domingo, 14 de junio de 2020

Una víctima de la publicidad de Emle Zola

 
 
Descargar archivo mp3 ] 8:26
 
Música: Liszt - La Cloche Sonne

Conocí a un chico, fallecido el año pasado, cuya vida fue un prolongado martirio. Desde que tuvo uso de razón, Claude se había hecho este razonamiento: «El plan de mi existencia está trazado. No tengo más que aceptar las ventajas de mi tiempo. Para marchar con el progreso y vivir totalmente feliz, me bastará con leer los periódicos y los carteles publicitarios, mañana y tarde, y hacer exactamente lo que esos soberanos guías me aconsejen. En ello radica la verdadera sabiduría, la única felicidad posible». A partir de aquel día, Claude adoptó los anuncios de los periódicos y de los carteles como código de vida. Éstos se convirtieron en el guía infalible que le ayudaba a decidirlo todo; no compró nada, no emprendió nada que no le hubiera sido recomendado por la voz de la publicidad. Así fue como el desventurado vivió en un auténtico infierno.
Claude adquirió un terreno formado por tierras de aluvión donde sólo pudo construir sobre pilotes. La casa, construida según un sistema novedoso, temblaba cuando hacía viento y se desmoronaba con las lluvias tormentosas. En su interior, las chimeneas, provistas de ingeniosos sistemas fumívoros, humeaban hasta asfixiar a la gente; los timbres eléctricos se obstinaban en guardar silencio; los retretes, instalados según un modelo excelente, se habían convertido en horribles cloacas; los muebles, que debían obedecer a mecanismos particulares, se negaban a abrirse y cerrarse.
Tenía sobre todo un piano que no era sino un mal organillo y una caja fuerte inviolable e incombustible que los ladrones se llevaron tranquilamente a la espalda una hermosa noche invernal.
El infortunado Claude no sufría sólo en sus propiedades sino también en su persona: La ropa se le rompía en plena calle. La compraba en esos establecimientos que anuncian una rebaja considerable por liquidación total. Un día me lo encontré completamente calvo. Siempre guiado por su amor al progreso, se le había ocurrido cambiar su cabello rubio por otro moreno. El agua que acababa de usar había hecho que se le cayera todo el pelo rubio, y él estaba encantado porque -según decía- ahora podría usar cierta pomada que, con toda seguridad, le proporcionaría un cabello negro dos veces más espeso que su antiguo pelo rubio.
No hablaré de todos los potingues que se tomó. Era robusto pero se quedó escuálido y sin aliento. Fue entonces cuando la publicidad empezó a asesinarlo. Se creyó enfermo y se automedicó según las excelentes recetas de los anuncios y, para que la medicación fuera más efectiva siguió todos los tratamientos a la vez, hallándose confuso ante la idéntica cantidad de elogios que cada producto recibía.
La publicidad tampoco respetó su inteligencia. Llenó su biblioteca con libros que los periódicos le recomendaron. La clasificación que adoptó fue de lo más ingeniosa: ordenó los volúmenes por orden de mérito, quiero decir, según el mayor o menor lirismo de los artículos pagados por los editores. Allí se amontonaron todas las bobadas y todas las infamias contemporáneas. Jamás se vio un montón de ignominias semejante. Y además, Claude había tenido el detalle de pegar en el lomo de cada volumen el anuncio que se lo había hecho comprar. Así, cuando abría un libro, sabía por adelantado el entusiasmo que debía manifestar; reía o lloraba según la fórmula. Con ese régimen, llegó a ser completamente idiota.
El último acto de este drama fue lastimoso. Tras haber leído que había una sonámbula que curaba todos los males, Claude se apresuró a ir a consultarla acerca de las enfermedades que no tenía. La sonámbula le propuso obsequiosamente la posibilidad de rejuvenecerlo indicándole la forma para no tener más de dieciséis años. Se trataba simplemente de darse un baño y de beber determinada agua. Se tragó el agua, se metió en el baño y se rejuveneció en él de tal manera que, al cabo de media hora, lo encontraron asfixiado.
Claude fue víctima de la publicidad hasta después de muerto. Según su testamento, había querido ser enterrado en un ataúd de embalsamamiento instantáneo cuya patente acababa de obtener un droguero. En el cementerio, el ataúd se abrió en dos, y el miserable cadáver cayó al barro donde tuvo que ser enterrado revuelto con las planchas rotas de la caja. Su tumba, hecha de cartón piedra y en imitación de mármol, empapada por las lluvias del primer invierno, no fue pronto nada más que un montón de podredumbre sin nombre.
L’Inondation et autres nouvelles

