viernes, 2 de abril de 2010

Cuando todo brille

Por Liliana Heker



Todo empezó con el viento. Cuando Margarita le dijo a su marido aquello del viento. El ni atinó a cerrar la puerta de su casa. Se quedó como conge­lado en la actitud de empujar, el brazo extendido hacia el picaporte, los ojos clavados en los ojos de su mujer. Pareció que iba a perpetuarse en esta si­tuación pero al fin aulló. Fue sorprendente. Du­rante varios segundos los dos permanecieron estáticos, estudiándose, como si trataran de confirmar en la presencia del otro lo que acababa de suceder. Hasta que Margarita rompió el sortilegio. Con fa­miliaridad, casi con ternura, como si en cierto mo­do nada hubiera pasado, apoyó una mano en el brazo de su marido para mantener el equilibrio mientras con la otra mano daba un suave empujón a la puerta y, con el pie derecho y un patín de fiel­tro, eliminaba del piso el polvo que había entrado.

—¿Cómo te fue hoy, querido? —preguntó.

Y lo preguntó menos por curiosidad (dadas las circunstancias no esperaba una respuesta, y tam­poco la obtuvo) que por restablecer un rito. Nece­sitaba comunicarse cifradamente con él, transmitirle un mensaje mediante su pregunta habitual de todos los atardeceres. Todo está en orden sin embar­go. Nada ha pasado. Nada nuevo puede pasar:

Acabó de limpiar la entrada v soltó el brazo de su marido. El se alejó muy rápido camino del dor­mitorio y le dejó la impresión que deja en los dedos una mariposa a la que se ha tenido sujeta por las alas y a la que de pronto se libera. No había usado los patines para desplazarse; así pudo verificar Margari­ta que su marido estaba furioso. Sin duda exageraba: ella no le había pedido que se arrojara desnudo desde lo alto del obelisco al fin y al cabo. Pero no le dijo nada. Con sus propios patines fue limpiando las marcas de zapatos que él había dejado. Sin embargo al dormitorio no entró: sabía que mejor es no echarle leña al fuego. Justo en la puerta desvió su trayectoria hacia la cocina; más tarde encontraría el momento oportuno para hablarle del viento.

Ya había terminado de preparar la cena (al principio, sólo por complacerlo y a pesar de que era miércoles había pensado en unos bifes con pa­pas fritas, pero enseguida desistió: la grasa vapori­zada impregna las alacenas, impregna las paredes, impregna hasta las ganas de vivir; si una la deja desde un miércoles hasta un lunes, que es el día de la limpieza profunda, la grasitud tiene tiempo de pe­netrar hasta el fondo de los poros de las cosas y se queda para siempre; de modo que al fin Margarita sacó una tarta de la heladera y la puso en el horno) y estaba tendiendo la mesa cuando oyó que su ma­rido entraba al baño. Un minuto después, como un buen agüero, el alegre zumbido de la ducha resonaba en la casa.

Era el momento de ir al dormitorio. Apenas en­tró, Margarita pudo comprobar que él había dejado todo en desorden. Cepilló el saco, cepilló el pantalón, los colgó, hizo un montoncito con la camisa y las medias, y fue a golpear la puerta del baño.

—Voy a entrar, querido —dijo con dulzura.

El no contestó, pero canturreaba. Margarita se llevó la camiseta y los calzoncillos y los agregó al montoncito. Lavó todo con entusiasmo. Cuando cerró la canilla lo oyó a él, en el living, tarareando el vals Sobre las olas. La tormenta había pasado.

Sin embargo recién a la mañana siguiente, mientras tomaban el desayuno, medio riéndose como para restarle importancia a la escena del día anterior, Margarita mencionó lo del viento. Una bobada, ella estaba dispuesta a admitirlo, pero costaba tan poco, ¿sí? El no tenía que pensar que eso le iba a complicar la vida de algún modo. Sim­plemente, ella le pedía que cuando el viento sopla­ba del norte él entrara por la puerta del fondo que daba al sur; y cuando soplaba del sur, entrara por la puerta del frente, que daba al norte. Un capri­chito, si a él le gustaba llamarlo así, pero la ayudaría tanto, él ni se imaginaba. Ella había notado que, por más que barriera y lustrara, el piso de la entrada siempre se llenaba de tierra cuando había viento norte. Por supuesto, él podía entrar por donde se le antojase cuando el viento soplara del este o del oeste. Y ni que hablar de cuando no ha­bía viento.

—Vio mi salvaje, vio mi protestón que no era para hacer tanto escándalo —dijo.

Rió traviesamente.

Él se puso de pie como quien va a pronunciar un discurso, gargajeó con sonoridad, casi con de­lectación. Después inclinó levemente el torso, es­cupió en el suelo, recuperó su posición erguida y, con pasos mesurados, salió de la cocina.

