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viernes, 24 de junio de 2011
Un viaje o el mago inmortal
O cómo o para qué nos encantó nadie lo sabe.
(Don Quijote, II, 22)
Para alcanzar la muerte no hay vehículo tan veloz como la costumbre, la dulce costumbre. En cambio, si usted quiere vida y recuerdos, viaje. Eso sí, viaje solo. Demasiado confiado juzgo a quien sale con su familia, en pos de la aventura. Dentro del territorio de la República (estamos de acuerdo) todo se da; pero si puede vaya por el agua, a otro país. Imíteme quien se anime; como yo, bese anteayer a la Gorda, a los chicos y con el pretexto de que la compañía lo manda, parta al infinito azul...
En cuanto subí al barco de la carrera divisé a una corista, señorita Zucotti, que en años de juventud inflamó mi esperanza. Aunque ahora es menos linda —calculo que se le alargó una cuarta la cara— me prometí el festín de esa misma noche visitarla en su cabina particular. Como para coristas fue el viaje. El río estaba bravo, la píldora contra el mareo no se asentaba en la boca del estómago; más de una vez gemí por no hallarme en tierra firme y, ya que me hamacaba, ¿por qué no en brazos de la corista o de la Gorda?l Procuré leer. Entre mis petates encontré, amén de la falta de revistas, El diablo cojuelo. ¡Las tretas a que recurre la pobre Gorda, en el afán de educarme! No tardé una línea en comprender que con esa joya de la literatura nunca olvidaría la famosa polca que bailaban río y barco. Cuando por fin me levanté —ignoro si en toda la noche habré cerrado alguna vez el ojo, para parpadear— me reanimé con café con leche tibio y con una gruesa de medialunas de la víspera. Sobre piernas flojas bajé a tierra uruguaya.
Juraría que al chofer del taxi le ordené: «Al hotel Cervantes». Cuántas veces, por la ventana del baño, que da a los fondos, con pena en el alma habré contemplado, a la madrugada, un árbol solitario, un pino, que se levanta en la manzana del hotel. Miren si lo conoceré; pero el terco del conductor me dejó frente al hotel La Alhambra. Le agradecí el error, porque me agradan los cuartos de La Alhambra, amplios, con ese lujo de otro tiempo; diríase que en ellos puede ocurrir una aventura mágica. Me apresuro a declarar que no creo en magos, con o sin bonete, pero sí en la magia del mundo. La encontramos a cada paso: al abrir una puerta o en medio de la noche, cuando salimos de un sueño para entrar, despiertos, en otro. Sin embargo, como la vida fluye y no quiero morir sin entrever lo sobrenatural, concurro a lugares propicios y viajo. ¡En el viaje sucede todo! Animosamente, pues, me dirigí al señor de la recepción, que me dijo:
—Lo lamento, pero con el Congreso de Fabricantes de Marionetas para Ventrílocuos, Titiriteros y Afines no me queda una triste habitación.
No hubo más remedio que cruzar la plaza, con mi valijita, y tratarse a cuerpo de rey en el Nogaró, donde, no sin cabildeos y la mejor voluntad, porque alojaban la troupe completa del Berliner Ballet, me consignaron a un cuarto de matrimonio. En el quinto piso, yendo por el corredor hacia la izquierda, mi cuarto era el último; es decir que yo tenía, a la derecha, otra habitación, y a la izquierda, la pared medianera y el vacío. Pedí los diarios. A medida que los ojeaba, dejaba caer las páginas al suelo. Por la ventana veía la plaza, la estatua, la gente, las palomas. De pronto me acongojé. ¿Por el trajinar de allá abajo, símbolo del afán inútil? ¿Por el desorden de papel de diario, disperso por mi habitación? ¿Por el frío en los pies y en los hombros? ¿Por el cansancio de la noche en vela? Reaccionemos, me dije, y sin averiguar el origen de la congoja salí del hotel, me encontré en la plaza, a las nueve de la mañana, demasiado temprano para presentarme en las oficinas de la compañía, rama uruguaya. Vagué por las calles de la Ciudad Vieja, pensando que no almorzaría tarde, que a las doce en punto haría mi entrada en el Stradella. A todo eso iba del lado de la sombra y volví a enfriarme; cambié de vereda, justamente a la altura de una negra apostada en un zaguán de azulejos verdes; como yo valoro mi salud y soy tímido, pasé de largo. A las diez visité la compañía. Me agasajaron como saben hacerlo, hasta que el jefe de Relaciones Públicas me despidió, a las diez y trece. Permitió mi buena estrella que en plena puerta giratoria me presentaran a un caballero, un charlatán que vende solares, con quien entretuve, por así decir, veinte minutos en un café de la pasiva; lo embrollé astutamente y convinimos en que a la otra mañana, a las ocho en punto, iría a recogerme al hotel, para llevarme en automóvil a examinar el santo día solares en Colonia Suiza. Antes de las once me hallé de nuevo en la calle, más muerto que vivo.
