miércoles, 30 de agosto de 2017

Seven Sisters (2017) Tráiler

¡ay, enrique! de elvira orphée


 (argentina, 1930 - ) // cuentos - 

¡ay, enrique!

quedaba en un paraje de mosquitos, de maderas podridas, de río. las circunstancias me habían obligado a vivir en esa casa extraña. del piso habían desaparecido algunas tablas y se abría un boquete de más de medio metro. para no caerme dentro caminaba por el medio de la pieza. como yo vivía allí desde hacía poco, no había tenido tiempo para los peligros. era un sitio bastante claro. la claridad se metía por el boquete para iluminar una escalera que llevaba al sótano o lo que fuere, quizá lleno de ratas y de resacas algo inmundas. si hubiera tenido ganas de limpiar habría bajado a sacar las carroñas o los bichos vivos dejados por alguna creciente. pero mi espíritu estaba intranquilo y ni siquiera había limpiado la gran pieza en la que estaba viviendo; hasta había dejado colgando como grandes hamacas los telones desprendidos del techo, esos que ya no se hacen más, tan inútiles, tan estremecedores cuando empiezan a soltarse. no sé en qué pasaba mi vida entonces porque no me acuerdo de ningún sentimiento intenso, excepto del amor por enrique. pero no había tenido la energía de prohibirle que bajara al misterioso sótano, tan fuertes eran mi cansancio y mis ganas de despreocupación. él, allí, seguramente se divertía como sólo puede hacerlo un ser nuevo y asombradizo. un día se me ocurrió que, entre ratas y sucias formas de la vida, debía de haber atrapado lombrices. así que busqué a un hombre de la zona, especialista en bichos repugnantes, para que se las sacara. llegó vestido con un overall blanco, muy limpio, como uniforme de médico. me asomé al boquete del piso y llamé a enrique que andaba correteando abajo. asombrosamente, obedeció y subió alegre el tramo de escalera rota. con orgullo miré al hombre. uno siempre magnifica cualquier señal de inteligencia de los que ama. enrique estaba contentísimo. vaya a saber qué podredumbres, qué maravillas mefíticas lo tenían tan entusiasmado allá abajo. el hombre se dispuso a darle su remedio, pero me advirtió
que se sentiría mal. enrique era mi amigo. no, mi hijo. el que me quería incondicionalmente y dependía de mí para todo. yo, que tuve tanto asco de tantas cosas, no lo tenía de sus patitas sucias ni de su pelambre refregada en sitios contaminados. le gustaba ensuciarse, yo lo amaba, luego era necesario que lo dejara ensuciarse. enrique y yo nos queríamos con un amor que dolía. era una tumefacción en el alma. de tanto como tuve, de tanta gente, lo único que me quedaba era enrique. pero eso único era una inmensidad. entonces, ¿por qué salí, dejándolo solo con el hombre del overall? por algo tan tonto y tan inexplicable como la llegada de el petiso fatum, que me invitó a pasear. yo nunca paseo por pasear. es como decidirse a perder vida. hay que pasear por algo, con una intención más allá del mero paseo: pasear por amor a través de junglas vegetales, pasear en busca de jardines que hagan descubrir misterios en uno mismo y en los demás, pasear para que los paisajes traspasen el alma y le dejen pequeños agujeros por donde entren muchas cosas que normalmente no pueden entrar porque las almas están demasiado cerradas. pero, ¿pasear porque sí? ¿y con el petiso fatum? simpático y divertido en las ocurrencias que nacen de noche, entre mucha gente, pero incapaz de exprimirle las posibilidades a una flor. pese a eso; increíblemente, salí con el petiso fatum mientras a mi criatura le hacían ingerir drogas dañinas. nos metimos por entre la maraña de un paisaje tan húmedo que parecía despedir vapor, y llegamos a una casa rodeada de plantas, de verde, de sombra. una gran casa oculta y chorreada de verdín, de esas que tienen imán porque están como saturadas de maleficio. producen un miedo muy atrayente. el petiso estaba pasando allí algunos días, no sé por qué ya que tenía su casa en la ciudad y era apasionadamente ciudadano. habíamos abierto la verja y estábamos por llegar a la puerta, cuando oí una especie de llanto lejano. quién sabe qué me impulsó a correr para acercarme al llanto. el petiso me siguió entre risas y comentarios que le quitaban el aliento. según él no se había oído nada. y quizá tenía razón porque debimos correr bastante hasta llegar a la casa donde parecía estar el llanto. al revés de la que acabábamos de dejar, y aunque estaba en un paraje lleno de verdor, era luminosa. la luminosidad interna se distinguía por debajo de la rendija de la puerta. llamamos. nandie contestó. Imposible entrar si no era por la puerta. las tapias de los costados no lo permitían. saqué mis llaves y empecé a probarlas. el petiso se puso pálido. —no se oye ningún llanto. ¿te has vuelto ladrona y me estás complicando? me voy de aquí. pero se puso aun más pálido cuando oyó de repente el llanto espantoso. llanto, queja, alarido, todo eso era, más la desesperación. fui siempre especialista en encontrar entradas insuficientemente cerradas. desde chica me he divertido en violar casas de vecinos ausentes. un único obstáculo tuve a veces; los perros, tan defensores de lo que no les pertenece, tan del partido de sus dueños, pobrecitos. hasta he llegado a entrar en casas con enfermos que ni se daban cuenta de que la familia los había dejado solos; en casas con imágenes de santa teresita y rosarios gruesos, negros y diabólicos; en casas llenas de jazmines del paraguay que, aunque no tienen un perfume exaltado, lo tienen, sí, extraño (casi un no perfume, muy refinado). y de repente, mientras hurgaba la cerradura, me invadió el ansia de perfumes que siempre me ha perseguido como si me señalara un camino. hablé para distraer a el petiso, mientras seguía con mi trabajo. pero su cara trastornada rompió mi cháchara y me volvió a la urgencia. tenía que entrar en la casa. lo había hecho antes en tantas otras, atraída por sus extraños habitantes ausentes que dejaban visibles sus ritos o por sus insólitos ensamblajes, ajenos a las ordenanzas, rebeldes a cualquier prohibición opuesta a la originalidad. por fin di con el resquicio que me permitió abrir. una casa rectangular y luminosa. se entraba por un pasillo lindante con los vidrios de la cocina que, a su vez, tenía ventanas hacia otra calle. y entonces volvimos a oír el quejido. ¿quejido? un gemido rabioso, un aullido. venía de afuera, de detrás de las ventanas de la cocina que daban a la otra calle. me precipité a abrir una y algo huyó hacia abajo. El petiso ya estaba junto a mí. Me incliné a mirar y, con asombro, con desazón, casi con náusea, descubrí lo que había afuera. la casa, al ras del suelo por donde habíamos entrado, de este otro lado estaba sobre un terraplén oblicuo de unos dos metros o más de elevación. tirado en la calle había un blando muñeco de trapo, bastante grande, con una pierna doblada. a su lado aullaba el perro que quiso entrar en la casa violada por mí o quiso algo que no comprendimos, quizá sólo ayuda. en el balcón de la casa vecina, blanco y lleno de sol, tres monjas cuchicheaban. yo no apartaba los ojos de la calle. —está rabioso —dijo el petiso en voz baja. —está hambriento. —y el hombre, borracho. —no. cuando yo me emborracho, enrique no se pone a aullar. el petiso me miró con curiosidad y quizá repugnancia. —¿te emborrachás? —sí. sola y no en reuniones. —¿por qué has decaído tanto? ¿no te da pena? inútil contestarle. era curiosidad de chismes, no de vida. mientras ahí abajo, en la calle, ¡qué desarticulado estaba ese pobre hombre, qué pálido, qué vestido con