Margarita se quedó mirando el redondel, refulgente a la luz del sol matinal, como se debe mi­rar a un diminuto ser de otro planeta sentado muy orondo sobre el piso de nuestra cocina. Una puer­ta se cerró y se abrió, unas paredes retumbaron, pasos cruzaron la casa, otra puerta se cerró con es­trépito. El cerebro de Margarita apenas detectó estos acontecimientos. Toda su persona parecía converger hacia el pequeño foco del suelo. Foco in­feccioso. La expresión aleteó livianamente en su ca­beza, se expandió como una onda, la inundó. En los colectivos, cuando la gente tose desparrama invisibles gotitas de saliva, cada gotita es portadora de millares de gérmenes, cuántos gérmenes hay en... Millares de millones de gérmenes se agitaron, se refocilaron y brincaron sobre el mosaico rojo. Mecánicamente Margarita tomó lo primero que tuvo a mano: una servilleta. De rodillas en el piso se puso a frotar con energía el mosaico. Fue inútil: por más que frotaba la zona pegajosa resaltaba co­mo un estigma. Gérmenes achatados arrastrándose como amebas. Margarita dejó la servilleta sobre la mesa y fue a embeber una esponjita en detergente. Friccionó el mosaico con la esponjita y echó un balde de agua. Iba a secar el piso cuando se quedó paralizada. ¿Había estado loca ella? ¿No había usado una servilleta para? Dios mío, con lo fácil que es llevarse una servilleta a los labios. La tomó por una punta y la contempló con pavura. ¿Qué haría ahora? Lavarla le pareció poco prudente de modo que llenó una cacerola con agua, la puso al fuego, y echó la servilleta adentro.

Estaba friccionando la mesa con desinfectante (la servilleta había estado largo tiempo en contacto con la mesa) cuando sonó el teléfono. Fue a aten­der y apenas traspuso la puerta del dormitorio cap­tó algo inusual, algo que se le manifestó bajo la forma de una opresión en el pecho y cuya realidad no pudo constatar hasta que colgó el teléfono y abrió la puerta del placard. Entonces sí lo supo con certeza, la ropa de él no estaba, muy bien, se había ido, maravillosamente bien, ¿iba a llorar ella por eso? No iba a llorar. ¿Iba a arrancarse los pelos y tirarse de cabeza contra las paredes? No iba a arrancarse los pelos y mucho menos iba a tirarse de cabeza contra las paredes. ¿Acaso un hombre es algo cuya pérdida hay que lamentar? Tan desproli­jos como son, tan sucios, cortan el pan sobre la mesa, dejan las marcas de sus zapatos embarrados, abren las puertas contra el viento, escupen en el suelo y una nunca puede tener su casa limpia, el cuerpo, una nunca puede tener su cuerpo limpio, de noche son como bestias babosas, oh su aliento y su sudor, oh su semen, la asquerosa humedad del amor, por qué, Dios mío, Tú que todo lo podías, por qué hiciste tan sucio el amor, el cuerpo de tus hijos tan lleno de inmundicia, el mundo que creaste tan colmado de basura. Pero nunca más. En su casa nunca más. Margarita arrancó las sábanas de la cama, sacó las cortinas de sus rieles, levantó las alfombras, removió almohadones, apiló carpetas.

Margarita fregó y sacudió y cepilló hasta que se le enrojecieron los nudillos y se le acalambraron los brazos. Lavó paredes, enceró pisos, bruñó metales, arrancó resplandores solares de las cacerolas, otor­gó un centelleo diamantino a los caireles, bañó co­mo a hijos adorados a bucólicas pastoras de porce­lana, pulió maderas, perfumó armarios, blanqueó opalinas, abrillantó alabastros. Ya las siete de la tarde, como un pintor que le pone la firma al cua­dro con que había soñado toda su vida, empuñó el escobillón y lo sacudió en el tacho de basura.

Después respiró profundamente el aire em­balsamado de cera. Echó una lenta mirada de sa­tisfacción a su alrededor. Captó fulgores, paladeó blancuras, degustó transparencias, advirtió que un poco de polvo había caído fuera del tacho al sacu­dir el escobillón. Lo barrió; lo recogió con la pala, vació la pala en el tacho. De nuevo sacudió el esco­billón, pero esta vez con extrema delicadeza, para que ni una mota de polvo cayera afuera del tacho. Lo guardó en el armario e iba a guardar también la pala cuando un pensamiento la acosó: la gente sue­le ser ingrata con las palas; las usa para recoger cualquier basura pero nunca se le ocurre que un poco de esa basura ha de quedar por fuerza adheri­da a su superficie. Decidió lavar la pala. Le puso detergente y le pasó el cepillo, un líquido oscuro se desparramó sobre la pileta. Margarita hizo correr el agua pero quedaba como una especie de encaje negro en el fondo. Lo limpió con un trapo enja­bonado, enjuagó la pileta y lavó el trapo. Enton­ces se acordó del cepillo. Lo lavó y se volvió a en­suciar la pileta. Fregó la pileta con el trapo y se dio cuenta de que si ahora lavaba el trapo en la pileta esto iba a ser un cuento de nunca acabar. Lo más razonable era quemar el trapo. Primero lo se­có con el secador del pelo y después lo sacó a la ca­lle y le prendió fuego. Justo cuando entraba a la casa vino un golpe de viento norte y Margarita no pudo evitar que algo de ceniza entrara en el living.