Mirando cómo evolucionaban las palomas y unas mujerzuelas que usted confundía con mendigas, me repuse un poco en un banco, al sol, en la plaza Matriz. En el Stradella articulé un menú a base de ají, pimienta, otros picantes y mostaza, mucha carne, mariscos, vino tinto y café. Comí como lobo. Porque era temprano me despacharon pronto y a las doce y media yo disponía de todo el día por delante. Para bajar mi alimentación bebí más café en el bar del Nogaró. Allí contemplé por primera y última vez en mi vida a dos altas muchachas del Berliner Ballet: una con cara de gato, ligeramente vulgar y muy hermosa; la otra, rubia, fina, una sílfide, con nariz grande y derecha, con senos pequeños y derechos.
Aunque me derrumbaba el sueño, no subí a dormir la siesta, porque el recuerdo de las muchachas era demasiado vivido. En el hall, donde permanecí en asiento de gamuza una hora larga, tuve ocasión de contemplar a buen número de brasileros, los más niños y ancianos, con el agregado de tres o cuatro señoritas con todo lo necesario para encabritar al prójimo. Una de ellas, casada con seguridad, mirando en mi dirección, propuso:
—¿Vamos a dormir la siesta?
Me pregunté si yo soñaba —lo que era bastante probable, porque el cansancio me aplastaba el cráneo— cuando se incorporó un hombrote, surgido de un sillón, a mis espaldas.
Yo también hubiera subido a acostarme, pero en mi tesitura, reflexioné, más valía cansar el animal. Me saqué a tomar aire por esas calles de Dios, las mismas que recorrí a la mañana. Por pura curiosidad quise rever el zaguán de los azulejos. No lo encontré al principio y cuando, al fin, di con él, faltaba la eva de ébano, joven y bien modelada, que al pasar yo, horas antes, masculló su palabra: no lo digo por vanagloria. Me encaminé a la plaza Matriz; aparte de palomas, apenas quedaban niños y lustrabotas. La verdad es que yo estaba tan cansado como inquieto. Recordando que el sueño, esquivo en la cama, suele buscarnos en lugares públicos, entré en un ínfimo cinematógrafo, donde pasaban una película sueca, más bien alemana, que bajo la carnada de magníficas fotografías y tedio, resultó una formidable exhortación a la lujuria. Al salir de allí no hice más que cruzar la calle, para meterme en un barcito. Mientras bebía el marraschino, mordiendo trozos de un queso notable por lo pungente, se apersonaron al mostrador dos damiselas, lujosamente ataviadas con terciopelo, borravino y azul, anudado y levantado como telón de teatro, debajo de la cintura, por la parte trasera, y entablaron palique con el barman, sonriéndole como tamañas gatas. Cuando partieron lo felicité; respondió:
—Señor, lo que es mío, es suyo.
Sonó hueca mi risotada, no me atreví a pedir aclaración, me retiré al hotel. Ni bien entré me pasaron al comedor, donde di pronta cuenta del menú. Arrastrándome como pude subí, por ascensor, al quinto piso. No daban las diez en el reloj de la catedral cuando, en la enormidad de mi cama camera, me volteó el sueño.
