viernes, 4 de abril de 2014

Mas extraño que la ficcion Audio latino- Parte 1

"Algunos aspectos del cuento" de Julio Cortázar

¡Buenas! Hoy es viernes, abril 4, 2014 y son las 10:33 pm 

Julio Cortázar
(1914-1984)

Algunos aspectos del cuento
(Originalmente publicado en
Diez años de la revista “Casa de las Américas”,
nº 60, julio 1970, La Habana)



         Me encuentro hoy ante ustedes en una situación bastante paradójica. Un cuentista argentino se dispone a cambiar ideas acerca del cuento sin que sus oyentes y sus interlocutores, salvo algunas excepciones, conozcan nada de su obra. El aislamiento cultural que sigue perjudicando a nuestros países, sumado a la injusta incomunicación a que se ve sometida Cuba en la actualidad, han determinado que mis libros, que son ya unos cuantos, no hayan llegado más que por excepción a manos de lectores tan dispuestos y tan entusiastas como ustedes. Lo malo de esto no es tanto que ustedes no hayan tenido oportunidad de juzgar mis cuentos, sino que yo me siento un poco como un fantasma que viene a hablarles sin esta relativa tranquilidad que da siem­pre el saberse precedido por la labor cumplida a lo largo de los años. Y esto de sentirse como un fantasma debe ser ya perceptible en mi, porque hace unos días una señora argentina me é aseguró en el hotel Riviera que yo no era julio Cortázar, y ante mi estupefacción agregó que el auténtico Julio Cortázar es un señor de cabellos blancos, muy amigo de un pariente suyo, y que no se ha movido nunca de Buenos Aires. Como yo hace doce' años que resido en París, comprenderán ustedes que mi calidad espectral se ha intensificado notablemente después de esta revelación. Si de golpe desaparezco en mitad de una frase, no me sorprenderé demasiado; y a lo mejor salimos todos ganando.
         Se afirma que el deseo más ardiente de un fantasma es recobrar por lo menos un asomo de corporeidad, algo tangible que lo devuelva por un momento a su vida de carne y hueso. Para lograr un poco de tangibilidad ante ustedes, voy a decir en pocas palabras cuál es la dirección y el sentido de mis cuentos. No lo hago por mero placer informativo, porque ninguna reseña teórica puede sustituir la obra en sí; mis razones son más importantes que ésa.Puesto que voy a ocuparme de algunos aspectos del cuento como género literario, y es posible que algunas de mis ideas sorprendan o choquen a quienes las lean, me parece de una elemental honradez definir el tipo de narración que me interesa, señalando mi especial manera de entender el mundo. Casi todos los cuentos que he escrito pertenecen al género llamado fantástico por falta de mejor nombre, y se oponen a ese falso realismo que consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse como lo daba por sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es decir, dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes, de principios, de relaciones de causa y efecto, de psicologías definidas, de geografía bien cartografiadas. En mi caso, la sospecha de otro orden más secreto y menos comunicable, y el fecundo descubrimiento de Alfred Jarry, para quien el verdadero estudio de la realidad no residía en las leyes sino en las excepciones a esas leyes, han sido algunos de los principios orientadores de mi búsqueda personal de una literatura al margen de todo realismo demasiado ingenuo. Por eso, si en las ideas que siguen encuentran ustedes una predilección por todo lo que en el cuento es excepcional, trátese de los temas o incluso de las formas expresivas, creo que esta presentación de mi propia manera de entender el mundo explicará mi toma de posesión y mi enfoque del problema. En último extremo podrá decirse que solo he hablado del cuento tal y como yo lo practico. Y sin embargo, no creo que sea así. Tengo la certidumbre de que existen ciertas constantes, ciertos valores que se aplican a todos los cuentos, fantásticos o realistas, dramáticos o humorísticos. Y pienso que tal vez sea posible mostrar aquí esos elementos invariables que dan a un buen cuento su atmósfera peculiar y su calidad de obra de arte.
         La oportunidad de cambiar ideas acerca del cuento me interesa por diversas razones. Vivo en un país —Francia— donde este género tiene poca vigencia, aunque en los últimos años se nota entre escritores y lectores un interés creciente por esa forma de expresión. De todos modos, mientras los críticos siguen acumulando teorías y manteniendo enconadas polémicas acerca de la novela, casi nadie se interesa por la problemática del cuento. Vivir como cuentista en un país donde esta forma expresiva es un producto casi exótico, obliga forzosamente a buscar en otras literaturas el alimento que allí falta. Poco a poco, en sus textos originales o mediante traducciones, uno va acumulando casi rencorosamente una enorme cantidad de cuentos del pasado y del presente, y llega el día en que puede hacer un balance, intentar una aproximación valorativa a ese género de tan difícil definición, tan huidizo en sus múltiples y antagónicos aspectos, y en última instancia tan secreto y replegado en sí mismo, caracol del lenguaje, hermano misterioso de la poesía en otra dimensión del tiempo literario.
         Pero además de ese alto en el camino que todo escritor debe hacer en algún momento de su labor, hablar del cuento tiene un interés especial para nosotros, puesto que casi todos los países americanos de lengua española le están dando al cuento una importancia excepcional, que jamás había tenido en otros países latinos como Francia o España. Entre nosotros, como es natural en las literaturas jóvenes, la creación espontánea precede casi siempre al examen crítico, y está bien que así sea. Nadie puede pretender que los cuentos solo deban escribirse luego de conocer sus leyes. En primer lugar, no hay tales leyes; a lo sumo cabe hablar de puntos de vista, de ciertas constantes que dan una estructura a ese género tan poco incasillable; en segundo lugar los teóricos y los críticos no tienen por qué ser los cuentistas mismos, y es natural que aquellos solo entren en escena cuando exista ya un acervo, un acopio de literatura que permita indagar y esclarecer su desarrollo y sus cualidades. En América, tanto en Cuba como en Méjico o Chile o Argentina, una gran cantidad de cuentistas trabaja desde comienzos de siglo, sin conocerse entre sí, descubriéndose aveces de manera casi póstuma. Frente a ese panorama sin coherencia suficiente, en el que pocos conocen a fondo la labor de los demás, creo que es útil hablar del cuento por encima de las particularidades nacionales e internacionales, porque es un género que entre nosotros tiene una importancia y una vitalidad que crecen de día en día. Alguna vez se harán las antologías definitivas -como las hacen los países anglosajones, por ejemplo- y se sabrá hasta dónde hemos sido capaces de llegar. Por el momento no me parece inútil hablar del cuento en abstracto, como género literario. Si nos hacemos una idea convincente de esa forma de expresión literaria, ella podrá contribuir a establecer una escala de valores para esa antología ideal que está por hacerse. Hay demasiada confusión, demasiados malentendidos en este terreno. Mientras los cuentistas siguen adelante su tarea, ya es tiempo de hablar de esa tarea en sí misma, al margen de las personas y de las nacionalidades. Es preciso llegar a tener una idea viva de lo que es el cuento, y eso es siempre difícil en la medida en que las ideas tienden a lo abstracto, a desvitalizar su contenido, mientras que a su vez la vida rechaza angustiada ese lazo que quiere echarle la conceptualización para fijarla y categorizarla. Pero si no tenemos una idea viva de lo que es el cuento habremos perdido el tiempo, porque un cuento, en última instancia, se mueve en ese plano del hombre donde la vida y la expresión escrita de esa vida libran una batalla fraternal, si se me permite el término; y el resultado de esa batalla es el cuento mismo, una síntesis viviente a la vez que una vida sintetizada, algo así como un temblor de agua dentro de un cristal, una fugacidad en una permanencia. Solo con imágenes se puede trasmitir esa alquimia secreta que explica la profunda resonancia que un gran cuento tiene entre nosotros, y que explica también por qué hay muchos cuentos verdaderamente grandes.
         Para entender el carácter peculiar del cuento se le suele comparara con la novela, género mucho más popular y sobre le cual abundan las preceptivas. Se señala, por ejemplo, que la novela se desarrolla en el papel, y por lo tanto en el tiempo de la lectura, sin otro límite que el agotamiento de la materia novelada; por su parte, el cuento parte de la noción de límite, y en primer término de límite físico, al punto que en Francia, cuando un cuento excede las veinte páginas, toma ya el nombre de nouvelle, género a caballo entre el cuento y la novela propiamente dicha. En ese sentido, al novela y el cuento se dejan comparar analógicamente con el cine y la fotografía, en la medida en que una película es en principio un “orden abierto”, novelesco, mientras que una fotografía lograda presupone una ceñida limitación previa, impuesta en parte por el reducido campo que abarca la cámara y por la forma en que el fotógrafo utiliza estéticamente esa limitación. No sé si ustedes han oído hablar de su arte a un fotógrafo profesional; a mí siempre me ha sorprendido el que se exprese tal como podría hacerlo un cuentista en muchos aspectos. Fotógrafos de la calidad de un Cartier-Bresson o de un Brasai definen su arte como una aparente paradoja: la de recortar un fragmento de la realidad, fijándolo determinados límites, pero de manera tal que ese recorte actúe como una explosión que abre de par en par una realidad mucho más amplia, como una visión dinámica que trasciende espiritualmente el campo abarcado por la cámara. Mientras en el cine, como en la novela, la captación de esa realidad más amplia y multiforme se logra mediante el desarrollo de elementos parciales, acumulativos, que no excluyen, por supuesto, una síntesis que dé el “clímax” de la obra, en una fotografía o en un cuento de gran calidad se procede inversamente, es decir que el fotógrafo o el cuentista se ven precisados a escoger y limitar una imagen o un acaecimiento que seansignificativos, que no solamente valgan por sí mismos, sino que sean capaces de actuar en el espectador o en el lector como una especie de apertura, de fermento que proyecta la inteligencia y la sensibilidad hacia algo que va mucha más allá de la anécdota visual o literaria contenidas en la foto o en el cuento. Un escritor argentino, muy amigo del boxeo, me decía que en ese combate que se entabla entre un texto apasionante y su lector, la novela gana siempre por puntos, mientras que el cuento debe ganar por knock-out. Es cierto, en la medida en que la novela acumula progresivamente sus efectos en el lector, mientras que un buen cuento es incisivo, mordiente, sin cuartel desde las primeras frases. No se entienda esto demasiado literalmente, porque el buen cuentista es un boxeador muy astuto, y muchos de sus golpes iniciales pueden parecer poco eficaces cuando, en realidad, están minando ya las resistencias más sólidas del adversario. Tomen ustedes cualquier gran cuento que prefieran, y analicen su primera página. Me sorprendería que encontraran elementos gratuitos, meramente decorativos. El cuentista sabe que no puede proceder acumulativamente, que no tiene por aliado al tiempo; su único recurso es trabajar en profundidad, verticalmente, sea hacia arriba o hacia abajo del espacio literario. Y esto, que así expresado parece una metáfora, expresa sin embargo lo esencial del método. El tiempo del cuento y el espacio del cuento tienen que estar como condenados, sometidos a una alta presión espiritual y formal para provocar esa “apertura” a que me refería antes. Basta preguntarse por qué un determinado cuento es malo. No es malo por el tema, porque en literatura no hay temas buenos ni temas malos, solamente hay un buen o un mal tratamiento del tema. Tampoco es malo porque los personajes carecen de interés, ya que hasta una piedra es interesante cuando de ella se ocupan un Henry James o un Franz Kafka. Un cuento es malo cuando se lo escribe sin esa tensión que debe manifestarse desde las primeras palabras o las primeras escenas. Y así podemos adelantar ya que las nociones de significación, de intensidad y de tensión han de permitirnos, como se verá, acercarnos mejor a la estructura misma del cuento.
