jueves, 5 de septiembre de 2019

Una bromita



Anton Chejov

Un claro mediodía de invierno... El frío es intenso, el hielo cruje, y a Nádeñka, que me tiene agarrado del brazo, la plateada escarcha le cubre los bucles en las sienes y el vello encima del labio superior. Estamos sobre una alta colina. Desde nuestros pies hasta el llano se extiende una pendiente, en la cual el sol se mira como en un espejo. A nuestro lado está un pequeño trineo, revestido con un llamativo paño rojo.
—Deslicémonos hasta abajo, Nadezhda Petrovna —le suplico—. ¡Siquiera una sola vez! Le aseguro que llegaremos sanos y salvos.
Pero Nádeñka tiene miedo. El espacio desde sus pequeñas galochas hasta el pie de la helada colina le parece un inmenso abismo, profundo y aterrador. Ya sólo al proponerle yo que se siente en el trineo o por mirar hacia abajo se le corta el aliento y está a punto de desmayarse; ¡qué no sucederá entonces cuando ella se arriesgue a lanzarse al abismo! Se morirá, perderá la razón.
—¡Le ruego! —le digo—. ¡No hay que tener miedo! ¡Comprenda, de una vez, que es una falta de valor, una simple cobardía!
Nádeñka cede al fin, y advierto por su cara que lo hace arriesgando su vida. La acomodo en el trineo, pálida y temblorosa; la rodeo con un brazo y nos precipitamos al abismo. El trineo vuela como una bala. El aire hendido nos golpea en la cara, brama, silba en los oídos, nos sacude y pellizca furibundo, quiere arrancar nuestras cabezas. La presión del viento torna difícil la respiración. Parece que el mismo diablo nos estrecha entre sus garras y, afilando, nos arrastra al infierno. Los objetos que nos rodean se funden en una solo franja large que corre vertiginosamente... Un instante más y llegará nuestro fin.
—¡La amo, Nadia!—digo a media voz.
El trineo comienza a correr más despacio, el bramido del viento y el chirriar de los patines ya no son tan terribles, la respiración no se corta más y, por fin, estamos abajo. Nádeñka llegó más muerta que viva. Está pálida y apenas respira... La ayudo a levantarse.
—iPor nada del mundo haría otro viaje! —dice mirándome con ojos muy abiertos y llenos de horror—. ¡Por nada del mundo! ¡Casi me muero!
Al cabo de un rato vuelve en sí y me dirige miradas inquisitivas ¿fui yo quien dijo aquellas tres palabras o simplemente le pareció oírlas en el silbido del remolino? Yo fumo a su lado y examino mi guante con atención.
Me toma del brazo y comenzamos un largo paseo cerca de la colina. El misterio por lo visto no la deja en paz. ¿Fueron dichas aquellas palabras o no? ¿Sí o no? Es una cuestión de amor propio, de honor, de vida, de dicha; una cuestión muy importante, la más importante en el mundo. Nadeñka vuelve a dirigirme su mirada impaciente, triste, penetrante, y contesta fuera de propósito, esperando que yo diga algo. ¡Oh, qué juego de matices hay en este rostro simpático! Veo que está luchando consigo misma, que tiene necesidad de decir algo, de preguntar, pero no encuentra las palabras, se siente cohibida, atemorizada, confundida par la alegria...
—¿Sabes una cosa? -—dice sin mirarme.
—¿Qué?—!e pregunto.
—Hagamos... otro viajecito.
Subimos por la escalera. Vuelvo a acomodar a la temblorosa y pálida Nádeñka en el trineo
y de nuevo nos lanzamos en el terrible abismo; de nuevo brama el viento y zumban los patines; y de nuevo, al alcanzar el trineo su impulso más fuerte y ruidoso, digo a media voz:
—¡La amo, Nadia!
Cuando el trineo se detiene, Nádeñka contempla la colina por la que acabamos de descender; luego clava su mirada en mi cara, escucha mi voz, indiferente y desapasionada, y toda su pequeña figura, junto con su manguito y su capucha, expresa un extremo desconcierto. Y su cara refleja una serie de preguntas: “¿Cómo es eso? ¿Quién ha pronunciado aquellas palabras? ¿Ha sido él o me ha parecido oírlas y nada más?"
La incertidumbre la tornaba inquieta, la pone nerviosa. La pobre muchacha no contesta mis preguntas, frunce el ceño, está a punto de llorar.