Era mejor no usar el escobillón, ahora que ya estaba limpio. Utilizó un trapito con un poco de cera (con los trapitos siempre queda la posibilidad de prenderles fuego). Pero fue un error. El color quedaba desparejo. Lustró, extendió la cera a una zona más amplia: todo fue inútil.

Aproximadamente a las cinco de la mañana los pisos de toda la casa estaban rasqueteados pero un polvo rojo flotaba en el aire, cubría los muebles, se había adherido a los zócalos. Margarita abrió las ventanas, barrió (ya encontraría el momento de limpiar el escobillón y en el peor de los casos podía tirarlo), estaba terminando de lavar los zócalos cuando advirtió que un poco de agua se había de­rramado. Miró con desaliento las manchas de hu­medad en el suelo, le faltaban fuerzas, por el color del cielo debían ser casi las siete de la mañana. De­cidió dejar eso para más tarde, con buena suerte no iba a tener que rasquetear todos los pisos otra vez. Se tiró en la cama vestida (no olvidarse, después, de cambiar nuevamente las sábanas) y se durmió de inmediato pero las manchas húmedas se expandie­ron, se ablandaron, extendían sus seudópodos. La atraparon. Eran una ciénaga donde Margarita se hundía, se hundía. Se despertó sobresaltada. No había dormido ni media hora. Se levantó y fue a ver las manchas: ya estaban bastante secas pero no habían desaparecido. Rasqueteó la zona pero nun­ca quedaba del mismo color. Un ligero desvaneci­miento la hizo caer; abrió soñadoramente los ojos, vislumbró las vetas blancuzcas y dio un suspiro; calculó que no había comido nada en las últimas veinticuatro horas.

Se levantó y fue a la cocina. Una comida ca­liente tal vez la haría sentir mejor pero no: después hay que lavar las ollas. Abrió la heladera e iba a sa­car una manzana cuando la invadió una ola de te­rror: no había barrido el polvo del rasqueteo y las ventanas estaban abiertas. Retiró con brusquedad la mano de la heladera y tiró una canastita con huevos. Observó el charco amarillo que se dilata­ba lenta y viscosamente. Creyó que iba a llorar. De ninguna manera: cada cosa a su tiempo. Ahora, a barrer el polvo del rasqueteo; ya le llegaría su tur­no al piso de la cocina, no hay como el orden. Bus­có el escobillón y la pala, fue hasta el living y cuando estaba por ponerse a barrer, reparó en las suelas de sus zapatos; sin duda no estaban limpias: habían trazado sobre el parquet un discontinuo senderito de huevo. A Margarita casi le dio risa verse con el escobillón y la pala. Polvo del rasqueteo, murmuró, polvo del rasqueteo. Recordó que todavía no había comido nada, dejó el escobillón y la pala y se fue pa­ra la cocina.

La manzana estaba en el centro del charco amarillo. Margarita la alzó, ávidamente le dio unos mordiscos, y de golpe descubrió que era absurdo no prepararse una comida caliente, ahora que todo estaba un poco sucio. Puso la plancha sobre el fuego, peló papas (era agradable dejar que las largas tiras en espiral se hundieran esponjosamente en las yemas y las claras ahora que las cosas habían em­pezado a ensuciarse y de cualquier manera habría que limpiar todo más tarde). Puso un bife sobre la plancha y aceite en la sartén. La grasa se achicha­rró alegremente, las papas chisporrotearon, Margarita se dio cuenta de que se había olvidado de abrir la ventana de la cocina pero de cualquier mo­do era demasiado tarde: la grasa vaporizada ya ha­bía penetrado en los poros de las cosas, y en sus propios poros, había impregnado su ropa y su pelo, espesaba el aire. Margarita aspiró profundamente. El olor de la carne y de lo frito entró por su nariz, la anegó, la hizo enloquecer de deleite.

La impaciencia puede volver a la gente un po­co torpe. Algo de aceite se le volcó a Margarita al sacar las papas; ella disimuladamente lo desparra­mó con el pie, sacó el bife, se le cayó al suelo, al le­vantarlo la cercanía, el contacto, el maravilloso aroma de la carne asada la embriagaron: no pudo resistir darle algunas dentelladas antes de colocarlo en el plato.