bolsas en lugar de ropas, como para que yo lo hubiese tomado por un muñeco de trapo! el muchacho tirado y su perro, dos seres que se habían amado, que se amaban seguramente todavía a pesar de la espantosa barrera entre ellos. porque no se podía dudar: sólo la muerte da actitudes tan antinaturales como la que tenía el hombre caído. todo era tan blanco de este lado de la casa, como en un paisaje de andalucía, como si del otro lado no hubiera tanta cantidad de sombra, de verdín, de agua oscura. de repente, ese dolor que se elevaba desde la calle me dio en el pecho y me sofocó. el muchacho tirado ¿de qué había muerto? ¿de hambre? ¿de caminar sin esperanzas? ¿de tanto amar? ¿cómo no supo que junto a él tenía el amor? ¿qué necesidad de un ser humano para vivir el amor más desgarrador? —las personas son nada más que el instrumento para el cuerpo de otras personas —susurré. el petiso estaba descolorido, entendiendo sólo la muerte, sin entender la separación. —el amor que rompe las paredes está en otra parte. tenemos casas para resguardar el cuerpo, tenemos cuerpos para resguardar quién sabe qué belleza desconocida. pero la resguarda y al mismo tiempo la comprime, la domina, la retiene —hablé con voz de llanto—. ¿quién es capaz de romper las paredes del cuerpo? ya había algunos curiosos mirando al muchacho caído. todos parecíamos paralizados. nadie actuaba. y en el balcón vecino, tres monjas comentaban pacatas el espectáculo. —hagamos algo —les supliqué—. quizás esté vivo todavía. —es la voluntad del señor —dijeron, indiferentes. —pero quizá no esté muerto sino por morir —y pensé: de una enfermedad tan pobre que la obliga a transportarla por los caminos y la intemperie. ellas siguieron en su impasibilidad de monjas. es la voluntad del señor. entonces, dulcemente, les aconsejé: —¿por qué no cambian de señor? se persignaron y huyeron a la desbandada. yo entré a llamar a una de esas instituciones nuestras que tardan tanto para lo urgente y no llegan nunca para lo demás. luego salí de la casa. arrastré a el petiso en la gran vuelta que se precisaba hacer para llegar del lado sombra al lado andalucía. —¿así que te emborrachás sola? —mientras corríamos. —sí. ¿no lo ves? —sin dejar de correr—. estoy borracha de rabia. otras veces lo estoy de música y tantas de eternidad. entonces enrique se echa a mi lado y participa de lo que me pasa. pero para que te quedés contento, a veces me emborracho con dos vasos de vino con frutas. y mi voz sonaba entre los lamentos que se desgarraban en el aire y volvían a nacer en algo más hondo que la garganta del pobre animal desesperado. sus ojos, fijos en algún zodíaco lejano, pero con lagunas del llanto de la tierra, estaban atados al espectro del muchacho que seguramente se despedía de él en ese momento en una estratósfera del alma inalcanzable para nosotros. el muchacho ya se iba, derivando por las regiones privadas de los muertos. el perro quería irse con él, y su cuerpo imperante le cerraba el paso. la corriente de su desesperación era por minutos más intensa. el muchacho se iba empapando de desconocido; el perro de desdicha irreversible. de repente, la mirada del perro cambió de lugar y de expresión. me miró a mí, y el horror pareció traspasarle los límites de los párpados. —dios, dios —dije—. no abandones al perro. lo recogeré yo. y salí corriendo mientras el petiso me gritaba. ¿quién era él para llamarme? ¿quién era para haberme hecho dejar a enrique solo? era nada más que el hermano de el alto fatum. corrí hasta sentir estrellas de plata ante mis ojos, y sus duras puntas clavadas en un costado del cuerpo. corrí abriéndome paso entre estrellas de dolor, ya viejas conocidas, pero nunca tan brutalmente desafiadas. entré en mi extraña casa. yo no vi el espectro de enrique, como vio el perro el del muchacho, alejarse translúcido o centelleante hacia los parajes de la disolución. lo vi simplemente muerto, enroscado alrededor de un dolor insoportable. me eché a su lado. enrique, enrique, mi amigo, mi criatura, te has muerto para dejarme toda la libertad. me lo contó la mirada de horror del otro perro. me dijo: la tristeza es ahora el pulso de enrique, en eso lo ha convertido tu abandono. ¡no! ¡no! quise contestarle. le contesté que no, enrique, con los ojos, con todas las mataduras del alma. te dejé esta tarde a que te las arreglaras solo con tu enfermedad, pero no sospeché que te morirías. no fue esta tarde cuando en realidad te dejé solo, fueron todas las veces que te abandoné antes, hasta casi olvidarte. quizá creíste que volvía a abandonarte. el otro perro lo sabía; a eso se refería su horror al mirarme. semejante a agua opaca y profunda se había vuelto el bello color dorado de los ojos de enrique. junto a él, echada, y casi sin darme cuenta, la barrera que nos separaba ahora, como a esos dos pobrecitos de la calle, se deshizo y dejó de ser barrera. tuve una náusea, una sola, y no caí muerta porque ya había caído antes de morir. ya en el suelo estaba muerta. enseguida vi luces titilantes en horizontes muy oscuros, sentí esa inmensa sensación de felicidad que da volar en sueños, aunque lo hiciera por cielos intermitentemente alumbrados, y después me encontré en este sitio. todavía tengo recuerdos de la tierra, pero ya algo me golpea magnéticamente la cabeza para que no recuerde más que alguna vez hablé con palabras, tuve la posibilidad de hacer algo con mis manos y amé a enrique en su desvalimiento de animal. estamos de nuevo juntos; enrique y yo, él con su cuerpo, igual a lo que era; yo con mi cuerpo, igual a lo que fue. enrique me quiere, me habla con palabras y yo contesto con extraños sonidos, desagotados de significación para él, porque ya no puedo hablar más con palabras. me tiro en el suelo, a sus pies, y me quedo en postura de esfinge, y él, desde el sitial donde está sentado, se inclina a acariciarme el lomo desnudo. me concede su tiempo perdido, nada más, porque ya se le desencadenó el torrente de cieno que en la tierra nos lleva compulsivamente hacia otro ser de nuestra especie y nos obliga a descuidar a todos los enrique del mundo. sí, enrique, te dejé muchas veces solo allá en la tierra, no a causa de el petiso, con su borboteante insignificancia, sino a causa de el alto fatum, su hermano, que me proporcionaba la risa y andanadas de sensaciones. pero no supe nunca que te estremecías como un astro (igual que yo ahora) con cada latido de abandono. te dejé muchas veces solo a causa de el alto fatum, que al fin y al cabo no tenía más que risa, inferioridad, mugre y un cuerpo que podía acoplarse al mío. no entiendo este mundo en el que estamos ahora ni entiendo su cielo —si es cielo esa especie de pesadilla que veo aquí—. me desespera que no comprendas lo que te dicen los escasos sonidos de mi garganta, que no haya flores blancas de exaltado perfume, sino sólo vegetales con olor amoniacal. pero quizá dentro de poco algo cambie. ya los recuerdos de lo que fue antes empiezan a flotar como una tenue columna sobre mi cabeza. en las nieblas que veo ahora —que tus ojos no pueden distinguir— hay figuras que se parecen a la mía, y me pongo a aullar de miedo por lo que te rodea y no ves. enrique, que te enamoraste de un cuerpo semejante al tuyo en este enervante, extraño mundo, y que me abandonas a causa de él, antes de que pierda del todo la memoria de lo que fue, te suplico que no me dejes como te dejaba yo, con tanta soledad, con tanta hambre, durante tantos días. que no me dejes por un cuerpo de tu misma especie, esos que nunca traen el amor sino la desgracia.