A las doce y minutos me despertaron voces en el cuarto contiguo. Distinguí dos voces, una femenina y otra masculina: desde el principio escuché únicamente la femenina, que era muy suave. Imaginé a una mujer delicada y morena; una peruana, quizá. Las mujeres que prefiero corresponden a otro tipo, pero ésta me gustaba. Algunos me reputarán tonto, por hablar así de una mujer que yo no veía. Lo cierto es que me la representaba perfectamente. ¿De qué hablaban? No sé, ni me interesa. Tampoco sé por qué no me dormía; estaba alerta, como si esperara algo.
Ay, a la una empezó. Mis primeras reacciones fueron inquietud, desazón, voluntad de huir. De veras no quería estar presente, pues me jacto de no tener por costumbre el husmear al vecino. ¿Lo creerán ustedes? Me bajó pudor, como si al verme en la coyuntura me avergonzara de mí mismo. Salté de la cama, para dar nudillos en la pared, acaso por respeto al pudor universal, acaso por el maligno deleite de interrumpirlos. Iba a gritarles: «¡Piedad! ¡Un momento! ¡Ya me voy!», cuando recordé que no tenía dónde ir, porque el hotel estaba repleto. Recordé también la vulgaridad de nuestros contemporáneos y comprendí que me exponía a quién sabe qué improperios.
Había que olvidar a la pareja, so pena de caer en el insomnio, lo que era intolerable: la noche y el día anteriores fueron duros; el programa del día siguiente, que empezaba a las ocho de la mañana y abarcaba Colonia Suiza, no debía tomarse a la ligera. Yo estaba exhausto. Resolví, cuerdamente, regresar al lecho, no sin antes aplicar, una última vez, la oreja. La suavísima peruana se había vuelto más ronca; en una interminable frase, que no tenía pausas y que era un suspiro, repetía: «Te juro te juro te juro te juro». Con una mueca sardónica, murmuré: «Nunca juramento tan sentido será olvidado tan pronto». El temor de que me oyeran me paralizó. ¿Había hablado en voz alta? Por un instante, en el cuarto de al lado, hubo silencio. Afirmaría que lo hubo, pero luego el jaleo continuó, a más y mejor.
Ahora anotaré una circunstancia curiosa: la peruana gritaba, suspiraba, respiraba, resoplaba —sí, resoplaba, como la foca en el estanque del zoológico— y a ella brindaba yo mi benevolencia, jamás a su discreto compañero, que sólo de tarde en tarde se manifestaba, entonces repugnantemente, como un gordo imbécil y moribundo, que agonizara babeando.
La situación abundaba, quién lo duda, en ribetes aptos para turbar a un hombre profundamente humano. Cuando me ponía festivo, menos mal: proyectaba al punto, con carcajada insensata, la broma de correr por debajo de la puerta una tarjeta de visita, donde no sólo figura mi nombre y apellido, sino mi jerarquía en la fábrica, con el mensaje: «Señor, si se fatiga ¿me la pasa?». Lo grave era cuando me irritaba. Si ustedes imaginaran el cariz de mi cólera, se asustarían. En mi furor, con sombrío júbilo, auguraba el fulmíneo triunfo del comunismo, tildaba de canalla al vecino y quería arrebatarle la mujer. Tragándome la rabia, musité: «Yo también tengo a la Gorda», lo que no era igual y en aquel instante resultaba tan lejano que se volvía materia de conjetura. Luego, conmovido, me comparaba con la pobre Pelusa —un libro para niños que la Gorda me propinó, más o menos de contrabando—, me comparaba con la pobre Pelusa, cuando llega junto a los altos muros del palacio, para ella de transparente cristal, contempla el festín, clama y no la oyen. No pude aguantar, corrí a la cama, me cubrí con las cobijas, que resultaron excesivas.
El esfuerzo para no asfixiarme y el calor en tal grado me congestionaron que al mirarme en el espejo, cuando encendí la luz, temí haber contraído la rubéola o el sarampión, hipótesis que, felizmente, no se cumplió.