Comió con ferocidad. Puso las cosas sucias en la pileta pero no las lavó: tenía mucho sueño, ya llegaría el momento de lavar todo. Abrió la canilla para que el agua corriera y se fue para el dormito­rio. No llegó. Antes de salir de la cocina el aceite de las suelas la hizo patinar y cayó al suelo. De cualquier manera se sentía muy cómoda en el sue­lo. Apoyó la cabeza en los mosaicos y se quedó dormida. La despertó el agua. Ligeramente acei­tosa, el agua serpenteaba por la cocina, se ramificaba en sutiles hilos por las junturas de los mosai­cos y, adelgazándose pero persistente, avanzaba hacia el comedor. A Margarita le dolía un poco la cabeza. Hundió su mano en el agua y se refrescó las sienes. Torció el cuello, sacó la lengua todo lo que le fue posible, y consiguió beber: ahora ya se sentía mejor. Un poco descompuesta, nomás, pero le faltaban fuerzas para levantarse e ir al baño. To­do estaba ya bastante sucio de todos modos. No de­bía ensuciarse el vestidito. Margarita tenía seis años y no debía ensuciarse el vestidito. Ni las rodillas. Debía tener mucho cuidado de no ensuciarse las rodillas. Hasta que al caer la noche una voz grita­ba: ¡a bañarse!, entonces ella corría frenéticamen­te al fondo de la casa, se revolcaba en la tierra, se llenaba el pelo y las uñas y las orejas de tierra, ella debía sentir que estaba sucia, que cada recoveco de su cuerpo estaba sucio para poder hundirse des­pués en el baño purificador, el baño que arrastrará toda la mugre del cuerpo de Margarita y la dejará blanca y radiante como un pimpollo. ¿Hay pimpo­llos de margarita, mamá? Sintió una inefable sen­sación de bienestar. Se corrió un poco del lugar donde estaba tendida y tuvo ganas de reírse. Su dedo señaló un lugar, próximo a ella, sobre el suelo. Caca, dijo. Su dedo se hundió voluptuosamente y después escribió su nombre sobre el suelo. Marga­rita. Pero sobre el mosaico rojo no se notaba bien. Se levantó, ahora sin esfuerzo, y escribió sobre la pared. Mierda. Firmó: Margarita. Después envol­vió toda la leyenda en un gran corazón. Una co­rriente en la espalda la hizo estremecer. El viento. Entraba por las ventanas abiertas, arrastraba el polvo de la calle, arrastraba la basura del mundo que se adhería a las paredes y a su nombre escrito en las paredes y a su corazón, se mezclaba con el agua que corría en el comedor, entraba por su na­riz y por sus orejas y por sus ojos, le ensuciaba el vestidito.

Cinco días después, un luminoso día de sol con el cielo gloriosamente azul y pájaros cantando, el marido de Margarita se detuvo ante un puesto de flores.

—Margaritas —le dijo al puestero—. Las más blancas. Muchas margaritas.

Y con el ramo enorme caminó hasta su casa. Antes de introducir la llave hizo una travesura, un gesto pícaro y colmado de amor, digno de ser contemplado por una esposa amante que estuviera espiando detrás de los visillos: se chupó el dedo índi­ce y, levantándolo como un estandarte, analizó la dirección del viento. Venía del norte. De modo que el hombre, dócilmente, alegremente, pala­deando de antemano el inigualable sabor de la reconciliación, dio la vuelta a su casa. Silbando una canción festiva abrió la puerta. Un chapoteo blan­do, gorgoteante, le llegó desde la cocina.

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Link: http://www.lamaquinadeltiempo.com/contempo/heker03.html

EL CONCEPTO DE "REPETICIÓN" EN SOREN KIERKEGAARD

28 Octubre 2006

Oscar Alberto CUERVO

Profesor de Filosofía en la Universidad de Buenos Aires

Buenos días. Cuando yo veía cómo estaba compuesta la mesa en la que iba a participar y a mí me competía desarrollar el concepto de repetición en Søren Kierkegaard, me preguntaba cómo se podía vincular, porque lo que iba a decir era muy acotado con respecto al título general de la jornada, ya que no pensaba hablar de compulsión ni de adicciones, ni tampoco de los problemas del derecho penal referido a las sustancias prohibidas ni de los personajes que podía traer Liliana Heker. Pero escuchando la palabra de Liliana, ella me dio un par de pistas que me permiten conectarlo directamente a lo que tengo que decir.

En principio, voy a decir cuáles son esas dos o tres cosas que me hicieron encontrar una relación, después ustedes dirán cómo esto se integra también a lo que es el tema general de la jornada.

En primer lugar, Liliana, cuando te referiste, al hablar de la novela de Abelardo Castillo, El que tiene sed, a la etimología de la palabra dipsómano. Esa figura me parece que es clave para comprender una obsesión del escritor danés Søren Kierkegaard, aunque él, que yo sepa, nunca trató el tema del alcoholismo, pero es una magnífica figura para comprender lo que es la desesperación. Es decir, el que tiene sed no la puede saciar con nada porque la sed lo lleva a tomar, y el tomar le da más sed y entonces toma más, y eso desencadena una búsqueda que es infinita y que como tal, en ese caso, está destinada al fracaso; ese hombre nunca va a saciar su sed.

Y después el personaje de la señora obsesionada con la limpieza, que está esperando que llegue el día en que todo brille, que en realidad nació de su propia [la de Liliana] necesidad de organizar la biblioteca y de encontrar un orden, y de darse cuenta de que ningún orden es bueno, de que ningún orden es convincente. Entonces la señora que está obsesionada por la limpieza se da cuenta de que si ella limpia la pileta entonces se le ensucia el trapo y si limpia el trapo se le ensucia otra cosa y si limpia esa otra cosa se le ensucia otra cosa y eso de vuelta nos arrastra a una deriva infinita.

