sábado, 27 de octubre de 2018

Ermanno Olmi y el “El árbol de los zuecos”


Aunque el hecho no está asumido, cuando decimos que vemos cine tendríamos que decir que vemos el cine, primordialmente, vemos el cine que nos permiten ver las grandes distribuidoras de origen yanqui que dominan el mercado de las salas como el de otros formatos o sea por la tele o por el DVD; de ahí la importancia que está cobrando –en casa- la existencia de distribuidoras que al rehuir el precio de las multinacionales apuestan por el cine europeo. Esto explica que FILMIN estrene joyas como la versión íntegra de El Gatopardo o El joven Marx sin pago extra, y explica que mientras las películas de cualquier garbancero yanqui se pasea por todos los circuitos, muchas de las mejoras obras de los últimos grandes cineastas italianos como Ermanno Olmi, los Taviani o Marco Bellochio (¿qué personal adicto conoce La Balia?). ¿Cuánto sabemos que una El árbol de los zuecos es una de las mayores joyas del cine proletario?
No es muy conocido entre nosotros Ermanno Olmi (1931-2018), uno de sus autores más imprevisibles de cineastas inclasificables, portador de la memoria de ese momento clave, situado desde finales de los años cincuenta en el marco de la herencia neorrealista, y que se transformó en el autor inexcusablle…Fallecido a principios de mayo después de que en los 80 sobrevivió al grave Síndrome de Guillain-Barré. Fundador y director de la sección de cine de la empresa hidroeléctrica Edisonvolta, Ermanno Olmi escribe, produce, dirige, fotografía y monta numerosos cortometrajes durante la década de los cincuenta, un empleo del que sacará la ventaja de un aprendizaje. Será lo que le permita un prestigio que le permite pasar al cine comercial a principios de los años sesenta para trabajar dentro de un estilo muy personal, a medio camino entre el documental y el neorrealismo, sin emplear actores profesionales, dentro de su mentalidad católica progresista. Entre sus primeros ocho largometrajes hay que destacar El empleo (II posto, 1961) que obtuvo una cierta resonancia en estos lares, I fidanzati (1963), Un cierto día (Un certo giorno, 1968) e I recuperanti (1969), cada vez más directamente financiados por la televisión estatal R.A.I. en una época en la que la TV pública se convierte en un bastión del mejor cine.
Su filmografía apenas nos va llegando, lejos quedan los tiempos en los que el cine italiano nos resultaba casi como de casa, y tenemos pocas noticias de Cammina, cammina (1983), Lunga vita a la Signara (1987). Su obra da un profundo giro con La leyenda del santo bebedor (La legenda del santo bevitore, 1988), no sólo por adaptar un relato del escritor austríaco Joseph Roth, sino sobre todo por trabajar por primera vez con actores comerciales conocidos (impresionante Rutger Auer recién salido de Blade Runner), una obra de culto incluso por aquí a la que sigue en la misma línea II segreto del hosco vecchio (1992), basada en la novela de Diño Buzzati. Intensamente imbricado a la cultura popular italiana que confió al hasta entonces bufonesco Bud Spencer (inseparable de Terence Hill alias Mario Girotti en la serie “Trinidad”) el único papel occidental en su excéntrica película de piratas chinos Cantando dietro i paraventi (2003) y se empeñó en que el premio al conjunto de su carrera en el festival de Venecia de 2008 le fuese entregado por el cantante y actor Adriano Celentano.
Aunque su prestigio raramente sobrepasó los medios cinéfilos, El árbol de los zuecos, fue desde el primer comparada con 1900 (Novecento, 1976), de Bernardo Bertolucci, sobre todo porque contaba una historia complementaria desde una óptica minimalista que tenía la virtud de dejar una constancia mucho más profunda de la explotación de la clase trabajadora. La trama cuenta con precisión la historia de campesino que, con todo el cuidado del mundo, corta uno de los árboles de la rivera del río, toma un trozo de madera y por la noche, sin que lo adviertan sus vecinos, hace un par de zuecos a su hijo. Semanas o meses después el amo, un ser lejano del que sólo se sabe que tanto su familia como él son amantes de la música, ve el árbol cortado, se lo dice al capataz, no tarda en saber que ha sido Batisti y, a pesar de que tiene un hijo recién nacido, le quitan el ganado del amo y le echan de la casa, ante unos vecinos que ni protestan por la injusticia, ni se despiden de ellos. Desde el principio, Olmi advierte en un rótulo que está interpretada por campesinos y gente del campo bergamasco, y al final en otro se da las gracias los ayuntamientos de Martinenco y Palosco. Asimismo, a modo de introducción, otros tres dicen: "Así debían ser las alquerías lombardas a finales del siglo pasado. En ellas malvivían varias familias de campesinos. Tanto las casas como los establos, la tierra, los árboles, parte del ganado y los aperos pertenecían al amo, al terrateniente y era a éste al que debían darse dos de cada tres partes de la cosecha". Tras una sucesión de planos fijos del campo bergamasco, en su triple calidad de guionista, director y fotógrafo, Olmi pasa a describir con la minuciosidad del documentalista que en el fondo siempre ha sido, la vida tanto social como privada de las cuatro familias que habitan en una de estas alquerías a finales del siglo XIX. Con una siempre muy discreta música de J. S. Bach al fondo, describe la recolección del maíz, su principal fuente de alimentación, cómo pelan las mazorcas, las desgranan, meten el grano en sacos, los cargan en carros y llevan al amo las dos terceras partes de lo recolectado. Una vez en casa del amo, hacen cola mientras el capataz pesa los carros y apunta la cantidad llevada por cada campesino.
Desde un enfoque tan minucioso como sencillo, donde abundan los planos fijos, las leves panorámicas siguiendo a una persona, pero son raros los travellings y no hay grúas, Olmi comienza a relatar la vida de estas cuatro familias, entremezclándolas con una gran habilidad, que casi viven en la miseria, temerosas de Dios, cuya máxima distracción es el rezo del rosario colectivo, que hablan poco y nunca se rebelan por nada. La viuda Runk es una pobre mujer que se pasa el día lavando ropa en el río para mantener a sus cuatro hijos. El mayor empieza a trabajar en un molino de maíz movido por agua, pero se niega a que sus hermanos pequeños vayan a la inclusa. Vive con ellos un abuelo, un viejo que cuenta historias a los niños y está orgulloso de su habilidad para criar tomates, conseguir que sean los primeros y llevarlos al mercado con una de sus nietas. La vaca de la familia se pone enferma, el veterinario no puede hacer nada, pero la viuda va a por agua a un riachuelo La historia de los Finard está menos definida porque sólo gira en torno al padre. Un hombre de mediana edad que carga su carro con algunas piedras para que pese más el grano que le entrega al amo y se emborracha durante las fiestas. En un mitin socialista encuentra una moneda, la esconde en la pezuña de un caballo y cree morir cuando ve que ha desaparecido, pero su mujer llama a la curandera para que le quite la rabia.
La historia de los Biena está centrada en su única hija y es más significativa. Trabaja en una fábrica cercana, un muchacho se interesa por ella y se casan. Van de viaje de bodas a la ciudad para ver a una tía monja que vive en un hospicio. Pasan la noche de bodas en una habitación convenientemente preparada y por la mañana, al despedirse, su tía les da un niño, que tiene una pequeña subvención para comida, para que le cuiden. Lo aceptan sin rechistar, se lo llevan a su casa y le dan sus papeles al cura. El eje de la película son los Batisti, hasta el punto que su historia la titula. El árbol de los zuecos empieza con el padre y la madre consultando con el cura la posibilidad de que su hijo mayor estudie en la ciudad. Su padre le lava, mientras su madre le hace una cartera para llevar los libros y cuadernos. Va siempre solo andando al colegio, pero un día se le rompe uno de sus zuecos de madera.
En unas declaraciones sobre esta película, contará que la entendía como “un retorno a los orígenes, un mirarme hacia dentro. Mis tres primeras películas se sitúan en un mundo obrero brotado de la última generación campesina. Después he vuelto hacia el mundo burgués, en Un certo giorno y La circostanza, tratando de describir el papel que ha asumido el burgués de hoy. Porque yo también me considero un burgués fallido. Pero he conseguido recobrar mi realidad y con la ambigüedad y el privilegio de la condición burguesa me he ido a vivir con mi familia a Asiago, dondu he podido reanudar mis relaciones, con una comunidad que conserva la unidad de que había dado pruebas el mundo campesino. Esto me ha permitido enfrentarme con mi pasado y encontrar, de nuevo, respuestas en el presente. Las únicas posibles, las de la tierra. Esto lo he intentado sugerir en El árbol de los zuecos.»
Sus últimos trabajos cinematográficos fueron E venne un uomo (1964), donde utiliza al norteamericano Rod Steiger, el único actor profesional de su obra, para dar su versión del diario íntimo del papa Juan XXIII, una obra histórica que nos sitúa ante la principal referencia de su cristianismo de obras, para nada relacionado con el oficialista; Un cierto día («Un certo giorno», 1969), donde aprovecha un accidente automovilístico para contar la crisis de conciencia de un publicitario de mediana edad.
El conocido crítico David Thomson veía en Olmi a un autor capaz de superar la mirada sentimental de Vittorio De Sica y tantear la abstracción que distinguiría a uno de sus contemporáneos, Michelangelo Antonioni, aunque indicativas conviene anotar que suelen ser generalizaciones discutibles, aunque en el caso ofrezcan una cierta medida de este cineasta.
11/05/2018


 https://vientosur.info/spip.php?article13812

Filmoteca, Temas de Cine - Copete “El árbol de los zuecos” (1978)

El árbol de los zuecos

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Abuela grillo


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Margen de lectura: Vladimir Nabokov

Nabokov, Vladimir, “Labios contra labios”, Cuentos completos, Madrid, Alfaguara, 2002. Traducción de María Lozano.