Fuera de las mantas respiraba con libertad, pero en compensación oía a la pareja. ¿Qué murmuraba ahora la peruana? Suspiraba en voz ronquísima: «Me muero me muero me muero me muero». Casi le grito: «Ojalá y de una vez, por favor». Busqué refugio en El diablo cojuelo; seguía oyendo. Busqué refugio en el sueño; apagué la luz, cerré los ojos, traté de abstraerme; seguía oyendo. En el preciso momento en que, por lo bajo, les echaba en cara a los vecinos mi insomnio, comprobé que ellos, como lo proclamaban sus ronquidos alternados, por fin dormían. Con repugnancia comenté: «Deben de ser animales marcadamente fisiológicos», para en seguida agregar: «¡Cerdos!».
Lejos de aliviarme, la casi perfecta calma que se estableció en el cuarto de al lado me exasperaba. ¿Por qué negarlo? Ahora echaba de menos aquel rumor, tan matizado y sugestivo. Me hallé desvelado y extrañamente solo. Pensé en la Gorda; loco de mí, pensé en la vecina. Cavilé. Volví a odiar al hombre, con su reposo actual me ofendía aún más que antes.
Quise romper mi pasividad. «Si voy a actuar», me dije, «actuaré con provecho». Trabajé, pues, un plan, para despachar abajo al hombre y visitar, en el ínterin, a la mujer. No era posible eliminar totalmente el peligro de un escándalo, más o menos incómodo; pero la presa bien valía el riesgo.
Cuando yo montaba los últimos pormenores de mi plan, sonó en el otro cuarto la imperiosa campanilla de un despertador. Vi, en mi reloj, que eran las siete y media. A continuación, hubo el habitual trajín de gente que se levanta. Con presencia de espíritu, yo me levanté paralelamente, sin perderles pisada, porque tenía un propósito que no dejaría de cumplir. No era un plan delirante, como el de la noche; era un propósito humilde, como correspondía a la sensata luz diurna. Me apresuré, saqué ventaja a los vecinos, me planté en la puerta del cuarto. Lo reconozco: el plan se había reducido de modo absurdo; ahora consistía en ocupar, con la prelación conveniente, un punto de mira. Mi ambición era modesta, mi voluntad, tremenda. Yo vería a la peruana. Nadie se mofe: sólo quien poco espera contempla lo increíble. Eso, innegablemente, es lo que me ocurrió a mí.
Yo aguardaba, como dije, en mi posición estratégica. Oí los pasos; ya venían, en precipitado tropel por el corredorcito interno, que va del dormitorio a la puerta de salida. Se abrió la puerta. ¿Qué vieron mis ojos maravillados? Un anciano diminuto, flaco y gris, imberbe de puro viejo, que representaba mil años y estaba completamente solo.
—¿Puedo hacer la pieza? —preguntó inopinadamente uno de esos criados que merodean, cepillo en ristre, por los corredores de todo hotel.
—Cómo no —contestó el vejete, lo más garifo, y creí discernir, en sus ojillos chispeantes, que por un segundo me miraron, un dejo de burla.
En cuanto el viejo se alejó, articulé:
—Permiso ¿puedo pasar?
Con el pretexto de averiguar cuánto tardaría el lavadero en devolverme una camisa imaginaria, me colé en la habitación. Mientras departía con el criado, lo examiné todo. Allí no había peruanas.
Sonó, en mi cuarto, la campanilla del teléfono. Lo atendí. Me dijeron que un señor me esperaba. «¿A estas horas?», pregunté airadamente. Con desesperación recordé al charlatán de los lotes en Colonia Suiza. Hubiera querido que me tragara o, mejor, que lo tragara la tierra. Hubiera querido ser mago y hacerle creer que lo acompañaba y mandarlo solo a ver sus lotes. Partí a mi suerte.
Al entregar la llave, pregunté:
—¿Cómo se llama el señor de la habitación contigua a la mía? Consultaron libros y respondieron:
—Merlín.