http://3133teatro.blogspot.com.ar/2012/09/elvira-orphee-argentina-1930-cuentos-ay.html

domingo, 27 de agosto de 2017

Two-Step Competition

Pastillas Pink para neurasténicas

Sería impensable que hoy se le ocurriera a alguien llegar a tamaña osadía. No cabe imaginar que quede machismo tan atrevido para hablar de mujeres neurasténicas como un estado casi consustancial al género femenino, como se hacía sin ningún pudor en anuncios publicitarios de 1913. Y no era de esperar que cundiera el rechazo social, ni siquiera entre las propias mujeres a las que se citaba, como pasaría hoy de inmediato.
El caso es que en los periódicos de hace un siglo eran muy frecuentes los anuncios de todo tipo que ofrecían supuestos medicamentos para remediar toda clase de dolencias a base de citar conceptos etéreos, como estados nerviosos o de 'consunción', que era como se solía llamar al debilitamiento extremo.
Uno de esos anuncios, de los que más resaltaban por su gran tamaño y el contenido, era el que ofrecía las Píldoras Pink, a las que, según decía el anunciante (no constaba la empresa elaboradora), eran «adeptas fervorosas muchas mujeres de todas las clases sociales», una «predilección» de la que se concluía que «no cabe otra causa explicativa sino la del bien que han producido y siguen produciendo diariamente a esta multitud de mujeres».
El anuncio ocupaba dos tercios de página, y en aquel entonces el tamaño de las páginas era más del doble que en la actualidad. Sin recato, con un estilo que hoy causa rubor, se indicaba que la mujer, «ora pertenezca a la sociedad elevada, ora a la simple clase trabajadora, necesita un medicamento sostén de su débil organismo» y que «pocas son las mujeres de temperamento harto fuerte para prescindir de esta medicación tónica».
Píldoras Pink se presentaba como la solución para las mujeres «faltas de apetito», para las que padecían jaquecas, las que sufrían desarreglos, falta de sangre o cansancio del sistema nervioso.
En este apartado difuso referido a dolencias debidas presuntamente a 'los nervios' es donde los vendedores de las Píldoras Pink remataban su lucimiento, hablando de la especial indicación para mujeres que «por regla general están débiles, son irritables, no duermen, lloran con frecuencia, exageran sus padecimientos...»
Ahí se presentaba la pócima milagrosa en forma de píldoras como «el mejor remedio para esta categoría que comprende desde la mujer accidentalmente nerviosa hasta la habitualmente neurasténica». Y su bondad se basaba en que «ejercen una doble acción: sobre los nervios y sobre la sangre», ya que, según se explicaba, «el medicamento que carezca de esta doble acción, acaso calme, pero no curará...., porque los nervios están fatigados, irritados, exacerbados, porque la sangre se halla empobrecida».
Estos eran argumentos casi constantes en medicinas preparadas que se anunciaban en la época: a falta de mayores conocimientos y controles médicos sobre dichos productos, se orientaban a remediar con términos tan genéricos como tonificar los nervios y purificar la sangre.
Las Píldoras Pink no ofrecían datos sobre su formulación y posibles contraindicaciones, como se hace hoy en día en toda clase de medicamentos, pero se vendían en todas las farmacias al precio de 4 pesetas la caja y 21 pesetas por seis cajas.
Para afianzar la bondad de las Pink, el anuncio referían los casos de curación sorprendente de dos señoritas de Madrid, Antonia Torres y Encarnación Jiménez, que narraban supuestamente cuántos padecimientos evitaron al tomarlas.