¿Será hora de irnos a casa? —le pregunto.
—A mi... a mi me gustan estos viajes en trineo —dice, ruborizándose—. ¿Haremos uno más?
Le "gustan" estos viajes, pero al sentarse en el trineo, palidece igual que antes, tiembla y contiene el aliento.
Descendemos par tercera vez, y noto cómo está observando mi cara y mis labios. Pero yo me cubro la boca con un pañuelo, y toso y al llegar a la mitad de la colina alcanzo a musitar:
—¡La amo, Nadia!
Y el misterio sigue siendo misterio. Nádeñka guarda silencio, piensa en algo... Nos retiramos
de la pista y ella trata de aminorar la marcha, esperando siempre que yo diga aquellas palabras. Veo cómo sufre su corazón y cómo ella se esfuerza para no decir en voz alta: "¡No puede ser que las haya dicho el viento! ¡Y no quiero que haya sido el viento!"
A la mañana siguiente recibo una esquela: "Si usted va hay a la pista de patinaje, venga a buscarme. N." Y a partir de ese dia voy con Nádeñka'a la pista todos los dias y, al precipitarnos hacia abajo en el trineo, coda vez pronuncio a media voz siempre las mismos palabras:
—¡La amo, Nadia!
En poco tiempo, Nádeñka se habitúa a esta frase, como uno se habítúa al vino o a la morfina. Ya no puede vivir sin ella. Es verdad que siempre le da miedo deslizarse par la colina helada,
pero ahora el miedo y el peligro otorgan un encanto especial a las palabras de amor, palabras que constituyen un misterio y oprimen ducemente el corazón. Los sospechosos son siempre dos: el viento y yo... Ella no sabe quién de los dos le declara su amor, pero ello, por lo visto, ya la tiene sin cuidado; poco importa el recipiente del cual uno bebe, lo esencial es sentirse embriagado.
Una vez, al mediodia, fui solo a la pista: mezclado con la multitud, vi a Nádeñka acercarse a la
colina y buscarme con los ojos... Timidamente sube a la escalera... Le da mucho miedo viajar sola, ¡oh, qué miedo! Está blanca como la nieve y tiembla como si se dirigiera a su propia ejecución. Pero va decidida, sin mirar para atrás.
Por lo visto, ha decidido probar, al fin: ¿Se oyen aquellas sorprendentes y dulces palabras cuando yo no estoy? La veo colocarse en el trineo, pálida, con la boca abierta por el miedo, cerrar los ojos y emprender la marcha, después de despedirse para siempre de la tierra. "Zsh-zsh-zsh-zsh"... Zumban lo s patines. Si Nádeñka está oyendo aquellas palabras o no, no lo sé... La veo levantarse del trineo exhausta, débil. Y se ve por su cara que ella misma no sabe si ha oido algo o no. Mientras estuvo deslizándose hacia abajo, el miedo le quitó la capacidad de escuchar, de distinguir sonidos, de entender...
Y he aqui que llega el primaveral mes de marzo... El sol se torna más cariñoso. Nuestra montaña de hielo se oscurece, pierde su brillo y por fin se derrite. Nuestros viajes en trineo se interrumpen. La pobre Nádeñta ya no tiene dónde escuchar aquellas palabras y además no hay quien las pronuncie, puesto que el viento se ha aquietado y yo estoy por irme a Petersburgo, par mucho tiempo, quizá para siempre.
Unos dias antes de mi partida al anochecer, estoy sentado en ei jardín. Este jardin está separado de la casa de Nádeñka por una alta palizada con clavos... Aún hace bastante frio, en los rincones del patio exterior hay nieve todavía, los árboles parecen muertos; pero ya huele a primavera y los grajos, acomodándose para dormir desatan su último vocerío de la jornada. Me acerco a la empalizada y durante largo rato miro por una hendidura. Veo a Nádeñka salir al patio y alzar su triste acongojada mirada al cielo... El viento de primavera sopla directamente en su pálido y sombrio rostro... Le hace recordar aquel otro viento que bramaba en la colina dejando oír aquellas tres palabras, y su cara se pone triste, muy triste, y una lágrima se desliza par su mejilla. La pobre muchacha extiende ambos brazos como suplicando al viento le traiga una vez más aquellas palabras. Y yo, al llegar una ráfaga de viento, digo a media voz:
—¡La amo, Nadia!