         Decíamos que el cuentista trabaja con un material que calificamos de significativo. El elemento significativo del cuento parecería residir principalmente en su tema, en el hecho de escoger un acaecimiento real o fingido que posea esa misteriosa propiedad de irradiar algo más allá de sí mismo, al punto que un vulgar episodio doméstico, como ocurre en tantos admirables relatos de una Katherine Mansfield o un Sherwood Anderson, se convierta en el resumen implacable de una cierta condición humana, o en el símbolo quemante de un orden social o histórico. Un cuento es significativo cuando quiebra sus propios límites con esa explosión de energía espiritual que ilumina bruscamente algo que va mucho más allá de la pequeña y a veces miserable anécdota que cuenta. Pienso, por ejemplo, en el tema de la mayoría de los admirables relatos de Antón Chéjov. ¿Qué hay allí que no sea tristemente cotidiano, mediocre, muchas veces conformista o inútilmente rebelde? Lo que se cuenta en esos relatos es casi lo que de niños, en las aburridas tertulias que debíamos compartir con los mayores, escuchábamos contar a los abuelos o a las tías; la pequeña, insignificante crónica familiar de ambiciones frustradas, de modestos dramas locales, de angustias a la medida de una sala, de un piano, de un té con dulces. Y sin embargo, los cuentos de Katherine Mansfield, de Chéjov, son significativos, algo estalla en ellos mientras los leemos y nos proponen una especie de ruptura de lo cotidiano que va mucho más allá de la anécdota reseñada. Ustedes se han dado ya cuenta de que esa significación misteriosa no reside solamente en el tema del cuento, porque en verdad la mayoría de los malos cuentos que todos hemos leído contienen episodios similares a los que tratan los autores nombrados. La idea de significación no puede tener sentido si no la relacionamos con las de intensidad y de tensión, que ya no se refieren solamente al tema sino al tratamiento literario de ese tema, a la técnica empleada para desarrollar el tema. Y es aquí donde, bruscamente, se produce el deslinde entre el buen y el mal cuentista. Por eso habremos de detenernos con todo el cuidado posible en esta encrucijada, para tratar de entender un poco más esa extraña forma de vida que es un cuento logrado, y ver por qué está vivo mientras otros, que aparentemente se le parecen, no son más que tinta sobre papel, alimento para el olvido.
         Miremos la cosa desde el ángulo del cuentista y en este caso, obligadamente, desde mi propia versión del asunto. Un cuentista es un hombre que de pronto, rodeado de la inmensa algarabía del mundo, comprometido en mayor o en menor grado con la realidad histórica que lo contiene, escoge un determinado tema y hace con él un cuento. Este escoger un tema no tan es sencillo. A veces el cuentista escoge, y otras veces siente como si el tema se le impusiera irresistiblemente, lo empujara a escribirlo. En mi caso, la gran mayoría de mis cuentos fueron escritos —cómo decirlo— al margen de mi voluntad, por encima o por debajo de mi consciencia razonante, como si yo no fuera más que un médium por el cual pasaba y se manifestaba una fuerza ajena. Pero eso, que puede depender del temperamento de cada uno, no altera el hecho esencial, y es que en un momento dado hay tema, ya sea inventado o escogido voluntariamente, o extrañamente impuesto desde un plano donde nada es definible. Hay tema, repito, y ese tema va a volverse cuento. Antes que ello ocurra, ¿qué podemos decir del tema en sí? ¿Por qué ese tema y no otro? ¿Qué razones mueven consciente o inconscientemente al cuentista a escoger un determinado tema?
         A mí me parece que el tema del que saldrá un buen cuento es siempreexcepcional, pero no quiero decir con esto que un tema deba de ser extraordinario, fuera de lo común, misterioso o insólito. Muy al contrario, puede tratarse de una anécdota perfectamente trivial y cotidiana. Lo excepcional reside en una cualidad parecida a la del imán; un buen tema atrae todo un sistema de relaciones conexas, coagula en el autor, y más tarde en el lector, una inmensa cantidad de nociones, entrevisiones, sentimientos y hasta ideas que flotan virtualmente en su memoria o su sensibilidad; un buen tema es como un sol, un astro en torno al cual gira un sistema planetario del que muchas veces no se tenía consciencia hasta que el cuentista, astrónomo de palabras, nos revela su existencia. O bien, para ser más modestos y más actuales a la vez, un buen tema tiene algo de sistema atómico, de núcleo en torno al cual giran los electrones; y todo eso, al fin y al cabo, ¿no es ya como una proposición de vida, una dinámica que nos insta a salir de nosotros mismos y a entrar en un sistema de relaciones más complejo y hermosos? Muchas veces me he preguntado cuál es la virtud de ciertos cuentos inolvidables. En el momento los leímos junto con muchos otros, que incluso podían ser de los mismos autores. Y he aquí que los años han pasado, y hemos vivido y olvidado tanto. Pero esos pequeños, insignificantes cuentos, esos granos de arena en el inmenso mar de la literatura, siguen ahí, latiendo en nosotros. ¿No es verdad que cada uno tiene su colección de cuentos? Yo tengo la mía, y podría dar algunos nombres. Tengo William Wilson de Edgar A. Poe; tengo Bola de sebo de Guy de Maupassant. Los pequeños planetas giran y giran: ahí está Un recuerdo de Navidad de Truman Capote; Tlön, Uqbar, Orbis Tertius de Jorge Luis Borges; Un sueño realizado de Juan Carlos Onetti; La muerte de Iván Ilich, de Tolstoi; Cincuenta de los grandes, de Hemingway; Los soñadores, de Izak Dinesen, y así podría seguir y seguir... Ya habrán advertido ustedes que no todos esos cuentos son obligatoriamente de antología. ¿Por qué perduran en la memoria? Piensen en los cuentos que no han podido olvidar y verán que todos ellos tienen la misma característica: son aglutinantes de una realidad infinitamente más basta que la de su mera anécdota, y por eso han influido en nosotros con una fuerza que no haría sospechar la modestia de su contenido aparente, la brevedad de su texto. Y ese hombre que en un determinado momento elige un tema y hace con él un cuento será un gran cuentista si su elección contiene -a veces sin que él lo sepa conscientemente- esa fabulosa apertura de lo pequeño hacia lo grande, de lo individual y circunscrito a la esencia misma de la condición humana. Todo cuento perdurable es como la semilla donde está durmiendo el árbol gigantesco. Ese árbol crecerá en nosotros, dará su sombra en nuestra memoria.
         Sin embargo, hay que aclarar mejor esta noción de temas significativos. Un mismo tema puede ser profundamente significativo para un escritor, y anodino para otro; un mismo tema despertará enormes resonancias en un lector, y dejará indiferente a otro. En suma, puede decirse que no hay temas absolutamente significativos o absolutamente insignificantes. Lo que hay es una alianza misteriosa y compleja entre cierto escritor y cierto tema en un momento dado, así como la misma alianza podrá darse luego entre ciertos cuentos y ciertos lectores. Por eso, cuando decimos que un tema es significativo, como en el caso de los cuentos de Chejov, esa significación se ve determinada en cierta medida por algo que está fuera del tema en sí, por algo que está antes y después del tema. Lo que está antes es el escritor, con su carga de valores humanos y literarios, con su voluntad de hacer una obra que tenga un sentido; lo que está después es el tratamiento literario del tema, la forma en que el cuentista, frente a su tema, lo ataca y sitúa verbalmente y estilísticamente, lo estructura en forma de cuento, y lo proyecta en último término hacia algo que excede el cuento mismo. Aquí me parece oportuno mencionar un hecho que me ocurre con frecuencia, y que otros cuentistas amigos conocen tan bien como yo. Es habitual que en el curso de una conversación, alguien cuente un episodio divertido o conmovedor o extraño, y que dirigiéndose luego al cuentista presente le diga: “Ahí tienes un tema formidable para un cuento; te lo regalo.” A mí me han reglado en esa forma montones de temas, y siempre he contestado amablemente: “Muchas gracias”, y jamás he escrito un cuento con ninguno de ellos. Sin embargo, cierta vez una amiga me contó distraídamente las aventuras de una criada suya en París. Mientras escuchaba su relato, sentí que eso podía llegar a ser un cuento. Para ella esos episodios no eran más que anécdotas curiosas; para mí, bruscamente, se cargaban de un sentido que iba mucho más allá de su simple y hasta vulgar contenido. Por eso, toda vez que me he preguntado: ¿Cómo distinguir entre un tema insignificante —por más divertido o emocionante que pueda ser—, y otro significativo?, he respondido que el escritor es el primero en sufrir ese efecto indefinible pero avasallador de ciertos temas, y que precisamente por eso es un escritor. Así como para Marcel Proust el sabor de una magdalena mojada en el té abría bruscamente un inmenso abanico de recuerdos aparentemente olvidados, de manera análoga el escritor reacciona ante ciertos temas en la misma forma en que su cuento, más tarde, hará reaccionar al lector. Todo cuento está así predeterminado por el aura, por la fascinación irresistible que el tema crea en su creador.
         Llegamos así al fin de esta primera etapa del nacimiento de un cuento, y tocamos el umbral de su creación propiamente dicha. He aquí al cuentista, que ha escogido un tema valiéndose de esas sutiles antenas que le permiten reconocer los elementos que luego habrán de convertirse en obra de arte. El cuentista está frente a su tema, frente a ese embrión que ya es vida, pero que no ha adquirido todavía su forma definitiva. Para él ese tema tiene sentido, tiene significación. Pero si todo se redujera a eso, de poco serviría; ahora, como último término del proceso, como juez implacable, está esperando el lector, el eslabón final del proceso creador, el cumplimiento o fracaso del ciclo. Y es entonces que el cuento tiene que nacer puente, tiene que nacer pasaje, tiene que dar el salto que proyecte la significación inicial, descubierta por el autor, a ese extremo más pasivo y menos vigilante y muchas veces hasta indiferente que se llama lector. Los cuentistas inexpertos suelen caer en la ilusión de imaginar que les basta escribir lisa y llanamente un tema que los ha conmovido, para conmover a su turno a los lectores. Incurren en la ingenuidad de aquel que encuentra bellísimo a su hijo, y da por supuesto que todos los demás lo ven igualmente bello. Con el tiempo, con los fracasos, el cuentista capaz de superar esa primera etapa ingenua, aprende que en la literatura no bastan las buenas intenciones. Descubre que para volver a crear en el lector esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de escritor, y que ese oficio consiste, entre muchas otras cosas, en lograr ese clima propio de todo gran cuento, que obliga a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aisla al lector de todo lo que lo rodea para después, terminado el cuento, volver a conectarlo con sus circuntancias de una manera nueva, enriquecida, más honda o más hermosa. Y la única forma en que puede conseguirse este secuestro momentáneo del lector es mediante un estilo basado en la intensidad y en la tensión, un estilo en el que los elementos formales y expresivos se ajusten, sin la menor concesión, a la índole del tema, le den su forma visual y auditiva más penetrante y original, lo vuelvan único, inolvidable, lo fijen para siempre en su tiempo y en su ambiente y en su sentido más primordial. Lo que llamo intensidad en un cuento consiste en la eliminación de todas las ideas o situaciones intermedias, de todos los rellenos o fases de transición que la novela permite e incluso exige. Ninguno de ustedes habrá olvidado El barril de amontillado, de Edgar A. Poe. Lo extraordinario de este cuento es la brusca prescindencia de toda descripción de ambiente. A la tercera o cuarta frase estamos en el corazón del drama, asistiendo al cumplimiento implacable de una venganza. Los asesinos, de Hemingway, es otro ejemplo de intensidad obtenida mediante la eliminación de todo lo que no converja esencialmente al drama. Pero pensemos ahora en los cuentos de Joseph Conrad, de D. H. Lawrence, de Kafka. En ellos, con modalidades típicas de cada uno, la intensidad es de otro orden, y yo prefiero darle el nombre de tensión. Es una intensidad que se ejerce en al manera con que el autor nos va acercando lentamente a lo contado. Todavía estamos muy lejos de saber lo que va a ocurrir en el cuento, y sin embargo no podemos sustraernos a su atmósfera. En el caso de El barril de amontillado y de Los asesinos, los hechos despojados