“Cuando todo brille” es el título [de un cuento de Liliana Heker] que parece señalarnos una imposibilidad. Yo no leí el cuento, no sé bien cómo termina, pero se me hace que nunca va a brillar todo y que posiblemente esa obsesión por la limpieza la va a llevar a ensuciar cada vez más todo.

Me parece que estas son figuras que son muy afines al planteo de Kierkegaard, referidas al tema de la desesperación, porque justamente la desesperación no es una patología, sino que es una situación de la existencia humana, y consiste en que el hombre está tironeado entre lo infinito y lo finito. El hombre es finito, el hombre es un ser limitado, encuentra sus posibilidades limitadas, pero tiene sed de infinito. Y, en algún momento, descubre esa necesidad de infinito; la descubre en él. Lo que pasa es que en Kierkegaard no podemos llamar “repetición” a esa deriva infinita que va de limpiar una cosa para que se ensucie la otra, hasta que uno se da cuenta de que en realidad por ese lado no hay salida: eso no es la repetición. Porque lo que es la repetición para Kierkegaard, lo que él llama repetición, que es lo que quiero tratar de, al menos, esbozar en poco tiempo, es la salida a eso. Es beber algo que sacie realmente mi sed, o es salir de ese círculo que lleva de una cosa a la otra. Lo que él llama la repetición es la salida.

Pero entonces tenemos que hacer algunas aclaraciones.

Para empezar, Kierkegaard es un autor bastante complejo, no sólo por la complejidad que tiene siempre todo pensador que se ocupa de temas, digamos, filosóficos. Kierkegaard es complejo por un propósito personal de no decir las cosas directamente; es un pensador jugado por la comunicación indirecta. Y esto no por un retorcimiento psicológico para complicarle la vida al lector, sino porque él está convencido de que lo que él tiene que decir no se puede decir directamente, o sea que si alguien quisiera decir directamente la salida de esa sed insaciable, desbarataría completamente el asunto, y lo que diría sería otra cosa, como ofrecerle a la señora obsesionada con la limpieza un detergente que sí va a hacer que todo brille. Lo que quiere hacer notar Kierkegaard es que ningún detergente puede hacernos salir de eso.

Entonces a Liliana, gracias por esa serie de ejemplos.

Como les decía, él está comprometido con realizar una comunicación indirecta y no directa frente a una tradición filosófica racionalista fundamentalmente occidental en que parece que todos pueden decir todo, que pueden decir la verdad, que la pueden decir directamente. Kierkegaard escribe en un momento de gran auge del hegelianismo, o sea de la filosofía de Hegel, con esta pretensión sistemática de decirlo todo, un sistema que abarca todo, que explica todo, que piensa todo, todo lo real es racional, todo lo racional es real. Kierkegaard es un enemigo declarado de esa posición, porque justamente su misión radica en hacer ver la imposibilidad de eso, y además que no se puede decir nunca directamente.

En Kierkegaard está el problema del decir, y de la imposibilidad de decirlo todo. Entonces el gran problema de todo lector de Kierkegaard es cómo leer a Kierkegaard dado que dispuso su obra como un sistema de espejos, es decir, uno no abre el libro y encuentra directamente la figura que presenta la solución, sino que un libro es un espejo que lleva a otro libro, que lleva a otro, y no hay un libro donde esté dicho todo.

La repetición es uno de esos libros. Lo que muchas veces se desconoce cuando se lee a Kierkegaard, y esto está motivado por la edición descuidada que se hizo en el idioma castellano de sus obras, es que escribía muchos de sus libros bajo seudónimos. El libro La repetición está firmado por Constantin Constantius. Hoy nosotros sabemos que es Kierkegaard, pero en Copenhague cuando se editó el libro en 1843, para los vecinos de Kierkegaard, no era Kierkegaard el que había escrito el libro, sino Constantin Constantius. El mismo día en que Kierkegaard edita La repetición bajo el seudónimo de Constantin Constantius, edita también Temor y temblor, bajo el seudónimo de Johannes de Silentio. Si además ustedes vinculan los libros, los temas, con los nombres de los seudónimos, La repetición: Constantin Constantius; Temor y temblor: Johannes de Silentio, es decir, esa imposibilidad de decirlo todo... el mismo día. O sea que hay una estrategia minuciosa de lo que es su misión como escritor, que él devela varios años después cuando todo el mundo había leído esos libros sin saber que todos provenían de una misma mano, y cuando lo devela, aclara que en realidad provienen de una misma mano, pero esa mano siente que le ha sido dictada por distintas voces. O sea que hay uno que es Constantin Constantius, otro que es Johannes de Silentio, otro que es Anticlimacus, Vigilius Haufniensis se llama el autor de El concepto de la angustia que sería una forma latina de decir “el vigía de Copenhague”.

