es cordial la recepción, aun en la modestia obligada de los menesterosos. Curiosamente, tan sólo las cautivas recelan. Justo esas mujeres, las únicas que habilitaban la chance de un pelo rubio o una mirada clara en medio del imperio del marrón y del marrón. Son ellas las esquivas. ¿Por qué será? Será porque no terminan de ver a dos iguales en Fierro y en Cruz, por más que vengan del lado civilizado. O será justo al revés: que los sienten así, sus semejantes, dos visitantes de su misma especie, y es eso mismo justamente lo que les provoca esta rara mortificación a la que sólo puede llamarse pudor (pudor de que las vean así, desgreñadas y percudidas, o peor que eso, tan adaptadas, tan integradas, tan hechas a esta vida entre indios y con indios).
No saben los motivos, y en definitiva no importan. No le importan a Fierro, no le importan a Cruz. Las cautivas se asoman, pispean, reculan, se esconden; a ellos no les interesa, y en definitiva no les prestan demasiada atención. Es otra su prioridad: hacerse un lugar en esta nueva vida, empezar a respirar este aire que, aunque hediondo en más de un sector del precario asentamiento, libre está para Fierro de la opresión y la injusticia que signaron sin clemencia sus últimos años de vida.
Les dan una carpita chica, algo apartada de las fogatas del medio. Pero qué puede afectarles esta leve marginación, cuando lo cierto es que visiblemente los reciben y los aceptan. Con esmero de recienvenido, empiezan a acomodarse en su flamante sitio. Despejan el suelo de astillas y piedritas que, aunque ahora no se noten, a la noche, con las horas, lastimarían la espalda. Estiran un poncho aquí, acomodan lumbre allá. Hacen bulto en una manta, para que sirva de almohada. Se hacen dueños del lugar.
–Prefiero dormir, Tadeo, más cerquita de la puerta, para dar pronta respuesta si en un peligro me veo.
Cruz escucha con atención estas palabras de Fierro, y se acongoja. Le da pena ver hasta qué punto el pobre no logra desprenderse todavía de los reflejos del perseguido. No le contesta nada, le parece preferible. A cambio le hace ver que, por las rendijas generosas de los cueros que los cobijan, la luz del atardecer va menguando. Es el comienzo de la noche.
Martín Fierro, mientras tanto, se va sacando las botas. Los pies los tiene llagados por las largas caminatas. Enrojecidos, como con furia, se le hincharon en la parte de los dedos y en las plantas exhiben los globos amarillentos de unas ampollas turgentes. Cruz los mira y frunce el ceño. Fierro se sopla los empeines, buscando darse alivio. Quizá convenga remojarlos más tarde.
No cruzan palabra alguna los dos hombres entre sí. Están metidos otra vez cada uno en sus pensamientos. No obstante esos pensamientos, y puede que ellos lo sepan, son los mismos exactamente, o en su defecto muy semejantes. Piensan, evocan, sopesan, dirimen: los dos sobre lo mismo. Sobre el beso que se dieron hace horas en la pampa. Un beso de hombres, según quedó aclarado. Se dieron un beso de hombres. ¿Y de qué otra clase se iban a dar, si al fin de cuentas hombres son? Se besaron en la boca, entreverando las barbas, ayudando a la apretura de los labios con una mano apoyada en la nuca del otro, una mano que muda decía: vení para acá. Se besaron, sí, en la llanura. En la llanura y en la boca. Beso de hombres: así tal cual se consignó. El vuelo de un chajá fue testigo de ese hecho.
Ahora se aflojan los dos, se acomodan para el descanso. El rezongo de las ranas les hace saber que hay agua cerca, y también que se han apagado los últimos destellos de sol en el cielo. Cruz se inclina sobre el cuenco que alberga una llama y enciende con la vista fija esa viruta entubada en papel que va a fumarse mientras cavila. El olor oscuro del humo se mezcla con la acidez que despiden en el aire los pies desnudos de Fierro. Fierro se calla, se calla Cruz. Los ojos se ven muy abiertos a la pobre luz del fueguito.
De pronto irrumpe en la carpa la cara de una india vieja. Asoma la cabeza por la abertura del frente, las tetas le cuelgan tanto que el suelo parece llamarlas. Lo que dice no se entiende, pero el gesto que les hace sí. Después se va, posiblemente tosiendo, sin esperar la respuesta. Cruz se incorpora con ademanes lentos, como si hubiese alcanzado a dormirse y ahora se despertara. Fierro amaga con ponerse las botas y descubre en un instante, con emoción podría decirse, que ya no hay necesidad de hacerlo, que ya no tiene por qué.
Los indios están comiendo alrededor de las brasas, a esto se debía el llamado de la vieja. Fierro se arrima, con expresión agradecida, y unos pasos más atrás lo viene acompañando Cruz. Se acuclillan a la par y les arriman unos platos de barro con algo espeso volcado encima. No se sabe muy bien qué es, pero nada ganarían con averiguarlo. Es turbio y lo cruzan manchas, el menjunje en la boca no quema pero tarda un poco en diluirse para ser tragado.
Muy cerca de ellos, una cautiva parece interesarse, mientras se lleva a la boca la misma pasta que los demás. Le caen sobre los hombros unas crenchas deslucidas, pero en el color de sus ojos persiste una especie de atractivo que no quiere extinguirse del todo. Mira con alguna insistencia al lugar donde se encuentran tanto Fierro como Cruz; pero a quien mira no es a Cruz, es solamente a Fierro. Lo mira, sin embargo, con una expresión que Cruz, atento a la circunstancia, distingue perfectamente bien. La distingue bien, y además la reconoce, porque sabe que él miró también así, y al que miró también así no era otro sino Fierro. El acero de los brazos, las manos invencibles, la espalda venturosa, la boca de varón. Lo miró también así, apenas lo distinguió, cuando él era todavía un sargento y comandaba todavía una partida policial. No toleró no estar del lado de ese hombre, al lado de ese hombre; no consintió que pudiendo juntarse con él debiese plantársele enfrente. Profirió entonces una excusa sonora que los demás ni siquiera escucharon. Se pasó con dos trancos seguros de un lado del mundo hacia el otro.
