martes, 1 de agosto de 2023
El último caso de miss Marple y de Hércules Poirot
Una de las mayores curiosidades que para mí encierra la historia de la literatura, al menos en su vertiente policiaca, es el hecho de que Agatha Christie, indudablemente la novelista más vendida en tal género, planificara con varias décadas de antelación cuáles serían las dos novelas que cerrarían las trayectorias de sus dos personajes detectivescos más famosos, Hércules Poirot y miss Marple. Las dos novelas son Telón (publicada en septiembre de 1975) y Un crimen dormido (ídem en octubre de 1976). No por nada, ambas fueron las últimas novelas de la autora, quien ni siquiera pudo ver la publicación de la segunda, ya que había muerto a principios de ese año. Las dos historias fueron escritas a principios de la década de 1940 y guardadas en una caja fuerte durante más de tres décadas hasta que la autora, seguramente al ser consciente ya de su próximo fin y visto que no iba a escribir nada más, diera el permiso para sacarlas a la luz.
Mrs. Christie escribió ambas novelas (ignoro en qué orden) en un momento especialmente fértil de su carrera, la II Guerra Mundial, en que dio a la imprenta obras tan notables como Diez negritos, Maldad bajo el sol o Cinco cerditos, y se consolidó definitivamente como la reina de las ventas del género criminal. Eso sí, a esas alturas eran muchas más las aventuras de Poirot que de miss Marple: de hecho, a lo largo de toda su carrera, Poirot protagonizó 33 novelas y más de 50 cuentos, por tan «sólo» 12 y más de 20 relatos cortos de la ancianita aficionada a la jardinería.
La curiosa decisión anima a analizar ambas novelas desde el punto de vista mortuorio. Es decir, ¿de qué modo ambas novelas pretenden ser el testamento literario de sus respectivos personajes? La primera sorpresa es que Un crimen dormido en absoluto lo parece: es decir, diríase tan sólo una aventura más de miss Marple, de ahí que sea difícil explicarse por qué la escritora la reservó durante tantos años. ¿Tal vez había pretendido revisarla y añadir los toques definitivos a la vista de la definitiva trayectoria del personaje? De ser así, no lo hizo. Es más, al contrario que las otras aventuras de la ancianita, aquí ni siquiera es quien conduce la acción, haciendo más bien las veces de consejera de sus verdaderos protagonistas, el matrimonio formado por Gwenda y Giles Reed, auténticos investigadores de ese crimen que ha «dormido» veinte años, e incluso de ángel de la guarda, pues en el final será ella quien salve a la muchacha de ser otra víctima de ese asesino a quien, de muy mala gana, han despertado con su inoportuno revuelo.
En cambio, Telón no solo fue publicitada como el último caso de Poirot, pues de hecho muere en ella —lo cual incluso mereció una nota necrológica en el New York Times—, sino que es una obra consciente de recapitulación y conclusión de toda una vida, cuyo carácter mortuorio, aquí sí, no solo es conscientemente ostentoso, sino que resulta inolvidable y otorga a la novela su auténtica perdurabilidad. Pues Telón es una novela espléndida, digna de parangonarse con las mejores de su autora (y es difícil establecer un ranking dentro de su obra), mientras que Un crimen dormido es, todo lo más, un libro estimable, pero ni siquiera el mejor de los que protagoniza miss Marple.
Eso sí, una característica que comparten ambos libros es su fascinante atemporalidad. Agatha Christie no se tomó ninguna molestia en revisar los detalles de ubicación cronológica de las dos novelas, cuyos ambientes, tipos e incluso mentalidad son las propias del momento en que se escribieron. Incluso es probable que ya entonces parecieran anticuadas, no en vano a la señora Christie se la calificado, y no sin razón, de escritora post-victoriana, siendo este carácter anacrónico uno de los elementos más gratos de su novelística, y responsable en buena medida de su encantadora atmósfera. Dicho de otro modo: ninguno de los dos relatos se toma la molestia de fingir que están situados en los años 70 del siglo XX. Parecen situados en ese eterno periodo de entreguerras en que parece ubicada casi toda su obra, incluso aquellas que, en teoría, evolucionaron según la edad de sus personajes (el ciclo, de menor extensión pero igualmente estupendo, del matrimonio formado por Tommy y Tuppence Beresford, que sí envejecen a medida que pasan sus historias, desde los días de la Primera Guerra Mundial hasta, al menos, bastantes años después de la Segunda). De ahí las referencias, en Un crimen dormido, al «rey» (Jorge VI, muerto en 1952), o en Telón la muy concreta a que solo han pasado «veinte años o más», de los anteriores sucesos criminales en el mismo escenario donde transcurre la novela, la mansión de Styles.