¡Por Dios, hay que ver lo que sucede con Nádeñka! Deja escapar un grito y con amplia sonrisa
tiende sus brazos hacia el viento, alegre, feliz, tan bella.
Y yo me voy a hacer las maletas...
Esto sucedió hace tiempo. Ahora Nádeñka está casada con el secretario de una institución tutelar y tiene ya tres hijos. Pero nuestros viajes en trineo y las palabras "La amo, Nadia", que le llevaba el viento, no están olvidadas, para ella son el recuerdo más feliz más conmovedor y más bello de su vida...
Mientras que yo, ahora que tengo más edad, ya no comprendo para qué decía aquellas palabras. Para qué hacía aquella broma...

 

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"El caballero de la dama del perrito" por Andrés Ibáñez


Espasa Calpe, Madrid
Selección y prólogo de Soledad Puértolas Trad. de V. Andresco, J. Héctor de Zaballa, G. Portnoff, N. Tasin y S. Ximénez
1.018 págs. 4.250 ptas.
Pre-Textos, Valencia
Selección y prólogo de José Muñoz Millanes Trad. de Víctor Gallego Ballestero
298 págs. 3.300 ptas.
Lumen, Barcelona
Selección y prólogo de Richard Ford Trad. de Luis Abollado, José Laín Entralgo, Ricardo San Vicente y Augusto Vidal
460 págs. 3.500 ptas.
 
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Para Chéjov, la vida humana se compone de dos partes: primero, ilusiones; luego, fracaso. El eje que separa ambas partes, que son consecutivas e inevitables, se sitúa en los treinta y tantos años, y se centra en un acontecimiento sin especial importancia y que, por lo general, dura apenas un instante. Esto es lo que podríamos llamar «el mito del instante decisivo».
Es un instante lo que decide el curso de nuestra existencia: unas palabras que se oyen al pasar, como en «Volodya»; un beso que una desconocida le da al protagonista, por error, en una habitación oscura («El beso»); una declaración de amor oída en medio del fragor del viento durante un descenso en trineo («La bromita»). El instante decisivo nos alcanza de forma inesperada, nos golpea con fuerza, nos deslumbra, y a partir de entonces ya nada vuelve a ser como antes. Normalmente nos descubre la futilidad y sordidez de la existencia, pero en ocasiones es todo lo contrario, y con el paso del tiempo lo recordaremos como la experiencia cumbre de nuestra vida. En ambos casos, el resultado es el mismo: la certidumbre de que, a partir de ese momento, sólo nos espera la tristeza.
¿Es así verdaderamente la vida? ¿Es cierto que, como se afirma en «Una historia anónima», «todos arruinamos nuestra vida cuando tenemos treinta o treinta y cinco años»? ¿Es cierto que el momento más importante de nuestra vida puede ser una fruslería, una pequeñez, un error incluso? En «La bromita», el protagonista se lanza en trineo con su amiga Nadienka, y en el vértigo del descenso le murmura en el oído: «¡Nadia, la amo!». Luego se comporta como si nada hubiera sucedido y ella lo mira confusa, sin saber si ha oído realmente algo o ha sido sólo su imaginación. Nadia le pide que vuelvan a tirarse en trineo, y él repite la «bromita» una y otra vez. Más tarde, la ve a ella sola tirándose en trineo por la pendiente de nieve, como en busca de esas palabras de amor murmuradas por el viento. (Pero, ¿desde dónde la ve? ¿La espía desde lejos? ¿Es un fantasma, es un espíritu malvado? ¿Es el viento?).
«La bromita», una de las obras maestras de Chéjov, es, a pesar de su simplicidad exterior, un verdadero tour de force técnico. ¿Cuáles son los verdaderos motivos de su protagonista? El cuento está lleno de misterios espaciales y de crueldades morales. Llega la primavera y la nieve se deshace. El protagonista está en el porche de su casa con las maletas preparadas para marcharse, no sabemos adónde, no sabemos a qué. Observando a través de la rendija de la empalizada ve a Nadia en la casa de al lado, y nos aterra descubrir que este gran misterio romántico de la vida de Nadia no es otro que su vecino, y que es posible que él lleve años y años espiándola a través de la valla sin que ella se dé cuenta. Entonces él murmura de nuevo a través de la empalizada: «¡Nadia, la amo!» y ve cómo ella se enciende de ilusión. ¿Quién es, pues, el protagonista? ¿Un amigo de infancia de Nadia? ¿Un vecino ocasional venido de la ciudad? ¿El viento? Más tarde, se nos informa de que Nadia se casó y tuvo hijos y llevó una vida rutinaria, pero que el recuerdo de aquel descenso en trineo en el que el viento parecía murmurar «la amo», «era ahora para ella el recuerdo más feliz, más conmovedor y encantador de su vida...». (Pero él, ¿cómo lo sabe? ¿Quién es el que habla? ¿Un ángel? ¿El diablo?).