Ahora le sube a la boca el gusto amargo del sufrimiento. Muele entre los dientes ese guiso que no le ofrece resistencia, pero estira el maceramiento cuando advierte que no lo va a poder tragar. Un rencor desconocido lo sofoca en la garganta. La mujer no para de insinuarse y a él se le cae el plato de las manos. La comida se derrama, revelando su evidente parecido con la tierra. Se le ven las rodillas a la cautiva astuta, el comienzo de los muslos se le ve. A Cruz le tiemblan las manos.
Junta como puede la comida sobre el plato, no vaya a ocurrir que se piense que hay desprecio o negligencia de su parte. Pero seguir comiendo ya no puede. Empuja lo que tiene todavía en la boca con un trago de aguardiente, hace un gesto difuso que ni él mismo entiende del todo, se para, se incorpora, se va. Se mete entre los trapos que ahora le sirven de casa y se acuesta solo a morder la rabia que le está raspando las muelas. Aprieta los puños no menos que los dientes. Quisiera poder dormirse del todo y ya mismo, pero de pronto quisiera también quedarse despierto siempre y no volver a dormirse jamás.
En eso está, casi lloroso, cuando sin más aparece Fierro. A Cruz le parece adivinar que se apuró a venir, que se apuró a volver. Lo siente llegar, agacharse para entrar, lo siente pisar el suelo compacto y volcar su cuerpo gaucho en dirección al descanso. El sosiego más infinito lo invade como por milagro. Martín Fierro está de vuelta, se ha acostado junto a él. Boca arriba, lo mismo que él, con la respiración vidriosa del que tanto ha trajinado.
–Nada mejor que dormir con la panza bien llenita. Cuando el hambre se me quita, es que puedo discernir.
Cruz se pregunta si tendrá que tomar estas palabras como una despedida hacia el sueño, pero nota que Fierro no se duerme todavía. Le gusta comprobar que se prolonga este preludio compartido de lo que será una noche juntos. Van a dormir, pero no duermen. Una mano de Cruz, una mano de Cruz más que Cruz, se mueve como por reflejo hacia el lado donde está Fierro. Y en ese breve trayecto se encuentra, no ya con Fierro, sino con la mano de Fierro, con una mano de Fierro. Una mano que por algún motivo está con la palma vuelta hacia arriba, como si estuviese por caso pidiendo algo, o más bien esperando algo. Por ejemplo, esto que llega: la mano de Cruz.
Los dedos se entrelazan con una fuerte presión al principio, pero muy pronto se aflojan para empezar a acariciarse. En medio de tanta aspereza se descubren suavidades. Entre los callos costrosos del trabajo y el trato severo, hay atajos casi secretos por donde deslizarse en lo blando. Así se entienden en la noche las manos de Fierro y de Cruz. Hasta que la mano de Fierro se resuelve, como si pudiese tener paciencia y por lo tanto perderla, a adueñarse de la mano de Cruz y a convertirse en su tutora y su guía.
Cruz intuye lo que pasa, y por eso se deja llevar. Fierro le arrastra la mano hasta hacerla reposar justo ahí donde quería (justo ahí donde quería quién: donde quería Fierro, donde quería Cruz). Una emoción desconocida y rara, una especie de ebriedad nunca antes alcanzada, se adueña de Cruz cuando aferra entre sus dedos el socotroco de Fierro. Fierro en sus manos: eso que tanto quiso. Es suya por fin esa parte que ávido conjeturó, sable en mano todavía y en plena redada policial. La atesora con fervor entre los dedos, y le pica de pronto la curiosidad de saber si en su boca cabrá eso que en la mano del todo no cabe. Porque el socotroco de Fierro asomó ya muy despierto, y Cruz ahora se entiende directamente con él. Soba, prueba, saborea. ¿Se ahoga? ¿No se ahoga? ¿De pronto será su campanilla, ahí en el fondo del gañote, parte de este mismo asunto?
La noche se puebla de resoplidos de Fierro. La cabeza de Cruz sube y baja, pero con lentitud, como si alguno le estuviese explicando alguna cosa y él asintiera de continuo para hacerle ver que comprende. Lo crecido crece todavía más, y Cruz ya no da crédito. Su propio entresijo se enciende y pide libre paso, una leve brisa mueve no poco los cueros, pero es tanto el calor que se siente que ellos dos ni se dan cuenta.
–Vos date vuelta, Tadeo, que me voy a acomodar, con tantas ganas de entrar que la hora ya no veo.
Bastan esas pocas palabras para decir el deseo de Fierro, pero al sonar han dicho también, en gozosa coincidencia, justo el deseo de Cruz: lo mismo que él estaba esperando. Gira de una sola vez para estar ya boca abajo. Sus manos gauchas han atinado a despejarle el camino a Fierro: no existe para él más obstrucción de calzones o bombachas. Es un convite neto y lindo, una delicia. Se oye claro que Fierro escupe, pero ¿qué es lo que escupe exactamente? ¿Sus dedos lubricantes, el socotroco, el culo redondo de Cruz? Lo que sea, y acaso todo a la vez; da lo mismo, a decir verdad. Lo que cuenta es que ya se desploma sobre la ansiedad del compañero, que acomete sin resuello, embate recto, rompe y raja, entra por fin.
¿Es pura idea de Cruz, o las ranas se han callado? Lo único que ahora se escucha en la noche entre los indios son sus dos respiraciones. Se diría por su sonido marcado que el aire primero no quiere entrar y después no quiere salir, que todo hay que hacerlo con esfuerzo y con ahogo. Martín Fierro se sacude sobre Cruz, sacude a Cruz, presiente que nunca estuvo en su vida tan cerca y tan dentro de nadie. Un desparramo indoloro de chambergos y botas en torno se produce porque los hombres se agitan ya sin control.
Los dos al tiempo y juntitos, como hechos de un mismo palo. Fierro se derrama en Cruz, y Cruz en la llanura pampeana. Las simientes casi en hervor van adonde mejor les toca: a lo más hondo del culo o al polvo que es destino del hombre. Después de tanto curvarse, es un aflojamiento general lo que sucede en la carpa prieta. Fierro con toda ternura, encima de Cruz todavía, deja que la respiración se sosiegue junto al pelo y la oreja y la boca del otro. Le juega con un dedo en los rulos endurecidos de la nuca. Le dice cosas.
–Tadeo, lindo Tadeo: qué manera de quererte. Es el goce de tenerte el solo dios en que creo.
Se echan mansos el uno junto al otro. Se pasan de mano en mano el cigarro que Cruz ha encendido. Ven los humos que cada uno sopla mezclarse en el aire y hacerse uno. Sonríen satisfechos: son felices y lo saben. Han descubierto el amor.
https://www.pagina12.com.ar/diario/verano12/23-161693-2011-02-04.html