Vladimir Nabokov

Labios contra labios
Los violinistas seguían llorando, tocando, al parecer, un himno de amor y de pasión, pero Irina y el emocionado Dolinin se encaminaban a paso rápido hacia la salida. Iban tras el señuelo de la noche de primavera, tras el misterio que se había interpuesto, tenso, entre ellos. Sus dos corazones latían al unísono.
—Dame el número del guardarropa, murmuró Dolinin (tachado).
—Por favor, deja que te traiga tu sombrero y tu abrigo (tachado). 
—Por favor —dijo Dolinin—, voy a por tus cosas («y las mías» añadir). 
Dolinin subió al guardarropa, y tras entregar su número (corregido, «los dos números»). 
Y al llegar aquí Ilya Borisovich Tal se quedó pensativo. Era incómodo, muy incómodo, detenerse en ese momento. Acababa de producirse una especie de éxtasis, una llamarada repentina de amor entre el solitario y maduro Dolinin y la desconocida que el azar llevó a compartir su palco, una joven de negro, tras lo cual decidieron escapar del teatro, lejos, muy lejos de los escotes y de los uniformes militares. En algún lugar fuera del teatro el autor vislumbraba ya vagamente el Kupechesky o parque Tsarsky, unos algarrobos en flor, precipicios, una noche estrellada. El autor estaba terriblemente impaciente por lanzar a su héroe y heroína a los brazos de la noche estrellada. Pero antes había que ir a por los abrigos y aquello interfería en el encanto de la escena. Ilya Borisovich releyó lo que había escrito, resopló, se quedó mirando al pisapapeles de cristal, y finalmente se decidió a sacrificar el encanto en aras del realismo. Pero aquello no resultaba sencillo. Él se inclinaba hacia la lírica, las descripciones de la naturaleza así como las emociones le resultaban sorprendentemente fáciles, pero por el contrario encontraba muchísimas dificultades con los elementos rutinarios, como, por ejemplo, el abrir y cerrar de puertas, o los saludos y apretones de manos cuando había muchos personajes en una habitación, y una o dos personas tenían que saludar a mucha gente. Además Ilya Borisovich mantenía peleas mortales con los pronombres, por ejemplo con «ella», que demostraba una engañosa tendencia a referirse no sólo a la heroína sino también a su madre o a su hermana en la misma frase, por lo que para evitar la necesidad de repetir un nombre propio uno se veía obligado a escribir «aquella dama» o «su interlocutora» aunque no mediara interlocución alguna. Escribir significaba para él una lucha desigual con objetos indispensables; los bienes de lujo parecían ser mucho más flexibles, pero incluso ellos llegaban a rebelarse de cuando en cuando, se quedaban inmóviles obstaculizaban su libertad de movimientos, y ahora, después de haber batallado laboriosamente con el problema del guardarropa y a punto de concederle a su héroe la posesión de un elegante bastón, Ilya Borisovich se detuvo complacido a considerar el fulgor de la empuñadura, y no se dio cuenta, me temo, de las exigencias que aquel artículo valioso le iba a imponer, de las dificultades a las que tendría que enfrentarse cuando el bastón le pidiera ser mencionado, en el momento en que Dolinin, sintiendo en sus manos las curvas complacientes de un cuerpo joven, se apresurara a cruzar a Irina a través de un riachuelo primaveral.
Dolinin era sencillamente «maduro»; Ilya Borisovich Tal cumpliría pronto cincuenta años. Dolinin era «colosalmente rico», sin demasiadas consideraciones acerca de sus fuentes de ingresos; Ilya Borisovich dirigía una empresa dedicada a instalar cuartos de baño (a propósito, aquel año le habían encargado el alicatado de las paredes cavernosas de varias estaciones subterráneas de metro) y gozaba de buena posición. Dolinin vivía en Rusia —el sur de Rusia, probablemente—, y había conocido a Irina mucho antes de la Revolución. Ilya Borisovich vivía en Berlín, adonde había emigrado con su mujer y su hijo en 1920. Su producción literaria era de larga tradición aunque escasa: la necrológica de un comerciante local, famoso por sus opiniones políticas liberales, en el Heraldo de Járcov (1910), dos poemas en prosa, ibid. (agosto 1914 y marzo 1917), y un libro, que consistía en aquella necrológica y aquellos dos poemas —un volumen bonito que aterrizó justo en mitad del furor de la guerra civil. Finalmente, al llegar a Berlín, Ilya Borisovich escribió un breve estudio, Viajeros marítimos y terrestres, que apareció en un diario de exiliados publicado en Chicago; pero aquel periódico pronto se desvaneció como el humo, mientras que otras publicaciones no le devolvían los manuscritos ni tampoco se prestaban a discutir nunca sus denegaciones. Luego siguieron dos años de silencio creativo: la enfermedad y muerte de su mujer, la Inflationszeit, mil asuntos de trabajo... Su hijo acabó el bachillerato en Berlín e ingresó en la Universidad de Friburgo. Y ahora, en 1925, al inicio de su vejez, este hombre próspero y en verdad más bien solitario experimentó tal comezón de escribir, tal deseo —no por la fama, sino sencillamente por el calor y la atención de unos posibles lectores—, que decidió dar rienda suelta a sus impulsos y escribir una novela y publicarla él mismo.
Para cuando su protagonista, el abatido y fatigado Dolinin, estuvo dispuesto a escuchar el clarín de una vida nueva y (después de aquella famosa parada que casi probó ser fatal en el guardarropa) hubo escoltado a su joven acompañante hasta la noche de abril, la novela ya había adquirido un título, Labios contra labios. Dolinin consiguió que Irina se mudara a su piso, pero todavía no se había producido avance alguno en materias sexuales porque él deseaba que ella acudiera a su cama por su propia voluntad, exclamando:
«Tómame, toma mi pureza, toma mi tormento. Tu soledad es mi soledad, y ya sea tu amor largo o breve estoy preparada para todo, porque en torno a nosotros la primavera nos llama y nos emplaza a que gocemos de la humanidad y del bien, porque el cielo y el firmamento irradian una belleza divina, y porque te amo.» 
—Un pasaje muy poderoso —observó Euphratski—. Terra firma, vamos, si me lo permites. Muy poderoso.
—¿Y no resulta un poco aburrido? —preguntó Ilya Borisovich Tal, devolviéndole la mirada por encima de su montura de concha—. Dímelo francamente.
—Supongo que la desflorará —musitó Euphratski.
Mimo, chitatel’, mimo! (¡te equivocas, lector, te equivocas!) —contestó Ilya Borisovich (malinterpretando a Turguenev). Sonrió con suficiencia, ajustó con firmeza las páginas de su manuscrito, cruzó sus gruesas piernas hasta encontrar una postura más cómoda y prosiguió su lectura.
Le leyó su novela a Euphratski pasaje a pasaje, conforme los iba escribiendo. Euphratski, que irrumpió en su vida con ocasión de un concierto para fines benéficos, era un periodista exiliado «con cierto nombre» o, más bien, con una docena de seudónimos. Hasta entonces las amistades de Ilya Borisovich solían proceder de círculos industriales alemanes; ahora asistía a las reuniones de emigrados, a las representaciones teatrales de aficionados, a conferencias y había llegado a reconocer a algunos de sus hermanos en letras. Se llevaba especialmente bien con Euphratski y valoraba su opinión como corresponde, procediendo de un estilista como él, aunque el estilo de Euphratski pertenecía a ese orden de lo tópico que tan bien conocemos todos. Ilya Borisovich le invitaba con frecuencia, bebían coñac y hablaban de literatura rusa, o más exactamente Ilya Borisovich hablaba, mientras que los invitados coleccionaban cuanto fragmento cómico podían recordar para entretener más tarde a sus amigotes. Cierto, los gustos de Ilya Borisovich eran más bien ordinarios. Le reconocía el mérito a Pushkin, desde luego, pero lo conocía fundamentalmente a través de tres o cuatro óperas, y en general lo encontraba «olímpicamente sereno e incapaz de conmover al lector». Sus conocimientos de poesía más reciente se limitaban a dos poemas, los únicos que recordaba, ambos con un cierto matiz político, El Amor de Veynberg (1830-1908) y los famosos versos de Skitaletz (Stephan Petrov, nacido en 1868) en donde «colgado» (en la horca) rimaba con «enmarañado» (dentro de un argumento revolucionario). ¿Le gustaba, a Ilya Borisovich, reírse levemente de los «decadentes»? Sí, así era, pero también hay que señalar que admitía con franqueza no entender nada de poesía. Por el contrario, le gustaba discutir acerca de la novela rusa: estimaba a Lugovoy (una mediocridad regional de la primera década del siglo), apreciaba a Korolenko, y consideraba que Artsybashev pervertía a sus jóvenes lectores. Y con respecto a las novelas de los exiliados modernos decía, con ese ademán tan ruso, ese gesto de manos con el que se expresa inutilidad: «¡Un aburrimiento, un aburrimiento!», lo cual provocaba en Euphratski una especie de rapto de risa.
—Un escritor debe ser enormemente expresivo —reiteraba Ilya Borisovich—, y compasivo y sensible, y justo. Quizás yo no sea más que una nulidad, un insecto, pero no dejo de tener mi credo. Que al menos una de las palabras que yo he escrito llegue a impregnar el corazón de un lector —y Euphratski fijaba sus ojos de reptil en él, saboreando de antemano con una ternura infinita el pasaje que le esperaba al día siguiente, la risa estrepitosa de A, el graznido de ventrílocuo de B.
Por fin llegó el día en que estuvo terminado el primer manuscrito de la novela. Ante la sugerencia de su amigo de que fueran a un café a tomar algo, Ilya Borisovich replicó con un misterioso tono de voz un punto solemne: «Imposible, necesito pulir mis frases».
El pulido consistió en un ataque feroz contra el adjetivo molodaya (joven, en femenino), que aparecía con demasiada frecuencia, y al que sustituyó aquí y allí por el término juvenil, yúnaya, que pronunciaba con un deje provinciano, doblando la consonante como si pronunciara yúnnaya.
Un día más tarde. Anochece. Un café en la Kurfürstendamm. Un sofá de terciopelo rojo. Dos caballeros. A simple vista, dos hombres de negocios. Uno, de aspecto respetable, incluso majestuoso, no fumador, con una expresión de confianza y de amabilidad en su rostro carnoso; el otro, delgado, cegato, con un par de delicadas arrugas que descienden oblicuas desde la nariz hasta la comisura de los labios de los que sobresale un cigarrillo todavía sin encender. La voz tranquila del primero: «Escribí el final en un trance. Muere, sí, él muere».
Silencio. El sofá rojo es cómodo y suave. Al otro lado de la ventana un tranvía translúcido flota a su paso como un pez brillante en un acuario.
Euphratski encendió su mechero, respiró el humo por la nariz y dijo:
—Dime, Ilya Borisovich, ¿por qué no lo mandas a una revista literaria para que lo publique por entregas antes de que aparezca como libro?
—Pero si no conozco a nadie de ese mundo. Siempre publican a la misma gente.
—Qué estupidez. Tengo un plan. Déjame que lo piense.
—Yo estaría encantado... —murmuró Tal, perdido en una ensoñación.
Unos días más tarde en el despacho de I. B. Tal. El despliegue del plan.
—Envíale tu manuscrito (y Euphratski entrecerró los ojos y bajó la voz) a Arion.
—¿Arion? ¿Qué es eso? —dijo I. B., acariciando su manuscrito.
—Nada que deba asustarte. Es el nombre de la mejor revista del exilio. ¿No la conoces? ¡Ay, ay! El primer número salió en primavera, el segundo saldrá en otoño. Debes estar más al tanto de la literatura nueva, Ilya Borisovich.