Revista Dada 7





https://issuu.com/dadamagazine7/docs/revista_dada_07


DADAÍSMO


Primera Feria Internacional Dada 1920

Para comprender cómo nació dadá es necesario imaginarse, de una parte, el estado de ánimo de un grupo de jóvenes en aquellas especie de prisión que era Suiza en tiempos de la Primera Guerra Mundial y, de otra, el nivel intelectual del arte y la literatura de aquella época. La guerra, ciertamente, acabó, pero más tarde vimos otras. Todo cayó en ese semiolvido que la costumbre llama historia. Pero hacia 1916-1917 la guerra parecía que no iba a terminar nunca. Es más, de lejos, y tanto para mí como para mis amigos, adquiría proporciones falseadas por una perspectiva demasiado amplia. De ahí el disgusto y la rebelión. Estábamos resueltamente contra la guerra, sin por ello caer en los fáciles pliegues del pacifismo utópico. Sabíamos que sólo se podía suprimir la guerra extirpando sus raíces. La impaciencia de vivir era grande; el disgusto se hacía extensivo a todas las formas de la civilización llamada moderna, a sus mismas bases, a su misma lógica y a su lenguaje, y la rebelión asumía modos en lo que lo grotesco y lo absurdo superaban largamente a los valores estéticos. No hay que olvidar que en literatura un avasallador sentimentalismo enmascaraba lo humano, y que el mal gusto con pretensiones de elevación campada por sus respetos en todos los campos del arte, caracterizando la fuerza de la burguesía en todo lo que tenía de más odioso.”  ( Tristan Tzara en una entrevista concedida a la radio francesa en 1950).

Manifiesto Dadaista 1918



https://www.scribd.com/document/152603793/Manifiesto-Dadaista-1918

Objeto Surrealista

  Objeto Surrealista by Mónica on Scribd


https://www.scribd.com/document/357362790/Objeto-Surrealista

Manifiesto surrealista Breton



https://www.scribd.com/document/33077217/Primer-Manifiesto-Surrealista-Andre-Breton

Manifiesto Futurista

  Manifiesto Futurista by Mónica on Scribd


https://www.scribd.com/doc/248047345/Manifiesto-del-futurismo-pdf

MANIFIESTO DADAISTA



https://es.scribd.com/document/36779444/MANIFIESTO-DADAISTA

Cine y vanguardias artísticas: conflictos, encuentros, fronteras Escrito por Vicente Sánchez Biosca



https://books.google.com.ar/books?id=H7RR-s5M13AC&printsec=frontcover&dq=Cine+y+vanguardias&hl=es&sa=X&ved=0ahUKEwjCxo6xzvfVAhUFTJAKHdThCFkQ6AEIJTAA#v=onepage&q=Cine%20y%20vanguardias&f=false

Los Géneros Cinematográficos: Géneros, Escuelas, Movimientos Y Corrientes en el cine de Vincent Pinel



https://books.google.com.ar/books?id=lSOFSRUHHpMC&lpg=PA294&dq=dadaismo%20y%20cine&hl=es&pg=PP1#v=onepage&q=dadaismo%20y%20cine&f=false

El compás de los sentidos: (cine y estética) Escrito por Sagrario Ruiz Baños,Vicente Cervera Salinas,Aurelio Rodríguez Muñoz



https://books.google.com.ar/books?id=t9wQj4O1Py8C&lpg=PA54&dq=dadaismo%20y%20cine&hl=es&pg=PA54#v=onepage&q=dadaismo%20y%20cine&f=false

Películas clave de la historia del cine de Claude Beylie



https://books.google.com.ar/books?id=rW8itI0oPyIC&lpg=PT74&dq=dadaismo%20y%20cine&hl=es&pg=PT74#v=onepage&q=dadaismo%20y%20cine&f=false

SALTIMBANQUIS - Teatro Regio - Temporada 2016

sábado, 26 de agosto de 2017

Significante



Los tres componentes del signo lingüístico: significante (Begriff), símbolo (Symbol) y referente (Ding).
El término significante se utiliza en lingüística estructural y en la semiótica para denominar aquel componente material o casi material del signo lingüístico y que tiene la función de apuntar hacia el significado (representación mental o concepto que corresponde a esa imagen fónica). En la teoría psicoanalítica de Jacques Lacan, para quien el inconsciente está estructurado como un lenguaje, el concepto desempeña un papel central.

Índice

Desarrollo del concepto[editar]

En la lingüística estructuralista Ferdinand de Saussure, eminente lingüista suizo, dictó tres cursos de lingüística general en el marco de su cátedra de la Universidad de Ginebra entre 1906 y 1911. En este contexto define una dicotomía entre significante y significado partiendo de una traducción de los términos utilizados precedentemente por los pensadores alemanes del siglo XIX: Sinn y Bedeutung . Para traducir Sinn al francés utiliza una palabra que puede fácilmente entenderse en castellano como significante; para Bedeutung, la palabra francesa que usa es traducible como "significado".
En la obra que reúne las clases de los tres cursos dictados Curso de lingüística general, Saussure explica que el signo lingüístico está constituido por un significante y un significado.
Saussurre considera que el significado es el "contenido" del significante, es aquello a lo que apunta o refiere el significante. Por lo tanto cualquier palabra, tomemos por ejemplo, «árbol» es el significante que apunta al significado, es decir, a la representación o concepto mental de lo que es un «árbol». El significante es el que designa algo, mientras que su significado es lo designado.
Para otro lingüista contemporáneo a Saussure y reconocido como padre de la semiótica moderna, Charles Sanders Peirce, existe un tercer componente del signo lingüístico: la referencia. Así, un signo lingüístico puede representarse según Pierce como una estructura triangular, en cuyos vértices se ubican significante, significado y referencia. Esta estructura se denomina triángulo semiótico.
En la teoría de Saussure está presente el carácter arbitrario que tiene la relación de sentido común que usualmente hacemos entre significante y significado. Saussure devela que esa es una relación completamente arbitraria: No hay una correspondencia biunívoca entre significantes y significados. El significante es diferencial, lo que "significa" no está determinado por su significado, sino por los límites, por las fronteras diferenciales que se puedan establecer con otros significantes.

