Si bien era de escasa cultura, no le faltaba inteligencia y criterio para desenvolverse en cada una de las oportunidades de su laboriosa existencia.
Habitaba en una modesta casita un tanto aislada. Vivía con ella su único hijo llamado Nardelito, muchacho obediente y respetuoso, pero muy tonto.
La pobre mujer pensaba a menudo: “¿Cómo se las arreglará Nardelito cuando yo muera? Cree todo lo que le dicen y es muy fácil engañarlo. ¡Si por lo menos fuéramos ricos! … ”
Un día, Gretonia dijo a su hijo:
–Nardelito: debo ir al mercado de la ciudad para vender esta pieza de tela. En el corral he dejado la clueca, que esta empollando. Llévale de comer; pero evita que se entretenga mucho tiempo fuera del nido. De otro modo, los huevos se enfriarán y se echarán a perder. Si haces todo como es debido, la próxima vez iras tú a la ciudad.
Nardelito se puso contento por la promesa de la madre. Aseguró que cumpliría el encargo con diligencia y atención y que en ello pondría sus cinco sentidos. . .
Efectivamente a eso del mediodía, el jovencito entro en el corral con un puñado de maíz. La clueca abandonó el nido y se puso a comer con avidez. Como quedo con hambre, siguió buscando granos por todo el corral, dejando en descubierto los huevos de su nido.
Nardelito, de acuerdo con la recomendación de la madre, se dirigió a la gallina y le gritó:
–¡Vamos! ¡Basta ya de comer! ¡Los huevos se enfrían!
La clueca siguió buscando comida por el corral, y el joven intento conducirla al nido. Con cautela, se le aproximó cantando:
Gallinita, gallinita.
No me hagas enojar.
¡Vuelve, vuelve a tu nidito!
¡Vamos, vuélvete a empollar!
La desobediente huyó en cuanto Nardelito se le acercó, y éste empezó entonces a perseguirla. Después de varios intentos de alcanzarla, el perseguidor tuvo una idea desdichada. Para atemorizar al ave y obligarla a volver al nido, se le ocurrió arrojarle un leño. El tiro fue tan certero que la pobre gallina murió del golpe.
–¿Qué hago ahora? –se dijo Nardelito; sin la cuecla, los huevos están perdidos. Para que no ocurra lo mismo con la gallina muerta, la desplumare y la enfilaré en el asador. Por lo menos, cuando vuelva mamá encontrará preparada una buena cena.
Promediaba la tarde cuando un olorcito a carne asada se expandía por todo el ámbito de la casa. Nardelito, orgulloso del asado que estaba atendiendo, pensó recibir plácemes y elogios de su mamá. Extendió el mantel de los domingos sobre la mesa, acomodó los platos y los cubiertos y, cuando consideró que la gallina estaba a punto, la sacó del asador y la colocó en una fuente.
–Esta cena debe estar acompañada de una jarra de vino.–se dijo Nardelito, y, ni corto ni perezoso, tomó una jarra y bajo al sótano. Abrió la canilla del vino tinto y esperó que el recipiente se llenara. En ese instante oyó un ruido de platos rotos.
–¿Qué habrá pasado? ¡Ah, debe ser el gato! Seguramente se ha encaramado sobre la mesa y se ha apoderado de la gallina asada.
Mientras pensaba en todo esto y lo decía en voz baja, Nardelito corrió escaleras arriba. En efecto, el gato se había apoderado de la gallina y ya se disponía a devorarla.
Con tono persuasivo, Nardelito dijo al ladrón:
Ladronzuelo, ladronzuelo:
Tú no debes devorar
La gallina de la cena
Que yo estoy por preparar.
Antes de que el joven quitara la presa al pequeño felino doméstico y volviera a colocarla en otra fuente cubierta, pasaron algunos minutos.
Cuando Nardelito bajó de nuevo al sótano encontró con que esté estaba inundado, pero no de agua, sino de vino tinto. ¿Qué había ocurrido? Cuando subió de prisa a rescatar la gallina de las garras del gato, había dejado abierta la canilla del tonel.
–¿Qué hacer ahora? –se dijo el infeliz, y al pronto se le ocurrió remediar tanto el desastre echando aserrín sobre el vino. Subió de nuevo y volvió con un saco, cuyo contenido vació sobre el piso en la penumbra del sótano.
Cuando se dispuso a plegar el saco vacío, Nardelito advirtió que éste no era el de aserrín sino el de harina. Su desesperación fue grande. Se echó de bruces sobre la cama y lloró amargamente. Al cabo de media hora se quedo dormido.
Cuando volvió la madre, al sentir tan fuerte olor de vino y al ver al hijo dormido en pleno día, creyó que éste se había emborrachado. Lo sacudió violentamente y advirtió que el jovencito había estado llorando.
–¿Qué te pasa, hijo? –preguntó asustada, la buena mujer.