de toda preparación saltan sobre nosotros y nos atrapan; en cambio, en un relato dmeorado y caudalosos de Henry James —La lección del maestro, por ejemplo— se siente de inmediato que los hechos en sí carecen de importancia, que todo está en las fuerzas que los desencadenaron, en la malla sutil que los precedió y los acompaña. Pero tanto la intensidad de la acción como la tensión interna del relato son el producto de lo que antes llamé el oficio de escritor, y es aquí donde nos vamos acercando al final de este paseo por el cuento. En mi país, y ahora en Cuba, he podido leer cuentos de los autores más variados: maduros o jóvenes, de la ciudad o del campo, entregados a la literatura por razones estéticas o por imperativos sociales del momento, comprometidos o no comprometidos. Pues bien, y aunque suene a perogrullada, tanto en la Argentina como aquí los buenos cuentos los están escribiendo quienes dominen el oficio en el sentido ya indicado. Un ejemplo argentino aclarará mejor esto. En nuestras provincias centrales y norteñas existe una larga tradición de cuentos orales, que los gauchos se transmiten de noche en torno al fogón, que los padres siguen contando a sus hijos, y que de golpe pasan por la pluma de un escritor regionalista y, en una abrumadora mayoría de casos, se convierten en pésimos cuentos. ¿Qué ha sucedido? Los relatos en sí son sabrosos, traducen y resumen la experiencia, el sentido del humor y el fatalismo del hombre de campo; algunos incluso se elevan a la dimensión trágica o poética. Cuando uno los escucha de boca de un viejo criollo, entre mate y mate, siente como una anulación del tiempo, y piensa que también los aedos griegos contaban así las hazañas de Aquiles para maravilla de pastores y viajeros. Pero en ese momento, cuando debería surgir un Homero que hiciese una Iliada o una Odisea de esa suma de tradiciones orales, en mi país surge un señor para quien la cultura de las ciudades es un signo de decadencia, para quien los cuentistas que todos amamos son estetas que escribieron para el mero deleite de clases sociales liquidadas, y ese señor entiende en cambio que para escribir un cuento lo único que hace falta es poner por escrito un relato tradicional, conservando todo lo posible el tono hablado, los giros campesinos, las incorrecciones gramaticales, eso que llaman el color local. No sé si esa manera de escribir cuentos populares se cultiva en Cuba; ojalá que no, porque en mi país no ha dado más que indigestos volúmenes que no interesan ni a los hombres de campo, que prefieren seguir escuchando los cuentos entre dos tragos, ni a los lectores de la ciudad, que estarán muy echados a perder pero que se tienen bien leidos a los clásicos del género. En cambio —y me refiero también a la Argentina— hemos tenido a escritores como un Roberto J. Payró, un Ricardo Güiraldes, un Horacio Quiroga y un Benito Lynch que, partiendo también de temas muchas veces tradicionales, escuchados de boca de viejos criollos como un Don Segundo Sombra, han sabido potenciar ese material y volverlo obra de arte. Pero Quiroga, Güiraldes y Lynch conocian a fondo cl oficio de escritor, es decir que sólo aceptaban temas significativos, enrique­cedores, así como Homero debió desechar montones de episodios bélicos y mágicos para no dejar más que aquellos que han llegado hasta nosotros gracias a su enorme fuerza mítica, a su resonan­cia de arquetipos mentales, de hormonas psíquicas como llamaba Ortega y Gasset a los mitos. Quiroga, Güiraldes y Lynch eran escritores de dimensión universal, sin prejuicios localistas o étnicos o populistas; por eso, además de escoger cuidadosa­mente los temas de sus relatos, los sometían a una forma líteraria, la única capaz de transmitir al lector todos sus valores, todo su fermento, toda su proyección en profundidad y en altura. Escri­bían intensamente. No hay otra manera de que un cuento sea eficaz, haga blanco en el lector y se clave en su memoria.
         El ejemplo que he dado puede ser de interés para Cuba. Es evidente que las posibilidades que la Revolución ofrece a un cuentista son casi infinitas. La ciudad, el campo, la lucha, el trabajo, los distintos tipos psicológicos, los conflictos de ideología y de carácter; y todo eso como exacerbado por el deseo que se ve en ustedes de actuar, de expresarse, de comunicarse como nunca habían podido hacerlo antes. Pero todo eso, ¿cómo ha de traducirse en grandes cuentos, en cuentos que lleguen al lector con la fuerza y la eficacia necesarias? Es aquí donde me gustaría aplicar concretamente lo que he dicho en un terreno más abstracto. El entusiasmo y la buena voluntad no bastan por sí solos, como tampoco basta el oficio de escritor por sí solo para escribir los cuentos que fijen literariamente (es decir, en la admiración colectiva, en la memoria de un pueblo) la grandeza de esta Revo­lución en marcha. Aquí, más que en ninguna otra parte, se requiere hoy una fusión total de estas dos fuerzas, la del hombre plena­mente comprometido con su realidad nacional y mundial, y la del escritor lúcidamente seguro de su oficio. En ese sentido no hay engaño posible. Por más veterano, por mas experto que sea un cuentista, si le falta una motivación entrañable, si sus cuentos no nacen de una profunda vivencia, su obra no irá más allá del mero ejercicio estético. Pero lo contrario será aún peor, porque de nada valen el fervor, la voluntad de comunicar un mensaje, si se carece ele los instrumentos expresivos, estilísticos, que hacen posible esta comunicación. En este momento estamos tocando el punto crucial de la cuestíón. Yo creo, y lo digo después de haber pesado largamente todos los elementos que entran en juego, que escribir para una revolución, que escribir dentro de una revolución, que escribir revolucionariamente, no significa, como creen muchos, escribir obligadamente acerca de la revolución misma. Por mi parte, creo que el escritor revolucionario es aquel en quien se fusionan indisolublemente la conciencia de su libre compromiso individual y colectivo, con esa otra so­berana libertad cultural que confiere el pleno dominio de su oficio. Si ese escritor, responsable y lúcido, decide escribir literatura fantástica, o psicológica, o vuelta hacia el pasado, su acto es un acto de libertad dentro de la revolución, y por eso es también un acto revolucionario aunque sus cuentos no se ocupen de las formas individuales o colectivas que adopta la revolución. Contrariamente al estrecho criterio de muchos que confunden literatura con pedagogía, literatura con enseñanza, literatura con adoctrinamiento ideológico, un escritor revolucionario tiene todo el derecho de dirigirse a un lector mucho más complejo, mucho más exigente en materia espiritual de lo que imaginan los escritores y los críticos improvisados por las circunstancias y convencidos de que su mundo personal es el único mundo existente, de que las preocupaciones del momento son las únicas preocupaciones válidas. Repitamos, aplicándola a lo que nos rodea en Cuba, la admirable frase de Hamlet a Horacio: “Hay muchas más cosas en el cielo y en la tierra de lo que supone tu filosofia...” Y pensemos que a un escritor no se le juzga solamente por el tema de sus cuentos o sus novelas, sino por su presencia viva en el seno de la colectividad, por el hecho de que el compromiso total de su persona es una garantía indes­mentible de la verdad y de la necesidad de su obra, por más ajena que ésta pueda parecer a las circunstancias del momento. Esta obra no es ajena a la revolución porque no sea accesible a todo el mundo. Al contrario, prueba que existe un vasto sector de lectores potenciales que, en un cierto sentido, están mucho más separados que el escritor de las metas finales de la revolu­ción, de esas metas de cultura, de libertad, de pleno goce de la condición humana que los cubanos se han fijado para admira­ción de todos los que los aman y los comprenden. Cuanto más alto apunten los escritores que han nacido para eso, más altas serán las metas finales del pueblo al que pertenecen. ¡Cuidado con la fácil demagogia de exigir una literatura accesible a todo el mundo! Muchos de los que la apoyan no tienen otra razón para hacerlo que la de su evidente incapacidad para com­prender una literatura de mayor alcance. Piden clamorosamente temas populares, sin sospechar que muchas veces el lector, por más sencillo que sea, distinguirá instintivamente entre un cuento popular mal escrito y un cuento más difícil y complejo pero que lo obligará a salir por un momento de su pequeño mundo circun­dante y le mostrará otra cosa, sea lo que sea pero otra cosa, algo diferente. No tiene sentido hablar de temas populares a secas. Los cuentos sobre temas populares sólo serán buenos si se ajustan, como cualquier otro cuento, a esa exigente y difícil mecánica interna que hemos tratado de mostrar en la primera parte de esta charla. Hace años tuve la prueba de esta afirmación en la Argentina, en una rueda de hombres de campo a la que asistíamos unos cuantos escritores. Alguien leyó un cuento basado en un episodio de nuestra guerra de independencia, escrito con una deliberada sencillez para ponerlo, como decía su autor, “al nivel del campesino”. El relato fue escuchado cortésmente, pero era fácil advertir que no había tocado fondo. Luego uno de nosotros leyó La pata de mono, el justamente famo­so cuento de W. W. Jacobs. El interés, la emoción, el espanto, y finalmente el entusiasmo fueron extraordinarios. Recuerdo que pasamos el resto de la noche hablando de hechicería, de brujos, de venganzas diabólicas. Y estoy seguro de que el cuento de Jacobs sigue vivo en el recuerdo de esos gauchos analfabetos, mientras que el cuento supuestamente popular, fabricado para ellos, con su vocabulario, sus aparentes posibilidades intelectua­les y sus intereses patrióticos, ha de estar tan olvidado como el escritor que lo fabricó. Yo he visto la emoción que entre la gente sencilla provoca una representación de Hamlet, obra difícil y sutil si las hay, y que sigue siendo tema de estudios eruditos y de infi­nitas controversias. Es cierto que esa gente no puede comprender muchas cosas que apasionan a los especialistas en teatro isabelino. ¿Pero qué importa? Sólo su emoción importa, su maravilla y su transporte frente a la tragedia del joven príncipe danés. Lo que prueba que Shakespeare escribía verdaderamente para el pueblo, en la medida en que su tema era profundamente significativo para cualquiera -en diferentes planos, sí, pero alcanzando un poco a cada uno- y que el tratamiento teatral de ese tema tenía la in­tensidad propia de los grandes escritores, y gracias a la cual se quiebran las barreras intelectuales aparentemente más rígidas, y los hombres se reconocen y fraternizan en un plano que está más allá o más acá de la cultura. Por supuesto, sería ingenuo creer que toda gran obra puede ser comprendida y admirada por las gentes sencillas; no es así, y no puede serlo. Pero la admi­ración que provocan las tragedias griegas o las de Shakespeare, el interés apasionado que despiertan muchos cuentos y novelas nada sencillos ni accesibles, debería hacer sospechar a los parti­darios del mal llamado “arte popular” que su noción del pueblo es parcial, injusta, y en último término peligrosa. No se le hace ningún favor al pueblo si se le propone una literatura que pueda asimilar sin esfuerzo, pasivamente, como quien va al cine a ver películas de cowboys. Lo que hay que hacer es educarlo, y eso es en una primera etapa tarea pedagógica y no literaria. Para mí ha sido una experiencia reconfortable ver cómo en Cuba los escritores que más admiro participan en la revolución dando lo mejor de si mismos, sin cercenar una parte de sus posibili- dades en aras de un supuesto arte popular que no será útil a nadie. Un día Cuba contará con un acervo de cuentos y de no­velas que contendrá transmutada al plano estético, eternizada en la dimensión intemporal del arte, su gesta revolucionaria de hoy. Pero esas obras no habrán sido escritas por obligación, por con­signas de la hora. Sus temas nacerán cuando sea el momento, cuando el escritor sienta que debe plasmarlos en cuentos o novelas o piezas de teatro o poemas. Sus temas contendrán un mensaje auténtico y hondo, porque no habrán sido escogidos por un imperativo de carácter didáctico o proselitista, sino por una irresistible fuerza que se impondrá al autor, y que éste, apelando a todos los recursos de su arte y de su técnica, sin sacrificar nada ni a nadie, habrá de transmitir al lector como se transmiten ras cosas fundamentales: de sangre a sangre, de mano a mano, de hombre a hombre.