Y es que hay que recordar que la primera novela policiaca de Agatha Christie es El misterioso caso de Styles, publicada en 1920, y primer caso de Poirot. La escritora, por tanto, y es uno de los aciertos del libro, lleva a Poirot (y a su fiel amigo y narrador de ambos casos, el capitán Hastings) al mismo lugar donde todo empezó, otorgando al paso del tiempo una concreción admirable, que se palpa casi en cada página de la novela. Si en Un crimen dormido la cronología carece de importancia, en Telón es fundamental, y nos lleva a otra estupenda cuestión metaliteraria: el tiempo interior que viven los protagonistas de los ciclos narrativos, ya sean de la literatura, del cómic o del cine.
¿Envejecen Tintín, Tarzán, Superman o Sherlock Holmes, personajes todos cuyas sagas abarcan (en algún caso, sigue viva) varias décadas? Por lo común, los autores respectivos acaban por prescindir de una cronología concreta, de tal modo que, con excepciones, acaban viviendo un presente estancado: todo lo más, un presente que siempre parece el coetáneo a la fabricación de la nueva aventura (no en el caso de Mr. Christie, como ya he señalado), aunque se vayan acumulando los años. Eso sí, en cuanto a Poirot, y de acuerdo con los datos suministrados por Telón, entre su primera aventura y la última transcurren en torno a veinte y pocos años, lo cual es lógico porque, en ese mencionado caso de apertura, el detective belga no es ningún joven. Pero entre el momento de la redacción de Telón y su publicación, Mrs. Christie publicó más de una decena de nuevos casos de Poirot, por tanto y en teoría constreñidos entre las dos novelas señaladas.
Un crimen dormido, con independencia de la valoración que ahora me merece, será para mí siempre una novela entrañable, pues fue la primera que leí, y muy niño, de Agatha Christie. Es decir, fue la puerta de entrada a una obra que he leído en su práctica totalidad (mi abuelo la tenía casi completa y su biblioteca fue el lugar donde armé mis primeros años como lector). Hace tiempo, en un artículo que titulé Memorables amnésicos, ya hablaba de ella, pues a esta novela le debo la fascinación que me produce desde entonces el motor argumental que anima su trama, la amnesia que sufre su protagonista acerca de su infancia.
Su protagonista es una joven neozelandesa recién casada, Gwenda Reed, que llega a Inglaterra, donde ella y su marido van a instalarse a vivir, para buscar una residencia adecuada. Y enseguida la encuentra, una bonita casa con vistas al mar llamada Hillside, que le atrae de modo instintivo y que compra sin vacilar. Desde el primer momento, se da cuenta de que posee una curiosa afinidad con el lugar, hasta tal punto que intuye en qué lugar del jardín se abrían unos escalones o la existencia de una puerta original en la pared del salón. Sin embargo, cuando descubre que el papel que había pensado para la pared del cuarto de los niños existe realmente —lo encuentra en el fondo de un armario empotrado que ha estado cerrado muchos años— ya se inquieta seriamente. Marcha unos días a Londres para tranquilizarse, a casa de unos parientes de su marido (en cuya casa conoce, de modo muy oportuno, a miss Marple), quienes una noche la llevan al teatro. De pronto, la ominosa frase que recita uno de los personajes, en medio de la función, provoca en ella un terrible recuerdo: en la misma Hillside fue testigo del asesinato de una mujer joven cuyo nombre sabe que es «Helen».
Al ponerse en contacto con sus parientes de Nueva Zelanda, descubre que en su infancia vivió un breve tiempo en el sur de Inglaterra, a donde la llevó su padre, un comandante retirado del ejército de la India, a vivir en compañía de su segunda mujer, Helen. Después de ser abandonado por Helen, el comandante prefirió encomendar a su hija pequeña a esos parientes, muriendo poco después en un sanatorio. Pero Helen nunca ha vuelto a aparecer, y Gwenda sabe ahora por qué: porque no se fugó con su amante, sino que fue asesinada, recuerdo que la niña pequeña que lo vio prefirió enterrar en el fondo de su memoria, con todas las circunstancias sobre el escenario de la muerte. Por supuesto, Gwenda y su esposo Giles deciden —pese a que miss Marple les aconseja, desde la atalaya de su experiencia, de que no es bueno remover un crimen que ha estado «durmiendo»— investigar aquel episodio, en el que falta lo esencial, el cadáver, y más después de descubrir que el sanatorio donde murió el padre de la muchacha era en realidad un manicomio y que hasta el final de sus días afirmó haber matado a su joven esposa.