—¿Pero cómo me pongo en contacto con ellos? ¿Les escribo sin más?
—Eso es. Directamente al editor. Se publica en París. ¿Y ahora no me dirás que no has oído hablar nunca de Galatov?
Con aire de culpabilidad Ilya Borisovich se encogió de hombros. Euphratski, con un rostro que era una pura mueca de ironía, explicó: «Un escritor, un maestro, una forma nueva de novela, una construcción intrincada, Galatov, el Joyce ruso».
—¡Yoys! —repetía mansamente Ilya Borisovich cuando su amigo dejó de hablar.
—Primero de todo haz que lo mecanografíen —dijo Euphratski—. Y por amor de Dios, infórmate y ponte al corriente de las revistas.
Y eso hizo. En una de las librerías de exiliados rusos le entregaron un grueso volumen rosa. Lo compró, mientras pensaba en voz alta: «Una iniciativa joven. Hay que ayudarles».
—Acabada, la iniciativa —dijo el librero—. Sólo ha salido un número.
—No está bien enterado —le replicó Ilya Borisovich con una sonrisa—. Sé con toda seguridad que el próximo número va a salir en otoño.
Al llegar a casa, tomó un cortaplumas de marfil y abrió con todo cuidado las páginas de la revista. Dentro encontró una obra en prosa ininteligible escrita por Galatov, dos o tres relatos de una serie de escritores que le resultaban vagamente familiares, una nube de poemas, y un artículo muy interesante acerca de los problemas industriales de Alemania firmado por Tigris.
Oh, nunca lo aceptarán, pensó Ilya Borisovich con angustia. Todos pertenecen a la misma camarilla.
Sin embargo, localizó a una tal madame Lubansky (mecanógrafa y taquígrafa) en los anuncios por palabras de un periódico ruso y, tras citarla en su casa, empezó a dictarle con gran sentimiento, absolutamente estremecido, alzando la voz, y mirando de vez en cuando a la mujer para ver cómo reaccionaba ante su novela. Ella no dejaba de mover la pluma inclinada sobre su cuaderno de notas —una mujer menuda, morena, con un sarpullido en la frente—, mientras Ilya Borisovich iba y venía en círculo por su estudio, y los círculos se estrechaban en torno a ella al compás de algún que otro pasaje espectacular. Hacia el final del primer capítulo, la habitación vibraba con sus gritos.
—Y su pasado entero adquiría a sus ojos los tintes trágicos del error —rugía Ilya Borisovich, añadiendo después, en el tono neutro habitual de cuando estaba en su despacho—: Mañana quiero que esté mecanografiado, cinco copias, amplios márgenes, la espero aquí a la misma hora.
Aquella noche, en la cama, no hacía sino pensar en lo que le diría a Galatov cuando le enviara la novela («... espero su severo juicio... mis obras han aparecido en Rusia y en América...»), y a la mañana siguiente, tal es la complacencia encantadora del destino, Ilya Borisovich recibió de París la siguiente carta:
«Querido Boris Grigorievich, 
Por un amigo común me he enterado de que usted acaba de terminar una nueva obra. El consejo editorial de Arion estaría interesado en verla, ya que nos gustaría contar con algo "novedoso" para nuestro próximo número. 
¡Qué extraño! El otro día, sin ir más lejos, me sorprendí a mí mismo recordando sus elegantes miniaturas en el Heraldo de Jarkov»
—Me recuerdan, me solicitan —murmuró aturdido Ilya Borisovich. Inmediatamente después cogió el teléfono para llamar a Euphratski, apalancado como de través en su silla de trabajo y, apoyando negligentemente el codo, con la tosquedad del triunfador, en su mesa de trabajo, mientras que, con la otra mano, hacía gestos de grandeza como apoyando sus palabras radiantes mientras decía: «Viejo amigo, ay, viejo amigo», y de repente los distintos objetos que había en su mesa empezaron a temblar y a mezclarse unos con otros hasta disolverse en un espejismo húmedo. Parpadeó y todo volvió a su posición habitual, mientras Euphratski, en su voz lánguida, le contestaba: «¡Vamos hombre! ¡No se trata más que de otro escritor como tú, al fin y al cabo. Es un golpe de suerte de lo más normal!».
Las cinco pilas de papel mecanografiado se fueron haciendo cada vez más altas. Dolinin que, entre una cosa y otra, todavía no había poseído a su bella compañera, descubrió por casualidad que a ella le gustaba otro hombre. Un pintor joven. Algunas veces I. B. dictaba en su oficina, y entonces las mecanógrafas alemanas, que estaban en otra habitación, al oír aquel rugido remoto, se preguntaban qué tipo de cosas eran aquellas vociferaciones que profería su jefe de ordinario tan tranquilo y amable. Dolinin tuvo una conversación franca y sincera con Irina, ella le dijo que nunca lo dejaría, porque apreciaba demasiado su hermosa alma solitaria, pero que, desgraciadamente, pertenecía físicamente a otro, y Dolinin en silencio se sometió a su palabra. Finalmente llegó el día en el que hizo testamento a su favor, llegó el día en que se pegó un tiro (con un Mauser), llegó el día en que Ilya Borisovich, con una sonrisa de beatitud, le preguntó a madame Lubansky, que le había llevado el último capítulo de su manuscrito, cuánto le debía, tras lo cual trató de pagarle más de lo debido.
Releyó Labios contra labios embelesado y le dio un ejemplar a Euphratski para que le hiciera las necesarias correcciones (madame Lubansky ya había llevado a cabo una discreta labor editorial en aquellos puntos en los que ciertos olvidos casuales entorpecían sus notas de taquigrafía). Todo lo que hizo Euphratski fue insertar en una de las primeras líneas una coma temperamental con lápiz rojo. Ilya Borisovich religiosamente llevó la coma hasta la copia destinada a la revista Arion, firmó su novela con un seudónimo derivado de «Ana» (el nombre de su mujer muerta), sujetó cada capítulo con un elegante clip, añadió una larga carta, deslizó todo ello en un sobre enorme y sólido, lo pesó y fue en persona hasta correos para enviar la novela certificada.
Con el recibo bien guardado en su cartera, Ilya Borisovich se disponía a soportar con estoicismo semana tras semana de tensa espera. La respuesta de Galatov, sin embargo, llegó con una prontitud milagrosa: al quinto día.
«Querido Ilya Grigorievich, 
Los editores están más que arrebatados con el material que nos ha enviado. Son pocas las veces en que hemos tenido ocasión de leer unas páginas en las que "el alma humana" aparezca inscrita con tanta claridad. Su novela llega al lector y le lleva a adoptar una expresión singular en su rostro, por parafrasear a Baratynski, el cantor de los despeñaderos finlandeses. Respira "amargura y también ternura". Algunas descripciones, como por ejemplo la del teatro, a principio del texto, compiten con imágenes análogas de algunos de nuestros clásicos, y en cierto sentido, incluso las superan. Y digo esto con plena conciencia de la "responsabilidad" que encierran mis palabras, Su novela habría sido un adorno genuino para nuestra revista.» 
Tan pronto como Ilya Borisovich hubo recuperado la compostura, caminó en dirección al Tiergarten, en lugar de tomar un coche hasta su oficina, y se sentó en un banco del parque, dibujando arcos en el suelo pardo, pensando en su mujer y en cómo se hubiera alegrado con él en aquel momento. Después de un rato se fue a ver a Euphratski. Este estaba todavía en la cama, fumando. Analizaron juntos cada línea de la carta. Cuando llegaron a la última, Ilya Borisovich alzó mansamente los ojos y preguntó: «¿Dime, por qué crees que han escrito "habría sido" en lugar de "será"? ¿No se da cuenta de que estoy encantado de darles a ellos mi novela? ¿O es que se trata tan sólo de una fórmula estilística?».
—Me temo que hay otra razón —contestó Euphratski—. Sin duda, es un caso claro en el que tratan de ocultar algo por puro orgullo. De hecho, lo que ocurre es que la revista está a punto de cerrar, sí, me acabo de enterar. Los exiliados, como muy bien sabes, consumen todo tipo de basura y Arion está concebida en función de un público sofisticado. Bueno, sea como sea, ése es el resultado.
—Yo también he oído rumores —dijo muy perturbado jlya Borisovich—, pero pensé que no eran sino calumnias difundidas por la competencia, o por pura estupidez. ¿Existe la posibilidad de que no salga siquiera el segundo número? ¡Es horrible!
—No tienen dinero. La revista es una empresa desinteresada, idealista. Ese tipo de publicaciones, me temo, están llamadas
a desaparecer.
—¡Pero cómo puede ser posible! —exclamó Ilya Borisovich con un gesto de consternación y desamparo típicamente ruso.—. ¿No han aprobado mi novela, no quieren imprimirla?
—Sí, una desgracia —dijo con calma Euphratski—. Pero dime —y cambió rápidamente de tema.
Aquella noche Ilya Borisovich se puso a pensar en serio, dialogó con su yo más íntimo, y a la mañana siguiente llamó a su amigo para proponerle ciertas cuestiones de naturaleza financiera. Las respuestas de Euphratski eran indiferentes en tono, pero muy precisas en cuanto a su sentido. Ilya Borisovich lo meditó más y al día siguiente le hizo a Euphratski una oferta para que se la transmitiera a Arion. La oferta fue aceptada, e Ilya Borisovich transfirió a París una cierta suma de dinero. Como contestación recibió una carta con las más profundas expresiones de gratitud así como un comunicado en el que se confirmaba que el próximo, número de Arion saldría al mes siguiente. En la posdata se leía una curiosa petición.
«Permítanos que pongamos "una novela de Ilya Annenski", y no, como usted sugiere, de "I. Annenski"; en caso contrario quizá podría confundirse con El último cisne de Tsarskoe Selo, como lo llama Gumilyov
Ilya Borisovich contestó:
«Desde luego que sí. No tenía conocimiento de que existiera un escritor con tal nombre. Estoy encantado de que mi trabajo vea la luz. Por favor, tengan la amabilidad de enviarme cinco ejemplares de su revista en cuanto salga.» 
(Pensaba en una prima suya ya anciana y en dos o tres amigos del trabajo. Su hijo no leía ruso.)
Y aquí comenzó un período que podríamos denominar la era del «por cierto». Ya fuera en una librería rusa o en una reunión de los Amigos Expatriados de las Artes, o sencillamente en la acera de una calle del Berlín Occidental, a uno lo abordaba amablemente («¿Cómo le va?») una persona a la que apenas conocía, un caballero amable y solemne, con gafas de concha y bastón, que entablaba conversación acerca de esto y de aquello, y que imperceptiblemente pasaba luego al tema de la literatura hasta que de repente decía: «Por cierto, mira lo que me ha escrito Galatov. Sí Galatov, el Yoys ruso».
Y entonces uno cogía la carta y leía:
«... más que arrebatados con... algunos de nuestros clásicos... un adorno genuino.»
«Se ha equivocado al escribir mi nombre», añadía Ilya Borisovich con una risita amable. «Ya sabe cómo son los escritores. ¡Unos distraídos! La revista saldrá en septiembre, tendrá ocasión de leer mi modesta obra.» Y volviendo a guardar la carta en su bolsillo se despedía de uno y con aire preocupado se iba corriendo de allí.