Erik Grieg



por Martín Kohan
Todo el mundo sabe que una puta no besa: que para sostener la ficción de su entrega es necesario omitir, por lo menos, dos o tres circunstancias: la exigencia del pago previamente acordado, cierto aire de ausencia, que se nota pese a cualquier esmero, y la renuencia a besar. Por eso, cuando esa mujer, a la que había elegido en un bar cercano al puerto por percibir en ella algo indefinido pero especial, acercó los labios entreabiertos a los suyos, abiertos también, pero en el goce, para besarlos o, en realidad, para hacerse besar, se sintió Erik Grieg primero confuso, más aturdido aún de lo que ya estaba por culpa del alcohol; pero luego, de inmediato, se sintió también extrañamente feliz. En medio de esa euforia soltó unas pocas palabras entrecortadas, en una lengua que de todas formas la mujer no podía comprender, se tensó en un instante en el que pareció de piedra, y por fin se recostó, ya distendido, junto a la puta que lo había besado.
No hubo otra ternura en el pequeño cuarto incierto, más que ese beso que pronto pareció no haber ocurrido. La puta se quedó distante, o más bien triste, mirando las manchas que había en el techo; el marinero se vistió callado, dejó en una mesita todos los billetes que tenía, y se fue como si nunca hubiese estado.
Erik Grieg
Sin nombre, casi sin cara, sin voz y sin palabras, esa puta estaba, como casi todas, destinada al olvido. A Grieg pronto se le confundirían los dos días pasados en una remota ciudad llamada Buenos Aires, con los de todos los otros puertos y todas las otras putas que lo esperaban todavía, antes de estas de regreso en Helsinki. Su barco zarpaba esa misma noche: del humo de ese bar oscuro y del encuentro, apresurado y mudo, en la habitación desolada, pronto no quedaría más que un relato hecho en altamar, exagerado en medio de las carcajadas y de los alardes de los otros marineros.
Sin embargo, Grieg abandonó de ese confuso bar de puerto, salió a la calle calurosa y quieta, tratando de despejarse un poco antes de volver a bordo y presentarse ante el capitán. Anduvo algunas cuadras sin pensar en nada ni cruzarse con nadie. Llegó hasta el río y ni siquiera lo miró: para mirar desde la orilla un río o un mar, o un río que se parece a un mar, hay que no ser marinero. Grieg se sentó a fumar y dejó que la brisa le temblara en la ropa blanca. No se fijó en la hora, pero sabía que tenía tiempo. Ni cuenta se dio  que volvía a pensar en la puta, hasta que al final acabó por admitirlo.
Regresó al bar y buscó a un compañero que pudiera prestarle algo de plata. Encontró a Gustav, más colorado su rostro de lo que siempre estaba, borracho y locuaz, dos mujeres casi desnudas fingiendo comprender las cosas que él les decía y riendo exageradas. Más por ufanarse frente a esas mujeres que por verdadera generosidad, le alargó a Erik un montón de billetes medio arrugados. Erik Grieg se guardó el dinero en un bolsillo y se fue ahora a buscar a la puta con la que había estado hacía un rato. En el lugar había más sombras que luces, y las pocas luces que había se azulaban por el humo, pero no fue por eso que no la encontró. No la encontró porque no estaba. Le bastó a Grieg esa comprobación para que las ganas que tenía de volver a estar con la misma mujer de antes se convirtieran en deseo y ansiedad. Supuso que la mujer estaría ahora con otro: es inaudito, pero la celó. Se sentó a esperarla. Recordó el beso de esa puta y la idea de no volver a verla decididamente lo angustió.
Pasaron unas dos horas: nadie usaba a una mujer durante tanto tiempo en un bar de marineros. Entonces volvió Grieg a salir a las calles casi desiertas de los bordes de la ciudad, no para despejarse de la borrachera ni tampoco para retornar a su barco, pese a que ya no faltaba tanto tiempo para la hora de la partida. Salió para encontrar a aquella mujer en una esquina o en un umbral.
Otras putas se le acercaron; estaban donde parecía que no había nadie y no empleaban más que gestos, porque con los gestos les bastaba. Las putas son casi intercambiables; Grieg las ignoró, sin embargo, no bien verificó que ninguna de ellas era la mujer que él andaba buscando. Regresó al bar y después regresó a las calles: la mujer no estaba en ninguna parte y él se sintió desesperar.
Llegó la hora en que su barco partía. Grieg se detuvo bajo un farol de luz imprecisa, sacó de su bolsillo el dinero que había conseguido y lo contó. El beso imposible de esa puta volvió a cruzar por su memoria. Hacía calor, pero empezaba a lloviznar. Erik Grieg decidió que no retornaría al barco, que lo dejaría ir y que se quedaría en esta ciudad que desconocía y cuyo idioma no hablaba ni alzaba a comprender.