En el psicoanálisis estructural de Jacques Lacan[editar]

Uno de los principales innovadores a partir de lo que Saussure dijo con respecto al significante y al significado fue Jacques Lacan. La modificación en la explicación de significante y significado que hace Lacan constituye una piedra angular de la teoría lacaniana.
Si para Saussure los significantes eran palabras, para Lacan no sólo las palabras, sino también los objetos, las relaciones y los síntomas pueden ser vistos como significantes.1​Un significante es tal cosa cuando ha sido inscrito en el orden de lo simbólico. Solo en este orden el significante puede adquirir un sentido, un significado que se va estableciendo a través de la relación con otros significantes y del contraste de sus diferencias y similitudes.
Lacan aplica la teoría de Saussure al psicoanálisis con la siguiente modificación: rompe el encierro en que Saussure suponía al significado y al significante; invierte primero la situación de ambos: el significante es ubicado "arriba" y el significado "abajo"; espesa la barra que los separa (homologándola a la censura entre lo consciente y lo inconsciente), luego hace desplazar al significado y dice 'debajo del significante... hay... nada'.
Debido a que el concepto de Lacan puede resultar difícil de entender y aceptar, una simplificación posible es afirmar que Lacan quiere decir que el pensar está constituido básicamente por significantes que cambian continuamente de significado. Por tanto, el psicoanalista debe, en muchos casos, dar mayor importancia al significante que al "supuesto" significado. Una persona durante un psicoanálisis puede usar un significante creyendo a nivel consciente que le está dando un significado. Sin embargo, muchas veces, ese significante remite -y es lo que importa- a otros significados que de momento son inconscientes.

Calco semántico


El calco semántico es un préstamo semántico, en que se toma el significado de otro idioma pero no se crea una lexía (palabra) nueva. De este modo, el significante de la otra lengua se suma a otros ya existentes.
Es decir, es la adopción de un significado extranjero para una palabra ya existente en la lengua. Por ejemplo:
  • «endosar» (en su acepción como ‘respaldar [algo]’), es calco semántico del inglés to endorse.
  • «romance» en su significado de ‘amorío’, es un calco del inglés romance.
El lingüista John Lyons (1932–) denomina a este fenómeno de traducción literal «calco de traducción», el cual implica el trasvase de las partes constitutivas de una palabra o frase de otra lengua. Propone el ejemplo de summit conference, en inglés, que se ha incorporado a muchas otras lenguas mediante traducción literal: conference au sommet (en francés), conferencia en la cumbre (en castellano), Gipfelkonferenz (en alemán).
Estos calcos, entre los que puede incluirse el llamado falso amigo, suponen, para Lyons, ciertos cambios en la estructura léxica del sistema lingüístico: «Modificar el vocabulario por préstamo o por calco de traducción equivale a cambiar la lengua en otra más o menos distinta».1
El riesgo que encuentra Lyons en esto es que si no se traduce coherentemente, se desvirtúa la coherencia del discurso y el sentido pierde pertinencia. La traducción literal es aquella que no reajusta las diferencias de simbolismo y metaforización entre las dos lenguas en contacto. Así, la palabra sánscrita dharma exige una traducción distinta en contextos diversos: ‘deber’, ‘costumbre’, ‘ley’, ‘justicia’, y no hacerlo así empaña su sentido original.2

Pidgin


Un pidgin (pronunciado en inglés /pɪdʒɪn/) es una lengua simplificada, creada y usada por individuos de comunidades que no tienen una lengua común, ni conocen suficientemente alguna otra lengua para usarla entre ellos. Los pidgins han sido comunes a lo largo de la historia en situaciones como el comercio, donde los dos grupos hablan lenguas diferentes, o situaciones coloniales en que había mano de obra forzada (frecuentemente entre los esclavos de las colonias se usaban temporalmente pidgins).
En esencia, un pidgin es un código simplificado que permite una comunicación lingüística escueta, con estructuras simples y construidas azarosamente mediante convenciones, entre los grupos que lo usan. Un pidgin no es la lengua materna de ninguna comunidad, sino una segunda lengua aprendida o adquirida. Los pidgins se caracterizan por combinar los rasgos fonéticosmorfológicos y léxicos de una lengua con las unidades léxicas de otra, sin tener una gramática estructurada estable.

Alternancia de código


Alternancia de código (code-switching en inglés), o cambio de código, es un término en lingüística que se refiere al uso en el habla, por parte de personas conocedoras de más de un idioma en el discurso.1​ Eso es, el uso sintáctico y fonológicamente apropiado de más de una lengua. Entre los hablantes con conocimiento de más de una lengua pero con dominio limitado de una de ellas, es normal la mezcla, a menudo inconsciente, de varios idiomas en la misma frase. Un hablante puede decirle a otro una frase como «I'm sorry I cannot attend next week's meeting porque tengo una obligación de negocios en Boston, pero espero que I'll be back for the meeting the week after», en que va cambiando de idioma inconscientemente.
La alternancia difiere de otros fenómenos de contacto entre lenguas como préstamos lingüísticospidginslenguas criollas y calcos.2​ Préstamos afectan el léxico, las palabras que componen un idioma, mientras que la alternancia de código toma lugar al nivel del enunciado.345​ Hablantes forman una lengua pidgin cuando dos o más no tienen un idioma en común y forman uno para comunicar. Por el otro lado, la alternancia de códigos requiere que hablantes ya sean bilingües o multilingües en los idiomas que usan.678



Jorge Fernández Díaz
Jorge Fern
Jorge Fernández Díaz
Jorge Fernández Díaz es un periodista y escritor argentino. En sus libros se mezcla el periodismo con la literatura. Alterna en sus relatos temas emocionales y cotidianos de gente común y corriente, con historias épicas de héroes contradictorios. Ha escrito seis novelas, numerosos cuentos, crónicas, críticas y artículos. Fue redactor especial y cronista policial de La Razón, en épocas del editor Jacobo Timerman. Emigró luego a la Patagonia, donde fue jefe de redacción de El Diario del Neuquén. A su regreso a Buenos Aires, asumió la jefatura de Política de El Cronista y, más tarde, fue subdirector de las revistas Somos y Gente. Fue también subdirector y miembro del grupo fundador del diario Perfil. Asimismo, fue director de la revista Noticias, y del suplemento semanal ADN Cultura, que fundó junto con Tomás Eloy Martínez. Actualmente, es columnista del diario La Nación y conduce el programa Pensándolo Bien por Radio Mitre. El 9 de junio de 2016 fue elegido académico de número de la Academia Argentina de Letras.
ández Díaz es un periodista y escritor argentino. En sus libros se mezcla el periodismo con la literatura. Alterna en sus relatos temas emocionales y cotidianos de gente común y corriente, con historias épicas de héroes contradictorios. Ha escrito seis novelas, numerosos cuentos, crónicas, críticas y artículos. Fue redactor especial y cronista policial de La Razón, en épocas del editor Jacobo Timerman. Emigró luego a la Patagonia, donde fue jefe de redacción de El Diario del Neuquén. A su regreso a Buenos Aires, asumió la jefatura de Política de El Cronista y, más tarde, fue subdirector de las revistas Somos y Gente. Fue también subdirector y miembro del grupo fundador del diario Perfil. Asimismo, fue director de la revista Noticias, y del suplemento semanal ADN Cultura, que fundó junto con Tomás Eloy Martínez. Actualmente, es columnista del diario La Nación y conduce el programa Pensándolo Bien por Radio Mitre. El 9 de junio de 2016 fue elegido académico de número de la Academia Argentina de Letras.