Se publicará un cuento inédito de Jean Cocteau

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Literatura francesa

Se publicará un cuento inédito de Jean Cocteau

Ha sido hallado por Carole Weisweiller
Luís Martínez González
22:15h Miércoles, 06 de febrero de 2013
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Caricatura de Jean Cocteau
Una caricatura de Jean Cocteau
Entre la pléyade de artistas que poblaron las vanguardias europeas de la segunda década del siglo XX, con toda seguridad el francés Jean Cocteau (Maisons-Laffitte, 1889-1963) fue el más versátil, pues cultivó la pintura, el cine y todos los géneros literarios. Desarrolló, por tanto, una frenética actividad y nos legó una obra muy amplia.
No es de extrañar, por tanto, que se haya encontrado un relato inédito suyo. Ni tampoco que quién haya protagonizado el descubrimiento sea Carole Weisweiller, es decir, la hija de Francine Weisweiller, que fue, además de amiga, la auténtica mecenas de Cocteau.
El cuento se titula ‘La Croisière aux émeraudes’ y, al parecer, fue escrito a principios de los años cincuenta del siglo pasado. Tiene una extensión de unas treinta páginas y posee numerosas ilustraciones. En cuanto a su argumento, viene a ser una crónica trasmutada en fantasía de un crucero que el escritor realizó en compañía de la familia Weisweiller a bordo del barco de ésta, el Orpheus II.

En cuanto a su publicación, estaba prevista para el pasado mes de octubre pero la editorial no pudo conseguir el permiso de Pierre Bergé, poseedor de los derechos relativos a toda la obra de Cocteau. Ahora, subsanados estos problemas, parece que Editions Michel de Maule podrá publicar la obra para la próxima primavera, coincidiendo, además, con el quincuagésimo aniversario de la muerte del polifacético artista.
Fuente: ‘Le Figaro’.
Foto: Renaud Camus.

Entrevista con el escritor Sergio Aguirre

Entrevista con el escritor Sergio Aguirre

 | Lecturas | 19/10/10 | 21 comentarios
Sergio Aguirre nació en Córdoba, Argentina, en 1961. Es escritor y psicólogo. Como psicólogo, tuvo a su cargo la coordinación del taller literario del Hospital Neuropsiquiátrico de Córdoba. En 1996, ganó el Primer Premio del concurso “Memoria por los derechos humanos” con el cuento “Los perros”. Y en 1997, fue el ganador del Certamen Literario Nacional por el 60º aniversario del fallecimiento de Horacio Quiroga con el cuento “Corregir en una noche”.
Por su primera novela, La venganza de la vaca, recibió el Accésit del Premio Latinoamericano de Literatura Infantil y Juvenil Norma-Fundalectura en el año 1998. Cuenta que el concurso del Grupo Editorial Norma significó el desafío de escribir una novela —algo a lo que hasta ese momento nunca se había animado— para un público que tenía gustos muy parecidos a los suyos, como el suspenso y el misterio.
“No tengo ningún afán del tipo de querer romper con algo —afirma el escritor—; se me ocurre que lo que tienen de incómodas mis novelas tal vez lo tienen por desconocimiento del género juvenil.”
A partir de entonces, escribió y publicó tres novelas más: Los vecinos mueren en las novelasEl misterio de Crantock y El hormiguero, donde el cruce de géneros —en sus relatos, lo policial se mezcla con el misterio y el terror— logra atrapar por igual a jóvenes y adultos, sumergiéndolos en una trama de suspenso donde nada es lo que parece. Sorpresa, inquietud y, sobre todo, muchas ganas de llegar al final para descubrir cómo terminan las historias. Al empezar alguno de sus libros es imposible detenerse antes de la última página.
—Llegaste a la literatura juvenil a través del concurso de Norma-Fundalectura. ¿Qué fue lo que te atrajo de la idea de escribir para jóvenes?
—Nunca tuve la idea de escribir para jóvenes ni para adultos. Cuando escribía mis primeros cuentos no pensaba en ninguna edad, en ningún lector en particular, se trataba de que me gustaran a mí, y a mis amigos, te diría, la gente con la que comparto cosas. El concurso de Norma significaba un desafío y me atrajo inmediatamente. Yo no había leído novelas de misterio “para jóvenes”, simplemente novelas de misterio, y me habían gustado. Entonces, la idea era escribir una novela que me hubiera gustado leer a esa edad, y que también pudiera disfrutarla como adulto, porque si no hubiera quedado yo mismo fuera de la diversión, no me hubiesen dado ganas de escribirla, ni a La venganza de la vaca ni a ninguna de las otras.
—Tus primeros cuentos estaban destinados a un lector adulto: ¿sentiste algún cambio en tu escritura al pensar en otro tipo de lector?
—No, ningún cambio, salvo cierto gusto cada vez más fuerte por la simpleza en la escritura, y por cierta economía, que por otra parte no es privativo de escribir para jóvenes.
—¿Cómo surgió La venganza de la vaca?
—Yo no había escrito ninguna novela, y pensé que sólo podría hacerlo si contenía muchas historias pequeñas —lo breve no me asustaba— y después armar todo como en un rompecabezas.
—Siendo escritor, ¿qué se gana y qué se pierde al vivir en el interior del país?
—Nunca viví en la capital, por lo cual no puedo saberlo, pero desde mi experiencia, ninguna. Paso temporadas en el campo, inclusive sin Internet, y no percibo ni que me falta ni que me esté perdiendo de algo. Pero cada escritor, cada persona, necesita cosas distintas, supongo, y cada uno percibirá carencias o excesos en lugares diferentes.
—En una entrevista dijiste que tus primeras lecturas fueron las más intensas y las que más disfrutaste. ¿Cuáles fueron esas lecturas?
—En esa época mis autores favoritos fueron, básicamente, Horacio QuirogaEdgar Allan Poe y Agatha Christie. Pero recuerdo muchas novelas —yo era socio de una biblioteca— de vaya a saber quiénes eran, que me encantaron. Recuerdo incluso algunas historias. Desde entonces mis lecturas siempre fueron muy desordenadas, cero método, cero todo.
—¿Quién es la primera persona a la que le mostrás lo que escribís?
—Eso depende de cada libro, les muestro a los que están cerca y disfruto cuando a mis amigos les gusta lo que voy escribiendo, cuando les genera ganas de saber cómo continuará.
—¿Cómo surgen las ideas para tus historias? ¿Cómo es el proceso creativo de tus novelas?
—No lo sé, me parece que cada libro tuvo un proceso diferente. De algunos tenía la idea central, de otros sólo una escena, o la estructura, como en el caso de La venganza de la vaca. Pero todos, salvo la primera, fueron originalmente una idea para un cuento. A algunos incluso los escribí como cuentos, pero así no terminaron de convencerme.
—Tus novelas presentan una trama y una complejidad atípicas y escapan de los lugares comunes —y sobre todo cómodos— en los que a veces se sitúa la literatura infantil y juvenil actual. Cuando escribís, ¿pensás en romper con los estereotipos actuales o es, simplemente, la manera en que fluye tu escritura? ¿Es la “incomodidad” algo en lo que te sentís cómodo?
—Leí un trabajo de Mariana Elía que señala algo en ese sentido sobre mis novelas, y ahora vos me preguntás sobre la incomodidad. Me sorprende un poco porque no tengo ningún afán del tipo de querer romper con algo. Se me ocurre que lo que tienen de incómodas mis novelas tal vez lo tienen por desconocimiento del género juvenil. Muchos escritores de novelas para jóvenes no leen literatura juvenil. Y pienso que puede ser bueno también así, si ayuda a crecer al género.
—Mientras que tus novelas anteriores tenían un destinatario juvenil, la última, El hormiguero, está destinada a lectores más pequeños. ¿Escribir para chicos más chicos te planteó otro desafío?
—Me pareció un desafío de escritura, algo a lo que le tenía ganas desde hacía un tiempo, una historia escrita de modo que un chico de 10 u 11 años ya pudiera acceder, y que no por eso un adulto, o cualquier lector, tuviera que hacer ningún tipo de concesión a la hora de leerla. Es un trabajo que me gustó mucho.
—¿Cuáles son tus futuros proyectos?
—En principio, comenzar una nueva novela. Tengo algunas ideas pero no sé cuál elegiré para trabajar, si es que elijo alguna de ésas.
—¿Actualmente estás escribiendo también para adultos?
—En algún sentido te podría decir que siempre he escrito para adultos, suponiendo que mis amigos y yo lo seamos, pero si me preguntás si tengo el deseo de escribir una novela que se publique en una colección no juvenil, mi respuesta es no. No sé en el futuro, por supuesto, pero supongo que si es así será por razones de esa historia y no por un deseo mío de ingresar a la “literatura adulta”.