No tenía nada para hacer y nada hizo en los días que siguieron. Durmió durante el día, tirado entre las sogas y las bolsas del puerto; en las noches, recorría los bares de las orillas, buscando, urgente, a la mujer de aquella vez. En recuerdo y la invención no tardan, por lo general, en mezclarse, pero para Erik Grieg el encuentro de esa noche se volvía cada vez más nítido en su memoria. Evocaba el momento en el que, recorriendo con la mirada la hilera de putas que se le ofrecían, había elegido a ésa, a ésa y no a otra, no otra de cuerpo más tentador o de boca más provocativa. Eligió a ésa precisamente porque le pareció tímida y cohibida, porque no estaba vestida como para atraer a un hombre. Estuvo con ella y supo que era tanto una mujer como una muchacha apenas; que, en efecto, nada hizo con gracia ni con desenvoltura, que parecía temerle o tal vez estar pensando en otra cosa. No fue displicente con él, pero no pareció importarle tampoco convencerlo de nada. Más que hacer se dejó hacer, y en apariencia todo le resultaba desconocido.
Sólo cuando lo besó, en realidad, sólo al rozarlo con esa boca inesperada y ofrecerle sus labios sin humedad, pareció la mujer considerar su presencia y hacer algo con respecto a él. Ese beso pasó rápido, intenso pero fugaz, tan extraño a toda la situación (a la puta lejana, a la sordidez de esa habitación de burdel y a la propia rudeza de un marinero como Erik Grieg), que no bien pasó se esfumó, y no quedó, irrepetible, más que en su memoria (pero en su memoria quedó definitivo, imborrable).
Pasaron algunos días; a fuerza de deambular entre barcos y muelles, que era, en la extrañeza de esta ciudad, el único mundo que podía reconocer, consiguió Grieg que lo aprovecharan para algún trabajo ocasional y así pudo ganar un poco más de dinero. Con el correr de esos días pudo también aprender algunas palabras de la lengua de la ciudad; las primeras que logró balbucear eran las que necesitaba para describir a la mujer a la que estaba buscando: esa obsesión era lo único que Erik Grieg tenía para decir.
La puta de aquella noche no volvía a aparecer, pero además todos negaban recordarla o conocerla. Ni las otras putas, que, merodeando en una misma zona de la ciudad, se conocen siempre unas a otras, ni tampoco los rufianes o los taciturnos que frecuentan estos bares supieron nunca decirle a Grieg nada de ella. Desesperando ya por su ausencia, temiendo que la búsqueda pudiese llevarle años o que, peor aun, pudiese no llegar nunca a su fin, una noche cometió Grieg la razonable torpeza de tratar de olvidarla. Después de beber ginebra y ensimismarse durante casi tres horas, eligió, si cabe decir acaso que Grieg pudiese elegir nada, a una puta muy joven y muy alta, de cuerpo generoso y risa fácil. Se fue con ella a un cuarto que se parecía mucho al cuarto de aquella otra noche, pero eso porque todos los cuartos en los burdeles de un puerto se parecen entre sí. Estuvo un rato con ella (desde la vez de la otra puta, la inolvidable, no había vuelto a estar con ninguna). Ella le entregó su alegría inverosímil y algunos suspiros que no pertenecían a esa noche; él le entregó un mismo montón de billetes arrugados sobre la mesa de luz. Después, acomodando todavía su ropa, Grieg salió de vuelta a la calle, y nunca el mundo le pareció haber quedado tan igual que antes.
Esa noche hubiese sido capaz de matar, con tal de encontrarse otra vez con la puta que lo había besado. El tiempo que acababa de pasar con otra, resoplando entre su pelo rojo y viendo temblar su cuerpo debajo del de él, no sirvió más que para comprobar lo que, de todas formas, ya sabía: que la salida no era pagarse una puta más bella, más hábil o más atrevida que aquella a la que quería olvidar, porque la que quería olvidar no había sido especialmente bella, ni había sido demasiado hábil, y nada le había resultado más ajeno que el atrevimiento. Su aspecto no era semejante a de las putas que frecuentan a los marineros cerca de los puertos; parecía una mujer común y corriente (Grieg lo supo cuando, en una lengua que no era la suya, necesitó describirla). Lejos de toda audacia, cada uno de sus ademanes pareció tener que sobreponerse a la timidez y al temor. No fue desenvuelta ni tampoco se esforzó, según suelen hacer las putas para destacar en el hombre su virilidad. Fue queda y hasta melindrosa, y si el beso que le dio o se hizo dar se volvió increíble, fue no sólo porque proviniera de una puta, sino porque a esta puta en particular parecía faltarle toda iniciativa. Recordando nuevamente la manera en que sus bocas por única vez se habían juntado, se durmió Grieg sobre unas bolsas de arpillera, bajo el cielo de Buenos Aires y sin abrigo, mientras algunos gatos, cerca de él, se paseaban sigilosos.
