martes, 14 de agosto de 2012
A la busca del tiempo perdido – Marcel Proust
Voy a hablar de un libro que casi nadie va a leer y que, hasta ahora, pocos han leído. Incluso muchos de los que hablan de él, sea bien o mal, no han completado su lectura. Algo que, por otra parte, no es del todo extraño, dado que la novela en cuestión consta de más de 3000 (sí, tres mil) páginas. Desde luego, todo un reto para cualquier lector, por avezado que se considere, aunque sólo sea por el tiempo que demanda su lectura.
“A la busca del tiempo perdido” es algo más que una novela; es una experiencia vital. Un universo completo recreado en sus páginas, con unos mecanismos internos que la convierten en un libro difícil, arduo, incluso en ocasiones (por qué no decirlo) aburrido. Muchos lectores, allá por el momento de su publicación en 1913 no entendieron la propuesta que ofrecía Marcel Proust; hoy por hoy, las diferencias no son muchas. Y, sin embargo, es toda una obra maestra; una auténtica obra de arte maravillosa de principio a fin. ¿Por qué? Bueno, eso es lo que trataré de explicar aquí.
Proust fue un escritor exigente. En las últimas páginas de “El tiempo recobrado” (el último de los volúmenes que conforman el libro) él mismo admite fijarse como meta algo realmente difícil: reflejar la realidad humana a través de una observación minuciosa, que no detallista, del comportamiento de las personas. Precisamente eso es lo que se achaca como dificultad o lacra a “A la busca del tiempo perdido”: su puntillismo, su atención sobre el detalle, su minuciosidad. André Gide, lector para la editorial Gallimard, devolvió el libro al editor con un comentario (del que se arrepintió más tarde) en el que decía: “No puedo comprender que un señor pueda emplear treinta páginas para describir cómo da vueltas y más vueltas en su cama antes de encontrar el sueño”.Sin embargo, a mi modo de ver es ahí donde radica su genialidad (lo cual no lo convierte, automáticamente, en un libro fácil) y su diferencia. Proust empleó métodos y técnicas que se descubrían en la narrativa a principios del siglo XX. Escritores como James Joyce o Virginia Woolf emplearían el monólogo interior de maneras refinadas, pero Proust inauguró esta toma de posición de la escritura con su larguísima obra. Inspirado por el estilo de autores muy dispares, que abarcan desde Flaubert o Stendhal, hasta Dostoivesky , pasando por Thomas Hardy, el francés hizo uso de recursos que, de un modo u otro, ya se habían utilizado con cierto éxito antes, pero que él reelaboró de forma magistral hasta escribir “A la busca del tiempo perdido”.
El propio Proust estableció una comparación entra la elaboración de su libro y la construcción de una catedral: una obra cuyos planos iniciales no son definitivos, sino que cambia y muta sujeta a múltiples designios. La madeja que el autor va desenrollando a lo largo de las miles de páginas es una prolongación de su memoria, una memoria que es activa, que no se limita a traer recuerdos al consciente para plasmarlos sobre el papel, sino que analiza, examina, compara, siempre de manera constante, con digresiones (inevitables), con olvidos y con inconstancias. Como el mismo escritor dice, “lo que se trata de hacer salir, mediante la memoria, es nuestros sentimientos, nuestras pasiones, es decir las pasiones, los sentimientos de todos”.
En cierto modo, lo que Freud investigaba casi al mismo tiempo en Viena es lo que, en forma narrativa e imaginaria, recrea Proust en su libro. Temas tabúes, como la homosexualidad, y habilidades del subconsciente son examinados bajo el atento microscopio de la escritura del francés, que parece abarcar todos los temas humanos posibles. Quizá esta pasión por tratarlo todo, por querer comprender entre sus páginas todo lo imaginable, fue el mayor reto al que Proust se enfrentó. Como él mismo comunicaba a su editor, el manuscrito crecía y crecía, teniendo como topes la primera y la última parte; el resto era elaborado constantemente por el escritor, que ampliaba sus recuerdos (y, por ende, su obra) de manera desaforada.