Bibliografía de Sergio Aguirre
  • La venganza de la vaca. Bogotá, Grupo Editorial Norma, 1998. Colección Zona Libre.
  • Los vecinos mueren en las novelas. Bogotá, Grupo Editorial Norma, 2000. Colección Zona Libre.
  • El misterio de Crantock. Buenos Aires, Grupo Editorial Norma, 2004. Colección Zona Libre.
  • El hormiguero. Ilustraciones de Pez. Buenos Aires, Grupo Editorial Norma, 2008. Colección Torre de Papel, serie Torre Amarilla.

Cinco niños y eso

N° 192 | FICCIONES | 25 de octubre de 2006

Un capítulo de Cinco niños y esoNovela de la escritora inglesa E. Nesbit

Reproducimos el primer capítulo de la novela Cinco niños y eso de la escritora inglesaE. Nesbit (1858-1924); autora cuya obra fue de gran influencia en narradores como C.S. Lewis o J. K. Rowling. Cinco niños y eso fue publicado por Editorial Andrés Bello de Argentina, con traducción de Márgara Averbach e ilustraciones de Emiliano Pereyra.
Imaginaria agradece a Graciela Equiza, editora de Andrés Bello Argentina, la autorización y las facilidades proporcionadas para la reproducción de estos textos.
1
Hermosos como el día
La casa estaba a cuatro kilómetros de la estación pero antes de que el coche polvoriento se hubiera sacudido durante cinco minutos, los niños empezaron a sacar las cabezas por la ventanilla y a decir:
—¿Ya llegamos? —Y cada vez que pasaban una casa, lo cual no sucedía muy a menudo, decían todos al mismo tiempo—: ¿Es ésta?
Pero nunca era ésa hasta que llegaron a la cima de la colina, justo después de la cantera de piedra caliza y antes de llegar al pozo de arena. Ahí había una casa blanca con un jardín verde y una huerta en la parte de atrás y mamá dijo:
—¡Llegamos!
—Qué blanca es la casa —dijo Robert.
—Y mira las rosas —dijo Anthea.
—Y las ciruelas —dijo Jane.
—Está bastante bien —admitió Cyril.
El bebé dijo:
—Quero i a caminá —y el carruaje se detuvo con una última sacudida y un último tumbo.
Los pies y las piernas de todos se tropezaron y sufrieron en la lucha por salir del carruaje en ese mismo instante, pero a nadie pareció importarle. Cosa curiosa, mamá no estaba apurada por bajar; y cuando lo hizo, muy lentamente, por la escalerilla y sin dar ningún salto, pareció que prefería ver cómo llevaban las cajas de la mudanza adentro y no unirse a esa primera carrera gloriosa por el jardín y la huerta y la zona silvestre, espinosa, llena de cardos y zarzamoras más allá del portón quebrado y la fuente seca a un costado de la casa. Pero, por una vez, los niños fueron más sabios. En realidad, no era una casa linda sino bastante común, y mamá pensaba que era algo inconveniente. Incluso estaba bastante disgustada porque en el interior casi no había estantes dignos de ese nombre, y casi ningún cajón. Papá dijo que los hierros del techo y las terminaciones hubieran espantado a cualquier arquitecto. Pero, sobre todo, la casa estaba hundida en el campo, sin ninguna otra a la vista, y los niños habían vivido en Londres durante dos años y no habían ido ni una vez al mar, ni siquiera por un día, en tren. Por eso, a ellos la Casa Blanca les pareció una especie de Palacio Encantado, construido en un Paraíso Terrenal. Porque Londres es una prisión para los niños, especialmente si sus parientes no son ricos.
Claro que hay tiendas y teatros y cosas así, pero si la familia de uno es más bien pobre, a uno no lo llevan a los teatros y no se pueden comprar cosas de las tiendas; y Londres no tiene ninguna de esas cosas lindas con las que los niños pueden jugar sin lastimar las cosas ni lastimarse ellos mismos, como árboles y arena y bosques y aguas. Y casi todas las cosas en Londres tienen la forma equivocada; todo es en línea recta y en calles chatas, en lugar de ser de todo tipo de formas raras, como las cosas que hay en el campo. Los árboles son todos diferentes, como ustedes saben, y yo estoy segura de que alguna persona les dijo que no hay dos hojas de hierba que sean exactamente iguales. Pero en las calles, donde no crecen las hojas de hierba, todas las cosas son exactamente iguales a las demás. Ésa es la razón por la que muchos niños que viven en las ciudades se portan tan pero tan mal. No saben lo que les pasa y tampoco lo saben los padres y las madres, las tías, los tíos, los primos, los tutores, las institutrices y las muchachas que los cuidan; pero yo lo sé. Y ahora ustedes lo saben también. En el campo, los niños se portan mal a veces, pero es por razones completamente diferentes.
Los niños habían explorado los jardines y las construcciones del exterior antes de que los atraparan y los asearan para el té, y supieron enseguida que no había ninguna duda de que serían felices en la Casa Blanca. Se dieron cuenta de eso desde el primer momento, pero cuando descubrieron que la parte posterior de la casa estaba cubierta de jazmines, de flores blancas, que olían como un frasco de perfume caro, y cuando vieron el césped, verde y suave y muy diferente del césped marrón en los jardines de Camden Town; y cuando descubrieron el establo con una buhardilla y algo de paja olvidada, estuvieron casi seguros, y cuando Robert encontró la hamaca rota y se cayó de ella y se hizo un chichón que parecía un huevo en la cabeza, y Cyril metió el dedo en la puerta de una jaula que parecía preparada para guardar conejos adentro, entonces no tuvieron ninguna duda al respecto.
Dibujo de Emiliano Pereyra
Lo mejor de todo era que no había reglas sobre ir a ciertos lugares o hacer ciertas cosas. En Londres, casi todo tiene una etiqueta que dice "No tocar" y, aunque la etiqueta es invisible, es tan malo como si todos la vieran, porque uno sabe que está ahí, y si no lo sabe, se lo dicen bien pronto, se los aseguro.
La Casa Blanca estaba en el borde de una colina con un bosque detrás, y la cantera de piedra caliza de un lado y el pozo de arena del otro. Al pie de la colina había una llanura, con edificios blancos de forma extraña en los que la gente quemaba cal, y una fábrica de cerveza grande, roja y otras casas; las altas chimeneas echaban humo y el sol se ponía; el valle estaba cubierto de una niebla dorada y los hornos de cal y los hornos para secar lúpulo brillaban y titilaban tanto que parecían una ciudad encantada, copiada de Las mil y una noches.
Ahora que ya empecé a contarles algo sobre el lugar, siento que podría seguir y convertir esto en una historia muy interesante sobre todas las cosas comunes que hicieron los niños —exactamente el tipo de cosas que haría una, ya me entienden— y si lo hiciera, ustedes me creerían todo, palabra por palabra; y cuando les dijera eso de que los niños son cansadores, como son ustedes a veces, tal vez sus tías tomarían un lápiz y escribirían en el margen de la historia: "¡Qué gran verdad!" o "¡Esto sí que se parece a la vida!", y ustedes lo verían y seguramente les molestaría mucho. Así que sólo voy a contarles las cosas sorprendentes que sucedieron, y pueden dejar el libro por ahí sin miedo porque ninguna tía o tío va a escribir: "¡Qué gran verdad!" en el margen de esta historia. Para los adultos es muy difícil creer en las cosas verdaderamente maravillosas, a menos que estén seguros de que ellas existen. Pero los niños creen casi cualquier cosa y los adultos lo saben. Les dicen que la Tierra es redonda como una naranja, cuando ustedes ven con toda claridad que es chata y está llena de bultos; por eso les dicen que la Tierra gira alrededor del sol cuando ustedes ven que el sol se levanta en la mañana y se va a la cama de noche como buen sol que es y que la Tierra sabe cuál es su lugar y se queda quieta y tranquila. Sin embargo, me atrevo a decir que ustedes se creen todo eso sobre la Tierra y el sol y si es así, no van a tener dificultades en creer que antes de que Anthea y Cyril y los otros hubieran pasado una semana en el campo ya habían encontrado un hada. Por lo menos, le dieron ese nombre a lo que encontraron, porque ése era el nombre que eso se daba a sí mismo, y claro, que eso sabía más que ellos, pero no se parecía en nada a ninguna hada que ustedes hayan visto ni sobre la que hayan leído u oído hablar.
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Fue en los pozos de arena. Papá tuvo que irse por negocios, bruscamente, y mamá se fue a ver a la abu, que no estaba bien, y se quedó con ella. Los dos se fueron con mucho apuro y la casa pareció de pronto terriblemente callada y vacía, y los niños vagaron de una habitación a otra y miraron los pedazos de papel y de hilo que había en el suelo, los restos de los paquetes que todavía nadie había limpiado y desearon tener algo que hacer. Fue Cyril el que dijo:
—Yo digo, ¿por qué no nos llevamos nuestras palas y vamos a cavar en los pozos de arena? Podemos hacer como que estamos en la playa.
—Papá dijo que esto fue una playa alguna vez —dijo Anthea— y que hay conchillas de miles de años por ahí.