Un crimen dormido es una novela completamente estándar dentro de los parámetros en que se movía Agatha Christie. Es decir, posee un argumento criminal que se desarrolla del modo más ortodoxo, mediante una serie de encuentros y conversaciones entre los protagonistas y los sospechosos en los que la novelista va dejando caer, junto a la cháchara más intrascendente, toda una serie de datos que la mente despierta de miss Marple sabrá colocar en su lugar: ese es su método de trabajo. Un crimen dormido es una novela apacible, y no se crea que utilizo este adjetivo a modo de censura: en su previsibilidad radica, también, su atractivo y el de muchas de las novelas de Agatha Christie, que quizá no fuera la mejor de las novelistas pero sabía cómo crear un ambiente y cómo ser ingeniosa sin que ese ingenio resulte impertinente. Debo eterno agradecimiento a este libro, como he dicho, y no lo olvidaré nunca, aunque no pueda tenerlo entre las ficciones más relevantes de su autora.
(Un último y curioso detalle. En determinado momento, en la residencia mental donde murió el padre de Gwenda, una ancianita de cabellos blancos se dirige a ésta preguntándole si busca a un niño y señalando la chimenea. Quien haya leído la magnífica novela El cuadro —antepenúltima novela publicada por la autora, justo antes de las dos que nos ocupan— se encontrará con que éste es el motor argumental de esa historia. Nueva paradoja, pues: una idea ocurrida treinta años antes da pie a una novela que se publica con anterioridad a aquella que la contenía.)
Telón, como he dicho, es otra cosa. Su estructura denota una profunda reflexión por parte de la novelista, que cuidó hasta el mínimo detalle la que debía ser la última aventura de su detective central. El primer elemento sobre el que se construye la atmósfera de la obra es el escenario: esa casa de Styles donde Poirot (y su amigo Hastings) vivieron su primera aventura criminal. No es necesario, desde luego, haber leído la primera novela, pero Mrs. Christie consigue que el eco de la primera tragedia pese continuamente sobre los nuevos habitantes de la casa, otorgando un conseguido aire de fatalismo a la nueva peripecia. Styles, en todo caso, ha cambiado mucho. De ser una mansión señorial ha pasado a convertirse en una casa de huéspedes, uno de estos lugares que reúne a un variado conjunto de seres cuya característica común es la sensación del fracaso, por diversas razones, ya sean sentimentales, profesionales o vitales. Es el mismo escenario, por buscar un ejemplo fuera del género, de una obra como Mesas separadas, la pieza escrita por Terence Rattigan que posee una estupenda adaptación al cine, dirigida por Delbert Mann en 1957. Un lugar sombrío y gris, casi apartado del mundo entero y azotado por ese perpetuo mal tiempo, frío y húmedo, que asociamos a los parajes ingleses. El lugar ideal para esconder un fracaso… y un asesino.
El motor argumental es muy original. Un Poirot envejecido, postrado en una silla de ruedas y al borde de la muerte, llama a su viejo colega el capitán Hastings —quien había sido, en las novelas iniciales del detective, su «Watson»— para que se reúna con él en Styles, donde se aloja. Hastings, a quien embarga la tristeza desde la reciente pérdida de su esposa, con los hijos dispersos por el mundo (aunque una de ellos, Judith, se aloja en la misma casa a donde se dirige), no duda en aceptar la invitación. No espera lo que le va a decir su amigo: si está allí es para evitar un crimen. Pues entre los huéspedes de Styles se encuentra un asesino. Pero no un asesino cualquiera, sino alguien que ha refinado el mejor y más indetectable, menos punible por tanto, de los métodos. Es un catalizador de crímenes: es decir, alguien que, de modo imperceptible pero insidioso, actúa en la sombra para sugerir la perpetración de un asesinato, sin que luego quede el menor rastro de su participación. Poirot sorprende a su amigo afirmando que, aunque él sabe quién es, no piensa referirle su identidad, pues conoce bien la transparencia de Hastings y comprende que solo pondría en peligro tanto la investigación como a sí mismo. Si lo ha traído a ese lugar es porque necesita sus ojos, sus oídos y sus piernas para descubrir, con el acopio de datos que éste, hombre sociable por naturaleza, le vaya dando, quién puede ser la nueva víctima en quien el criminal se ha fijado. La cuestión, por supuesto, es que entre los huéspedes de Styles hay campo sobrado para que haya más de una víctima… lo cual, por supuesto, es lo que sucederá.