Los literatos fallidos, los periodistas de segunda y los corresponsales especiales de periódicos olvidados se mofaban de él con voluptuosidad salvaje. Con los mismos gritos con los que se tortura a un gato; con ese destello en la mirada que nace en los ojos de un hombre ya no joven y fracasado sexualmente, cuando cuenta un chiste particularmente sucio. Naturalmente, se reían a sus espaldas, pero lo hacían con la mayor naturalidad, haciendo caso omiso de la magnífica acústica de los lugares de chismorreo. Sin embargo, como era tan sordo al mundo como el urogallo en celo, probablemente no oyó el más mínimo comentario. Era como si hubiera florecido repentinamente, paseaba con su bastón en una actitud diferente, nueva, narrativa, empezó a escribir en ruso a su hijo, con una traducción alemana interlineal de la mayor parte de las palabras. En la oficina ya se sabía que I. B. Tal era no sólo una excelente persona sino un Schriftsteller, y algunos de sus colegas comenzaron a confiarle sus secretos amorosos para que los utilizara como temas de sus próximas obras. Hasta él, como si sintieran a su alrededor un cálido céfiro, empezó a acudir, por la puerta grande o por la de servicio, la abigarrada mendicidad del exilio. Las personalidades públicas se dirigían a él con respeto. No se podía negar: Ilya Borisovich había en verdad conseguido un aura de fama y estima. No había una sola fiesta en los medios cultivados rusos en la que su nombre no se mencionara. Cómo se mencionara, con quésorna, poco importa: lo que importa es el hecho, no el modo, dice la verdadera sabiduría.
A final de mes Ilya Borisovich hubo de abandonar la ciudad en viaje de negocios por lo que se perdió los anuncios de los periódicos rusos en los que se anunciaba la próxima publicación de Arion 2. Cuando volvió a Berlín, un gran paquete cúbico le esperaba en la mesa del vestíbulo. Sin quitarse siquiera el abrigo, abrió inmediatamente el paquete. Unos tomos rosas, gruesos, serios. Y, en la portada, ARION, en letras color púrpura. Seis ejemplares.
Ilya Borisovich intentó abrir uno; el libro crujía deliciosamente pero se negaba a abrirse. ¡Ciego, recién nacido! Lo intentó de nuevo, y percibió una ráfaga de versículos extraños, extraños. Intentó hojear la masa de páginas intonsas y consiguió distinguir el índice. Su mirada se aceleró discurriendo por encima de nombres y títulos, pero él no estaba allí, ¡él no estaba! El volumen consiguió cerrarse sobre sí mismo, aplicó toda su fuerza, y llegó al final de la lista, ¡nada! ¡Cómo era posible, Dios! ¡Imposible! Debían de haber omitido su nombre del índice por azar, a veces pasan esas cosas, a veces pasan. Ahora estaba en su despacho, y cogiendo el cortaplumas blanco, lo metió en la densa carne foliada del libro. Primero, claro está, Galatov, luego poesía, después dos relatos, de nuevo poesía, prosa luego, y finalmente nada sino trivialidades —panoramas generales, críticas y cosas así. Ilya Borisovich se vio acometido de repente por una sensación de fatiga y futilidad. Bien, no había nada que hacer. Quizá tuvieran demasiado material. Lo publicarían en el próximo número. ¡Con toda seguridad! Pero un nuevo período de espera... bueno, esperaré. Mecánicamente, pasaba y repasaba las páginas entre índice y pulgar. Buen papel. Bueno, al menos he sido de alguna ayuda. No puedo pretender que me publiquen a mí en lugar de a Galatov o... Y mientras se decía esto, abruptamente, saltó ante sus ojos y adquirió vida propia, como si fuera una danza rusa que frenéticamente avanzara, de salto en salto, la ristra cálida de sus palabras: «... su pecho juvenil, apenas formado... los violines seguían llorando... los dos números del guardarropa... la noche de primavera les esperaba...», y en el dorso, tan inevitable como lo es la continuación de los raíles del tren al salir del túnel: «El apasionado rugir del viento...».
—¡Pero cómo demontre no lo adiviné de inmediato! —exclamó Ilya Borisovich.
Se titulaba Prólogo a una novela. Lo firmaba «A. Ilyin», y entre paréntesis había un «Continuará». Un pasaje muy corto, tres páginas y media, pero ¡qué pasaje tan bonito! La obertura. Elegante. «Ilyin» es mejor que «Annenski». Podría haber dado lugar a confusión si hubieran puesto «Annenski». Pero ¿por qué Prólogo y no sencillamente Labios contra labios, capítulo primero? Oh, pero eso carece de importancia.
Releyó la pieza tres veces. Luego dejó a un lado la revista se puso a medir el estudio con sus pasos, silbando negligentemente como si no hubiera ocurrido nada: bueno, sí, había un libro esperando allí, un libro u otro... ¿a quién le importa? E inmediatamente se precipitó sobre el mismo y se releyó ocho veces seguidas. Luego fue a mirar su nombre «A. Ilyin, página 205» en el índice, encontró la página 205, y saboreando cada palabra, releyó su Prólogo. Se entretuvo en este juego durante bastante tiempo.
La revista reemplazó a la carta. Ilya Borisovich llevaba constantemente un ejemplar de Arion bajo el brazo y en cuanto se encontraba con cualquier conocido, abría el volumen en la página que se había acostumbrado a abrirse sola. Arion recibió su correspondiente reseña en la prensa. La primera de las reseñas no mencionaba en absoluto a Ilyin. La segunda decía: «Prólogo a una novela del señor Ilyin debe de ser, sin duda, una broma». La tercera observaba simplemente que Ilyin y otro eran nuevos en la revista. Finalmente, la cuarta (en un periodiquillo modesto y encantador que aparecía en algún lugar remoto de Polonia) decía lo siguiente: «La pieza de Ilyin nos atrae por su sinceridad. El autor describe el nacimiento del amor en un entorno con fondo musical. Entre las cualidades indudables de la pieza hay que mencionar su buen estilo». Se inició así una nueva era (después del período del «por cierto», y de la época de llevar la revista a todas partes); Ilya Borisovich sacaba la citada reseña de su cartera.
Era feliz. Compró seis ejemplares más. Era feliz. El silencio se explicaba fácilmente por la inercia, la crítica por la enemistad. Era feliz. «Continuará.» Y entonces, un domingo, se produjo una llamada telefónica de Euphratski: «Adivina», le dijo, «¿quién quiere verte? ¡Galatov! Sí, va a estar en Berlín por un par de días. Te lo pongo al aparato».
Una voz virgen para él se hizo con el teléfono. Una voz melosa, titubeante, persistente, narcótica. Concertaron una cita.
—Mañana a las cinco en mi casa —dijo Ilya Borisovich—. ¡Qué pena que no pueda venir esta noche!
—¡Una pena! —contestó la voz titubeante—, pero verá, mis amigos me han arrastrado a ver La pantera negra, una obra terrible, pero hace tanto tiempo que no he visto a mi querida Elena Dmitrievna.
Elena Dmitrievna Garina, una hermosa actriz ya madura, había llegado de Riga para montar un teatro de repertorio ruso en Berlín. El siguiente pase empezaba a las ocho y media. Después de una cena solitaria Ilya Borisovich miró de repente el reloj, sonrió maliciosamente, y tomó un taxi para ir al teatro.
El «teatro» era realmente una gran sala de conferencias, más que un teatro. La representación no había empezado todavía. Un cartel de aficionado mostraba a Garina reclinada sobre la piel de una pantera que había matado su amante, quien a su vez la iba a matar a ella poco después. En el frío vestíbulo se oía el crepitar de los acentos rusos. Ilya Borisovich abandonó el bastón, el hongo y el abrigo en manos de una señora mayor, pagó su entrada, que deslizó en el bolsillo del chaleco, y frotándose las manos complacido se puso a contemplar el vestíbulo. Junto a él, había un grupo de tres personas, un joven periodista a quien Ilya Borisovich conocía superficialmente, la esposa del joven (una dama angulosa con impertinentes) y un extraño personaje con un traje muy llamativo, de cutis muy pálido, con una barba negra, bellos ojos un tanto ovinos y una cadenilla de oro en torno a su peluda muñeca.
—Pero ¿por qué... por qué? —le decía la dama vivazmente—, ¿por qué lo publicasteis? Porque ya sabes...
—Deja ya de atacar a ese pobre desgraciado —replicó su interlocutor con una voz de barítono iridiscente—. Tienes razón, es una mediocridad sin esperanzas. Te lo concedo, pero evidentemente teníamos nuestras razones.
Añadió algo en voz baja y la dama, haciendo clic con sus impertinentes, le respondió indignada:
—Lo siento mucho, pero en mi opinión, si la única razón de que publiquéis lo que escribe es que os ayuda económicamente...
Doucement, doucement. No proclames a los cuatro vientos nuestros secretos editoriales.
Y al oír esto la mirada de Ilya Borisovich se cruzó con la del joven periodista, el marido de la dama angulosa, que instantáneamente se quedó helado, luego gimió algo ininteligible y se dispuso a empujar a su mujer fuera de allí, mientras que ella seguía hablando a voz en grito:
—A mí no me importa el maldito Ilyin, me preocupan las cuestiones de principio...
—A veces los principios han de ser sacrificados —dijo fríamente el petimetre de voz opalescente.
Pero Ilya Borisovich ya no les escuchaba. Veía todo como bajo una neblina, en un estado de angustia total, sin darse cuenta todavía del horror de lo que acababa de pasar, pero esforzándose instintivamente por iniciar una retirada lo más rápida posible de algo vergonzoso, odioso, intolerable; se dirigió primero hacia el lugar vago donde todavía se vendían butacas también vagas, pero luego, lo pensó mejor, y volvió abruptamente sobre sus pasos, dándose casi de bruces con Euphratski, que se dirigía rápidamente hacia él, camino del guardarropa.
Una mujer mayor de negro. El número setenta y nueve. Ahí abajo, tenía una prisa desesperada, ya había conseguido deslizar el brazo por la manga del abrigo, cuando Euphratski lo alcanzó, acompañado por el otro, el otro.
«Te presento a nuestro editor», dijo Euphratski, mientras Galatov, poniendo los ojos en blanco procurando por todos los medios que Ilya Borisovich no se diera cuenta de lo que pasaba, se le agarraba de la manga, como si quisiera ayudarle y le hablaba muy rápidamente: «Innokentiy Borisovich, ¿cómo está? Me alegro tanto de conocerlo personalmente. Una ocasión muy agradable. Déjeme que le ayude».
—Por Dios, déjenme solo —murmuró Ilya Borisovich, luchando a un tiempo con el abrigo y con Galatov—. Vayase. Repugnante. No puedo. Es repugnante.
—Ha sido un malentendido lamentable —intervino Galatov a toda velocidad.
—Déjenme solo —exclamaba Ilya Borisovich, liberándose de ellos; sacó su bombín del mostrador y salió, poniéndose el abrigo.
Mientras caminaba por la acera murmuraba incoherentemente todo tipo de cosas; luego extendió las manos: ¡se había olvidado el bastón!
Siguió caminando automáticamente, pero luego, al tropezarse con algo, se detuvo como si la cuerda del reloj se hubiera agotado.
Volvería a por el bastón una vez que hubiera empezado la representación. Debía esperar unos minutos.
Los coches seguían pasando por delante, tocaban las bocinas, la noche estaba clara, seca, engalanada con todo tipo de luces. Empezó a caminar despacio hacia el teatro. Pensó que era viejo, solitario, que sus alegrías eran escasas y que los ancianos deben pagar por sus placeres. Pensó que quizá incluso aquella noche, o en todo caso, mañana, Galatov iría a verle y le daría una explicación, una justificación, todo tipo de excusas. Sabía que debía perdonárselo todo, de otra manera el «Continuará» nunca se materializaría. Y también se dijo que después de su muerte todos reconocerían su estatura, y recordó, como en un montoncillo menudo, todas las migajas de alabanza que había recibido últimamente, y muy despacio, se puso a caminar arriba y abajo hasta que pasaron unos minutos. Después, volvió a por su bastón.
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Margen de lectura: Roland Barthes: "Poder y literatura"