Así que allá se fueron. Claro que ya habían ido hasta el borde del pozo de arena y lo habían mirado, pero no habían entrado porque tenían miedo de que papá les dijera que no podían jugar ahí, y lo mismo había pasado con la cantera de piedra caliza. El pozo de arena no es realmente peligroso si uno no trata de bajar por los costados abruptos y llega siguiendo el camino, como si fuera un carro.
Cada uno de los niños tenía su propia pala y se turnaban para llevar a Corderito. Corderito era el bebé y lo llamaban así porque la primera cosa que dijo fue "Beee". A Anthea la llamaban "Pantera" y eso parece tonto cuando uno lo lee, pero cuando uno lo dice suena un poco como su nombre.
El pozo de arena es muy grande y ancho, con pasto alrededor, arriba, y también flores silvestres nervudas, de color púrpura y amarillo. Es como una gran palangana que usara un gigante para lavarse las manos. Y hay montañas de arena y agujeros a los costados.
Los niños construyeron un castillo, claro está, pero los castillos no son muy divertidos cuando no hay ninguna esperanza de que venga la marea a llenar el foso y llevarse el puente levadizo y, finalmente, a mojar a todos hasta la cintura por lo menos.
Cyril quería cavar una cueva para jugar a los contrabandistas, pero los otros pensaron que tal vez morirían aplastados, así que, al final, todas las palas se pusieron a cavar un agujero a través del castillo para llegar a Australia. Ya ven, estos niños creían que el mundo era redondo y que del otro lado los pequeños australianos, varones y niñas, caminaban patas arriba, como moscas en el techo, con las cabezas colgadas en el aire.
Los niños cavaron y cavaron y cavaron, y las manos se les pusieron arenosas y calientes y rojas, y las caras, húmedas y brillantes. Corderito había tratado de comerse la arena y había llorado mucho cuando descubrió que no era azúcar morena, como él creía, que ahora estaba cansado y se había dormido hecho un ovillo tibio, gordo, en el medio del castillo a medio terminar. Eso dejó a los hermanos y hermanas libres para trabajar bien duro, y el agujero que iba a terminar en Australia pronto se hizo tan profundo que Jane, a la que llamaban Gatita, les pidió a los demás que se detuvieran.
—Supongan que el fondo del agujero cediera de golpe —dijo—, que cayéramos entre los australianitos. Se les metería toda la arena en los ojos.
—Sí —dijo Robert— y nos odiarían y nos tirarían piedras y no nos dejarían ver a los canguros o a los koalas o los pájaros marca Emú, o a los azules o cualquier cosa así...
Cyril y Anthea sabían que Australia no estaba tan cerca como eso, pero estuvieron de acuerdo: había que dejar de usar las palas y cavar con las manos. Eso era bastante fácil porque la arena del fondo del pozo era muy suave y fina y seca, como la arena junto al mar. Y estaba llena de pequeñas conchillas.
—Imagínate el mar mojado por aquí, todo ancho y brillante —dijo Jane— con pescados y con grillos y corales y sirenas.
—Y mástiles de barcos y tesoros españoles hundidos. Ojalá encontráramos un doblón de oro o algo así —dijo Cyril.
—¿Cómo es que se llevaron el mar? —preguntó Robert.
—En una carretilla, no —dijo el hermano—. Papá dice que la Tierra se puso demasiado caliente abajo, como uno a veces en la cama, así que la Tierra se encogió de hombros y el mar tuvo que deslizarse como se deslizan las mantas, y el hombro quedó ahí, salido, y se convirtió en tierra firme. Vamos a buscar conchillas; creo que esa cuevita parece prometedora y veo algo que sobresale un poco, como un pedazo de ancla de un barco hundido, y en el agujero de Australia hace un calor horrible.
Los otros estuvieron de acuerdo, pero Anthea siguió cavando. Siempre le había gustado terminar las cosas que empezaba. Sentía que sería vergonzoso dejar el agujero sin llegar a Australia.
La cueva los desilusionó porque no había conchillas y el ancla del barco hundido resultó ser el extremo roto del mango de un pico y los exploradores de la cueva estaban a punto de decidir que la arena da más sed cuando no está junto al mar y alguien había sugerido irse a la casa a buscar limonada cuando Anthea chilló de pronto:
—¡Cyril! ¡Ven ya! ¡Ven rápido! ¡Está vivo! ¡Se va a escapar! ¡Rápido!
Todos se apuraron a volver.
—Es una rata, no me extrañaría —dijo Robert—. Papá dice que siempre son una plaga en lugares viejos y éste debe ser bastante viejo si el mar estuvo aquí hace miles de años.
—Por ahí es una serpiente —dijo Jane y sintió un estremecimiento.
—Veamos —dijo Cyril y saltó al agujero—. Yo no le tengo miedo a las serpientes. Me gustan. Si es una serpiente, la voy a domesticar y me va a seguir por todas partes y yo la voy a dejar dormir alrededor de mi cuello en las noches.
—No, claro que no —dijo Robert con firmeza. Compartía el dormitorio con Cyril—. Pero puedes hacer todo eso si es una rata.
—¡Ay, no sean tontos! —dijo Anthea—. No es una rata. Es mucho más grande. Y no es una serpiente. Tiene patas; las vi, y pelo... No, la pala no. ¡Lo vas a lastimar! Cava con las manos.
—¡Ah, entonces, me lastimo yo! Eso no te molesta, ¿no? —dijo Cyril y tomó una pala.
—Ah, no —dijo Anthea—. No, Ardilla. Yo..., bueno, suena tonto, pero eso dijo algo. En serio que dijo algo. Lo juro.
—¿Qué?
—Dijo: "Déjame en paz".
Pero Cyril se limitó a comentar que su hermana seguramente estaba loca y él y Robert cavaron con palas mientras Anthea se sentaba en el borde del agujero, y se movía de un lado a otro, inquieta por el calor y la ansiedad. Cavaron con cuidado, y finalmente todo el mundo vio que había algo que se movía en el fondo del agujero de Australia.
Entonces, Anthea gritó:
Yo no tengo miedo. Déjenme cavar.
Y se puso de rodillas y empezó a apartar la arena como un perro cuando se acuerda de pronto dónde había enterrado el hueso.
—Ah, acabo de tocar una piel peluda —exclamó, mientras a medias se reía, a medias lloraba—. ¡Sí, sí, sí! ¡Sí! —cuando de pronto, una voz seca, ronca que salía de la arena los hizo saltar hacia atrás y los corazones de todos saltaron casi tanto como ellos.—¡Déjenme en paz! —dijo la voz. Y ahora todo el mundo la oyó y todos miraron a los demás para ver si los otros también habían oído.
—Pero queremos verte —dijo Robert, con valentía.
—Quisiera que salieras —dijo Anthea, respirando hondo y tomando coraje.
—Ah, si eso deseas —dijo la voz, y la arena se movió y giró y se esparció, y algo marrón y peludo y gordo salió rodando hacia el agujero y la arena se le cayó de encima y se quedó ahí sentado, bostezando y frotándose los extremos de los ojos con las manos.
—Creo que me quedé dormido —dijo y se estiró.
Los niños se quedaron de pie en círculo alrededor del agujero, mirando a la criatura que habían encontrado. Valía la pena mirarla. Tenía los ojos en dos cuernos, como los de un caracol, y los movía hacia adentro y hacia fuera como telescopios; tenía orejas parecidas a las de un murciélago y el cuerpo rechoncho como el de una araña, y estaba cubierto de pelo espeso, suave; las patas y los brazos eran peludas también y tenía manos y pies como los de un mono.
Dibujo de Emiliano Pereyra
—¿Qué cuernos es eso? —dijo Jane—. ¿Nos lo llevamos a casa?
La cosa volvió los ojos largos para mirarla y dijo:
—¿Siempre dice estupideces o es que esa basura que tiene en la cabeza la convierte en tonta?
Mientras hablaba, miraba con desprecio el sombrero de Jane.
—No es su intención ser tonta —dijo Anthea con amabilidad—, no es intención de ninguno de nosotros, pienses lo que pienses... Y no te asustes, no queremos lastimarte.
¿Lastimarme? ¿A mí? —dijo la cosa—. ¿Yo asustado? ¡Por favor! Ey, hablas como si yo fuera cualquiera. —Tenía el pelo todo erizado como el de un gato cuando está por pelear.
—Bueno —dijo Anthea, que mantenía la amabilidad—, tal vez si supiéramos quién eres, podríamos pensar en algo que decir, algo que no te pusiera tan nervioso. ¿Quién eres? ¡Y no te enojes! Porque realmente no lo sabemos.
—¿No lo saben? —dijo la cosa—. Bueno, sabía que el mundo había cambiado pero..., la verdad, ¿me van a decir seriamente que no reconocen a un Psamid cuando lo ven?
—¿Un Psamid? Eso es chino para mí.
—Y para cualquier otra persona —dijo la criatura con rapidez—. Bueno, en español entonces: quiere decir hada de arena. ¿No reconocen a un hada de arena cuando la ven?
La cosa parecía tan apenada y dolida que Jane se apresuró a decir:
—Claro que vemos lo que eres. Ahora que lo dices, es bastante obvio.
—Hace ya unas cuantas oraciones que me vieron —dijo eso con rabia, mientras volvía a enroscarse en la arena.
—Ah, no, ¡no te vayas de nuevo! Habla un poco más —exclamó Robert—. No sabía que eras un hada de arena, pero apenas te vi me di cuenta de que eres el ser más maravilloso que yo haya visto en mi vida.
El bicho parecía un poquitito menos disgustado.
—No me molesta hablar —dijo— siempre que ustedes sean medianamente civilizados. Pero no voy a mantener la conversación por cortesía, eso sí que no. Si me hablan bien, tal vez les conteste y tal vez no. Ahora digan algo.
Y claro que a nadie se le ocurría nada que decir, aunque por fin Robert pensó en:
—¿Hace cuánto que vives ahí? —y el bicho respondió enseguida.
—Ah, siglos de siglos..., muchos miles de años —contestó el Psamid.
—Cuéntanos. Por favor.
—Está en los libros.
—¡Pero  no estás en los libros! —dijo Jane—. Ah, dinos todo lo que puedas sobre ti mismo... No sabemos nada de ti y eres tan lindo...
El hada de arena se alisó los bigotes de rata y sonrió entre ellos.
—¡Por favor, por favor, cuenta! —dijeron los niños todos a la vez.
Es maravilloso lo rápido que uno se acostumbra a las cosas, hasta a las más sorprendentes. Cinco minutos antes, los niños no tenían más noticias que ustedes sobre la existencia de algo semejante a un hada de arena en el mundo y ahora estaban hablando con el Hada como si la hubieran conocido desde siempre.
La cosa estrechó los ojos y dijo:
—Qué hermoso este sol, como en los viejos tiempos... ¿De dónde sacan ustedes sus megaterios ahora?
—¿Qué? —dijeron los niños todos juntos. A veces, es muy difícil recordar que no queda muy educado decir la palabra "¿qué?", especialmente en momentos de sorpresa o agitación.
—¿Hay muchos pterodáctilos en este momento? —siguió el hada de arena.
Los niños no supieron qué contestarle.
—¿Y qué comen para el desayuno? —dijo el Hada, impaciente—, ¿y quién se los da?
—Huevos y tocino y pan y leche y avena y cosas así. Mamá nos da todo eso. ¿Qué son los mega no sé qué y los ptero qué sé yo? ¿Y alguien se come eso para el desayuno?
—¡Ey, en mis tiempos, casi todo el mundo comía pterodáctilo para el desayuno! Los pterodáctilos eran algo así como cocodrilos y también como pájaros, creo; asados, eran muy buenos. Miren, era así: había pilas de hadas de arena en ese entonces, y en la mañana temprano, los niños salían a buscarlas. La gente mandaba a sus niños a la orilla del mar antes del desayuno a buscar los deseos del día y, muchas veces, se le decía al mayor que pidiera un megaterio, ya cortado para cocinar. Era tan grande como un elefante, así que tenía muchísima carne. Y si querían aves, estaban los plesiosaurios; de esos, había muy buenos también. Pero cuando la gente tenía reuniones para la hora del almuerzo, casi siempre eran megaterios; ictiosaurios también, porque las aletas eran una delicia y la cola era buena para la sopa.
—Seguramente había montañas y montañas de carne fría para llevarse después de la fiesta —dijo Anthea, que quería ser una buena ama de casa algún día.
—Ah, no —dijo el Psamid—, eso no habría funcionado. Por supuesto que al ponerse el sol lo que quedaba se convertía en piedra. Me dicen que se encuentran huesos de megaterios y cosas así en todas partes.
—¿Quién te lo dice? —preguntó Cyril, pero el hada de arena frunció el ceño y empezó a cavar con mucha rapidez con las manos peludas.
—¡Ay, no te vayas! —gritaron todos—. ¡Cuéntanos más sobre el tiempo en que se comían megaterios para el desayuno! ¿Era igual el mundo entonces?
La cosa dejó de cavar.
—Para nada —dijo—; era casi todo arena donde yo vivía y el carbón crecía en los árboles y los bígaros eran grandes como bandejas de té; ahora están por ahí, se convirtieron en piedra. Nosotros, las hadas de arena, vivíamos en la orilla del mar y los niños venían con pequeñas espadas y palas y hacían castillos para que nosotros viviéramos en ellos. Eso fue hace miles de años, pero me dicen que los niños siguen haciendo castillos en la arena. Es difícil olvidar las costumbres.
—Pero, ¿cuándo empezaron ustedes a vivir en castillos? —preguntó Robert.
—Es una historia triste —dijo el Psamid, sombrío—. Fue porque siempre se les ocurría construir fosos en los castillos, y el horrible mar húmedo y lleno de burbujas entraba por ahí y, por supuesto, apenas un hada de arena se moja, se resfría y generalmente muere. Y así hubo cada vez menos hadas, y cada vez que alguien encontraba un hada y recibía un deseo, esa persona pedía un megaterio y comía dos veces más de lo que realmente quería porque sabía que tal vez pasarían semanas hasta que pudiera conseguir otro deseo.
—¿Y tú no te mojaste nunca? —preguntó Robert.
El hada de arena se estremeció.
—Solamente una vez —dijo—, la punta del duodécimo cabello del bigote izquierdo..., todavía lo siento cuando hay humedad. Fue una vez solamente, pero suficiente para mí. Me fui apenas el sol secó mi pobre bigote querido. Me escurrí hasta el fondo de la playa y me cavé una casa muy abajo en la arena tibia, seca y ahí estuve desde entonces. Y el mar cambió de domicilio después. Y ahora no voy a decir ninguna otra cosa.
—Una sola cosa más, por favor —dijeron los niños—. ¿Ahora también cumples deseos?
—Claro —dijo la cosa—, ¿no cumplí el de ustedes hace unos minutos? Uno de ustedes dijo: "Quisiera que salieras", y yo salí.
—Ay, por favor, ¿no podemos tener otro?
—Sí, pero apúrense. Estoy cansado de ustedes.
Me atrevo a decir que ustedes pensaron muchas veces en lo que harían si alguien les cumpliera tres deseos y que están seguros de que, si alguien les diera la oportunidad, pensarían en tres deseos realmente útiles sin dudarlo ni un instante. Estos niños habían charlado sobre el tema de los deseos muchas veces, pero lo cierto era que, ahora que tenían esa brusca oportunidad, no se decidían.
—Rápido —dijo el hada de arena, enojada. A nadie se le ocurría nada. Solamente Anthea consiguió recordar un deseo privado de ella y de Jane, un deseo que nunca les habían contado a sus hermanos. Estaba segura de que ellos no estarían de acuerdo, pero era mejor eso que nada.
—Quisiera que fuéramos hermosos como el día —dijo, muy apurada.
Los hermanos se miraron unos a otros, pero todos vieron que los otros seguían igual. El Psamid sacó los ojos hacia fuera, muy lejos, y les pareció que estaba reteniendo el aliento y se hinchaba más y más hasta que se puso dos veces más gordo y peludo que antes. De pronto, dejó escapar el aire en un largo suspiro.
—Lamento decir que no me sale —dijo, disculpándose—. Seguramente perdí la práctica.
Los niños estaban horriblemente desilusionados.
—¡Ay, inténtalo de nuevo, por favor! —dijeron.
—Bueno —dijo el hada de arena—, el hecho es que me estaba quedando con algo de fuerza para cumplir los deseos de los demás. Si se conforman con un deseo por día para todos juntos, me atrevo a decir que puedo esforzarme y conseguirlo. ¿Están de acuerdo con eso?
—¡Sí, claro que sí! —dijeron Jane y Anthea. Los varones asintieron. No creían que el hada de arena pudiera conseguir nada de eso. Siempre es más fácil hacer que las niñas crean las cosas; las niñas creen todo con mayor facilidad que los varones.
La cosa estiró los ojos y los llevó todavía más lejos que antes, y se hinchó y se hinchó y se hinchó.
—Espero que no se haga daño —dijo Anthea.
—O se le abra la piel —dijo Robert, inquieto.
Todo el mundo se sintió muy aliviado cuando el hada de arena, después de ponerse tan grande que casi llenó el pozo, soltó el aliento de pronto y volvió a su tamaño correcto.
—Está bien —dijo, jadeando—. Mañana va a ser más fácil.
—¿Te dolió mucho? —preguntó Anthea.
—Solamente mi pobre bigote, gracias —dijo ella—. Pero eres una niña amable y considerada. Buenos días.
Dibujo de Emiliano Pereyra
Bruscamente se puso a cavar con fuerza y con furia usando tanto las manos como los pies y desapareció en la arena. Entonces, los niños se miraron unos a otros y cada uno descubrió que estaba solo con tres perfectos desconocidos. Todos radiantes. Todos bellísimos.
Se quedaron de pie un momento en un silencio perfecto. Cada uno pensó que sus hermanos y hermanas se había alejado y que esos niños desconocidos habían aparecido sin que los notaran mientras miraban la forma hinchada del hada de arena. Anthea fue la primera en hablar...
—Discúlpame —dijo con muy buenos modales a Jane, que ahora tenía enormes ojos azules y una nube de cabello castaño rojizo—, ¿no viste a dos niños y a una pequeña en alguna parte?
—Estaba por preguntarte justamente eso —dijo Jane y entonces Cyril exclamó:
—¡Ey, si eres tú! ¡Reconozco el agujero en el delantal! Eres Jane, ¿verdad? ¡Y tú eres la Pantera!; veo el pañuelo sucio que te olvidaste de cambiar después de que te cortaste el pulgar. ¡Caramba! El deseo se cumplió, después de todo..., ¿estoy yo tan apuesto como ustedes?
—Si tú eres Cyril, me gustabas mucho más como eras antes —dijo Anthea, decidida—. Pareces la pintura del jovencito del coro, con el pelo dorado. Y si ése es Robert, es como un organillero italiano con el pelo negro.
—Y ustedes dos, chicas, son como postales de Navidad, entonces..., ¡eso es! Estúpidas postales de Navidad —dijo Robert, enojado—. Y el pelo de Jane es pura zanahoria.
Era exactamente así: el pelo era de ese matiz veneciano tan admirado por los artistas.
—Bueno, no tiene sentido ver quién tiene la culpa —dijo Anthea—; busquemos a Corderito y llevémoslo a casa para el almuerzo. Nos van a admirar muchísimo, van a ver...
El bebé se estaba despertando cuando llegaron a su lado y ninguno de los niños sintió más que alivio cuando vieron que él no estaba hermoso como el día: al contrario, era el mismo de siempre.