Cualquiera que no conozca los detalles que he referido sobre la novela, pensará, de modo lícito, que Telón es la obra de una autora con toda una carrera a sus espaldas, que ha comprendido a la perfección a la criatura que una vez alumbró y que sabe cómo volcar toda la sabiduría de su propio crepúsculo sobre la última estancia que le va a dedicar. Lo asombroso es la realidad: que la escribió en la edad de la madurez, sí (con los 50 años cumplidos) pero no en la de la senectud, cuando se entiende que un escritor prefiera despedir a su personaje antes de que la vida los eche a los dos, sin tiempo para la despedida. La grandeza de Telón se encuentra en esa mayúscula atmósfera crepuscular que envuelve toda la novela y a sus personajes: este Poirot y este Hastings no son los mismos de las novelas que, a la altura de 1940, ya había escrito la autora. Son dos hombres sobre los que pesa no ya la edad, sino la vida.
Pero, de modo no menos admirable (lo que demuestra el intenso cariño que Mrs. Christie sentía por ellos), la autora los dibuja fieles a sí mismos. Es decir, Poirot sigue siendo el hombre alerta y de inteligencia luminosa que siempre fue, el ser consciente de que es el uso de nuestras células grises lo que estimula la existencia. Y Hastings sigue siendo el individuo de una pieza, honrado a carta cabal, valiente e idealista, incluso ingenuo: el prototipo del hombre que ayudó a construir el imperio británico, en suma. Esas características, de hecho, lo convierten, asimismo, en una potencial víctima del asesino por catálisis: o sea, él mismo en un criminal (lo cual es otra de las buenas ideas de la novela: ¿alguien se imagina al doctor Watson —por hablar de otra serie y otros personajes más prestigiosos— convertido en un asesino?). Un asesino a quien su amigo Poirot tendrá que rescatar de sí mismo.
En general, el personaje de Hastings me resulta más bien molesto en las otras novelas de la serie en que aparece (correspondientes todas a la primera época de la autora). Me parece demasiado arquetípico y unidimensional, muy lejos del entrañable Watson que acabo de mencionar, aun cuando su papel es casi el mismo con respecto a Poirot. Sin embargo, en Telón es fundamental su aparición, y no solo porque la obra necesita un punto de vista subjetivo. Lo que precisa es una subjetividad que rebose al mismo tiempo de nobleza y de ingenuidad: que no sea muy inteligente, vamos; si de Watson se ha dicho, con injusticia, que no era muy espabilado, en el caso de Hastings hay que señalar que es directamente obtuso. Pero sin esa condición, el personaje no poseería la intensa humanidad, la entrañable autenticidad que respira —por mucho que, repito, resulte un personaje completamente anacrónico en ese 1975 de la publicación—, y Telón carecería de la fuerza dramática que posee.
[Quien no conozca el final de esta magistral novela debe dejar de leer aquí]
Con desesperación, Hastings no solo está a punto de convertirse en asesino, sino que asiste con impotencia a dos actuaciones del criminal, y a la muerte de su propio amigo. Incluso su amada hija hace lo más censurable: casarse con el viudo de una de las víctimas sin esperar más de unas semanas, casi confirmando sus sospechas de su participación en el crimen. Pero al pobre, noble y tardo Hastings le espera una sorpresa póstuma por parte de Poirot. No solo descubrirá que su invalidez era aparente, sino que el mismo gran detective acabó por convertirse él mismo en asesino: en asesino del inductor de asesinatos: en juez y verdugo, en ejecutor, por tanto, algo que, claro, ataca los principios más firmes del buen capitán. Esta formidable intuición metagenérica de Agatha Christie —recuérdese que la posibilidad de que el gran cazador de crímenes cometa él mismo un crimen que, por su extrema inteligencia, será perfecto, flota sobre todo los grandes detectives que han sido, comenzando por el rey de todos ellos, Sherlock Holmes, que así se expresó en una memorable ocasión— termina por dotar a Telón de su intemporal relevancia. En el ocaso de su vida, dispuesto a acelerar su fin por hacer resplandecer una justicia que está ya fuera del alcance de la que ha sancionado legalmente la sociedad, Hércules Poirot no duda en dar el paso, pues la ejecución del asesino implica su propio sacrificio. Y lo hace sin arrepentirse, sin tiempo para otra cosa que escribir esa nota que su amigo, con sorpresa y dolor, ha de leer muchos meses más tarde, manteniendo hasta el final la lucidez de su propio talento y del bien que hizo siempre. Fueron tiempos felices, casi su última frase, bien puede valer por su epitafio. Nosotros, sus admiradores, desde luego que le debemos bastante de ellos.
https://lamanodelextranjero.com/2014/08/19/el-ultimo-caso-de-miss-marple-y-de-hercules-poirot/