El nombre me suena, pero ni antes ni después de esa mañana vi al sujeto.
Bioy Casares
(Don Quijote, II, 22)
Para alcanzar la muerte no hay vehículo tan veloz como la costumbre, la dulce costumbre. En cambio, si usted quiere vida y recuerdos, viaje. Eso sí, viaje solo. Demasiado confiado juzgo a quien sale con su familia, en pos de la aventura. Dentro del territorio de la República (estamos de acuerdo) todo se da; pero si puede vaya por el agua, a otro país. Imíteme quien se anime; como yo, bese anteayer a la Gorda, a los chicos y con el pretexto de que la compañía lo manda, parta al infinito azul...
En cuanto subí al barco de la carrera divisé a una corista, señorita Zucotti, que en años de juventud inflamó mi esperanza. Aunque ahora es menos linda —calculo que se le alargó una cuarta la cara— me prometí el festín de esa misma noche visitarla en su cabina particular. Como para coristas fue el viaje. El río estaba bravo, la píldora contra el mareo no se asentaba en la boca del estómago; más de una vez gemí por no hallarme en tierra firme y, ya que me hamacaba, ¿por qué no en brazos de la corista o de la Gorda?l Procuré leer. Entre mis petates encontré, amén de la falta de revistas, El diablo cojuelo. ¡Las tretas a que recurre la pobre Gorda, en el afán de educarme! No tardé una línea en comprender que con esa joya de la literatura nunca olvidaría la famosa polca que bailaban río y barco. Cuando por fin me levanté —ignoro si en toda la noche habré cerrado alguna vez el ojo, para parpadear— me reanimé con café con leche tibio y con una gruesa de medialunas de la víspera. Sobre piernas flojas bajé a tierra uruguaya.
Juraría que al chofer del taxi le ordené: «Al hotel Cervantes». Cuántas veces, por la ventana del baño, que da a los fondos, con pena en el alma habré contemplado, a la madrugada, un árbol solitario, un pino, que se levanta en la manzana del hotel. Miren si lo conoceré; pero el terco del conductor me dejó frente al hotel La Alhambra. Le agradecí el error, porque me agradan los cuartos de La Alhambra, amplios, con ese lujo de otro tiempo; diríase que en ellos puede ocurrir una aventura mágica. Me apresuro a declarar que no creo en magos, con o sin bonete, pero sí en la magia del mundo. La encontramos a cada paso: al abrir una puerta o en medio de la noche, cuando salimos de un sueño para entrar, despiertos, en otro. Sin embargo, como la vida fluye y no quiero morir sin entrever lo sobrenatural, concurro a lugares propicios y viajo. ¡En el viaje sucede todo! Animosamente, pues, me dirigí al señor de la recepción, que me dijo:
—Lo lamento, pero con el Congreso de Fabricantes de Marionetas para Ventrílocuos, Titiriteros y Afines no me queda una triste habitación.
No hubo más remedio que cruzar la plaza, con mi valijita, y tratarse a cuerpo de rey en el Nogaró, donde, no sin cabildeos y la mejor voluntad, porque alojaban la troupe completa del Berliner Ballet, me consignaron a un cuarto de matrimonio. En el quinto piso, yendo por el corredor hacia la izquierda, mi cuarto era el último; es decir que yo tenía, a la derecha, otra habitación, y a la izquierda, la pared medianera y el vacío. Pedí los diarios. A medida que los ojeaba, dejaba caer las páginas al suelo. Por la ventana veía la plaza, la estatua, la gente, las palomas. De pronto me acongojé. ¿Por el trajinar de allá abajo, símbolo del afán inútil? ¿Por el desorden de papel de diario, disperso por mi habitación? ¿Por el frío en los pies y en los hombros? ¿Por el cansancio de la noche en vela? Reaccionemos, me dije, y sin averiguar el origen de la congoja salí del hotel, me encontré en la plaza, a las nueve de la mañana, demasiado temprano para presentarme en las oficinas de la compañía, rama uruguaya. Vagué por las calles de la Ciudad Vieja, pensando que no almorzaría tarde, que a las doce en punto haría mi entrada en el Stradella. A todo eso iba del lado de la sombra y volví a enfriarme; cambié de vereda, justamente a la altura de una negra apostada en un zaguán de azulejos verdes; como yo valoro mi salud y soy tímido, pasé de largo. A las diez visité la compañía. Me agasajaron como saben hacerlo, hasta que el jefe de Relaciones Públicas me despidió, a las diez y trece. Permitió mi buena estrella que en plena puerta giratoria me presentaran a un caballero, un charlatán que vende solares, con quien entretuve, por así decir, veinte minutos en un café de la pasiva; lo embrollé astutamente y convinimos en que a la otra mañana, a las ocho en punto, iría a recogerme al hotel, para llevarme en automóvil a examinar el santo día solares en Colonia Suiza. Antes de las once me hallé de nuevo en la calle, más muerto que vivo.
