lunes, 22 de marzo de 2021

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Alicia Mariño habla sobre literatura fantástica

Literatura fantástica: definiciones

Umberto Eco y el amor como enfermedad en la Edad Media

 


Umberto Eco y el amor como enfermedad en la Edad Media.




La Edad Media fue un período histórico que se debatió entre la superstición y la razón, entre la tradición embrutecida y la necesidad de apoyarse en criterios verificables para entender el funcionamiento del universo. El amor, como no podía ser de otro modo, también se inscribe en esa batalla.

En la novelaEl nombre de la rosa (Il nome della rosa)Umberto Eco se apoya en una vasta bibliografía medieval para describir las nociones fantásticas y aún aterradoras del amor como síntoma físico de una enfermedad del alma.

El repaso de esos libros medievales corresponde a un joven monje franciscano que, por descuido o sutil capricho del destino, ha caído en las garras del amor.

Preso de una culpa atroz, se aventura con su maestro en los sombríos corredores de una biblioteca secreta, donde libros prohibidos le revelan la naturaleza de su deseo.



«Y al mismo tiempo me iba convenciendo de que, a pesar de encontrarme enfermo, la enfermedad que padecía era, por decirlo así, normal, puesto que tantos otros la habían sufrido, y parecía que los autores citados hubieran estado pensando en mí cuando la describían.

»Así leí, emocionado, las páginas donde Ibn Hazm define el amor como una enfermedad rebelde, que sólo con el amor se cura, una enfermedad de la que el paciente no quiere curar.

»Basilio de Ancira afirma que el mal del amor demuestra (síntoma inconfundible) un júbilo excesivo y al mismo tiempo desea apartarse y prefiere la soledad, a lo que se suma un intenso desasosiego y una confusión que impide articular palabra.

»Me estremecí al leer que, cuando se le impide contemplar el objeto amado, el amante sincero cae en un estado de abatimiento que a menudo lo obliga a guardar cama, y que a veces el mal ataca el cerebro, y entonces el amante enloquece y delira. Leí con aprensión que, si el mal se agrava, puede resultar fatal.

»Santa Hildegarda atribuye a la melancolía el dulce sentimiento de la pérdida del amor. Pero en el Liber Continens, se identifica a la melancolía amorosa con la licantropía, en la que el enamorado se comporta como un lobo.

»Primero se altera es aspecto de los amantes, la vista se debilita, los ojos se hunden y quedan sin lágrimas, la lengua se va secando y se cubre de pústulas, el cuerpo se marchita y padecen de una sed insaciable. Pasan el día tendidos en el lecho, boca abajo, con el rostro y los tobillos cubiertos de marcas, y por último, terminan sus días vagando por los cementerios, de noche, como lobos.

»El gran Avicena define el amor como un pensamiento fijo de carácter melancólico, que nace del hábito de pensar una y otra vez en las facciones, los gestos o las costumbres de las personas del sexo opuesto. Se vuelve una enfermedad cuando al no ser satisfecho se vuelve un pensamiento obsesivo, que provoca risas y llantos intempestivos.

»Arnaldo de Villanova, con crueldad, recomienda que la única cura contra el mal de amor es perder la confianza en el otro, olvidar.»




Libros extraños y lecturas extraordinarias. I Autores con historia.

Alphonse Daudet: relatos y novelas

 


Alphonse Daudet: relatos y novelas.




Alphonse Daudet (1840-1897) fue uno de los más importantes escritores franceses del siglo XIX. Sin la fama de otros autores de la época, sus relatos y novelas ocupan un rol preponderante en el naturalismo.

A continuación compartimos algunos cuentos destacados de Alphonse Daudet; así también como sus mejores poemas, novelas, relatos y obras teatrales que se encuentran entre los mejores del período.




Alphonse Daudet: obras completas:
  • Cuentos del lunes (Contes du lundi)
  • El abanderado (Le porte drapeau)
  • El hombre del cerebro de oro (L'Homme a la cervelle d'or)
  • Las hadas de Francia (Les fées de France)
  • Wood'stown, un cuento fantástico (Wood'stown, conte fantastique)
  • Cartas desde mi molino (Lettres de mon moulin)
  • Crónicas provinciales.
  • Cuentos del lunes (Les contes du lundi)
  • El elixir del reverendo padre Gaucher (L’élixir du révérend père Gaucher)
  • El evangelista (L’Évangéliste)
  • El inmortal (L’inmortel)
  • El nabab (Le nabab)
  • El último ídolo (La dernière idole)
  • Fromont hijo y Risler padre (Fromont jeune et Risler aîné)
  • Jack (Jack)
  • La bella Nivernaise (Le Belle Nivernaise)
  • La cabra de M. Seguin (La chèvre de M. Seguin)
  • Las enamoradas (Les Amoureuses)
  • Las mujeres de los artistas (Les Femmes de Artistes)
  • Las tres misas menores (Les trois messes basses)
  • La tierra del dolor (La Doulou)
  • Los ausentes (Les absents)
  • Los reyes en el exilio (Les rois en exil)
  • Numa Roumestan (Numa Roumestan)
  • Poquita cosa (Le petit chose)
  • Port-Tarascón (Port-Tarascon)
  • Recuerdos de un hombre de letras (Souvenirs d’un homme de lettres)
  • Robert Helmont (Robert Helmont)
  • Rosa y Ninette (Rose et Ninette)
  • Safo (Sapho)
  • Tartarín de Tarascón (Tartarin de Tarascon)
  • Tartarín en los Alpes (Tartarin sur les Alpes)
  • Treinta años de París (Trente ans de Paris)