–Todo me sale mal, mamita. Di de comer a la gallina y ésta no quiso volver al nido. Quise obligarla y le arrojé un leño, con tan mala suerte que la maté. Ya que se perdieron los huevos que estaba empollando, traté de aprovechar la gallina. La desplumé y la enfilé en el asador. Pensé prepararte una rica cena y tendí el mantel. Coloqué la gallina asada en una fuente, entré dos platos. Baje al sótano a llenar una jarra de vino tinto. Mientras ésta se llenaba oí un ruido de platos rotos. Era el gato qué se había encaramado sobre la mesa y, al arrastrar la gallina, había roto la fuente. Mientras perseguía al gato y le quitaba la presa, la canilla del tonel seguía abierta. Me había olvidado de cerrarla. Al bajar al sótano vi que éste estaba inundado. Vine a buscar el saco de aserrín para echar el contenido sobre el piso mojado por el vino. Después me di cuenta que había tomado el saco de la harina en lugar del saco de aserrín.
– !Bueno, hijo; no es para desesperarse! Una desgracia puede ocurrirle a cualquiera.
–¡Pero es que son muchas desgracias juntas, mamita! ¡Yo quiero morirme! ¡Todo me sale mal!
La madre trató de consolar a aquel hijito de buen corazón, pero no tuvo éxito. En efecto éste insistía en que quería morirse. En un descuido de la buena mujer se introdujo el en horno, de modo que cuando ella metió ramas en él para calentarlo, advirtió que el joven estaba allí con el propósito de dejarse quemar. El corazón de la pobre madre se conmovió al comprobar el mal efecto que los desaciertos producían en su hijo. Para animarlo, le propuso comer la gallina, y mientras cenaban, le habló del mercado de la ciudad.
–Hoy he vendido a buen precio la pieza de tela que llevé. Mañana podrías ir tú a vender la otra pieza que he tejido, ¿Qué te parece?
Nardelito salto de contento y corrió a besar a su mamá.
Al día siguiente, la madre entregó a Nardelito una pieza de tela y le dijo:
–Pon atención que se te acerquen en el mercado. Debes saber hijo mío, que hay buena gente y tipos embrollones. Los deshonestos y engañadores son los que hablan mucho. Cuídate de ellos. Hay refrán que dice: “Quien mucho habla mucho engaña”.
–No temas, mamá; nadie me engañará. Me alejaré de los charlatanes.
Al día siguiente el niño se levanto temprano y partió.
Una vez en el mercado de la ciudad, Nardelito anunció su tela entre la multitud:
–¡Vendo una pieza de tela! ¿Quién me compra esta hermosa tela tejida a mano?
Un hombre se le acercó y le pregunto:
–¿Es realmente una tela tejida a mano la que vendes? ¿Cuánto mide? ¿Qué precio tiene?
–Amigo mío –respondió Nardelito, hablas demasiado. “Quien mucho habla mucho engaña”.
El hombre creyó que se trataba de un loco y se alejó.
Una señora que oyó pregonar una tela tejida a mano preguntó:
–¿Me permites examinarla? ¿Cuánto mide? ¿Cuál es el preció?
–Mucha charla, señora, la suya. No quiero relaciones con charlatanes.
Durante todo el día, Nardelito estuvo ofreciendo su mercadería y alejando, luego, a los posibles compradores. Había interpretado las recomendaciones de su madre de tal manera que todos le parecían excesivamente habladores, y, en consecuencia, engañadores.
Desilusionado por su fracaso como vendedor, al anochecer el joven emprendió el regreso. Al pasar por un palacete rodeado de un parque, se sentó a descansar sobre el muro bajo que lo separaba del camino. Al cabo de un rato distinguió entre unos arbustos del parque a un hombre que permanecía quieto y mudo. Lo miró largamente y pensó:
–Este hombre debe ser muy honesto. No habla si no es interrogado. Decidió ofrecerle la tela y se acercó a los arbustos.
–¿Quieres comprarme una pieza de tela?
Como no obtuvo respuesta, Nardelito confirmó su opinión de que se trataba de un hombre de pocas palabras.
–Se trata de una tela tejida a mano
Insistió el joven, ya convencido de la honestidad de aquel posible comprador.
Pero la oferta tampoco mereció respuesta. Es que no se trataba de un hombre si no una vieja estatua, a la que la humedad había cubierto de musgo.
–Ya que demuestras ser hombre de pocas palabras, considero que eres el cliente que me conviene –dijo el vendedor.
Como tampoco obtuvo respuesta, al buen Nardelito se le ocurrió la idea de dejar a aquel cliente la pieza de tela, para que pudiera examinarla.
–Comprendo –dijo, colocando la tela sobre un brazo de la estatua. Querrás, seguramente, examinarla a la luz del día. Y bien, te la dejo. Mañana vendré a tratar el precio.