—Supongo que es demasiado chico para que se le cumplan los deseos naturalmente —dijo Jane—. Vamos a tener que mencionarlo especialmente la vez que viene.
Anthea corrió hacia él y abrió los brazos.
—Ven con tu Pantera, lindo —dijo.
El bebé la miró con desaprobación y se puso el pulgar rosado, arenoso, en la boca. Anthea era su hermana favorita.
—Ven, vamos —insistió ella.
—¡Vete aúuuraaa! —dijo el bebé.
—Ven con Gatita —dijo Jane.
—Quero a mi patera —dijo Corderito, desesperado, y le tembló el labio.
—Vamos, ven, chiquitín —dijo Robert—, ven a montar en la espalda de Yobby.
—Nooo, nooo, maalo maalo —aulló el bebé, dándose por vencido. Entonces los niños entendieron lo peor. ¡El bebé no los reconocía!
Se miraron unos a otros, desesperados, y fue terrible para todos, en esa horrenda emergencia, encontrarse solamente con los ojos hermosos de perfectos desconocidos, en lugar de los ojitos alegres, amistosos, comunes, brillantes, maravillosos de sus propios hermanos y hermanas.
—Esto es verdaderamente horrible —dijo Cyril después de tratar de levantar a Corderito y de que éste lo arañara como un gato y aullara como un lobo—. ¡Tenemos que hacernos amigos de él! No puedo llevarlo si me araña de ese modo. ¡Imagínate! ¡Tener que hacernos amigos de nuestro propio bebé! Es estúpido...
Pero eso fue exactamente lo que tuvieron que hacer. Les llevó como una hora y, por cierto, el hecho de que, para ese momento, Corderito estuviera tan hambriento como un león y tuviera la sed de un desierto no les facilitó la tarea.
Finalmente, Corderito consintió en permitir que esos desconocidos lo llevaran a casa por turnos, pero se negó a abrazarse a esas personas que acababa de conocer y fue un peso muerto y desesperante para todos. Se agotaron.
—¡Gracias a Dios, estamos en casa! —dijo Jane, y pasó a tropezones por el portón de hierro hacia donde Martha, la niñera, estaba de pie en la puerta del frente tapándose los ojos con la mano para que no los cegara el sol y mirando hacia fuera, inquieta—. ¡Aquí! ¡Toma al bebé!
Martha le arrancó al bebé de los brazos.
—Al menos él está a salvo. Gracias —dijo—. ¿Dónde están los otros y quién cuernos son todos ustedes?
—Somos nosotros, claro está —dijo Robert.
—Y, ¿quiénes somos nosotros? —preguntó Martha con desprecio.
—Te digo que somos nosotros, sólo que hermosos como el día —dijo Cyril—. Yo soy Cyril y ésos son los otros y tenemos mucha pero mucha hambre. Déjanos entrar y no seas tonta.
Martha se limitó a insultar la insolencia de Cyril y trató de cerrarle la puerta en la cara.
—Sé que parecemos diferentes, pero yo soy Anthea y estamos tan cansados y la hora del almuerzo ya pasó hace tanto tiempo...
Dibujo de Emiliano Pereyra—Entonces, váyanse a sus casas y a sus almuerzos, sean quienes sean; y si nuestros niños les dijeron que tenían que actuar así, pueden decirles que van a pagar por eso, ¡así ya saben qué esperar! —Con eso, cerró la puerta de un portazo. Cyril hizo sonar el timbre con violencia. No hubo respuesta. Finalmente, la cocinera sacó la cabeza de la ventana de un dormitorio y dijo:
—Si no se van, y bien pero bien rápido, voy a buscar a la policía. —Y cerró la ventana con violencia.
—No funciona —dijo Anthea—. ¡Ay, vámonos, vámonos antes de que nos manden a prisión!
Los niños le dijeron que eso no tenía sentido, y que la ley de Inglaterra no podía mandarte a prisión sólo por ser hermosos como el día, pero de todos modos siguieron a las niñas hacia el camino.
—Vamos a volver a ser nosotros después de la puesta de sol, supongo —dijo Jane.
—No lo sé —dijo Cyril con tristeza—, tal vez no sea así ahora, las cosas cambiaron mucho desde los tiempos de los megaterios.
—Ah —exclamó Anthea de pronto—, tal vez nos convirtamos en piedra al atardecer, como hicieron los megaterios, así que tal vez no quede nada de nosotros para el día siguiente.
Empezó a llorar y también Jane. Todos se pusieron pálidos. Nadie tenía ánimo.
Fue una tarde horrible. No había ninguna casa cerca en la que los niños pudieran pedir un pedazo de pan o un vaso de agua. Tenían miedo de ir a la aldea porque habían visto a Martha ir hacia allá con una canasta y había un policía local. Cierto, eran tan hermosos como el día, pero ése es poco consuelo cuando uno está tan hambriento como un lobo y tiene la sed de una esponja.
Tres veces trataron en vano de hacer que alguien en la casa escuchara la historia y los dejara entrar. Después, Robert fue solo, trató de trepar, entrar por una de las ventanas de atrás y abrirle la puerta a los demás. Pero las ventanas estaban fuera de su alcance y Martha le vació una jarra de agua fría del baño sobre la cabeza desde una ventana más arriba y dijo:
—Vete de una vez, monito mal educado.
Terminaron sentados en fila bajo el tejado, con los pies en una zanja seca, esperando la caída del sol y preguntándose si se convertirían en piedra o solamente cada uno en su propio yo, el de siempre, el natural; cada uno de ellos seguía sintiéndose solo y entre extraños, y trataba de no mirar a los demás porque, aunque las voces seguían siendo las mismas, las caras eran tan radiantes, tan bellas que era irritante mirarlas.
—No creo que vayamos a convertirnos en piedra —dijo Robert, y con eso rompió un silencio desdichado— porque el hada de arena dijo que nos haría cumplir otro deseo mañana y no podría hacerlo si fuéramos de piedra, ¿verdad?
Los otros dijeron:
—No —pero no se sentían consolados.
Otro silencio, más largo y más desdichado, que se quebró con las palabras súbitas de Cyril:
—No quiero asustarlas, niñas, pero creo que ya está empezando. Tengo el pie bastante muerto. Me estoy convirtiendo en piedra, lo sé, y lo mismo les va a pasar a ustedes en un minuto.
—No importa —dijo Robert con amabilidad—, tal vez tú vas a ser el único en convertirse, y el resto de nosotros va a estar bien y vamos a cuidar y querer tu estatua y le vamos a colgar guirnaldas.
Pero resultó que el pie de Cyril estaba dormido por quedarse sentado durante demasiado tiempo con él debajo, y cuando la pierna volvió a la vida en una agonía de alfileres y espinas, los otros estaban bastante enojados.
—¡Asustarnos así por nada! —dijo Anthea.
El tercer silencio, más desdichado que los anteriores, se quebró con la voz de Jane, que dijo:
—Si salimos de esto con vida, tenemos que pedirle al Psamid que haga que los criados no noten nada diferente, tengamos el deseo que tengamos.
Los otros gruñeron. Se sentían demasiado desdichados: ni siquiera querían tomar decisiones.
Finalmente, el hambre y el miedo, la rabia y el cansancio —cuatro cosas muy pero muy feas— se unieron para traer una cosa buena: el sueño. Los niños se quedaron dormidos en fila, con los hermosos ojos cerrados y las hermosas bocas abiertas. Anthea fue la primera que se despertó. El sol se había puesto y llegaba el crepúsculo.
Anthea se pellizcó con mucha fuerza para asegurarse, y cuando descubrió que sentía los pellizcos, decidió que no se había convertido en piedra y entonces pellizcó a los otros. Ellos también eran blandos.
—Despierten —dijo ella; casi lloraba de alegría—, está todo bien, no somos de piedra. Y ay, Cyril, qué lindo y feo que estás, con las pecas de siempre y el pelo castaño y esos ojitos. ¡Y todos los demás también! —agregó para que no se sintieran celosos.
Cuando llegaron a la casa, Martha los retó muchísimo y después, les contó lo de los niños desconocidos.
—Eran muy apuestos, tengo que decir, pero qué insolencia.
—Ya lo sé —dijo Robert, que sabía por experiencia que sería inútil tratar de explicarle las cosas a Martha.
—¿Y dónde cuernos estuvieron ustedes todo este tiempo, niños malos, eh?
—En el patio.
—¿Y por qué no vinieron a casa hace rato, como corresponde?
—No pudimos, por ellos —dijo Anthea.
—¿Quiénes?
—Los niños que eran hermosos como el día. Nos tuvieron allá hasta después de la puesta de sol. No podíamos volver hasta que ellos se fueran. ¡No sabes cómo los odiamos! ¡Ah, danos algo de almorzar, por favor! ¡Tenemos tanta hambre!
—¿Hambre? Me imagino —dijo Martha, enojada—, todo el día afuera, así. Bueno, espero que sea una lección para ustedes, para que no salgan por ahí a encontrarse con niños desconocidos. Ahora, escúchenme bien: si los ven de nuevo, no les hablen, ni una palabra, ni una mirada siquiera, vengan directamente a casa y me lo cuentan. ¡Yo sí que los voy a dejar bien lindos!
—Si alguna vez los vemos de nuevo, te vamos a decir —dijo Anthea, y Robert, con los ojos fijos, cariñosos, sobre el trozo de carne fría que la cocinera había traído en una bandeja, agregó en tono sentido:
—Y nos vamos a cuidar mucho de no verlos de nuevo.
Y desde entonces, nunca lo hicieron.
Dibujo de Emiliano Pereyra
PortadaCinco niños y eso, de E. Nesbit Título original: Five Children and It. © 2006 Editorial Andrés Bello. Traducción de Márgara Averbach. Ilustraciones de Emiliano Pereyra. Buenos Aires, enero de 2006.

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