No bien tuvo el dinero suficiente, Erik Grieg volvió a pagarse una mujer: fue torpe dos veces, y la segunda, más que la primera. Y eso porque esta vez, valiéndose de su incipiente español y del dinero de que disponía, le puso a la puta que había elegido, como única condición para ir con ella y no con otra, que durante su encuentro ella lo besara. La mujer lo pensó un momento y luego pronunció una cifra (la cifra era más del doble de la que habitualmente se estipulaba), porque si bien es cierto que las putas no besan, que determinadas formas del afecto las retacean y las preservan con recelo, también es cierto que muchas veces basta con acordar un pago para que una puta haga lo que de otra forma no haría (en las narraciones oídas a bordo durante tantos viajes a través del mundo, Grieg había sabido de las inclinaciones más extrañas, escatológicas o humillantes, exigidas, por dinero, a alguna puta; lo que él pedía, al fin de cuentas, era apenas que lo besaran).
La boca de esa mujer era tibia como su cuerpo, y al igual que su cuerpo, vibraba y se entreabría en la oscuridad. Pasaron a la habitación, vestidos todavía, y la puta ya besaba al marinero; lo besó mientras se echaban, desnudos, entre las sábanas ásperas y frías de esa cama ajena; mientras lo envolvía con sus brazos y lo recibía sobre su cuerpo, no dejó de besarlo; lo besó más intensamente cuando más intenso fue el temblor del marinero (y  más intensas las palabras que, en una lengua incomprensible, él le decía). Después Erik Grieg volvió a echar el dinero sobre la pequeña mesa de madera, se vistió rápido, y salió sin decir nada.
Esa noche se emborrachó por pura desesperación. Bebió con avidez, un trago tras otro. Hubiese querido pelearse con alguien, lastimarlo o hacerse lastimar, pero ni siquiera halló la ocasión de provocar una pelea. Hubiese querido ser capaz de estar en Helsinki o en altamar, pero no lo era. Seguía buscando a esa puta, seguía escrutando, ya casi por costumbre, el rostro de cada una de las que llegaban al bar desde la calle o bajaban desde las habitaciones del piso de arriba. Si algo le faltaba para saber que aquella mujer resultaría única, eso eran los besos vacíos e inútiles, profusos, prescindibles, del último encuentro.
En medio del aturdimiento del alcohol y la tristeza, pensó Grieg confusamente en lo que le pasaba, y trató de imaginar, tan sólo para su desconsuelo, cómo sería la vida de esa mujer inefable a la que no conseguía reencontrar. Pensó, creyó descubrir, que no era una puta típica de los burdeles de marineros y que en eso consistía su peculiaridad. Habría de ser una puta acostumbrada a hombres no tan toscos, no tan arduos, y que por alguna razón inescrutable había venido a ofrecer sus suaves maneras, por una noche, a un bar de la zona baja.
Si así eran las cosas, pensó Grieg, torcido sobre una silla, una mano colgando junto al cuerpo, la otra sujetando una botella oscura, la búsqueda debía ampliarse: ya no había que indagar solamente entre las calles penumbrosas de los límites de la ciudad, sino también en otros barrios, en otros mundos: son pocos aquellos en los que las putas faltan.
Pronto Erik Grieg descartó la idea, no supo si con alivio o con pena. Es cierto que pensar en la sutileza de esa mujer no era del todo injusto, pero tampoco podía decirse que su atractivo fuese la exquisitez propia de una prostituta más refinada de las que frecuentaban él y hombres como él. La reticencia, el pudor mal disimulado, el beso imposible que de alguna manera derivó en todo eso, no correspondían a una prostituta que hiciese de lo suyo una especie de arte. Las actitudes de la mujer de aquella noche, semejantes siempre a un simple tanteo, parecían corresponder más a una puta que conocía poco lo que estaba haciendo, que a otra que lo conociera demasiado bien.