Autores en El Espejo Gótico. I Autores con historia.


El artículo: Alphonse Daudet: relatos y novelas fue realizado por El Espejo Gótico. Para su reproducción escríbenos a elespejogotico@gmail.com

"Las hadas de Francia" Alphonse Daudet ; relato y análisis

 «Las hadas de Francia»: Alphonse Daudet; relato y análisis


«Las hadas de Francia»: Alphonse Daudet; relato y análisis.




Las hadas de Francia (Les fées de France) es un relato fantástico del escritor francés Alphonse Daudet (1840-1897), publicado en la antología de 1875: Cuentos del lunes (Contes du lundi).

Con una insuperable ironía y un fuerte rechazo por la sociedad industrial, Alphonse Daudet nos permite presenciar un curioso juicio dónde la acusada afirma ser nada menos que la última hada viva de Francia.

Las hadas de Francia, uno de los grandes cuentos de Alphonse Daudet, es, en definitiva, un estupendo alegato contra la industrialización y la deshumanización que supone el progreso.



Las hadas de Francia.
Les Fées de France, Alphonse Daudet (1840-1897)

—¡Levántese la acusada! —dijo el presidente.

Algo se movió en el horrible banquillo, y un ente informe, titubeante, se acercó y se apoyó en la baranda. Era un manojo de andrajos, rotos, remiendos, cintas, flores marchitas y plumas viejas, en medio del cual asomaba un pobre rostro ajado, curtido, arrugado, de entre cuyas arrugas surgía la malicia de dos ojillos negros, como una lagartija en la hendidura de una vieja pared.

—¿Cuál es su nombre? -le preguntaron.

—Melusina.

—¿Cómo dice?

Ella repitió gravemente:

—Melusina.

El presidente sonrió bajo su bigote de coronel de dragones, pero continuó sin pestañear.

—¿Qué edad tiene?

—No lo sé.

—¿Profesión?

—Soy hada.

Al oír esta frase, el público, el Consejo y hasta el mismo fiscal, es decir, todo el mundo, estalló en una gran carcajada; pero las risas no la turbaron, y siguió hablando con una vocecita clara y trémula, que se elevaba y mantenía en el aire como una voz de ensueño:

—¡Ay! ¿Dónde están ya las hadas de Francia? Todas han muerto, señores. Yo soy la última; no queda ninguna más que yo... Y de verdad es una pena, porque Francia era mucho más hermosa cuando aún vivían sus hadas. Nosotras éramos la poesía de nuestro pueblo, su candor, su juventud. Los lugares por donde solíamos andar, los rincones solitarios de los parques abandonados, las piedras de las fuentes, los torreones de los viejos castillos, las brumas de los estanques, las grandes landas pantanosas, recibían de nuestra presencia un poder mágico y solemne. A la luz fantástica de las leyendas se nos veía pasar por cualquier sitio, arrastrando nuestras colas en un rayo de luna o corriendo por los prados sin pisar la hierba. Los aldeanos nos apreciaban, nos veneraban.

Nuestras frentes, coronadas de perlas; nuestras varitas mágicas, nuestras ruecas encantadas, suscitaban en las ingenuas imaginaciones temor y admiración. Por eso nuestras fuentes permanecían cristalinas, y los arados se detenían en los caminos que protegíamos, y como —al ser más viejas que nadie— infundíamos respeto hacia lo que es viejo, de un extremo a otro de Francia se dejaban crecer los bosques y las piedras derrumbarse por sí mismas.

Pero el siglo ha avanzado. Se han inventado los ferrocarriles. Se han perforado túneles, cegado estanques, y se ha hecho semejante tala de árboles, que al poco tiempo nos encontramos sin saber dónde cobijarnos. Y los aldeanos han dejado poco a poco de creer en nosotras. Por la noche, cuando golpeábamos en los postigos, Robin decía: «Es el viento», y se volvía a dormir. Las mujeres hacían la colada en nuestros estanques. A partir de entonces, todo acabó para nosotras.