Un cuento de terror recomendado por Borges

Foto del periodista y escritor Jorge Fernández Díaz. Con los dados del destino
La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez.
El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.
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Herbert White / 2010

viernes, 25 de agosto de 2017

"La pata de mono" de W.W. Jacobs


I

La noche era fría y húmeda, pero en la pequeña sala de Laburnum Villa los postigos estaban cerrados y el fuego ardía vivamente. Padre e hijo jugaban al ajedrez. El primero tenía ideas personales sobre el juego y ponía al rey en tan desesperados e inútiles peligros que provocaba el comentario de la vieja señora que tejía plácidamente junto a la chimenea.

-Oigan el viento -dijo el señor White; había cometido un error fatal y trataba de que su hijo no lo advirtiera.

-Lo oigo -dijo éste moviendo implacablemente la reina-. Jaque.

-No creo que venga esta noche -dijo el padre con la mano sobre el tablero.

-Mate -contestó el hijo.

-Esto es lo malo de vivir tan lejos -vociferó el señor White con imprevista y repentina violencia-. De todos los suburbios, este es el peor. El camino es un pantano. No se qué piensa la gente. Como hay sólo dos casas alquiladas, no les importa.

-No te aflijas, querido -dijo suavemente su mujer-, ganarás la próxima vez.

El señor White alzó la vista y sorprendió una mirada de complicidad entre madre e hijo. Las palabras murieron en sus labios y disimuló un gesto de fastidio.

-Ahí viene -dijo Herbert White al oír el golpe del portón y unos pasos que se acercaban. Su padre se levantó con apresurada hospitalidad y abrió la puerta; le oyeron condolerse con el recién venido.

Luego, entraron. El forastero era un hombre fornido, con los ojos salientes y la cara rojiza.

-El sargento mayor Morris -dijo el señor White, presentándolo. El sargento les dio la mano, aceptó la silla que le ofrecieron y observó con satisfacción que el dueño de casa traía whisky y unos vasos y ponía una pequeña pava de cobre sobre el fuego.

Al tercer vaso, le brillaron los ojos y empezó a hablar. La familia miraba con interés a ese forastero que hablaba de guerras, de epidemias y de pueblos extraños.

-Hace veintiún años -dijo el señor White sonriendo a su mujer y a su hijo-. Cuando se fue era apenas un muchacho. Mírenlo ahora.

-No parece haberle sentado tan mal -dijo la señora White amablemente.

-Me gustaría ir a la India -dijo el señor White-. Sólo para dar un vistazo.

-Mejor quedarse aquí -replicó el sargento moviendo la cabeza. Dejó el vaso y, suspirando levemente, volvió a sacudir la cabeza.

-Me gustaría ver los viejos templos y faquires y malabaristas -dijo el señor White-. ¿Qué fue, Morris, lo que usted empezó a contarme los otros días, de una pata de mono o algo por el estilo?

-Nada -contestó el soldado apresuradamente-. Nada que valga la pena oír.

-¿Una pata de mono? -preguntó la señora White.

-Bueno, es lo que se llama magia, tal vez -dijo con desgana el militar.

Sus tres interlocutores lo miraron con avidez. Distraídamente, el forastero llevó la copa vacía a los labios: volvió a dejarla. El dueño de casa la llenó.

-A primera vista, es una patita momificada que no tiene nada de particular -dijo el sargento mostrando algo que sacó del bolsillo.

La señora retrocedió, con una mueca. El hijo tomó la pata de mono y la examinó atentamente.

-¿Y qué tiene de extraordinario? -preguntó el señor White quitándosela a su hijo, para mirarla.

-Un viejo faquir le dio poderes mágicos -dijo el sargento mayor-. Un hombre muy santo… Quería demostrar que el destino gobierna la vida de los hombres y que nadie puede oponérsele impunemente. Le dio este poder: Tres hombres pueden pedirle tres deseos.

Habló tan seriamente que los otros sintieron que sus risas desentonaban.

-Y usted, ¿por qué no pide las tres cosas? -preguntó Herbert White.

El sargento lo miró con tolerancia.

-Las he pedido -dijo, y su rostro curtido palideció.

-¿Realmente se cumplieron los tres deseos? -preguntó la señora White.

-Se cumplieron -dijo el sargento.

-¿Y nadie más pidió? -insistió la señora.

-Sí, un hombre. No sé cuáles fueron las dos primeras cosas que pidió; la tercera fue la muerte. Por eso entré en posesión de la pata de mono.

Habló con tanta gravedad que produjo silencio.

-Morris, si obtuvo sus tres deseos, ya no le sirve el talismán -dijo, finalmente, el señor White-. ¿Para qué lo guarda?

El sargento sacudió la cabeza:

-Probablemente he tenido, alguna vez, la idea de venderlo; pero creo que no lo haré. Ya ha causado bastantes desgracias. Además, la gente no quiere comprarlo. Algunos sospechan que es un cuento de hadas; otros quieren probarlo primero y pagarme después.

-Y si a usted le concedieran tres deseos más -dijo el señor White-, ¿los pediría?

-No sé -contestó el otro-. No sé.

Tomó la pata de mono, la agitó entre el pulgar y el índice y la tiró al fuego. White la recogió.

-Mejor que se queme -dijo con solemnidad el sargento.

-Si usted no la quiere, Morris, démela.

-No quiero -respondió terminantemente-. La tiré al fuego; si la guarda, no me eche la culpa de lo que pueda suceder. Sea razonable, tírela.

El otro sacudió la cabeza y examinó su nueva adquisición. Preguntó:

-¿Cómo se hace?

-Hay que tenerla en la mano derecha y pedir los deseos en voz alta. Pero le prevengo que debe temer las consecuencias.