Barthes, Roland, “Lección inaugural de la cátedra de semiología lingüística del Collège de France, pronunciada el 7 de enero de 1977”, El placer del texto (1973) y Lección inaugural (1978), Buenos Aires, Siglo veintiuno editores Argentina, 2006. (El subtítulo, "Poder y literatura", es nuestro).






“(...) En la lengua, pues, servilismo y poder se confunden ineluctablemente. Si se llama libertad no solo a la capacidad de sustraerse al poder, sino también y sobre todo a la de no someter a nadie, entonces no puede haber libertad sino fuera del lenguaje. Desgraciadamente, el lenguaje humano no tiene exterior: es un a puertas cerradas. Solo se puede salir de él al precio de lo imposible: por la singularidad mística, según la describió Kierkegaard cuando definió el sacrificio de Abraham como un acto inaudito,* vaciado de toda palabra incluso interior, dirigido contra la generalidad, la gregariedad, la moralidad del lenguaje; o también por el amén nietzscheano, que es como una sacudida jubilosa asestada al servilismo de la lengua, a eso que Deleuze llama su manto reactivo. Pero a nosotros, que no somos ni caballeros de la fe ni superhombres, solo nos resta, si puedo así decirlo, hacer trampas con la lengua, hacerle trampas a la lengua. A esta fullería saludable, a esta esquiva y magnífica engañifa que permite escuchar a la lengua fuera del poder, en el esplendor de una revolución permanente del lenguaje, por mi parte yo la llamo: literatura.”



* En Temor y temblor.

Margen de lectura: Dos poemas de Constantino Kavafis



(y uno más)

Cavafis, C. P. Poesía completa, Madrid, Alianza Tres, 1989. 
Traducción de Pedro Bádenas de la Peña.





 
 
Esperando a los bárbaros-¿Qué esperamos congregados en el foro?
Es a los bárbaros que hoy llegan.
-¿Por qué esta inacción en el Senado?
¿Por qué están ahí sentados sin legislar los Senadores?
Porque hoy llegarán los bárbaros.
¿Qué leyes van a hacer los senadores?
Ya legislarán, cuando lleguen, los bárbaros.
-¿Por qué nuestro emperador madrugó tanto
y en su trono, a la puerta mayor de la ciudad,
está sentado, solemne y ciñiendo su corona?
Porque hoy llegarán los bárbaros.
Y el emperador espera para dar
a su jefe la acogida. Incluso preparó,
para entregárselo, un pergamino. En él
muchos títulos y dignidades hay escritos.
-¿Por qué nuestros dos cónsules y pretores salieron
hoy con rojas togas bordadas;
por qué llevan brazaletes con tantas amatistas
y anillos engastados y esmeraldas rutilantes;
por qué empuñan hoy preciosos báculos
en plata y oro magníficamente cincelados?
Porque hoy llegarán los bárbaros;
y espectáculos así deslumbran a los bárbaros.
-¿Por qué no a acuden, como siempre, los ilustres oradores
a echar sus discursos y decir sus cosas?
Porque hoy llegarán los bárbaros y
les fastidian la elocuencia y los discursos.
-¿Por qué empieza de pronto este desconcierto
y confusión? (¡Qué graves se han vuelto los rostros!)
¿Por qué calles y plazas aprisa se vacían
y todos vuelven a casa compungidos?
Porque se hizo de noche y los bárbaros no llegaron.
Algunos han venido de las fronteras
y contado que los bárbaros no existen.
¿Y qué va a ser de nosotros ahora sin bárbaros?
Esta gente, al fin y al cabo, era una solución.
 
 
Ítaca
Cuando  emprendas  tu  viaje  a  Itaca
pide  que  el  camino  sea  largo,
lleno  de  aventuras,  lleno  de  experiencias.
No  temas  a  los  lestrigones  ni  a  los  cíclopes,
ni  al  colérico  Posidón,
seres  tales  jamás  hallarás  en  tu  camino,
si  tu  pensar  es  elevado,  si  selecta
es  la  emoción  que  toca  tu  espíritu  y  tu  cuerpo.
Ni  a  los  lestrigones  ni  a  los  cíclopes
ni  al  salvaje  Posidón  encontrarás,
si  no  los  llevas  dentro  de  tu  alma,
si  no  los  yergue  tu  alma  ante  ti.

Pide que el camino sea largo.
Que sean muchas las mañanas de verano
en que llegues —¡con qué placer y alegría!—
a puertos antes nunca vistos.Detente en los emporios de Fenicia
y hazte con hermosas mercancías,
nácar y coral, ámbar y ébano
y toda suerte de perfumes voluptuosos,
cuantos más abundantes perfumes voluptuosos puedas .
Ve a muchas ciudades egipcias
a aprender, a aprender de sus sabios.

Ten siempre a Itaca en tu pensamiento.
Tu llegada allí es tu destino.
Mas no apresures nunca el viaje.
Mejor que dure muchos años
y atracar, viejo ya, en la isla,
enriquecido de cuanto ganaste en el camino
sin aguardar a que Itaca te enriquezca.

Itaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.Aunque  la  halles  pobre ,  Itaca  no  te  ha  engañado.
Así,  sabio  como  te  has  vuelto,  con  tanta  experiencia,
entenderás  ya  qué  significan  las  Itacas.
 
El olvido 
Encerradas en un invernadero,
bajo los cristales, las flores olvidan  
cómo es la luz del sol  
y cómo sopla, al pasar, la húmeda brisa. 

http://margendelectura.blogspot.com/search/label/Constantino%20Kavafis

Margen de lectura: Cesare Pavese, "El inconsolable".

Cesare Pavese, "El inconsolable".

Pavese, Cesare, Diálogos con Leucó, Buenos Aires, Siglo veinte, 1968. Traducción a cargo de Marcella Milano.


El inconsolable

El sexo, la ebriedad y la sangre remitieron siempre al mundo subterráneo y permitieron a más de uno felicidades ctonias. Pero nada pudieron contra el cantor tracio Orfeo, que peregrinaba por el Hades, víctima lacerada como el mismo Dionisio.

(Hablan Orfeo y Bacante)

  
Orfeo. Ocurrió así. Subíamos el sendero que atraviesa el bosque de las sombras. Estaban ya lejos el Cocito, la Estigia, la barca, los lamentos. Por entre las hojas se vislumbraba el cielo. Oía a mis espaldas el leve rumor de sus pasos. Yo estaba todavía allá abajo y sentía encima aquel frío. Pensaba que algún día debería volver allí, que lo que ha sido volverá a ser. Pensaba cómo fue la vida con ella; que otra vez terminaría. Lo que ha sido, será. Pensaba en aquel hielo, en aquel vacío que había atravesado y que ella llevaba dentro de los huesos, en la médula, en la sangre. ¿Valía la pena revivirla? Pensé en eso y entreví el resplandor del día. Entonces dije: “Que se termine”, y me di vuelta. Eurídice desapareció como se apaga una vela. Sentí solamente un chillido, como el de un ratón que se escapa.