Las fresas de Emile Zola

 
Descargar archivo mp3 ] 12:25
 
Música: Beethoven Moonlight Sonata, I. Adagio sustenuto
 
I
Una mañana de junio, al abrir la ventana, recibí en el rostro un soplo de aire fresco. Durante la noche había habido una fuerte tormenta. El cielo parecía como nuevo, de un azul tierno, lavado por el chaparrón hasta en sus más pequeños rincones. Los tejados, los árboles cuyas altas ramas percibía por entre las chimeneas, estaban aún empapados de lluvia, y aquel trozo de horizonte sonreía bajo un sol pálido. De los jardines cercanos subía un agradable olor a tierra mojada.

-Vamos, Ninette, -grité alegremente- ponte el sombrero… Nos vamos al campo.

Aplaudió. Terminó de arreglarse en diez minutos, lo que es muy meritorio tratándose de una coqueta de veinte años. A las nueve, nos encontrábamos en los bosques de Verrières.
II
¡Qué bosques tan discretos, y cuántos amantes han paseado por ellos sus amores! Durante la semana, los setos están desiertos, se puede caminar uno junto al otro, con los brazos en la cintura y los labios buscándose, sin temor de ser vistos más que por los pajarillos que saltan en las zarzas. Las avenidas se prolongan, altas y anchas, a través de las grandes arboledas; el suelo está cubierto de un tapiz de finísima hierba, sobre el cual, el sol, penetrando por entre las hojas, derrama lentejuelas de oro. Y hay caminos hondos, senderos estrechos donde es menester apretarse el uno contra el otro para pasar. Y hay también espesuras impenetrables donde pueden perderse si los besos cantan demasiado alto.

Ninon se soltaba de mi brazo, corría como un perro pequeño, feliz de sentir la hierba rozándole los tobillos. Luego volvía y se colgaba de mi hombro, cansada, afectuosa. El bosque se extendía, mar sin fin de olas de verdor. El silencio trémulo, la sombra animada que caía de los grandes árboles se nos subía a la cabeza, nos embriagaba con toda la savia ardiente de la primavera. En el misterio del seto uno vuelve a ser niño.

-¡Oh! ¡fresas, fresas! -gritó Ninon saltando una cuneta como una cabra escapada, y registrando la maleza.
III
Fresas desgraciadamente, no, sino fresales, toda una sábana de fresales que se extendía por debajo de los espinos.
Ninon ya no pensaba en los animales a los que les tenía auténtico pánico. Paseaba osadamente las manos por entre las hierbas, levantando cada hoja, desesperada por no encontrar ni el menor fruto.

-Se nos han adelantado -dijo con una mueca de enojo-. ¡Oh! busquemos bien, aún debe haber alguna.

Y nos pusimos a buscar concienzudamente. Con el cuerpo doblado, el cuello tendido, los ojos fijos en el suelo, avanzábamos a pequeños pasos prudentes, sin arriesgar una palabra por miedo a que las fresas se echaran a volar. Habíamos olvidado el bosque, el silencio y la sombra, las amplias avenidas y los estrechos senderos. Las fresas, sólo las fresas. A cada manchón que encontrábamos, nos bajábamos, y nuestras manos agitadas se tocaban por debajo de las hierbas.
Recorrimos así más de una legua, curvados, errando a izquierda y derecha. Pero no encontrábamos ni la más mínima fresa. Freseras magníficas sí, con hermosas hojas de un verde oscuro. Yo veía a Ninon morderse los labios y como sus ojos se humedecían.
IV
Habíamos llegado frente a un ancho talud sobre el que el sol caía de lleno, con pesados calores. Ninon se acercó al talud, decidida a no buscar más. De repente, lanzó un grito intenso. Acudí asustado creyendo que se había herido. La encontré agachada; la emoción la había sentado en el suelo, y me mostraba con el dedo una fresa pequeña, del tamaño de un guisante y madura sólo por un lado.

-Cógela tú -me dijo con voz baja y acariciadora.

Me senté junto a ella en la parte baja del talud.

-No, tú la has encontrado, eres tú quien debe cogerla -respondí.