-Parece de Las mil y una noches -dijo la señora White. Se levantó a preparar la mesa-. ¿No le parece que podrían pedir para mí otro par de manos?

El señor White sacó del bolsillo el talismán; los tres se rieron al ver la expresión de alarma del sargento.

-Si está resuelto a pedir algo -dijo agarrando el brazo de White- pida algo razonable.

El señor White guardó en el bolsillo la pata de mono. Invitó a Morris a sentarse a la mesa. Durante la comida el talismán fue, en cierto modo, olvidado. Atraídos, escucharon nuevos relatos de la vida del sargento en la India.

-Si en el cuento de la pata de mono hay tanta verdad como en los otros -dijo Herbert cuando el forastero cerró la puerta y se alejó con prisa, para alcanzar el último tren-, no conseguiremos gran cosa.

-¿Le diste algo? -preguntó la señora mirando atentamente a su marido.

-Una bagatela -contestó el señor White, ruborizándose levemente-. No quería aceptarlo, pero lo obligué. Insistió en que tirara el talismán.

-Sin duda -dijo Herbert, con fingido horror-, seremos felices, ricos y famosos. Para empezar tienes que pedir un imperio, así no estarás dominado por tu mujer.

El señor White sacó del bolsillo el talismán y lo examinó con perplejidad.

-No se me ocurre nada para pedirle -dijo con lentitud-. Me parece que tengo todo lo que deseo.

-Si pagaras la hipoteca de la casa serías feliz, ¿no es cierto? -dijo Herbert poniéndole la mano sobre el hombro-. Bastará con que pidas doscientas libras.

El padre sonrió avergonzado de su propia credulidad y levantó el talismán; Herbert puso una cara solemne, hizo un guiño a su madre y tocó en el piano unos acordes graves.

-Quiero doscientas libras -pronunció el señor White.

Un gran estrépito del piano contestó a sus palabras. El señor White dio un grito. Su mujer y su hijo corrieron hacia él.

-Se movió -dijo, mirando con desagrado el objeto, y lo dejó caer-. Se retorció en mi mano como una víbora.

-Pero yo no veo el dinero -observó el hijo, recogiendo el talismán y poniéndolo sobre la mesa-. Apostaría que nunca lo veré.

-Habrá sido tu imaginación, querido -dijo la mujer, mirándolo ansiosamente.

Sacudió la cabeza.

-No importa. No ha sido nada. Pero me dio un susto.

Se sentaron junto al fuego y los dos hombres acabaron de fumar sus pipas. El viento era más fuerte que nunca. El señor White se sobresaltó cuando golpeó una puerta en los pisos altos. Un silencio inusitado y deprimente los envolvió hasta que se levantaron para ir a acostarse.

-Se me ocurre que encontrarás el dinero en una gran bolsa, en medio de la cama -dijo Herbert al darles las buenas noches-. Una aparición horrible, agazapada encima del ropero, te acechará cuando estés guardando tus bienes ilegítimos.

Ya solo, el señor White se sentó en la oscuridad y miró las brasas, y vio caras en ellas. La última era tan simiesca, tan horrible, que la miró con asombro; se rió, molesto, y buscó en la mesa su vaso de agua para echárselo encima y apagar la brasa; sin querer, tocó la pata de mono; se estremeció, limpió la mano en el abrigo y subió a su cuarto.

II

A la mañana siguiente, mientras tomaba el desayuno en la claridad del sol invernal, se rió de sus temores. En el cuarto había un ambiente de prosaica salud que faltaba la noche anterior; y esa pata de mono; arrugada y sucia, tirada sobre el aparador, no parecía terrible.

-Todos los viejos militares son iguales -dijo la señora White-. ¡Qué idea, la nuestra, escuchar esas tonterías! ¿Cómo puede creerse en talismanes en esta época? Y si consiguieras las doscientas libras, ¿qué mal podrían hacerte?

-Pueden caer de arriba y lastimarte la cabeza -dijo Herbert.

-Según Morris, las cosas ocurrían con tanta naturalidad que parecían coincidencias -dijo el padre.

-Bueno, no vayas a encontrarte con el dinero antes de mi vuelta -dijo Herbert, levantándose de la mesa-. No sea que te conviertas en un avaro y tengamos que repudiarte.

La madre se rió, lo acompañó hasta afuera y lo vio alejarse por el camino; de vuelta a la mesa del comedor, se burló de la credulidad del marido.

Sin embargo, cuando el cartero llamó a la puerta corrió a abrirla, y cuando vio que sólo traía la cuenta del sastre se refirió con cierto malhumor a los militares de costumbres intemperantes.

-Me parece que Herbert tendrá tema para sus bromas -dijo al sentarse.

-Sin duda -dijo el señor White-. Pero, a pesar de todo, la pata se movió en mi mano. Puedo jurarlo.

-Habrá sido en tu imaginación -dijo la señora suavemente.

-Afirmo que se movió. Yo no estaba sugestionado. Era… ¿Qué sucede?

Su mujer no le contestó. Observaba los misteriosos movimientos de un hombre que rondaba la casa y no se decidía a entrar. Notó que el hombre estaba bien vestido y que tenía una galera nueva y reluciente; pensó en las doscientas libras. El hombre se detuvo tres veces en el portón; por fin se decidió a llamar.

Apresuradamente, la señora White se quitó el delantal y lo escondió debajo del almohadón de la silla.

Hizo pasar al desconocido. Éste parecía incómodo. La miraba furtivamente, mientras ella le pedía disculpas por el desorden que había en el cuarto y por el guardapolvo del marido. La señora esperó cortésmente que les dijera el motivo de la visita; el desconocido estuvo un rato en silencio.

-Vengo de parte de Maw & Meggins -dijo por fin.

La señora White tuvo un sobresalto.

-¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿Le ha sucedido algo a Herbert?

Su marido se interpuso.

-Espera, querida. No te adelantes a los acontecimientos. Supongo que usted no trae malas noticias, señor.

Y lo miró patéticamente.

-Lo siento… -empezó el otro.

-¿Está herido? -preguntó, enloquecida, la madre.

El hombre asintió.

-Mal herido -dijo pausadamente-. Pero no sufre.

-Gracias a Dios -dijo la señora White, juntando las manos-. Gracias a Dios.