Fue así que estableció Grieg lo que podría considerarse una primera certeza: la puta con la que había estado aquella noche, era virgen. La idea, por algún motivo, lo entusiasmó. Sabía que la posibilidad de iniciar a una muchacha  era una especie de privilegio, un privilegio difícilmente accesible para un simple marinero nórdico como él. Lo que lamentó, eso sí, fue no haber sabido de antemano que esa muchacha iba a entregarse a un hombre por primera vez. Recordó el relato de un viejo marinero del que llegó a hacerse casi amigo durante un viaje por la costa de Brasil: todos sus ahorros, un reloj relativamente apetecible y buena parte de su ropa de trabajo, los había empleado aquel hombre para pasar una noche con una niña virgen, con una puta holandesa de once años de edad. Le extrañó a Grieg que la puta con la que había estado, y que pese a ser mayor que aquella niña, era igualmente virgen, no hubiese hecho valer esa condición para tratar de obtener, a cambio de su entrega, una suma más elevada. La hipótesis de la virginidad le permitió entender a Grieg el extraño comportamiento que esa mujer había tenido todo el tiempo, y también, posiblemente, entender incluso esa ráfaga excepcional en la que lo había besado. Con eso no explicaba, sin embargo, por qué aquella puta no había vuelto a aparecer, por qué nadie la conocía, ni le permitía tampoco descubrir la forma de volver a encontrarla (ninguna otra cosa le importaba ya, en eso empezaba y terminaba su vida).
Se quedó Grieg perplejo y algo adormecido. En el bar había un grupo de marineros que cantaban a coro, eran argentinos y festejaban algo que a él no le importó. Sobre la mesa larga y firme, una puta bailaba y amagaba desnudarse. Desde abajo, golpeando la mesa con los puños, otros hombres la alentaban a que lo hiciera, le arrojaban billetes mojados o la aplaudían. Uno que estaba solo, no se sabe por qué, la insultaba en portugués.
De pronto, en medio del bullicio, una idea extraña se le ocurrió a Erik Grieg. Esa idea lo despejó en un instante: Grieg sintió despertar y tuvo que repetirse a sí mismo la idea que había tenido, como si en vez de eso fuese una frase que otro le dijera y que él no había oído bien. Esa mujer, pensó Grieg, no era una puta. Era, muy probablemente, virgen todavía, o poco menos; pero, además de eso, no era puta, y así todo se explicaba: los gestos que, queriendo ser firmes, decididos, en verdad todo el tiempo vacilaban; la distancia, la indiferencia, el desapego; de pronto: el beso; el desinterés por el dinero; el hecho de que nadie la conociera y que ella nunca hubiera vuelto a aparecer.
No habían sido pocas las desdichas de Erik Grieg en las últimas semanas. Lo poco que era, lo poco que tenía, lo había perdido por el propósito de buscar a una mujer. Ahora se sentía más infeliz que nunca: sabía que esa búsqueda era poco menos que infinita y que, por lo tanto, nunca se liberaría de su agobio. De haber sido aquella una puta orillera, él habría tenido que persistir, con la constancia de los obsesionados, en los bares y en las calles de los alrededores del puerto para volver a dar con ella. Si hubiese sido, en cambio, como llegó a suponer, una puta de ambientes más considerables, él habría tenido que trajinar otros sitios no siempre de fácil acceso, otras formas de llegar a un mismo fin (un hombre que paga, una mujer que finge su entrega). Pero al ser, como era, una simple mujer y no una puta, la búsqueda de Grieg excedía ahora los límites de los burdeles o de las casas de citas: la búsqueda de Grieg abarcaba ahora la ciudad entera y a todas las mujeres que vivían en ella.
Erik Grieg salió a la calle y se alejó de la zona del puerto. No le interesó irse a recorrer otras partes de lo que era Buenos Aires en 1922; más bien quiso dejar atrás todo lo que había pasado, y olvidarlo. Mientras caminaba, sin embargo, con paso apurado y sin destino, no pensaba más que en la mujer de aquella noche. Se preguntó, sin dar con una respuesta posible, qué razones habría tenido para hacerse pasar, esa vez, por prostituta. Supuso que tramaba algún plan, y que por eso parecía estar pensando en otra cosa (todas las putas piensan en otra cosa, pero como esta no lo era, se le notaba demasiado). Dedujo, y dedujo bien, que ese encuentro con un hombre cualquiera, en un lugar cualquiera, era una parte del plan que urdía. Lo que ella quería, pensó Grieg, y pensó bien, era infligirse la humillación de ese encuentro, tal vez para aumentar su odio hacia alguien, tal vez para darse impulso hacia algo. Supo así, sin que nadie lo aliviara ya de tanta pena, que el beso que le había dado no fue una muestra de sutileza erótica, ni mucho menos una expresión de afecto que ella no supo o no quiso reprimir, sino, por el contrario, una forma casi perversa de aumentar esa humillación a la que la mujer se entregaba. La imaginó esa noche, ya sola en el cuarto, ni bien él había partido. La imaginó, y la imaginó bien, rompiendo el dinero que él le había dejado. Apenas lo hizo, la mujer se arrepintió: romper el dinero es una impiedad. Es como tirar el pan.