-No, dame ese gusto, cógela.

Me negué tanto y tan bien que Ninon se decidió por fin a cortar el tallo con su uña. Pero fue otra historia cuando se trató de saber quién de los dos se comería aquella pobre pequeña fresa que nos había costado una hora larga de búsqueda. A toda costa Ninon quería metérmela en la boca. Resistí firmemente, luego tuve que condescender y se decidió que la fresa sería partida en dos.

Ella la puso entre sus labios diciéndome con una sonrisa:

-Vamos, coge tu parte.

Cogí mi parte. No sé si la fresa fue compartida fraternalmente. Ni siquiera sé si saboreé la fresa, tan buena me supo la miel del beso de Ninon.
V
El talud estaba cubierto de freseras, de freseras como es debido. La recolección fue abundante y feliz. Habíamos puesto en el suelo un pañuelo blanco, jurándonos solemnemente que depositaríamos allí nuestro botín, sin comernos ninguna. En varias ocasiones, no obstante, me pareció ver que Ninon se llevaba la mano a la boca.

Cuando terminamos la recolección, decidimos que era el momento de buscar un rincón a la sombra para desayunar a gusto. El pañuelo fue religiosamente colocado a nuestro lado.

¡Dios bendito! ¡Qué bien se estaba allí sobre el musgo, en la voluptuosidad de aquel frescor verde! Ninon me miraba con ojos húmedos. El sol había puesto suaves rojeces en su cuello. Cuando vio toda mi ternura en mi mirada, se acercó a mí tendiéndome las dos manos, en un gesto de adorable abandono.

El sol, luciendo sobre los altos ramajes, arrojaba lentejuelas de oro a nuestros pies, en la hierba fina. Hasta las urracas se callaban y no miraban. Cuando buscamos las fresas para comérnoslas, comprobamos con estupor que estábamos sentados sobre el pañuelo.

Nouveaux contes à Ninon

https://albalearning.com/audiolibros/zola/fresas.html

Los hombros de la Marquesa de Emile Zola





I
La Marquesa duerme en su magnífico lecho, bajo las anchas cortinas de seda amarilla. A las doce, al timbre claro del reloj, se decide a abrir los ojos.
¡Qué tibia y agradable atmósfera! Los tapices, las colgaduras de las puertas y ventanas, convierten la habitación en un nido delicioso. Calor, perfumes por todas partes. Reina allí la eterna primavera.
No bien despierta, la Marquesa parece presa de viva ansiedad. Se incorpora; llama a Julia.
—¿Llama la señora?
—Dime ¿hiela?
—¡Oh, excelente Marquesa! ¡Con qué voz tan con movida ha hecho esta pregunta! Su primer pensamiento ha sido para ese frio terrible, para ese viento norte de que ella está libre, pero que debe soplar cruelmente en los tugurios de los pobres.
Y pregunta si el cielo se ha apiadado, si puede gozar del calor sin remordimiento, sin pensar en los que tiritan.
—¿Hiela?
La doncella le ofrece el peinador que la Marquesa se pone al levantarse y que acaba de calentar a un buen fuego.
—¡Oh! Sí, señora; hiela más que nunca. Acaba de encontrarse a un hombre muerto de frío en un ómnibus.
La Marquesa siente una alegría infantil, se restriega las manos, y exclama:
—¡ Ah, tanto mejor! Iré a patinar esta tarde.

II
Julia, descorre las cortinas poco a poco, no sea que una brusca claridad hiera los delicados ojos de la encantadora Marquesa.
El reflejo azulado do la nieve penetra alegremente en la habitación. El cielo está gris, pero es un gris tan bonito, que recuerda a la Marquesa una túnica de seda, gris perla, que llevaba la víspera en el baile del ministerio. La túnica estaba adornada con blondas blancas, parecidas a los hilos de nieve que ve en los tejados, destacándose sobre la palidez del cielo. Aquella noche había estado deslumbradora con sus nuevos diamantes. Se acostó a las cinco; así es que tenía la cabeza algo pesada. Sin embargo, se sienta delante de un soberbio espejo, y Julia desata la blonda madeja de sus cabellos. La Marquesa se suelta el peinador, y sus hombros quedan al aire hasta la mitad de la espalda.
Toda una generación ha envejecido contemplando los hombros de la Marquesa. Desde que, gracias a un poder vigoroso, las damas de natural alegre pueden escotarse y bailar en las Tullerías. La Marquesa ha paseado sus hombros por entre el bullicio de los salones oficiales con tal asiduidad, que puede considerárselos como el programa viviente de los encantos del segundo Imperio.
Ha tenido que seguir la moda, escotando sus túnicas, ya hasta la caída de los riñones, ya hasta el nacimiento de la garganta; de este modo ha ido entregando, línea a línea, todos los tesoros de su busto. No hay parte del tamaño de un piñón en sus hombros que no sea conocida de las piedras de la calle. Los hombros de la Marquesa, siempre al descubierto, son el blasón voluptuoso de la nueva monarquía.