Proust se aleja de la razón y la lógica para tratar de encontrar esas ‘verdades universales’ que busca mediante la memoria de la que hablaba arriba. Considerando que la razón y la voluntad no han conseguido el objetivo de plasmar la realidad, Proust se concentra en dibujar el ‘exterior’ de los personajes, aunque los falsee y no los describa fielmente (inventando todo tipo de detalles, aunque se base en personas reales para imaginar sus caracteres). En este sentido, su cambio respecto a la tradición decimonónica de la que es heredero (recordemos que Zola , naturalista acérrimo, es contemporáneo suyo) es brutal: pasamos de una novela sujeta a lo real, empecinada en retratar comportamientos sin dejar nada a la imaginación, a un prodigio de inventiva memorística que, pese a hablar de personajes y situaciones mundanas, nos revela conductas que pueden pasar por universales.
Al introducir su propia conciencia en la novela (anticipándose a Joyce, Woolf o Faulkner), Proust multiplica las posibilidades artísticas de la escritura, puesto que su obra adquiere múltiples interpretaciones, todas válidas y aunadas: novela psicológica, autobiográfica, reflexión sobre el arte y la literatura… En una obra como “A la busca del tiempo perdido” cabe absolutamente todo, no sólo, evidentemente, por su extensión, sino por su peculiar composición, que permite tocar todos los temas imaginables desde un punto de vista único -el del autor-, pero, al mismo tiempo, universal.
En realidad, a lo largo de las tres mil páginas de “A la busca del tiempo perdido” no parece que se cuenten demasiadas cosas. En “Por la parte de Swann”, el narrador recuerda su infancia y nos cuenta su descubrimiento del mundo de la aristocracia de los Guermantes. “A la sombra de las muchachas en flor” nos muestra a un narrador adolescente que, en sus vacaciones en un balneario, conoce a unas muchachas que le inician en su despertar sexual y, de alguna manera, ‘artístico’. “La parte de Guermantes”, tercera parte de la obra, introduce al narrador en el mundo aristocrático y exclusivo de los Guermantes, mitificado por sus recuerdos y que resulta ser desolador visto y vivido de cerca; toda la clase alta y burguesa de la Francia de fines del XIX es despedazada por la visión del autor, expuesta como una clase decadente y cargada de vicios y defectos. Es en “Sodoma y Gomorra” donde el narrador se ensaña con más ahínco con esa clase aristocrática y rica; esos personajes son sinónimo del vicio más abyecto, de la corrupción más profunda: por un lado, dedicados a sus fiestas, recepciones y soirées; por otro, consagrados a la lujuria y la depravación. “La prisionera” nos muestra el envés del sentimiento amoroso, plasmado en Albertine, la mujer de la que cree enamorarse el narrador y a través de la cual se reflexiona sobre las diversas facetas del amor, con especial hincapié en los celos. “La fugitiva” desarrolla el tema del libro anterior, sumiendo al narrador en el convencimiento de que nada es perdurable, de que todo mutable, frágil, como la memoria de la que hace uso y en la que se refugia debido a su enfermedad. Es en “El tiempo recobrado” donde culmina la peripecia del autor: después de un largo reposo debido a la enfermedad que le consume, regresa a un París devastado por la Guerra Mundial, donde los personajes que conoció y trató se han confundido con una burguesía adinerada que ha borrado a los esplendorosos aristócratas que tanto admiraba; entiende que sólo la creación artística le puede ayudar a ‘salvarse’ de la inevitable consunción vital que observa a su alrededor: de este modo, comienza, en un viaje circular, la escritura de su obra maestra.
Y en esas miles de páginas asistimos a cientos de descripciones, de minuciosos recuerdos, que, aunque pueden engañarnos y hacernos creer que estamos ante un volumen autobiográfico infinito, nos muestran, en realidad, la decadencia de una clase que es trasunto de toda una civilización, de toda una realidad. Es esto, quizá, lo más significativo de la obra de Proust: la posibilidad de hallar en cada una de sus escenas la representación metafórica de alguna otra cosa. Obviamente, su lectura es muy ardua y dificultosa: cualquiera que lo enfrente, incluso el más leído, encontrará momentos tediosos y complicados. Sin embargo, creo que el proceso acaba por merecer la pena, aunque sólo sea por la magnitud inigualable de lo que tenemos entre manos. Comprendo que haya quien diga que es imposible leer algo que apenas cuenta, directamente, nada importante; es admisible el celo, pero también es cierto que no se ha vuelto a escribir nada semejante, por lo que su abordaje es complicado. A aquel que se atreva, mis felicitaciones: verá como acaba mereciendo la pena.
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