¿Es así la vida? ¿Así de triste, así de tenue? ¿Somos de verdad tan poca cosa? Chéjov así parece creerlo. Nuestra vida no es algo grande, magnífico y alado que avanza hacia el horizonte. Nuestra vida es un equívoco, una historia de la que no sabemos nada. Vivimos en la imaginación, y no sabemos cómo somos realmente ni cuáles son nuestros verdaderos motivos. En «El billete de lotería» (no incluido en ninguna de las tres antologías), por ejemplo, un hombre compra un billete de lotería, piensa que podría ganar el premio, se pone a considerar las consecuencias de tener tanto dinero y comienza a descubrir que es infeliz y que aborrece a su mujer. Toda nuestra vida sucede en la imaginación, nos desconocemos absolutamente y no tenemos ni la menor idea de lo que de verdad nos importa. Esa es la razón de que nos veamos abocados a la desilusión y al fracaso. Antes de los treinta, todavía hay alguna esperanza. Después de los cuarenta, todo está perdido.
¿Cuáles son nuestros verdaderos motivos? En «Ania colgada al cuello», una joven se casa con un hombre mayor y con dinero para ayudar a su familia pobre, a pesar de que su padre alcoholizado y sus hermanos se oponen a que arruine su vida de esta manera. En la primera fiesta que da el matrimonio, Ania descubre que es hermosa, que es elegante, que tiene éxito, que sabe flirtear y que su marido nunca va a ser una molestia para ella. Su matrimonio de nada sirve para arreglar la situación de su familia, pero quizá ella eso ya lo sabía desde el principio. ¿Cuáles eran sus verdaderos motivos?
En «La desgracia», Sofía Petrovna, la joven esposa de un notario, rechaza el amor del abogado Ilín y le pide por favor que deje de cortejarla. Sin embargo, como muy bien le hace notar Ilín, ella nunca le ha dado una negativa tajante, jamás se ha negado a charlar con él y, a pesar de sus continuas negativas, se pasa el día buscando su compañía. La acusa de insinceridad, y cuando ella se finge ofendida, él observa: «No la culpo por su falta de sinceridad. Se lo he dicho así porque se me ha ocurrido... Su falta de sinceridad es natural y está en el orden de las cosas. Si las personas se pusieran de acuerdo y se volvieran de pronto sinceras, todo se iría al diablo». A continuación, Ilín la abraza y ella no se lo impide. A Sofía Petrovna le asombra comprobar que ella es una «infame». Se pone a pensar en su marido, se dice a sí misma «¡pobre Andrei!» (pero todo esto es ya teatro, teatro que uno se hace a sí mismo), «procurando imprimir en su rostro una expresión lo más tierna posible al recordar a su marido». ¿Cuáles son sus motivos al caminar con Ilín, al permitirle que le hable de amor? ¿Cuáles son sus motivos cuando intenta poner un gesto de lástima al pensar en su marido? Más tarde, al ver comer a su marido moviendo aparatosamente las mandíbulas, siente que su amor por él se tambalea. Siempre es un detalle insignificante lo que precipita en Chéjov las reacciones más apasionadas y trascendentales. No sabemos si la vida real es así, pero es probable que lo sea, porque los mayores psicólogos de la literatura de todos los tiempos coinciden todos en señalar esta extraña anomalía de nuestra vida psíquica. En Guerra y paz, un hombre ve a una muchacha disfrazada de húsar y al contemplar los bigotes que se ha pintado sobre el labio superior comprende que está enamorado de ella. En La fugitiva, ese monumento al amor loco, los celos y la obsesión, Albertina se despierta un día con unos granitos en la frente y el narrador siente que todo su afecto por ella ha desaparecido. Sofía Petrovna, en «La desgracia», decide, finalmente, que no se marchará con Ilín: «Le conmovía tanto su virtud y su decisión que hasta se contempló varias veces en el espejo». ¿Cuáles son sus verdaderos motivos? ¿Qué es lo que de verdad desea? ¿Ante quién está actuando?