Mirando cómo evolucionaban las palomas y unas mujerzuelas que usted confundía con mendigas, me repuse un poco en un banco, al sol, en la plaza Matriz. En el Stradella articulé un menú a base de ají, pimienta, otros picantes y mostaza, mucha carne, mariscos, vino tinto y café. Comí como lobo. Porque era temprano me despacharon pronto y a las doce y media yo disponía de todo el día por delante. Para bajar mi alimentación bebí más café en el bar del Nogaró. Allí contemplé por primera y última vez en mi vida a dos altas muchachas del Berliner Ballet: una con cara de gato, ligeramente vulgar y muy hermosa; la otra, rubia, fina, una sílfide, con nariz grande y derecha, con senos pequeños y derechos.
Aunque me derrumbaba el sueño, no subí a dormir la siesta, porque el recuerdo de las muchachas era demasiado vivido. En el hall, donde permanecí en asiento de gamuza una hora larga, tuve ocasión de contemplar a buen número de brasileros, los más niños y ancianos, con el agregado de tres o cuatro señoritas con todo lo necesario para encabritar al prójimo. Una de ellas, casada con seguridad, mirando en mi dirección, propuso:
—¿Vamos a dormir la siesta?
Me pregunté si yo soñaba —lo que era bastante probable, porque el cansancio me aplastaba el cráneo— cuando se incorporó un hombrote, surgido de un sillón, a mis espaldas.
Yo también hubiera subido a acostarme, pero en mi tesitura, reflexioné, más valía cansar el animal. Me saqué a tomar aire por esas calles de Dios, las mismas que recorrí a la mañana. Por pura curiosidad quise rever el zaguán de los azulejos. No lo encontré al principio y cuando, al fin, di con él, faltaba la eva de ébano, joven y bien modelada, que al pasar yo, horas antes, masculló su palabra: no lo digo por vanagloria. Me encaminé a la plaza Matriz; aparte de palomas, apenas quedaban niños y lustrabotas. La verdad es que yo estaba tan cansado como inquieto. Recordando que el sueño, esquivo en la cama, suele buscarnos en lugares públicos, entré en un ínfimo cinematógrafo, donde pasaban una película sueca, más bien alemana, que bajo la carnada de magníficas fotografías y tedio, resultó una formidable exhortación a la lujuria. Al salir de allí no hice más que cruzar la calle, para meterme en un barcito. Mientras bebía el marraschino, mordiendo trozos de un queso notable por lo pungente, se apersonaron al mostrador dos damiselas, lujosamente ataviadas con terciopelo, borravino y azul, anudado y levantado como telón de teatro, debajo de la cintura, por la parte trasera, y entablaron palique con el barman, sonriéndole como tamañas gatas. Cuando partieron lo felicité; respondió:
—Señor, lo que es mío, es suyo.
Sonó hueca mi risotada, no me atreví a pedir aclaración, me retiré al hotel. Ni bien entré me pasaron al comedor, donde di pronta cuenta del menú. Arrastrándome como pude subí, por ascensor, al quinto piso. No daban las diez en el reloj de la catedral cuando, en la enormidad de mi cama camera, me volteó el sueño.