Además estos libros llevaban subtítulos, que son tan irónicos como toda la estrategia de los seudónimos y de la comunicación indirecta.

Por ejemplo, La repetición tiene como subtítulo “un ensayo de psicología experimental”. Pronto uno va a descubrir, cuando se pone a leerlo, que no tiene nada que ver con la psicología experimental, por lo menos con lo que nosotros entendemos por psicología experimental. Y el subtítulo de El concepto de angustia dice “Una mera aproximación psicológica al problema del pecado original”.

Como muchas de estas ediciones nunca aclaran esta estrategia de la comunicación indirecta, mucha gente llega a estos libros de Kierkegaard, los lee, y dice: bueno, acá Kierkegaard dice tal cosa. Por ejemplo, en Temor y temblor dice: yo soy incapaz de hacer el movimiento que me permita llegar a la fe. Entonces se dice que Kierkegaard dice que es incapaz de alcanzar el movimiento que le permita llegar a la fe.

Hace poco, cuando preparaba esta exposición, estaba revisando algunas cosas por internet. Es difícil porque en internet las atribuciones son siempre bastante inciertas, o sea que no sé bien quién lo dijo, pero no importa, lo dijo x, refiriéndose a La repetición, libro firmado por Constantin Constantius: es el narrador en primera persona del libro quien entabla relación con un joven que está enamorado de una chica. Lo que cuenta el libro es la relación de confidente entre el señor Constantin Constantius, un hombre adulto entre cuarenta y cincuenta años, y el joven, que tendrá unos veinte años, que está enamorado de su chica. Entonces encontré un comentario de este libro que decía textualmente: “Kierkegaard recomienda al joven ser irónico en su relación con la joven con el fin de poder separarse de ella”. Uno va y abre el libro y el escritor, el narrador de la novela en primera persona, aconseja al joven que sea irónico con el fin de poder separarse de ella. Lo que pasa es que no es Kierkegaard, es Constantin Constantius.

Imagínense que cuando se trata de armar con todos estos libros un sistema homogéneo lo que se arma es una compota, como decía Liliana. Porque evidentemente no se entiende el sutil y preciso juego de relaciones indirectas que hace Kierkegaard, porque él está tratando de decir algo que está convencido de que no se puede decir directamente.

El tema del libro La repetición es justamente si es posible lograr la repetición y esto se debe a que los dos personajes, tanto el narrador como el joven, están atrapados por un problema que se vincula con la repetición.

El joven está en el momento, en el pináculo del amor. Es un amor correspondido, no se trata de un amor no correspondido que podría dar lugar a otra historia, donde el joven estaría muy desdichado porque la chica no le da bolilla, pero en este caso la chica le da bolilla y están en el mejor momento del amor. Pero en ese momento, se desencadena en él una melancolía extraña porque él siente que, aun teniéndola, la perdió, ya la perdió. ¿Por qué? Porque empieza a proyectarse las posibilidades futuras de esa relación y entonces tiene miedo de que cada vez que se acerca a ella, cada acercamiento sea una pérdida, un desgaste. Y empieza a sufrir la finitud de la relación amorosa, el terror a perder lo que se tiene.

Lo curioso es que el joven vive el amor presente que siente, y además que tiene la felicidad de tener, como si fuera un recuerdo, como si lo estuviera recordando, como si él a la vez estuviera en una posición en la cual el amor ya se perdió, y lo único que hace cuando está con ella y cuando disfruta de ella, es recordarlo. Eso le provoca una melancolía inmensa. El joven empieza a zozobrar porque, por ejemplo, tiene que ir a encontrarla y se da cuenta de que a lo mejor si golpea la puerta de su casa, esa va a ser la ocasión para que el amor empiece a desbarrancarse, para que empiece la decadencia del amor, por cualquier cosa que diga o haga. Entonces cuando está en la puerta, en vez de golpear, se va por temor a que se empiece a perder.

A mí me parece que tiene que ver con este tema de la sed insaciable, porque aun teniendo a la chica, la puede perder. Esta dualidad es la desesperación.

El confidente es alguien que tiene una posición en la vida bastante más distanciada, como si observara todo desde afuera, como una imposibilidad de comprometerse. Es un amante del teatro, o sea que la posición de espectador de teatro para él le viene muy bien porque siempre le gusta mirar las cosas desde afuera, y le encanta que el joven le cuente todas estas cosas, porque como observador le encanta escuchar el drama de otros, la desesperación de otro. Por su afinidad al teatro una vez, hace unos años, viajó a Berlín y presenció una obra que le encantó, que le pareció maravillosa, y esa temporada no la puede olvidar; incluso se acuerda del hotel, de la habitación donde estuvo, del palco desde donde presenció la obra, de cómo estuvieron los actores, un momento maravilloso.

Años después, quiere repetir esa experiencia, y vuelve a la misma habitación, al mismo hotel, al mismo teatro, la misma obra, con el mismo elenco; y no vuelve a pasar lo mismo. Esto para él es una enorme pérdida.