Cuando Gretonia vio llegar a su hijo sin tela y sin dinero, exclamó:
–¡Lo tengo merecido! Este hijo mío no hace nada a derechas.
–No creas, mamá –replicó Nardelito; te aseguro que aquel hombre era de tan pocas palabras que ni siquiera respondió a todas mis preguntas. Estoy seguro de que es un hombre honesto y justo. Mañana iré allá y seguramente me pagara un buen precio por la tela.
A la mañana siguiente, el jovencito se levantó temprano y, sin despedirse de la madre, que dormía aun, se dirigió al palacete en cuyo parque se hallaba el cliente mudo. Se acercó a la estatua y advirtió que la tela no colgaba de su brazo. ¡Claro!: un viandante se la había llevado en cuanto Nardelito se alejó de allí.
–Veo que la tela te gusta –dijo éste a la estatua, ya que la guardaste. Como no recibió respuesta, insistió:
–Si es así como yo creo, debes pagarme un justo precio por ella.
Al ver que aquel cliente seguía sin responder, Nardelito perdió la paciencia. Recogió una gruesa piedra, y en tono amenazador, agrego:
–¡Si no pagas o no me devuelves la tela, te costará muy caro,
En el colmo de la irritación, el joven lanzó con fuerza la piedra contra la estatua. Esta, que estaba sostenida por un débil pedestal carcomido, se derrumbó, dejando un hueco en la base. Dentro de éste hueco Nardelito vio una pequeña tinaja. Levantó la tinaja y exclamó:
–¡Cuántos botones dorados! ¡Y son parecidos a los que guarda mi madre en el cajoncito secreto del armario! Mamá se pondrá contenta al recibir tantos botones. Ella los aprecia mucho. ¡Ya decía yo que este hombre de pocas palabras debía ser un buen comprador!
Al llegar a su casa, Nardelito entregó la tinaja a la madre diciendo:
–Aquí tienes, en este cantarillo, un montón de esos vistosos botones dorados que tanto te gustan. ¿No te parece que he obtenido un buen precio por la pieza de tela? Tengo la impresión de que esta vez no tendrás ningún motivo para quejarte de mí, como lo has hecho otras veces. . .
Cuando Gretonia vio aquel montón de monedas de oro, pensó que la tinaja debió haber sido enterrada tiempo atrás. Por el relato de su hijo se dio cuenta de que se trataba de un tesoro oculto. ¡Por fin Nardelito había sido favorecido por la suerte!
La buena mujer guardó en el cajoncito secreto aquellas monedas que su hijo creía que eran botones, pero enseguida pensó que el hallazgo se difundiría por la vecindad. Inútil aconsejar discreción a aquel hijo suyo, tan tonto. ¿Qué hacer? Se le ocurrió una idea: ordenó a Nardelito que se apostara delante de la puerta para llamar al vendedor de requesón cuando éste pasase. Ella subió al techo de la casa y empezó a lanzar puñados de higos secos y pasas de uva.
–Llueve, mamá! ¡Caen higos y pasas de uva! –exclamo el joven.
–Bajo enseguida para ayudarte a recogerlos –respondió Gretonia
Días después dos hombres se pusieron a discutir la posesión de una moneda de oro que habían encontrado frente a la casa de Nardelito. Este vio que se trataba de uno de los botones dorados que él había traído en la tinaja repleta, y gritó:
–Tanta alharaca por un botón dorado! ¡Yo halle una tinaja llena!
–Dónde encontraste esa tinaja?
Pregunto uno de los hombres
–Me la dio un caballero. Creo que es el dueño del palacete de las afueras. La tinaja estaba enterrada. . .
Nardelito iba a completar su relato, pero vio que los dos hombres se alejaban apresuradamente.
Al día siguiente el joven fue citado por el juez. Los dos hombres lo habían denunciado. Debía dar cuenta del tesoro que decía haber obtenido de un caballero.
–¿Es verdad que un caballero te dio una vasija con monedas de oro?
–Pregunto el juez, mirando con severidad al amedrentado Nardelito.
–No, señor juez –respondió éste con un murmullo, sólo fue una tinaja con botones amarillos.
–¿Botones? ¿Cuándo sucedió eso?
–En vísperas de la lluvia extraña.
–¿Qué lluvia?
–La tremenda lluvia de higos y uvas pasas, que se produjo hace varios días, nunca he visto otra igual. Cayeron tantos higos ese día, y tantas uvas pasas del cielo, que mi madre y yo tuvimos que abrir el paraguas. . .
–¡Basta! –gritó el juez. Este muchacho es tonto de remate. Y vosotros –dijo a los denunciantes –seréis multados por denuncia falsa y por traer cuestiones que implican una falta de respeto a la justicia.
Nardelito no comprendió; pero la astuta Gretonia, que había entendido demasiado bien, salió del juzgado arrastrando a su hijo de un brazo, felicitándose por el inesperado final del juicio.