A las doce y minutos me despertaron voces en el cuarto contiguo. Distinguí dos voces, una femenina y otra masculina: desde el principio escuché únicamente la femenina, que era muy suave. Imaginé a una mujer delicada y morena; una peruana, quizá. Las mujeres que prefiero corresponden a otro tipo, pero ésta me gustaba. Algunos me reputarán tonto, por hablar así de una mujer que yo no veía. Lo cierto es que me la representaba perfectamente. ¿De qué hablaban? No sé, ni me interesa. Tampoco sé por qué no me dormía; estaba alerta, como si esperara algo.
Ay, a la una empezó. Mis primeras reacciones fueron inquietud, desazón, voluntad de huir. De veras no quería estar presente, pues me jacto de no tener por costumbre el husmear al vecino. ¿Lo creerán ustedes? Me bajó pudor, como si al verme en la coyuntura me avergonzara de mí mismo. Salté de la cama, para dar nudillos en la pared, acaso por respeto al pudor universal, acaso por el maligno deleite de interrumpirlos. Iba a gritarles: «¡Piedad! ¡Un momento! ¡Ya me voy!», cuando recordé que no tenía dónde ir, porque el hotel estaba repleto. Recordé también la vulgaridad de nuestros contemporáneos y comprendí que me exponía a quién sabe qué improperios.
Había que olvidar a la pareja, so pena de caer en el insomnio, lo que era intolerable: la noche y el día anteriores fueron duros; el programa del día siguiente, que empezaba a las ocho de la mañana y abarcaba Colonia Suiza, no debía tomarse a la ligera. Yo estaba exhausto. Resolví, cuerdamente, regresar al lecho, no sin antes aplicar, una última vez, la oreja. La suavísima peruana se había vuelto más ronca; en una interminable frase, que no tenía pausas y que era un suspiro, repetía: «Te juro te juro te juro te juro». Con una mueca sardónica, murmuré: «Nunca juramento tan sentido será olvidado tan pronto». El temor de que me oyeran me paralizó. ¿Había hablado en voz alta? Por un instante, en el cuarto de al lado, hubo silencio. Afirmaría que lo hubo, pero luego el jaleo continuó, a más y mejor.
Ahora anotaré una circunstancia curiosa: la peruana gritaba, suspiraba, respiraba, resoplaba —sí, resoplaba, como la foca en el estanque del zoológico— y a ella brindaba yo mi benevolencia, jamás a su discreto compañero, que sólo de tarde en tarde se manifestaba, entonces repugnantemente, como un gordo imbécil y moribundo, que agonizara babeando.
La situación abundaba, quién lo duda, en ribetes aptos para turbar a un hombre profundamente humano. Cuando me ponía festivo, menos mal: proyectaba al punto, con carcajada insensata, la broma de correr por debajo de la puerta una tarjeta de visita, donde no sólo figura mi nombre y apellido, sino mi jerarquía en la fábrica, con el mensaje: «Señor, si se fatiga ¿me la pasa?». Lo grave era cuando me irritaba. Si ustedes imaginaran el cariz de mi cólera, se asustarían. En mi furor, con sombrío júbilo, auguraba el fulmíneo triunfo del comunismo, tildaba de canalla al vecino y quería arrebatarle la mujer. Tragándome la rabia, musité: «Yo también tengo a la Gorda», lo que no era igual y en aquel instante resultaba tan lejano que se volvía materia de conjetura. Luego, conmovido, me comparaba con la pobre Pelusa —un libro para niños que la Gorda me propinó, más o menos de contrabando—, me comparaba con la pobre Pelusa, cuando llega junto a los altos muros del palacio, para ella de transparente cristal, contempla el festín, clama y no la oyen. No pude aguantar, corrí a la cama, me cubrí con las cobijas, que resultaron excesivas.
El esfuerzo para no asfixiarme y el calor en tal grado me congestionaron que al mirarme en el espejo, cuando encendí la luz, temí haber contraído la rubéola o el sarampión, hipótesis que, felizmente, no se cumplió.