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Martín Kohan nació en Buenos Aires en enero de 1967. Enseña Teoría Literaria en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad de la Patagonia. Ha publicado tres libros de ensayos, Imágenes de vida, relatos de muerte. Eva Perón, cuerpo y política (1998; en colaboración con Paola Cortés Rocca), Zona urbana. Ensayo de lectura sobre Walter Benjamin (2004) y Narrar a San Martín (2005); tres libros de cuentos, Muero contento (1994) y Una pena extraordinaria (1998) y Cuerpo a tierra(2015). Algunas de sus novelas son: La pérdida de Laura (1993), El informe(1997), Los cautivos (2000), Dos veces junio (2002) y Segundos afuera (2005).




sábado, 25 de agosto de 2018

Trailer Ciudadano Kane

Cuento de Pedro Orgambide: La intrusa

Cuento de Pedro Orgambide: La intrusa



 Fuente de la imagen

La intrusa, un relato corto de Pedro Orgambide





      Ella tuvo la culpa, señor Juez. Hasta entonces, hasta el día en que llegó, nadie se quejó de mi conducta. Puedo decirlo con la frente bien alta. Yo era el primero en llegar a la oficina y el último en irme. Mi escritorio era el más limpio de todos. Jamás me olvidé de cubrir la máquina de calcular, por ejemplo, o de planchar con mis propias manos el papel carbónico.

El año pasado, sin ir muy lejos, recibí una medalla del mismo gerente. En cuanto a ésa, me pareció sospechosa desde el primer momento. Vino con tantas ínfulas a la oficina. Además ¡qué exageración! recibirla con un discurso, como si fuera una princesa. Yo seguí trabajando como si nada pasara. Los otros se deshacían en elogios. Alguno deslumbrado, se atrevía a rozarla con la mano. ¿Cree usted que yo me inmuté por eso, Señor Juez? No. Tengo mis principios y no los voy a cambiar de un día para el otro. Pero hay cosas que colman la medida. La intrusa, poco a poco, me fue invadiendo. Comencé a perder el apetito. Mi mujer me compró un tónico, pero sin resultado. ¡Si hasta se me caía el pelo, señor, y soñaba con ella! Todo lo soporté, todo. Menos lo de ayer. “González -me dijo el Gerente- lamento decirle que la empresa ha decidido prescindir de sus servicios”. Veinte años, Señor Juez, veinte años tirados a la basura. Supe que ella fue con la alcahuetería. Y yo, que nunca dije una mala palabra, la insulté. Sí, confieso que la insulté, señor Juez, y que le pegué con todas mis fuerzas. Fui yo quien le dio con el fierro. Le gritaba y estaba como loco. Ella tuvo la culpa. Arruinó mi carrera, la vida de un hombre honrado, señor. Me perdí por una extranjera, por una miserable computadora, por un pedazo de lata, como quien dice.



 Otros cuentos de Pedro Orgambide



 Literatura latinoamericana

A INTRUDA - Filme brasileiro

viernes, 24 de agosto de 2018

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Conversaciones en el laberinto - 2. Borges y la poesía (Jorge Aulicino)

Buenos Aires

Jorge Luis Borges


Y la ciudad, ahora, es como un plano
De mis humillaciones y fracasos;
Desde esa puerta he visto los ocasos
Y ante ese mármol he aguardado en vano.
Aquí el incierto ayer y el hoy distinto
Me han deparado los comunes casos
De toda suerte humana; aquí mis pasos
Tejen su incalculable laberinto.
Aquí la tarde cenicienta espera
El fruto que le debe la mañana;
Aquí mi sombra en la no menos vana
Sombra final se perderá, ligera.
No nos une el amor sino el espanto;
Será por eso que la quiero tanto.
 