El tema, como todos en Chéjov, alcanza múltiples gradaciones y transformaciones. En «El monje negro», por ejemplo, Kovrin se ve asaltado por la visión de un fantástico monje medieval cuya conversación le llena de esperanzas y de inspiración. Kovrin le pregunta a la visión si existe realmente, y el monje explica: «Existo en tu imaginación, y tu imaginación es parte de la Naturaleza, luego yo también existo en la Naturaleza». La verdadera tragedia de Kovrin se precipita cuando los médicos comienzan a darle fármacos para que deje de ver criaturas que no existen. Este es, quizás, el único de todos los personajes de Chéjov al que no se le permite vivir en la imaginación. El resultado también es el fracaso: obligado a la cordura y a prescindir de sus maravillosas y esperanzadoras fantasías, el carácter de Kovrin se agría y su amor por su mujer desaparece.
Historia, tema, técnica. El «mito del instante decisivo» le proporciona a Chéjov muchos de sus nudos argumentales. La pregunta «¿cuáles son nuestros verdaderos motivos?» constituye el «tema» de muchas de sus obras. Deberíamos suponer que Chéjov, además de disponer de un mito argumental y de un tema principal, cuenta también con una técnica artesanal para realizar sus relatos. En efecto, la tiene. Es la que podríamos llamar «técnica de la imagen narrativa».
Ciertamente no es Chéjov el primero ni el último escritor que ha usado las imágenes con un propósito narrativo, pero lo cierto es que, sobre todo en algunos de sus cuentos más breves, Chéjov alcanzó en este difícil arte unas cotas de virtuosismo raramente igualadas. Creo, además, que este aspecto de su arte es uno de los menos reconocidos por esos dudosos exégetas suyos que exaltan la «monotonía» y el «recrearse en los detalles grises de la existencia» de sus relatos, como supuestas virtudes de no sé qué incomprensible profundidad minimalista.
La técnica de la imagen narrativa consiste en colocar ante los ojos de nuestra imaginación una imagen o una serie de imágenes que cuenten la historia por sí solas. Dado que Chéjov no es un escritor «imagista» al uso, ni suele demorarse en las descripciones ni parece tener (al menos en apariencia) una rica y colorida paleta, este aspecto crucial de su arte es, como decimos, el que más fácilmente puede pasar inadvertido. Pensemos, de nuevo, en «La bromita». Si lo leemos sin prisa, nos daremos cuenta de que en realidad ese cuento no es uno, sino dos: primero, el que nos cuentan las frases una tras otra; segundo, la sucesión de imágenes que su lectura va iluminando en la pantalla interior de nuestra imaginación. La primera imagen es la de dos jóvenes en lo alto de una ladera de nieve, él dispuesto a lanzarse por la ladera, ella muerta de miedo. No voy a insultar la inteligencia del lector intentando «traducir» el significado simbólico de esta cuesta de blancura deslumbrante, llena de incitaciones y peligros, ante la que se asoman los dos jóvenes e inexpertos protagonistas al principio de su vida-relato. La siguiente imagen es la de una muchacha que se lanza sola en un trineo mientras un hombre la espía a distancia. La tercera imagen, la de un hombre en la puerta de su casa con unas maletas, listo para partir. En este caso, la imagen es todopoderosa, porque no sabemos quién es este hombre, de dónde viene, adónde va, qué hay en esas maletas. La cuarta imagen, la de un muchacho y una muchacha separados por una valla de troncos, y el muchacho susurrando palabras de amor a través de los tablones de la valla. Estas imágenes componen una especie de historia paralela, que coincide en ocasiones con la historia que «leemos», pero posee su propia riqueza de connotaciones simbólicas e insinúa paisajes psicológicos y míticos mucho más amplios y complejos que los que parece sugerir la sencilla trama verbal del cuento.