Fuera de las mantas respiraba con libertad, pero en compensación oía a la pareja. ¿Qué murmuraba ahora la peruana? Suspiraba en voz ronquísima: «Me muero me muero me muero me muero». Casi le grito: «Ojalá y de una vez, por favor». Busqué refugio en El diablo cojuelo; seguía oyendo. Busqué refugio en el sueño; apagué la luz, cerré los ojos, traté de abstraerme; seguía oyendo. En el preciso momento en que, por lo bajo, les echaba en cara a los vecinos mi insomnio, comprobé que ellos, como lo proclamaban sus ronquidos alternados, por fin dormían. Con repugnancia comenté: «Deben de ser animales marcadamente fisiológicos», para en seguida agregar: «¡Cerdos!».
Lejos de aliviarme, la casi perfecta calma que se estableció en el cuarto de al lado me exasperaba. ¿Por qué negarlo? Ahora echaba de menos aquel rumor, tan matizado y sugestivo. Me hallé desvelado y extrañamente solo. Pensé en la Gorda; loco de mí, pensé en la vecina. Cavilé. Volví a odiar al hombre, con su reposo actual me ofendía aún más que antes.
Quise romper mi pasividad. «Si voy a actuar», me dije, «actuaré con provecho». Trabajé, pues, un plan, para despachar abajo al hombre y visitar, en el ínterin, a la mujer. No era posible eliminar totalmente el peligro de un escándalo, más o menos incómodo; pero la presa bien valía el riesgo.
Cuando yo montaba los últimos pormenores de mi plan, sonó en el otro cuarto la imperiosa campanilla de un despertador. Vi, en mi reloj, que eran las siete y media. A continuación, hubo el habitual trajín de gente que se levanta. Con presencia de espíritu, yo me levanté paralelamente, sin perderles pisada, porque tenía un propósito que no dejaría de cumplir. No era un plan delirante, como el de la noche; era un propósito humilde, como correspondía a la sensata luz diurna. Me apresuré, saqué ventaja a los vecinos, me planté en la puerta del cuarto. Lo reconozco: el plan se había reducido de modo absurdo; ahora consistía en ocupar, con la prelación conveniente, un punto de mira. Mi ambición era modesta, mi voluntad, tremenda. Yo vería a la peruana. Nadie se mofe: sólo quien poco espera contempla lo increíble. Eso, innegablemente, es lo que me ocurrió a mí.
Yo aguardaba, como dije, en mi posición estratégica. Oí los pasos; ya venían, en precipitado tropel por el corredorcito interno, que va del dormitorio a la puerta de salida. Se abrió la puerta. ¿Qué vieron mis ojos maravillados? Un anciano diminuto, flaco y gris, imberbe de puro viejo, que representaba mil años y estaba completamente solo.
—¿Puedo hacer la pieza? —preguntó inopinadamente uno de esos criados que merodean, cepillo en ristre, por los corredores de todo hotel.
—Cómo no —contestó el vejete, lo más garifo, y creí discernir, en sus ojillos chispeantes, que por un segundo me miraron, un dejo de burla.
En cuanto el viejo se alejó, articulé:
—Permiso ¿puedo pasar?
Con el pretexto de averiguar cuánto tardaría el lavadero en devolverme una camisa imaginaria, me colé en la habitación. Mientras departía con el criado, lo examiné todo. Allí no había peruanas.
Sonó, en mi cuarto, la campanilla del teléfono. Lo atendí. Me dijeron que un señor me esperaba. «¿A estas horas?», pregunté airadamente. Con desesperación recordé al charlatán de los lotes en Colonia Suiza. Hubiera querido que me tragara o, mejor, que lo tragara la tierra. Hubiera querido ser mago y hacerle creer que lo acompañaba y mandarlo solo a ver sus lotes. Partí a mi suerte.
Al entregar la llave, pregunté:
—¿Cómo se llama el señor de la habitación contigua a la mía? Consultaron libros y respondieron:
—Merlín.
El nombre me suena, pero ni antes ni después de esa mañana vi al sujeto.
Bioy Casares