Como vivíamos sólo de la creencia popular, al faltar ella, nos faltó todo. La magia de nuestras varitas se esfumó, y de poderosas reinas nos convertimos en viejas arrugadas y malévolas, como las hadas olvidadas, e incluso tuvimos que ganarnos el pan con nuestras manos, que no sabían hacer gran cosa. Durante algún tiempo pudieron vernos en los bosques arrastrando haces de leña seca, o cogiendo bellotas por las orillas de los caminos. Pero los guardabosques nos perseguían y los aldeanos nos lanzaban piedras. Y entonces, como todos los pobres que no pueden ganarse la vida en el lugar donde nacieron, nos fuimos a las ciudades buscando trabajo.

Unas entraron en las fábricas de hilados; otras vendieron manzanas durante el invierno en las esquinas de los puentes, o rosarios a la puerta de las iglesias. Nosotras empujábamos carritos cargados con naranjas; ofrecíamos a los transeúntes ramitos de flores a cinco céntimos, que nadie quería; los chiquillos se reían al ver cómo nos temblaba la barbilla; los guardias nos perseguían, y los coches nos atropellaban. Además, enfermedades, privaciones, y finalmente, la sábana del hospital sobre la cara inerte... Así es como Francia ha dejado morir a todas sus hadas. Y ¡por eso ha sufrido tan duro castigo!

Sí, sí; rían cuanto quieran. Ya acaban de comprobar qué es un pueblo que carece de hadas. Ya han visto a todos esos aldeanos burlones y bien comidos abrir sus arcas del pan a los prusianos y guiarlos por los caminos. ¡Ahí lo tienen! Robin no creía en la brujería, pero tampoco creía en la patria... Si nosotras hubiéramos estado en nuestro sitio, ninguno de los alemanes que han entrado en Francia habría salido vivo. Nuestros draks, nuestros fuegos fatuos los habrían arrastrado hacia las ciénagas; en todas las claras fuentes que llevan nuestros nombres, habríamos vertido brebajes encantados que los habrían vuelto locos; y en nuestras reuniones a la luz de la luna, con una palabra mágica habríamos confundido de tal modo los caminos y los ríos, enmarañado de tal forma con zarzas y matorrales las espesuras de los bosques donde se escondían, que los ojos de gato de Moltke no habrían podido reconocerlos. Los campesinos habrían luchado. Con las hermosas flores de nuestros estanques habríamos elaborado bálsamos para los heridos; con los "hilos de la Virgen", habríamos tejido hilas; y en el campo de batalla, el soldado agonizante habría visto al hada de su aldea inclinarse sobre sus ojos a medio cerrar para mostrarle un trozo de bosque, un recodo del sendero, cualquier cosa que le recordase su tierra. Así es como se hace la guerra nacional, la guerra santa. Pero ¡ay!, en los países que ya no creen, en los países que ya no tienen hadas, una guerra así es imposible.

En este punto, la vocecita sutil se quebró un momento, y el presidente tomó la palabra:

—Bien; pero no nos ha dicho usted aún qué es lo que hacía con el petróleo que se le encontró encima cuando los soldados la detuvieron.

—Prendía fuego a París, señor —contestó la anciana con tranquilidad—. Prendía fuego a París porque lo odio, porque se burla de todo, porque él ha sido quien nos ha matado. París fue quien envió a los sabios que analizaron nuestras hermosas fuentes milagrosas y dijeron con toda exactitud la dosis de hierro que contenían y la de azufre. París se ha burlado de nosotras en los escenarios de sus teatros. Nuestros encantamientos se han convertido en meros trucos; nuestros milagros en farsas, y en nuestros carros alados han desfilado tantas fealdades envueltas en nuestras gasas rosadas a la luz de una luna simulada por bengalas, que nadie piensa ya en nosotras sin echarse a reír...

Había niños que nos conocían por nuestros nombres, nos querían aunque nos temieran un poco; pero en lugar de los bonitos libros repletos de dorados y estampas en los que aprendían nuestra historia, París les ha puesto en las manos la ciencia al alcance de los niños: gruesos libros de los que el aburrimiento se desprende como un polvillo gris que borra de los ojos infantiles nuestros palacios encantados y nuestros mágicos espejos.

¡Sí! ¡No saben qué feliz me sentía al ver cómo ardía Paris! Yo era quien dirigía las latas de las petroleras, quien las conducía de la mano a los mejores lugares: «¡Vamos, hijas mías, quémenlo todo, enciéndanlo, abrásenlo!».

—No hay duda: esta mujer está loca de remate —dijo el presidente—. ¡Que se la lleven!


Alphonse Daudet (1840-1897)




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