Bacante. Extrañas palabras, Orfeo. Casi no puedo creerlas. Aquí se decía que eras amado por los dioses y las musas. Muchas de nosotras te siguen porque te saben amado y desdichado. Estabas tan enamorado que –solo entre los hombres- franqueaste las puertas de la nada. No, no te creo, Orfeo. No ha sido culpa tuya si el destino te ha traicionado.

Orfeo. ¿Qué tiene que ver en esto el destino? Mi destino no traiciona. Sería ridículo que después de aquel viaje, después de haber visto cara a cara la nada, me diese vuelta por error o por capricho.

Bacante. Sin embargo, has llorado por montes y colinas –la has buscado y llamado-, has descendido al Hades. ¿Cómo es eso?

Orfeo. Tú dices que eres como un hombre. Sabrás entonces que un hombre no sabe qué hacer con la muerte. La Eurídice que he llorado era una estación de la vida. Yo no buscaba allá abajo su amor, sino algo muy distinto. Buscaba un pasado que Eurídice ignoraba. Lo he comprendido entre los muertos, mientras cantaba mi canto. He visto a las sombras ponerse rígidas, con la mirada vacía; cesar los lamentos; a Perséfone esconderse el rostro, y al mismo tiempo tenebroso-impasible Hades escuchar como un mortal. He comprendido que los muertos ya no son nada.

Bacante. Y así tú, que cantando habías recuperado el pasado, lo has rechazado y destruido. No, no lo puedo creer.

Orfeo. Compréndeme, Bacante. Fue un verdadero pasado solamente en el canto. El Hades se vio a sí mismo solamente escuchándome. Ya al subir el sendero aquel pasado se desvanecía, se volvía recuerdo, sabía a muerte. Cuando me llegó el primer resplandor del cielo, retocé como un niño, feliz e incrédulo, retocé por mí mismo y por el mundo de los vivos. La estación que había buscado estaba allá, en aquel resplandor. Nada me importó aquella que me seguía. Mi pasado fue la claridad, fue el canto y la mañana. Y me di vuelta.

Bacante. ¿Cómo has podido resignarte, Orfeo? A quien te vio cuando volvías, tu rostro le infundió miedo. Eurídice había sido para ti una existencia.

Orfeo. Tonterías. Eurídice, al morir, se convirtió en otra cosa. Aquel Orfeo que descendió al Hades ya no era esposo ni viudo. Lloré como lo hacemos cuando somos muchachos: un llanto del que sonreímos después al recordarlo. La estación ha pasado. No la buscaba ya a ella, llorando, sino a mí mismo. Un destino, si quieres. Me escuchaba.

Bacante. Muchas de nosotras te siguen porque creyeron tu llanto. ¿Entonces, nos has engañado?

Orfeo. Oh, Bacante, Bacante ¿no quieres verdaderamente comprender? Mi destino no traiciona. Me he buscado a mí mismo. Nunca buscamos otra cosa.

Bacante. Aquí nosotras somos más simples, Orfeo. Aquí creemos en el amor y en la muerte; lloramos y reímos con todos. Nuestras fiestas más alegres son aquellas donde corre la sangre. Nosotras, las mujeres de Tracia, no tenemos estas cosas.

Orfeo. Visto del lado de la vida, todo es bello. Pero créele a quien ha estado entre los muertos... No vale la pena.

Bacante. En otro tiempo no era así. No hablabas de la nada. Acercarse a la muerte nos hace semejantes a los dioses. Tú mismo enseñabas que una ebiedad derrumba la vida y la muerte, nos hace más humanos... Tú has visto la fiesta.

Orfeo. No es la sangre lo que cuenta, muchacha. Ni la ebriedad ni la sangre me causan impresión. Pero es muy difícil decir qué es un hombre. Tampoco tú, Bacante, lo sabes.

Bacante. Nada serías sin nosotras, Orfeo.

Orfeo. Lo decía y lo sé. Pero después de todo, ¿qué importa? Sin vosotras descendí al Hades...

Bacante. Descendiste a buscarnos.

Orfeo. Pero no os he encontrado. Quería algo muy distinto. Algo que al volver a la luz he encontrado.

Bacante. En otro tiempo cantabas a Eurídice en los montes...

Orfeo. Todo lo hace un hombre en la vida. Todo lo cree, en sus días. Hasta cree a veces que su sangre corre por las venas de los otros. O que lo que ha sido pueda deshacerse. Cree romper el destino con la ebriedad. Todo esto lo sé y no es nada.

Bacante. No sabes qué hacer con la muerte, Orfeo, y tu pensamiento es solamente muerte. Hubo un tiempo en que la fiesta nos tornaba inmortales.

Orfeo. Y gozad vosotras de la fiesta. Todo es lícito para quien nada sabe todavía. Es necesario que todos desciendan alguna vez a su infierno. La orgía de mi destino ha terminado en el Hades; ha terminado cantando, según mi costumbre, la vida y la muerte.

Bacante. ¿Y qué quiere decir que un destino no traiciona?

Orfeo. Quiere decir que está dentro de ti, que es cosa tuya; más profundo que la sangre, más allá de toda ebriedad. Ningún dios puede tocarlo.

Bacante. Puede ser, Orfeo. Pero nosotras no buscamos a ninguna Eurídice. ¿Por qué entonces también nosotras descenderemos al infierno?

Orfeo. Cada vez que se invoca a un dios se conoce la muerte. Y se desciende al Hades para arrebatar algo, para violar un destino. No se vence a la noche y se pierde la luz. Nos debatimos como obsesos.

Bacante. Dices cosas malas... ¿Entonces también tú has perdido la luz?

Orfeo. Estaba casi perdido y cantaba. Comprendiendo, me encontré a mí mismo.

Bacante. ¿Vale la pena encontrarse de este modo? Hay un camino más simple de ignorancia y de alegría. El dios es como un señor entre la vida y la muerte. Nos abandonamos a su ebriedad, desgarramos o somos desgarrados. Renacemos cada vez y nos despertamos como tú en el día.

Orfeo. No hables del día, del despertar. Pocos hombres lo saben. Ninguna mujer como tú sabe lo que es.

Bacante. Quizás por eso te siguen las mujeres de Tracia. Tú eres para ellas como el dios. Has descendido de los montes. Cantas versos de amor y de muerte.

Orfeo. Tonta. Contigo al menos se puede hablar. Un día tal vez serás como un hombre.

Bacante. Siempre que antes las mujeres de Tracia...

Orfeo. Di.

Bacante. Siempre que antes no devoren al dios.

Grandes Filósofos - Ludwig Wittgenstein - Canal a

Margen de lectura: Katherine Mansfield

domingo, 3 de enero de 2010

Dos cuentos de Mansfield

"Siempre me sorprende, me aturde, que la gente sea amable conmigo. Hace que me vengan ganas de llorar". K. Mansfield, en una carta que le escribió a su marido. La cita corresponde a la biografía escrita por Claire Tomalin: "Katherine Mansfield: una vida secreta".


Mansfield, Katherine, “La evasión”, Felicidad y otros cuentos (1921), Novelas y cuentos completos – II, Buenos Aires, Editorial Schapire, 1956. Traducción de Francisco Curza.
 