Entonces la pregunta de este libro es cómo es posible la repetición.

Lo que yo tengo que aclarar es que la palabra danesa con la que Kierkegaard se refiere a esta anhelada repetición es una palabra que está escrita ahí en el pizarrón, que es Gjientagelse. Esta palabra, que se traduce como repetición, también se presta a malos entendidos, porque en realidad la etimología dice, más bien, re-tomar, es la re-toma. Se vincula con cierto término del lenguaje jurídico: la reintegratio, la reintegración, el recobrar, es decir, un bien que se ha lesionado, que se ha perdido, cómo se hace para recobrarlo, para recuperarlo. En francés, creo que se traduce como la reprise.

Los daneses, además, tienen la palabra repetition, o sea, que si él usó la otra es porque le pareció que no se trataba de una mera repetición del hábito, que se repite día a día igual, o mucho peor todavía, que se va gastando día a día a medida que se repite. No se trata de esa repetición, sino que se trata de la recuperación. Es decir, se trata de recuperar el amor como la primera vez, que cada vez sea la primera. Es todo lo contrario de la repetición monótona de la rutina del matrimonio, en la cual el hombre, a la que fue su amada hace años atrás, la empieza a ver como parte de un paisaje familiar y está aburrido de ella. No tiene nada que ver con eso. Es la recuperación el tema del libro. Entonces el asunto es cómo recuperar lo que se pierde. Lo que sugiere indirectamente —y acá ustedes van a tener que, por un lado, confiar un poco en lo que yo les digo y, por otro, lado tratar de leer el libro— porque justamente como él plantea la estrategia de la comunicación indirecta y cada lector tiene que hacer su interpretación, es imposible que yo en dos minutos les dé la clave de lo que quiere decir Kierkegaard.

Ahora, lo que plantea el libro es que hay una condición previa para alcanzar la repetición. Incluso esto me parece que es muy característico del pensamiento kierkegaardiano, que al asunto principal casi nunca lo trata de manera expresa, pero lo rodea, lo circunscribe, y sobre todo le dedica mucho tiempo a la condición previa.

La condición previa para lograr esa recuperación, ese recobrar, esa reintegratio, es la de admitir que todo está perdido. Si uno no llega a esa posición, no puede ni imaginar cómo es posible recobrarlo; pero primero hay que asumir que todo está perdido.

Esto se vincula con el otro libro que Kierkegaard escribió y que editó el mismo día que La repetición, que es Temor y temblor. No sé si ustedes sabrán que en ese libro trata acerca de un hombre obsesionado por una historia del Antiguo Testamento.

Temor y temblor no es un libro que habla sobre el Antiguo Testamento, sino que habla sobre un hombre que está obsesionado por el Antiguo Testamento: de vuelta la comunicación indirecta. Y este hombre está cautivado, fascinado, por la figura de Abraham, por la historia de Abraham e Isaac. El momento en que Abraham escucha la voz que le dice una mañana: toma a tu hijo, tu único hijo, tu primogénito, móntense en el burro, vayan al Monte Moria, a la cima del Monte Moria, y allí vas a sacrificar a tu hijo Isaac. El que le pide eso es Dios. Es una historia muy conocida del Génesis. Lo que dice Kierkegaard es que, de tan conocida, ya nadie es capaz de oírla, de comprender lo que dice esa historia, el tremendo significado, porque esa historia solamente se puede oír con temor y con temblor. Y si alguien se refiere a esta historia de una manera liviana y ligera, por ejemplo en el sermón del domingo, entonces es todo una comedia que nos está llevando para otro lado que no tiene nada que ver con el sentido profundo de esa historia.

Johannes de Silentio, el autor de Temor y temblor dice que fundamentalmente nosotros no podemos saltearnos los tres días y las tres noches que hacen Abraham con su hijo Isaac, con el burro, con el puñal preparado, tres días y tres noches en los que Abraham tiene que mantener la calma, mantener el amor que siente por su hijo, y no trasmitirle ningún tipo de terror, porque si Isaac capta el terror entonces puede quedar para toda la vida aterrorizado.

¿Cómo hace ese hombre para caminar tan bien dispuesto, tan alegre, durante tres días y tres noches, hasta llegar al monte, y cuando está ahí en el monte, empuñar el cuchillo?

Porque lo que es cierto según el relato, es que Abraham está dispuesto a empuñar el cuchillo. Entonces acá la cosa es todavía más difícil que en el caso de La repetición, por el hecho de que en La repetición el joven tiene miedo de que el tiempo le quite a su amada, pero acá es el propio Abraham quien tiene que ejecutar a su hijo, es él el quien tiene que empuñar el cuchillo para matarlo, de acuerdo con el mandato de la voz divina.

Entonces Johannes de Silentio dice: lo que a mí me asombra, lo que me resulta admirable y a la vez incomprensible, es que Abraham no dudó, que hizo todo ese camino con alegría, que él es el propio ejecutor de su pérdida. Así como el joven tiene que comprender, antes que nada, que todo está perdido, que ese amor que él quiere mantener artificialmente está perdido, en el caso de Abraham todo está perdido y además él es el brazo que tiene que ejecutar esa pérdida.