«El amor de un contrabajo» es otro ejemplo supremo del arte de la imagen narrativa. En este cuento, Chéjov se limita a ofrecernos algo así como una serie de fotografías vívidas y sorprendentes dirigidas al ojo de la imaginación, de manera que seamos nosotros, gracias a nuestra creatividad cinematográfico-imaginal, los que vayamos construyendo la historia en nuestra sala de proyección interior. La primera imagen es la de un músico, llamado Schmekoff, que camina a lo largo de un río con un contrabajo a la espalda. Es un día de calor, y el músico decide desnudarse y darse un baño. Descendiendo río abajo, llegamos a la siguiente imagen: una muchacha se ha quedado dormida mientras pescaba a la orilla del río. Schmekoff decide dejarle un recuerdo a esta bella muchacha que le ha hecho sentir de nuevo fe en la vida y en el amor, coge un gran ramo de flores y hierbas silvestres y lo engancha en el sedal. Tercera imagen: un gran pez de flores que hunde el corcho en el agua. Schmekoff regresa al lugar donde dejó la ropa y comprueba que le han robado todo menos el sombrero de copa y el contrabajo. Cuarta imagen: un sombrero de copa y un contrabajo en la orilla de un río. Quinta imagen: un músico desnudo con un sombrero de copa y un contrabajo a la espalda escondido debajo de un puente (el propósito de Schmekoff es esperar a que llegue la noche). Mientras tanto, la muchacha despierta, ve el corcho hundido, tira del sedal pero no puede sacar el pesado ramo de flores del fondo, piensa que el anzuelo se ha enredado y, ni corta ni perezosa, se desnuda y se mete en el agua. Sexta imagen: «y sumergió su maravilloso cuerpo en la corriente, hasta los mismos hombros marmóreos», una muchacha desnuda metida en el agua hasta los hombros. Séptima imagen: una lata de gusanos abandonada en la orilla. Los mismos ladrones que robaron a Schmekoff su ropa han robado también la ropa de la muchacha. Asustada, la muchacha decide refugiarse bajo un puente cercano, pero al llegar allí ve a «un hombre desnudo, con una melena musical y un pecho peludo», octava imagen. El amable músico le propone a la muchacha que se meta dentro de la funda del contrabajo para no tener que estar viendo a un hombre desnudo. Novena imagen (ésta es más complicada, casi una performance): un hombre saca un contrabajo de su funda, y una muchacha desnuda se mete en el interior. ¿Hace falta seguir...?
Aunque son numerosos los cuentos de Chéjov que consisten, sobre todo, en una sucesión de imágenes («La boticaria», «Medidas preventivas», «Historia de una anguila»), la técnica de la «imagen narrativa» raramente alcanza la complejidad y el virtuosismo de «El amor de un contrabajo». En algunos casos, Chéjov utiliza una sola imagen para hacer que un cuento se convierta para siempre en un recuerdo imborrable de nuestra memoria: es el caso, por ejemplo, de «La tristeza», la historia de un viejo cochero que se pasa todo un día intentando buscar a un interlocutor sin lograr encontrar a nadie que lo escuche, y que termina con la imagen, desoladora, del anciano hablándole a su caballo sobre la muerte de su hijo.
Con «Gusev» y «El estudiante», dos de los relatos más extraños y geniales de su autor, el arte de la imagen narrativa chejoviana llega a su cenit. En «Gusev», dos marinos que han estado durante años sirviendo en el ejército en lugares tórridos del sur de Asia, vuelven a casa en un barco. Los dos están enfermos: uno de ellos es un simple soldado raso, y el otro un hombre instruido que se ríe de las supersticiones del primero. Pero ninguno de los dos regresará al anhelado frío de Rusia: primero uno, luego el otro, mueren de sus enfermedades respectivas, y cuando cae el último cadáver al agua, deslizándose por una plancha colocada en el costado del barco, Chéjov nos regala uno de sus momentos más sobrecogedores. El bulto cae a las olas, se hunde rápidamente. Lo seguimos en su camino descendente: unos diez metros más abajo, comienza a sumergirse con más lentitud. Aparece una bandada de peces piloto que lo rodean con curiosidad, y que se apartan, todos al mismo tiempo, cuando aparece un tiburón. El bulto golpea al tiburón en la espalda, que se vuelve y rasga el sudario con los dientes. Una de las pesas de hierro sale y comienza a descender a toda velocidad. Por encima de las aguas, unas pocas frases finales nos informan de los reflejos de la luz sobre las aguas y de la belleza de las nubes coloreadas por el sol del atardecer.