Dibujo de Adriana Figueredo

Conversaciones en el laberinto - 1. Borges y los mitos (Liliana Bodoc)

Perderse en el laberinto de Borges, en Venecia


Ubicado en la isla de San Giorgio Maggiore, está inspirado en un cuento del escritor argentino

Perderse en el laberinto de Borges, en VeneciaAmpliar foto
Bajo el cielo límpido de Venecia, dos niños juegan a encontrar la salida de un laberinto enorme: ocupa un área de 2.300 metros cuadrados y lo forman 3.250 plantas de 75 centímetros de altas. Corren felices. Nunca antes habían visto nada igual. Sí, cómo no, solo en los dibujados animados y en videojuegos. Corren. Se pierden.Vagan confundidos. Los chiquillos revolotean en uno de los sitios más tranquilos y hermosos de Venecia: el Laberinto de Borges, en la isla de San Giorgio Maggiore.
Fue construido hace un par de años en esta pequeña isla, que durante siglos fue la morada de monjes benedictinos y hoy es la sede de la fundación Cini. En este sitio tan especial reina el silencio (hasta que llegaron los dos pequeños). En la obra de Borges, el laberinto es un tema recurrente. Un símbolo para representar el miedo y la esperanza, pues cada laberinto posee una lógica para perderse y encontrar la salida.
En el cuento Los dos reyes y los dos laberintos Borges deja clarísimo el concepto. “Cuentan los hombres dignos de fe (pero Alá sabe más) que en los primeros días hubo un rey de las islas de Babilonia que congregó a sus arquitectos y magos y les mandó a construir un laberinto tan perplejo y sutil que los varones más prudentes no se aventuraban a entrar, y los que entraban se perdían. Esa obra era un escándalo, porque la confusión y la maravilla son operaciones propias de Dios y no de los hombres. Con el andar del tiempo vino a su corte un rey de los árabes, y el rey de Babilonia (para hacer burla de la simplicidad de su huésped) lo hizo penetrar en el laberinto, donde vagó afrentado y confundido hasta la declinación de la tarde. Entonces imploró socorro divino y dio con la puerta”…
El laberinto veneciano se inspira en El jardín de senderos que se bifurcan, otro cuento de Borges que cuenta la historia de un chino sabio obsesionado con un laberinto. Desde un pequeño anfiteatro, adyacente, se observa un verdísimo libro abierto, en el cual, desde arriba se lee BORGES, en mayúsculas, por supuesto. Hay presentes otros símbolos recurrentes en la literatura del autor, como los espejos, el tigre, el signo de interrogación, la arena, el bastón...
Este laberinto de la isla de San Giorgio Maggiore es obra del arquitecto británico Randoll Coate, amigo de Borges. Tras la muerte del escritor argentino, en 1986, Coate lo soñó tal y como se puede recorrer hoy en Venecia.
Nunca he estado en el otro laberinto de Borges, en Los Álamos, provincia de Mendoza, Argentina. Y, sin embargo, he de decir que caminar por el de Venecia zambulle al viajero en el universo de Borges del modo que tal vez él hubiera querido.
Los chiquillos encuentran con dificultad la salida. Cuando se reúnen con su madre le dicen: “era muy grande este señor, Borges”.

Un laberinto en Mendoza, gemelo de otro en Venecia

El sueño realizado de un paisajista. Hoy se inaugura un laberinto idéntico al de Mendoza en la isla San Giorgio en Venecia

El misterio de los laberintos atrapa a los individuos desde pequeños. En Mendoza, “El laberinto de senderos que se bifurcan”, creado en homenaje a Jorge Luis Borges y diseñado por el inglés Randolph Coate, es un imán para los chicos El sitio es mágico. Un manto de arbustos, del tamaño de una cancha de fútbol, evoca a un libro abierto. En una vista aérea puede leerse “Borges”, como en un espejo. Los senderos dibujan otros símbolos de la dimensión borgeana; además del espejo, “una cosa gris”, como el autor lo llamó en su poema “Un ciego”. Hay relojes de arena, un bastón, signos de interrogación, los nombres Jorge y Luis escondidos, la cabeza de un león y las iniciales de María Kodama, su viuda y guardiana literaria.
El primer homenaje “vivo” a Borges, como enfatiza la familia Aldao, que atesora esta creación, fue construido en la estancia Los Álamos. Son 200 hectáreas en San Rafael, a 250 kilómetros de la ciudad de Mendoza. El entramado verde se levanta detrás de una casona de 1830 de la familia Bombal. Es un museo habitable, con murales de Raúl Soldi, Héctor Basaldúa, un tapiz de Norah Borges, la hermana del escritor, manuscritos de Manuel Mujica Lainez y una colección de libros españoles e ingleses.
En el jardín, los arbustos de boj recrean el laberinto y superan el metro de altura. Fueron implantados en octubre de 2003, después de 10 años de esperar y fracasar en el intento de que algún funcionario de la ciudad de Buenos Aires aprobara la obra, que iba a construirse frente a la Biblioteca Nacional. Coate era un joven diplomático inglés cuando conoció a Susana Bombal, escritora, amiga personal de Borges y propietaria de Los Álamos. Cuando muere Borges, el paisajista tuvo un sueño en el que aparecían el escritor y su laberinto. En una carta, le relató ese sueño a Susana y le propuso hacer una representación en Argentina. Cuando la escritora murió a principios de los 90, su sobrino nieto Camilo Aldo (hijo), encontró la carta y junto con sus amigos Mauricio Runno, Gabriel Mortarotti y Andrés Ridois, emprendieron el sueño de plasmar el laberinto, Hoy, a 25 años de la muerte de Borges, un laberinto idéntico será inaugurado en la isla de San Giorgio en Venecia. El de Mendoza encenderá sus luces cerca de las 3 de la madrugada argentina, para establecer un puente cultural entre el Viejo y el Nuevo Mundo.