Y Johannes de Silentio, el autor de Temor y temblor, dice que admira a Abraham pero no lo entiende, no lo puede entender; es incapaz de realizar el movimiento porque él lo puede acompañar a Abraham hasta el momento en que Abraham piense: todo está perdido. Lo que no puede comprender es cómo Abraham va con alegría y cómo es capaz de empuñar el cuchillo.

La clave, y la clave está en los dos libros que aparecen el mismo día, es que en los dos casos se trata de una prueba; y la prueba consiste en ver si Abraham es capaz de devenir el padre de Isaac. Para eso, él tiene que hacer un primer movimiento en el cual comprende que Isaac, el hijo que él tanto ama, su primogénito, está perdido, es decir, está destinado a la muerte como todos, como todo lo referido a nuestra existencia que nos conduce hacia ese lugar de la muerte, de la pérdida de todo. Pero, a su vez, que Abraham sea capaz de recuperar en un movimiento a su hijo y devenir el padre de Isaac ahora en un sentido transfigurado; es decir, si él no es capaz de empuñar el cuchillo, admitiendo que todo está perdido, lo pierde. Porque Isaac está perdido de todas maneras, y la única manera de volverse padre de Isaac es empuñando el cuchillo. Esto es una paradoja, porque además, desde el punto de vista del derecho, desde el punto de vista ético, lo que tiene que hacer Abraham es atroz, es un asesinato. Lo que tiene que hacer Abraham no puede ser comprendido por nadie, él no le puede explicar a nadie, ni a su esposa, ni menos a su hijo, lo que tiene que hacer. La sociedad no lo va a perdonar nunca. Pero él está guiado por otra cosa. El está vinculado con esa voz que escuchó, una voz que lo llamó por su propio nombre, y en el reconocimiento de esa voz, en el reconocimiento de su misión, y en la decisión de cumplir con ese mandato, está la posibilidad de que él recupere lo que de otra manera está perdido.

Entonces la recuperación en la historia del Génesis consiste en que Dios está sometiendo a Abraham a una prueba y cuando ve Dios que Abraham es capaz de cumplir con esa prueba, vale decir, cuando empuña el cuchillo, no antes, es cuando manda al mensajero, para que haga detener la matanza; y entonces dice: toma a un cordero que ande por ahí y lo ofreces como cordero del sacrificio. Unos instantes antes Isaac le había preguntado a Abraham ¿pero dónde está el cordero para hacer el sacrificio en el monte Moria? Y entonces Abraham contesta: Dios proveerá al cordero para el sacrificio. Y es lo único que puede contestar; según Johannes de Silentio, no puede decir nada más, porque no tiene más para decir, ya que él confía en la voz que le manda a hacer eso, él confía en esa voz, y confía en que es la única manera de recuperarlo, de retenerlo, de recobrar a su hijo.

No le puede decir por ejemplo a Isaac: bueno, vos vas a ser el cordero para el sacrificio; porque en ese momento se le vendría todo abajo, lo perdería a Isaac, aseguraría la pérdida, porque desde ese momento Isaac lo miraría con ojos de terror y diría: mi padre es un asesino, me está llevando a la muerte. Y tampoco le puede decir: estamos haciendo todo esto de mentira, y al final va a aparecer un cordero, tal cual la posición de los que Kierkegaard llama “los cristianos de la cristiandad”, que piensan que todo esto es una especie de comedia de enredos, ya que todo el mundo sabe que al final iba a aparecer Dios y le iba a decir: bueno, no, era una broma. No era una broma, era una prueba. Ahora, ¿cómo se capta que es una prueba? ¿cuándo uno identifica que se trata de una prueba? Acá dice Kierkegaard que no hay ninguna solución, ninguna regla, ninguna pista general que se pueda dar, porque es una cosa que concierne al individuo en su máxima singularidad y en su máxima soledad, es decir que ni la filosofía, ni el sermón del domingo, ni nada, puede decirnos cómo se enfrenta una prueba, cómo se reconoce que se trata de una prueba y cómo se responde a la prueba.

Lo que está claro para Johannes de Silentio, el autor que no comprende realmente cómo pudo hacer Abraham para mantener la calma durante esos tres días, es que si no empuñaba el cuchillo lo perdía definitivamente a Isaac y que en ese acto de ser capaz de sortear la prueba empuñando el cuchillo, es como lo recobró. Y que entonces por ese acto Isaac le es devuelto. Esta devolución, esto es lo que se llama la repetición.



[Esta charla tuvo lugar en el marco de la JORNADA "Alcances y actualidad del concepto de compulsión. Su relación con las adicciones", coordinada por la Dra. Déborah Fleischer, y realizada en la Facultad de Psicología de la Universidad de Buenos Aires, a la que el Prof. Oscar Alberto Cuervo asistió como invitado.]
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