En «Gusev», la sucesión de imágenes finales propone un contrapunto extraño y terrorífico a la larga secuencia de diálogos que compone la parte principal del cuento, y trazan una especie de coda o relato paralelo que no tiene sentido, ni explicación, ni moral ni mensaje alguno, y que pretende expresar una de las extrañezas más fabulosas a las que nos enfrentamos los seres humanos: que el mundo existe de forma ajena a nosotros.
¿Qué decir de «El estudiante»? Un análisis pormenorizado de este cuento podría llevarnos muchas páginas. Como suele suceder en Chéjov, pero aquí más que nunca, se superponen un arte verbal cómodo y con pocos vericuetos con un arte imaginal opulento, desmesurado y barroco. La historia comienza en mitad del aire: una chocha es alcanzada en pleno vuelo por la bala de un cazador. Un joven estudiante de teología camina por el paisaje helado la mañana del Viernes Santo. Dos viudas, madre e hija, hacen un fuego en mitad del campo para calentarse. El joven se detiene a hablar con ellas y cuenta con detalle y emoción la historia de la negación de Pedro. La viuda más joven se echa a llorar, quizá porque de algún modo que jamás acabaremos de comprender se siente identificada con la historia de Pedro (que es, al fin y al cabo, la historia de un hombre que se traiciona a sí mismo). El joven estudiante comprende que ese viento helado que corre por los campos es el mismo que sentían los hombres en tiempos de Cristo, del mismo modo que las lágrimas que derrama la joven viuda son las mismas lágrimas de rabia y desilusión que derramó Pedro (y la muerte del pájaro es la misma muerte anónima, invisible y sin sentido que nos aguarda a todos), y se siente lleno de felicidad y esperanza. En «El estudiante», las imágenes, la chocha que muere en el aire, las dos viudas quemando ramas en medio del campo, la historia de la negación de Pedro, ya no son una ilustración de la historia, ni una versión ampliada o paralela de la misma, ni tampoco un añadido más o menos fantástico a su trama, sino la historia en sí.
Antón Chéjov (1860-1904) comenzó a escribir relatos para mantener a su familia cuando era muy joven, y en seguida se especializó en ese estilo de viñeta cómica que sigue siendo, para muchos lectores, la faceta más característica de su arte. Con el tiempo, el ritmo de su producción disminuyó, y sus relatos se hicieron más largos y también más melancólicos. La extensión es, de hecho, una forma bastante útil de agrupar los relatos de Chéjov: tenemos relatos breves («El gordo y el flaco», «El estudiante»), relatos medios («La dama del perrito», «La cigarra») y relatos largos («El pabellón número seis», «Relato de un desconocido»).
La opinión crítica más generalmente aceptada es que los relatos más tardíos, más largos y más melancólicos, son los más valiosos desde el punto de vista artístico. Siento disentir. Para mí, los mejores relatos de Chéjov son, sin duda, los cortos, sean alegres o tristísimos.
Una palabra sobre el humor. Creo que el papel que tiene el humor en Chéjov ha sido casi siempre mal entendido. Richard Ford, en la embarazosa introducción que hace preceder a su titubeante antología, observa: «De hecho, es frecuente la aparición del humor en Chéjov...». Y luego comenta un pasaje absolutamente lírico de «La dama del perrito» queriendo ver allí toda clase de ironías y sarcasmos. Lo cierto es que el humor en Chéjov no es algo que «aparezca» de pronto para sorpresa de sus desorientados lectores: Chéjov es uno de los más grandes escritores cómicos de todos los tiempos, y el humor tiene un papel absolutamente central tanto en sus relatos como en su teatro. ¡Qué tediosos eran aquellos montajes de Tío Vania o de El jardín de los cerezos con que nos agobiaba el Centro Dramático Nacional en los ochenta, versiones trágicas, lacrimógenas y llenas de mensajes morales y políticos de unas obras que eran, en realidad, comedias! El propio Chéjov tuvo este mismo problema en vida, y ni siquiera el legendario Stanislavsky logró satisfacer sus deseos de naturalidad en la representación ni comprendió que una obra como El jardín de los cerezos era en realidad, en palabras de su autor, «una comedia, en ciertas partes una farsa incluso». En su personal versión de Platonov (Melodía inacabada para piano mecánico), Nikita Mikhalkov nos proporciona una visión de lo que sería un Chéjov cercano al ideal: diálogos chispeantes, ritmo trepidante, humor desbordante, melancolía arrasadora...