III
Ciertamente, no es preciso describir los hombros de la Marquesa. Son populares como el Puente Nuevo. Han figurado por espacio de diez y ocho años en todos los espectáculos públicos. Basta percibir, en un salón, en el teatro o en cualquier otro lado, la menor parte de ellos, para exclamar:—«¡Calla! La Marquesa- Conozco el lunar negro de su hombro izquierdo.»
Ciertamente, no es preciso describir los hombros de la Marquesa. Son populares como el Puente Nuevo. Han figurado por espacio de diez y ocho años en todos los espectáculos públicos. Basta percibir, en un salón, en el teatro o en cualquier otro lado, la menor parte de ellos, para exclamar:—«¡Calla! La Marquesa Conozco el lunar negro de su hombro izquierdo.»
Por otra parte, son hombros muy hermosos, blancos, redondos, provocativos. Las miradas de todo un orden de cosas han pasado sobre ellos, dándoles más tersura, como esas losas que las pisadas de la multitud pulimentan a la larga.
Si fuese el marido o el amante de la Marquesa, preferiría besar el botón de cristal del gabinete de un ministro, desgastado por las manos de los pretendientes, a rozar coa los labios esos hombros, sobre los cuales se ha deslizado el soplo ardiente de todo el París galante
Cuando se piensa en los mil deseos que han palpitado en torno suyo, se pregunta uno la clase de arcilla con que la naturaleza ha debido fabricarlos, para que no aparezcan roídos y desmoronados como los contornos, comidos por los vientos, de esas estatuas desnudas, expuestas al aire libre en los jardines.
La Marquesa ha puesto su pudor en otra parte. Ha convertido sus hombros en una institución. ¡Y cómo ha combatido por el gobierno! ¡Siempre en la brecha, multiplicándose para estar en todas partes, en las Tullerías, en los ministerios, en las embajadas, en casa de los simples millonarios, arrastrando a los indecisos con hábiles sonrisas, ostentando el trono de sus senos de alabastro, mostrando en los días de peligro pequeños rinconcillos, ocultos y deliciosos, más persuasivos que los argumentos de los oradores, más convincentes que las espadas de los soldados. y amenazado, para conquistar un voto, con recortar sus almillas hasta que los jefes más feroces de la oposición se declararan vencidos!
Los hombros de la Marquesa han salido siempre ilesos y triunfantes. Han sostenido un mundo, sin que la menor arruga empañe su blanco mármol.

IV
Aquella tarde, la Marquesa, al salir de las manos de Julia, se va a patinar. Patina adorablemente.
Hace en el Bosque un frió espantoso; la brisa pica la nariz y los labios de las nobles damas como si el viento les soplase arena fina en el rostro. La Marquesa se ríe. Le entretiene sentir frío.
De vez en cuando, se calienta los pies en los braseros encendidos que hay en las orillas del pequeño lago. Luego vuelve a entrar en la atmósfera helada, deslizándose como una golondrina que rasa el suelo. iAh! ¡Magnífica partida! ¡Y qué dichosa es la Marquesa con que el deshielo no haya comenzado! Podrá patinar toda la semana.
Al volver a su casa, la Marquesa ve en los Campos Elíseos a una pobre que tirita al pie de un árbol, medio muerta de frió.
—¡Qué desgraciada!—murmura con voz sentida.
Y como el coche va a escape, no pudiendo encontrar su portamonedas, le tira su ramillete, un ramillete de lilas blancas, que vale por lo menos cinco luises.
Nouveaux contes à Ninon

Copla Alta La Dentradora - Cosas de mi país TV

Copla Alta La Chifladita - Cosas de mi país TV

Mr & Mrs Adelman Trailer