La evasión
  
Solo por su culpa, única y exclusivamente por su culpa, habían perdido el tren. ¿Que el tonto del hotelero no había tenido preparada la cuenta? Eso se debía, sencillamente, a que él no le había advertido al mozo, durante el almuerzo, que la necesitaban para las dos de la tarde. Cualquier otro se habría plantado allí, negándose a dar un paso hasta que se la entregaran. ¡Pero no! Su exquisita creencia en la bondad de la naturaleza humana le había permitido levantarse y marcharse a su habitación, a esperar que alguno de esos majaderos le llevara la cuenta... Y después, cuando llegó por fin la voiture, y mientras permanecían inmóviles (¡oh, santo cielo!) esperando el vuelto, ¡por qué no se había ocupado de la disposición de las cajas, para poder, por lo menos, ponerse en camino apenas llegase el cambio? ¿Esperaba, acaso, que ella saliera a pararse bajo el toldo, con el fuerte calor que hacía, asida a su sombrilla? ¡Vaya un cuadro divertido de la vida doméstica inglesa! No siquiera cuando se le dejo al conductor del carruaje a qué velocidad debían viajar prestó él atención alguna; no hizo más que sonreírse. “Ah”, gimió ella, “si el conductor hubiese sido ella, no habría podido dejar de sonreírse, al ser instada a apresurarse en forma tan ridícula y absurda”. Echóse hace. Echóse hacia atrás en el asiento e imitó la voz de su compañero: “Allez, vite, vite”, y pidió mil perdones al conductor por la molestia.
Luego, la estación —inolvidable—, con el espectáculo del vistoso trencito que se alejaba resoplando, y aquellos odiosos niñitos agitando los brazos en las ventanillas. “Oh, ¿por qué tengo que soportar estas cosas? ¿Por qué he de sufrirlas?...”. El resplandor del sol , las moscas, la espera, y él y el jefe de estación con las cabezas juntas consultando el horario, para dar con el otro tren, que, naturalmente, no iban a alcanzar. La gente reunida en derredor, y la mujer que sostenía en brazos aquella criatura de fea cabezota... “Ah, yo que tanto me preocupo... tan sensible como soy, y que no se me ahorre nada... que nunca conozca, ni por un momento, qué es... qué es...”
Su voz había cambiado; ahora temblaba y hasta lloraba. Rebuscó en la cartera y extrajo de su pequeño buche un pañuelo perfumado. Se levantó el velo, y como si consolara a otra persona, compasivamente, como si le dijera a alguien: “Te comprendo, querida”, se apretó el pañuelo contra los ojos.
La cartera, con las fauces abiertas, plateadas y brillantes, quedó en el regazo de la dama. El miraba el cisne, el lápiz de “rouge”, un fajo de cartas, un tubito de pildoritas negras, semejantes a semillas, un cigarrillo partido, un espejo, unas tablillas blancas, de marfil, con estrías fuertemente marcadas. Pensó: “En Egipto la enterrarían con estas cosas”.
Habían pasado las últimas casas, pequeñas y rezagadas, con sus trozos de vasija rota entre los macizos de flores y sus gallinas a medio desplumar que raspaban el suelo cerca de los umbrales. Ahora subían por un camino empinado que daba la vuelta al cerro y se internaba en el próximo colado. Los caballos tiraban con brío. Cada cinco minutos, cada dos minutos, el conductor hacía restallar el látigo sobre sus lomos. Tenía la espalda recia y sólida, como de madera; unos forúnculos le brotaban en el cuello colorado, y llevaba un sombrero de paja, nuevo y lustroso.
Soplaba un viento leve, justo el necesario para alisar las hojas nuevas de los frutales, para acariciar la fina hierba, para platear los humosos olivos; nada más que el viento suficiente para levantar por delante del carruaje una polvareda remolineante que se les depositaba en la ropa cual finísima ceniza. Cuando ella extrajo el cisne de la cartera, el polvo a él adherido los cubrió a los dos.
—Oh, el polvo —suspiró ella—- Tan desagradable y repugnante. —Se bajó el velo y se echó hacia atrás, como anonadada.
—¿Por qué no te cubres con la sombrilla? —sugirió él. La misma estaba en el asiento delantero, y se inclinó para alcanzársela. En el acto ella se irguió y volvió a estallar.
—¡Haz el favor de dejar mi sombrilla en paz! ¡No quiero la sombrilla! Cualquiera que no fuese demasiado insensible vería que estoy exhausta para sostenerla. Y con este viento que la castiga... Déjala inmediatamente —ordenó como un relámpago, y en seguida le arrebató la sombrilla, la arrojó sobre la capota del coche, que se plegaba a sus espaldas, y se hundió en el asiento jadeante.
Otro recodo del camino. Cuesta abajo venía un grupo de chiquillos, exhalando gritos de gozo; mocitas de cabellos aclarado por el sol y niños con gorras militares de paño castaño desteñido. Llevaban flores en las manos —flores de toda clase— que asían por las corolas, y las ofrecían, corriendo a la par del coche. Lilas de un violeta pálido, flores de un blanco de cultivo, un puñado de jacintos. Introducían en el carruaje las flores y también sus rostros pícaros; uno le tiró en la falda un montón de margaritas. ¡Pobres ratonzuelos! El se metió la mano en el bolsillo del pantalón.
—Por lo que más quieras —le dijo ella—, no les vayas a dar nada. ¡Oh, ése es un rasgo muy tuyo! ¡Monigotes odiosos! Ahora nos seguirán todo el camino. No los alientes. Pero, claro, tenías que darles ánimo a estos pordioseros. —Tomó el ramillete y lo lanzó lejos del carruaje, diciendo:
—No jueguen conmigo, por favor.
Él observó el asombro pintado en las caras infantiles. Los chicos dejaron de correr y se quedaron atrás; después empezaron a gritar y siguieron voceando hasta que el coche dobló otra vez en el camino.
—Oh, ¿cuántas vueltas faltan para llegar a la cima del cerro? Ni una sola vez los caballos han marchado al trote. No creo que no puedan hacer otra cosa que andar al paso todo el trayecto.
—Llegaremos en un minuto más —repuso él, y sacó la cigarrera. Al notarlo, ella lo enfrentó; enlazó las manos y se las llevó al pecho; sus ojos oscuros parecieron agrandarse inmensamente, implorando, detrás de su velo; las ventanas de la nariz le temblaron, se mordió el labio y sacudió la cabeza con un pequeño espasmo nerviosos. Pero cuando habló, la voz era débil y tranquila, muy tranquila.
—Una cosa voy a pedirte. Deseo rogarte una cosa —dijo—. Te lo he pedido ya cientos y cientos de veces, pero te olvidas. Es algo tan insignificante, pero si supieras cuánto representa para mí... —Se apretó las manos—. Pero no es posible que lo sepas. Ningún ser humano que lo sepa podría ser tan cruel. —Y entonces, lenta y deliberadamente, mirándolo con aquellos ojos enormes y sombríos—: Te ruego y te imploro por última vez que cuando viajemos juntos no te pongas a fumar. Si imaginaras —dijo— la angustia que siento cuando ese humo viene flotando hasta mi cara...
—Está bien —dijo él—. No fumaré. Lo había olvidado. —Y guardó la cigarrera.
—Oh, no —dijo ella, y, a punto de reír, se pasó el dorso de la mano por la frente—. No es posible que te hayas olvidado. Justamente de eso.
El viento soplaba con más fuerza. Estaban ya en la cumbre.
—¡Vivo, vivo! —gritó el cochero. Tomaron por el camino que bajaba a un vallecito, orillaron la costa y treparon a un risco de cómodo ascenso que se alzaba del otro lado. Otra vez se veían casas, con los postigos azules cerrados por el calor, con sus jardines de vivos colores y las paredes rosadas tapizadas de geranios. La costa se perfilaba en la oscuridad; al borde del agua se movía como un fleco de seda blanca. El coche descendió por la pendiente, entre tumbos y sacudidas.
—¡Ea! —gritó el conductor. Ella se aferró a los costados del asiento, cerró los ojos y él tuvo la seguridad de que creía que aquello le sucedía a propósito, que todos esos tumbos y sacudidas —de los que él tenía la culpa, en cierto modo— eran para fastidiarla por haber preguntado si no podían ir más aprisa. Pero en el momento de llegar a la hondonada del valle se produjo un tremendo barquinazo. El coche estuvo en un tris de volcar; él le vió llamear los ojos, y la oyó decir en un silbido:
—Estás gozando, ¿verdad?
Siguieron viaje. Ya atravesaban el fondo del valle. De repente, ella se levantó.
Cocher! Cocher! Aretes-vous! —Se dio vuelta y miró en la capota plegada, detrás. —Lo sabía —exclamó—. Lo sabía. La oí caer, y tú también, en el último tumbo que dio el coche.
—¿Qué? ¿Dónde?
—Mi sombrilla. Ha desaparecido. La sombrilla que perteneció a mi madre. La sombrilla que estimo más... más que... —El cochero se volvió, con una sonrisa en su semblante alegre.
—Yo también oí un ruido —dijo con sencillez y en tono animado—. Pero creí que como Monsieur y Madame no decían nada...
—Ya ves. Ya lo oyes. Entonces, tú tambiçen has debido oírlo. Y a eso se debe esa sonrisa extraordinaria que veo en tu cara...
—Veamos —dijo él—. No puede haber desaparecido. Si ha caído fuera del coche debe estar aún en el suelo. Quédate aquí. Voy a buscarla.
Pero ella estaba alerta. ¡Oh, qué bien lo comprendió!
—No, gracias. —Y lo enfocó con sus ojos despreciativos y risueños, sin parar mientes en el cochero.
—Iré yo misma. Desandaré el camino para buscarla, y por favor no me sigas.
—La verdad —sabiendo que el cochero no entendía, habló en tono suave y gentil— es que si no escapo de ti un instante me vuelvo loca.
Bajó del coche.
—Mi cartera.
Él se la alcanzó.
—La señora prefiere...
Pero el conductor del carruaje ya se había descolgado del asiento y se había sentado en el parapeto a leer un diarucho. Los caballos estaban quietos, con la cabeza colgante. Todo estaba tranquilo. El hombre del coche se estiró, cruzóse de brazos. Sentía que el sol le daba en las rodillas; había hundido la cabeza en el pecho. “Ssshhh, ssshhh”, hacía el mar. El viento suspiraba en el valle y la calma se extendía. Allí tendido, sintióse hueco y vacío, reseco y marchito, como de ceniza, por así decirlo. Y el mar hacía “ssshhh, “ssshhh”. Fue entonces cuando advirtió el árbol, y tuvo conciencia de que existía allí, tras la verja de un jardín. Era un árbol inmenso, de tronco redondo y grueso, plateado, con un gran arco de hojas de cobre que devolvían la luz y, sin embargo, permanecían en la sombra. Más allá del árbol había otra cosa, algo blanco y delicado, una masa opaca, medio escondida..., con elegantes columnas.
Al contemplar el árbol notó que su respiración se extinguía y que él entraba a formar parte del silencio. El árbol parecía crecer, parecía agrandarse entre cimbreantes ondas de calor, hasta que las grandes hojas grabadas ocultaban el cielo. Y, sin embargo, no se había movido. Entonces, desde sus profundidades, o desde otro lugar situado más allá, llegó el sonido de una voz de mujer. Una mujer cantaba. La voz cálida y serena flotó en el aire, y todo formó parte del silencio, tal como él lo era. Súbitamente, cuando la voz se alzó, suave, soñadora, afectuosa, supo que le llegaría flotando desde las hojas escondidas, y su paz se quebró en mil pedazos. ¿Qué le sucedía? Algo se agitaba en su pecho. Algo oscuro, algo insoportable y espantoso le oprimía el corazón, y como un montón de maleza flotante se balanceaba sobre las aguas... caliente, sofocante. Quiso luchar para desprenderla y deshacerla, y en ese momento... todo terminó. Cayó en el silencio, hondo y más hondo, mientras miraba fijamente el árbol y esperaba la voz que llegaba flotando y cayendo, hasta que él mismo se sintió envuelto y embargado.
En el convulso corredor del tren. Era de noche. El tren rodaba y rugía a trabés de la oscuridad. Se había asido con amas manos a la barandilla de bronce. La puera del vagón estaba abierta.
—No se inquiete, Monsieur. Ya vendrá a sentarse cuando lo desee. Le gusta... le agrada... es una costumbre que tiene... Oui, Madame, je suis un peu souffrante... Mes nerfs. Oh, mi marido nunca está tan contento como cuando viaja. Le gustan las peripecias... Mi marido... Mi marido...
Las voces murmuraban, murmuraban. No callaban nunca. Pero tanta era aquella dicha celestial que le invadía, que le vino el deseo de vivir eternamente.



Mansfield, Katherine, “Dos de dos peniques, por favor”, Algo pueril y otros cuentos(1924), Novelas y cuentos completos – I, Buenos Aires, Editorial Schapire, 1956. Traducción de Francisco Curza.