¿Cuáles son, por tanto, los mejores relatos de Chéjov? Yo no me atrevería a negar la calidad literaria de un relato extenso como «Una historia anónima» («Relato de un desconocido»), en el que podemos hallar incluso, si nos lo proponemos, premoniciones de Walser o incluso de Kafka, pero tengo la sensación de que he leído muchas veces historias como ésa, historias de amor, de humillación y de sufrimiento psicológico a la luz de gas del siglo XIX , mientras que relatos cómicos tan breves y poco pretenciosos como «El gordo y el flaco», «Muerte de un funcionario público», «El álbum», «Una noche de espanto», «El amor de un contrabajo» o esa joya, ay, no incluida en ninguna de las tres antologías, que se llama «La cerilla sueca», son absolutamente únicas, y no se parecen a nada que nadie haya escrito antes o después. He leído decenas de veces «El amor de un contrabajo» y pienso volverlo a leer muchas veces más, pero no siento excesivos deseos de repetir la lectura de obligaciones como «El profesor de ruso» o «El reino de las mujeres», con sus meticulosas recreaciones de ambientes psicológicos, climas sociales y condiciones laborales, o «La cigarra», con su cruda y melodramática oposición entre artistas egoístas e inútiles y médicos abnegados e idealistas. Los relatos más largos de Chéjov (con excepciones tan brillantes como «El monje negro», por ejemplo) me parecen, por lo general, aburridos y desdibujados, y suelen estar cargados de sociología, moralismo y melodrama, las tres plagas más abominables que puede sufrir la literatura.
Llegados a este punto, la pregunta, supongo, será: «¿Cuál de las tres antologías es la mejor?» La antología de Espasa Calpe nos proporciona un placer muy raro en el mundo editorial español: un libro con muchas páginas que es a la vez pequeño y compacto. Es además un volumen lujoso, como corresponde a la estupenda colección Austral Summa, con caja de cartón, cubierta de celofán y cinta de tela para marcar las páginas. Frente a las más de mil páginas de relatos de la antología de Espasa Calpe, la de Lumen nos ofrece unas cuatrocientas cincuenta, y la de Pre-Textos menos de trescientas. En cuanto al contenido, la antología de Soledad Puértolas (Espasa Calpe) es la que contiene más títulos clásicos y la única que incluye una amplia y generosa selección de cuentos cómicos. Se divide en dos partes, una de relatos cortos y otra de relatos largos, y el único relato de longitud media que incluye es el inevitable «La dama del perrito», que aquí se llama «La señora del perro». La de Muñoz Millanes (PreTextos) cuenta con la ventaja de ser una selección personal que evita los títulos muy conocidos (con dos excepciones, «Vanka» y «El beso»), recoge sobre todo relatos de longitud media que, como decía más arriba, no son precisamente mis favoritos, y propone un descubrimiento que merece por sí solo la adquisición del volumen: el fascinante relato «El estudiante». La selección de Richard Ford (Lumen) es la que da una panorámica más completa de todos los tipos de relatos que Chéjov escribió, ya que contiene relatos breves, novelas cortas y también algunos de los más famosos relatos medios, como «El beso», «La cigarra» o «Grosellas», además de «La dama del perrito», que Muñoz Millanes ignora, sin duda por parecerle una elección demasiado obvia. El problema es que la selección de Richard Ford parece algo arbitraria. ¿Desde el punto de vista de qué planeta lejano podría considerarse que «Kashtanka», por ejemplo, es uno de los relatos «imprescindibles» de Chéjov? De cualquier modo, y como en esas mil setecientas páginas largas de relatos sólo hay siete que se repiten («El beso», «Vanka», «La dama del perrito», «Una historia anónima»-«Relato de un desconocido», «El pabellón número seis» y «Una casa con buhardilla»), y no hay ni un solo cuento que aparezca recogido a la vez en las tres antologías, un lector verdaderamente interesado en Chéjov podría muy bien comprar las tres.
No sólo compramos los libros por su contenido, por supuesto, y es posible que el motivo que guíe a los lectores a elegir una antología u otra sea, más que las virtudes de los cuentos que contienen, el precio, la portada, el tamaño de la letra, el peso o incluso el olor de la cola o del papel con que están hechos.
01/09/2001