Dos de dos peniques, por favor

Dama: Sí, querida, hay; hay lugar de sobra. Si esta señora que está a mi lado quisiera cambiar de asiento y ocupar aquel de enfrente... ¿Sería tan amable, señora? Así mi amiga puede sentarse junto a mí... ¡Muchas gracias! Pues sí, querida, los dos automóviles han sido requisados a causa de la guerra y yo me estoy acostumbrando a los ómnibus. Naturalmente, cuando vamos al teatro llamo a Cynthia por teléfono. Todavía le queda un automóvil. A su chofer lo llamaron al servicio... hace años. Creo que incluso lo mataron, pero no estoy segura. Su nuevo chofer no me gusta nada. No es que me importe enfrentar un riesgo razonable, pero ese hombre es un obstinado; se va encima de todo lo que ve. Sólo Dios sabe lo que sucedería si se echara encima de algo que no se apartase a tiempo de su camino. Pero el pobre hombre tiene un brazo medio paralizado y, además, tiene no sé qué cosa en un pie; me parece que la propia Cynthia me lo dijo. Supongo que por eso será tan descuidado. Quiero decir que... ¡Bueno! ¿Ya sabes?
Amiga: ¿...?
Dama: Sí. La vendió. Sí, querida; era demasiado pequeña. Sólo tenía diez habitaciones, ¿sabes? Pues sí; sólo había diez habitaciones en aquella casa. Es raro. Viéndola por fuera no se diría, ¿verdad? Y con todas las amas de casa y las institutrices y todo... La servidumbre tenía que dormir fuera; ya sabes lo que eso significa.
Amiga: ¿...?
Guarda: Boletos, por favor. Conserven sus boletos.
Dama: ¿De cuánto eran? De dos peniques, ¿no es cierto? Dos de dos peniques, por favor. No. No te molestes; yo tengo algunas monedas... en alguna parte.
Amiga: ¿...?
Dama: ¡No, no! Aquí tengo..., si es que las encuentro.
Guarda: Boletos, por favor.
Amiga: ¿...?
Dama: ¿De veras? Sí, tienes razón. Ahora lo recuerdo. Sí; yo pagué al venir. Muy bien, dejaré que pagues tú por esta vez. Estamos en guerra, querida mía.
Guarda: ¿Hasta dónde van?
Dama: Hasta Boltons.
Guarda: Medio penique más por cada una.
Dama: ¡No! ¡Eso sí que no! Al venir pagué dos peniques. ¿Está usted seguro?
Guarda (Brutalmente): ¡Mírelo usted misma en la tarifa!
Dama: ¡Vaya! Está bien. Aquí tiene otro penique. (A la amiga.) Parece mentira que puedan ser tan mal educados. Después de todo a esos hombres les pagan por su trabajo. Pero todos son iguales. Me han dicho que a fuerza de viajar en los ómnibus, se afecta la espina dorsal. Creo que por eso son así... Ya supiste lo de Teddie, ¿no es cierto?
Amiga: ¿...?
Dama: Ya le dieron su... le dieron su... ¿Qué fue lo que le dieron? ¿Cómo se llama eso? ¡Qué tontería, olvidarme así...!
Amiga: ¿...?
Dama: ¡Oh, no,! Hace siglos que es Mayor.
Amiga: ¿...?
Dama: ¿Coronel? No, querida se trata de algo mucho más importante. No se refiere a su compañía –hace tiempo que el pobre está en la misma compañía–; tampoco se refiere a su batallón; es...
Amiga: ¿...?
Dama: ¡Regimiento! Sí; creo que se trata de su regimiento. Pero lo que te iba a decir es que lo han nombrado... ¡Vaya, qué tonta soy! ¿Qué sigue luego de Brigadier? ¿General? ¡Sí, eso es! ¡Jefe de Estado Mayor! Como es natural, su mujer está que revienta de satisfacción.
Amiga: ¿...?
Dama: ¡Vamos, querida, si ahora todo el mundo asciende, cualquiera sea el puesto que ocupe! Además, Teddie es un gran muchacho y no sé cómo tardaron... ¡Qué cosa tan horrible! ¿No es cierto?
Amiga: ¿...?
Dama: ¿Pero es posible que no lo sepas? Pues sí; ella está en las Oficinas de Guerra y muy bien colocada, por cierto. Me parece que le aumentaron el sueldo recientemente. Tiene algo que ver con la confección de listas de bajas y saber qué fue de los desaparecidos; no sé exactamente lo que hace, pero ella misma confiesa que es algo horrible y nunca quiere hablar de su trabajo para no sentirse más deprimida; me dijo que era parte de su trabajo leer las cartas más conmovedoras de los familiares de las víctimas y viceversa. Afortunadamente, la pobre mujer encuentra solaz con sus compañeras de trabajo; todas ellas forman un grupito alegre y encantador –son esposas de oficiales, ¿sabes?– y se hacen el té en un saloncito privado y compran pastelitos por turno en lo de Stewart. Le dejan libre una tarde por semana, que ella aprovecha para ir de compras o visitar al peinador. La última vez fuimos juntas al desfile de modelos de Primavera en la casa Yvette.
Amiga: ¿...?
Dama: No. Por supuesto que no. A mí no me convencen esos saquitos-capa. Como te dije cuando fuimos al desfile de modelos. ¿Para qué pagar un precio exorbitante por un saquito-capa en casa de Yvette, cuando no se nota la diferencia –a simple vista, por supuesto– con esos saquitos mucho más baratos que venden en las tiendas? Naturalmente que se tiene la satisfacción de saber que el material es de lo mejor, pero en cuanto a la vista... No; le aconsejé que se comprara un saco común y corriente y una falda. Porque, después de todo, un saco y una falda siempre van bien. ¿No tengo razón?
Amiga: ¡...!
Dama: No; no se lo dije así, tan bruscamente, pero esa era mi intención. Es demasiado gorda para uno de esos saquitos-capa. Se le verían las caderas más salientes de lo que las tiene. Yo estuve a punto de comprarme uno del más delicioso azul indefinido que puedas imaginarte, y con adornos de ese nuevo color rojo langosta... ¿Sabes que he perdido a mi Kate?
Amiga: ¡...!
Dama: Sí. ¿No te parece una atrocidad? Precisamente cuando la tenía más o menos entrenada. Pero la guerra se le subió a la cabeza, como sucede con todas; me anunció que quería irse a fabricar municiones. Al pagarle su último sueldo, le advertí que si encontraba trabajo en las fábricas (lo que considero muy improbable), no volviera a poner los pies en mi casa para no alborotar al resto de la servidumbre.
Guarda (Brutalmente): ¡Me pagarán un penique más cada una si siguen viaje!
Dama: ¡Oh, si ya hemos llegado! ¡Qué extraño! No me hubiera dado cuenta si...
Amiga: ¿...?
Dama: ¿El martes? ¿Bridge para el martes? No, querida; mucho me temo que el martes va a ser imposible. ¿No sabías que debo ocuparme de los pobrecitos heridos? Pues sí; generalmente los mando con la cocinera a dar un paseo por el zoológico u otro lugar por el estilo, como puedes imaginarte. ¡El miércoles! Estoy completamente libre el miércoles.
Guarda: La va a sorprender el miércoles en este ómnibus, si no se baja pronto.
Dama: Esto es demasiado, buen hombre.
Amiga: ¡...!
  

lunes, 23 de noviembre de 2009

Katherine Mansfield

Una mente tremendamente sensible



Hernán Diez
 
El Diario de Katherine Mansfield (1888–1923) fue publicado por primera vez en 1933 por su esposo, John Middleton Murry.
  
En su diario, Mansfield hace anotaciones sobre sus lecturas (Dostoievski, Tolstoi, Chejov,Nietzsche, Henry James, Shakespeare y Jean Austen son algunos de los autores que ha frecuentado), bosqueja relatos y apunta ideas para escribir otros, reflexiona constantemente sobre la creación literaria y sobre su literatura. También están apuntadas las distintas impresiones que tiene sobre su entorno, sobre su propia vida. Están sus dudas, sus angustias, sus alegrías, sus anhelos... Todo eso también está, pero consustanciado con lo anterior.
  
Una de las ediciones del diario está prologada por Virginia Woolf.[1] El título de ese prólogo es: “Una mente tremendamente sensible”. La sensibilidad (tremenda e implacable) que Virginia Woolf advierte en Mansfield se ensaya en su diario. Una sensibilidad que tal vez se remonta a la míticahermana de Shakespeare y posteriormente a novelistas como Jean Austen y las hermanas Brönte. Sobre todo, es un diario escrito por alguien que ha comprendido que una parte importante de su trabajo como escritora consiste en forjar esa sensibilidad.
La entrada que transcribo a continuación pudo ser escrita entre el 27 y el 30 de octubre de 1921.
  
“Octubre. Me pregunto por qué debe ser tan difícil ser humilde. No creo ser una buena escritora; me doy cuenta de mis fallas mejor que cualquier otra persona. Sé exactamente dónde fallo. Y sin embargo, cuando he terminado una historia y he empezado otra, me sorprendo a mí mismacomponiendo mis plumas. Es desalentador. Parece haber algún orgullo malo y antiguo en mi corazón; una raíz que saca un grueso vástago a la menor provocación... Esto interfiere mucho con mi obra. No se puede ser calmo, claro, bueno como se debe, mientras eso dura. Miro las montañas, trato de orar y pienso en algo inteligente. Es una especie de exitación interior, que no debería ser. Cálmate. Despéjate. Todo lo que escriba en este estado de ánimo no será bueno; estará cargado de sedimento. Si estuviese bien, saldría sola y me sentaría bajo un árbol. Se debe aprender, se debe practicar olvidarse de uno mismo. No puedo decir la verdad sobre tía Anne a menos que esté libre para mirar su vida sin conciencia de mí misma. ¡Oh, Dios! Sigo dividida. Soy mala. Fallo en mi vida personal. Caigo en la impaciencia, el mal carácter, la vanidad, y así fallo como tu sacerdotisa. Tal vez la poesía me ayude.
  

Acabo de limpiar y de arreglar mi lapicera fuente. Si después de esto sigue perdiendo, ¡no es una dama!”


Mansfield, Katherine, Diario, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1978. La traducción es de Antonio Bonanno.
  

[1] Aparentemente existe una edición española, pero se encuentra agotada. El prólogo referido puede ser consultado en: La máquina del tiempo