Bruscamente comprendió el sentido siniestro que había en la seguridad que le daban y vio la confirmación de sus temores en la cara significativa del hombre. Retuvo la respiración, miró a su marido que parecía tardar en comprender, y le tomó la mano temblorosamente. Hubo un largo silencio.

-Lo agarraron las máquinas -dijo en voz baja el visitante.

-Lo agarraron las máquinas -repitió el señor White, aturdido.

Se sentó, mirando fijamente por la ventana; tomó la mano de su mujer, la apretó en la suya, como en sus tiempos de enamorados.

-Era el único que nos quedaba -le dijo al visitante-. Es duro.

El otro se levantó y se acercó a la ventana.

-La compañía me ha encargado que le exprese sus condolencias por esta gran pérdida -dijo sin darse la vuelta-. Le ruego que comprenda que soy tan sólo un empleado y que obedezco las órdenes que me dieron.

No hubo respuesta. La cara de la señora White estaba lívida.

-Se me ha comisionado para declararles que Maw & Meggins niegan toda responsabilidad en el accidente -prosiguió el otro-. Pero en consideración a los servicios prestados por su hijo, le remiten una suma determinada.

El señor White soltó la mano de su mujer y, levantándose, miró con terror al visitante. Sus labios secos pronunciaron la palabra: ¿cuánto?

-Doscientas libras -fue la respuesta.

Sin oír el grito de su mujer, el señor White sonrió levemente, extendió los brazos, como un ciego, y se desplomó, desmayado.

III

En el cementerio nuevo, a unas dos millas de distancia, marido y mujer dieron sepultura a su muerto y volvieron a la casa transidos de sombra y de silencio.

Todo pasó tan pronto que al principio casi no lo entendieron y quedaron esperando alguna otra cosa que les aliviara el dolor. Pero los días pasaron y la expectativa se transformó en resignación, esa desesperada resignación de los viejos, que algunos llaman apatía. Pocas veces hablaban, porque no tenían nada que decirse; sus días eran interminables hasta el cansancio.

Una semana después, el señor White, despertándose bruscamente en la noche, estiró la mano y se encontró solo.

El cuarto estaba a oscuras; oyó cerca de la ventana, un llanto contenido. Se incorporó en la cama para escuchar.

-Vuelve a acostarte -dijo tiernamente-. Vas a coger frío.

-Mi hijo tiene más frío -dijo la señora White y volvió a llorar.

Los sollozos se desvanecieron en los oídos del señor White. La cama estaba tibia, y sus ojos pesados de sueño. Un despavorido grito de su mujer lo despertó.

-La pata de mono -gritaba desatinadamente-, la pata de mono.

El señor White se incorporó alarmado.

-¿Dónde? ¿Dónde está? ¿Qué sucede?

Ella se acercó:

-La quiero. ¿No la has destruido?

-Está en la sala, sobre la repisa -contestó asombrado-. ¿Por qué la quieres?

Llorando y riendo se inclinó para besarlo, y le dijo histéricamente:

-Sólo ahora he pensado… ¿Por qué no he pensado antes? ¿Por qué tú no pensaste?

-¿Pensaste en qué? -preguntó.

-En los otros dos deseos -respondió en seguida-. Sólo hemos pedido uno.

-¿No fue bastante?

-No -gritó ella triunfalmente-. Le pediremos otro más. Búscala pronto y pide que nuestro hijo vuelva a la vida.

El hombre se sentó en la cama, temblando.

-Dios mío, estás loca.

-Búscala pronto y pide -le balbuceó-; ¡mi hijo, mi hijo!

El hombre encendió la vela.

-Vuelve a acostarte. No sabes lo que estás diciendo.

-Nuestro primer deseo se cumplió. ¿Por qué no hemos de pedir el segundo?

-Fue una coincidencia.

-Búscala y desea -gritó con exaltación la mujer.

El marido se volvió y la miró:

-Hace diez días que está muerto y además, no quiero decirte otra cosa, lo reconocí por el traje. Si ya entonces era demasiado horrible para que lo vieras…

-¡Tráemelo! -gritó la mujer arrastrándolo hacia la puerta-. ¿Crees que temo al niño que he criado?

El señor White bajó en la oscuridad, entró en la sala y se acercó a la repisa.

El talismán estaba en su lugar. Tuvo miedo de que el deseo todavía no formulado trajera a su hijo hecho pedazos, antes de que él pudiera escaparse del cuarto.

Perdió la orientación. No encontraba la puerta. Tanteó alrededor de la mesa y a lo largo de la pared y de pronto se encontró en el zaguán, con el maligno objeto en la mano.

Cuando entró en el dormitorio, hasta la cara de su mujer le pareció cambiada. Estaba ansiosa y blanca y tenía algo sobrenatural. Le tuvo miedo.

-¡Pídelo! -gritó con violencia.

-Es absurdo y perverso -balbuceó.

-Pídelo -repitió la mujer.

El hombre levantó la mano:

-Deseo que mi hijo viva de nuevo.

El talismán cayó al suelo. El señor White siguió mirándolo con terror. Luego, temblando, se dejó caer en una silla mientras la mujer se acercó a la ventana y levantó la cortina. El hombre no se movió de allí, hasta que el frío del alba lo traspasó. A veces miraba a su mujer que estaba en la ventana. La vela se había consumido; hasta casi apagarse. Proyectaba en las paredes y el techo sombras vacilantes.

Con un inexplicable alivio ante el fracaso del talismán, el hombre volvió a la cama; un minuto después, la mujer, apática y silenciosa, se acostó a su lado.

No hablaron; escuchaban el latido del reloj. Crujió un escalón. La oscuridad era opresiva; el señor White juntó coraje, encendió un fósforo y bajó a buscar una vela.

Al pie de la escalera el fósforo se apagó. El señor White se detuvo para encender otro; simultáneamente resonó un golpe furtivo, casi imperceptible, en la puerta de entrada.

Los fósforos cayeron. Permaneció inmóvil, sin respirar, hasta que se repitió el golpe. Huyó a su cuarto y cerró la puerta. Se oyó un tercer golpe.

-¿Qué es eso? -gritó la mujer.

-Un ratón -dijo el hombre-. Un ratón. Se me cruzó en la escalera.

La mujer se incorporó. Un fuerte golpe retumbó en toda la casa.

-¡Es Herbert! ¡Es Herbert! -La señora White corrió hacia la puerta, pero su marido la alcanzó.

-¿Qué vas a hacer? -le dijo ahogadamente.

-¡Es mi hijo; es Herbert! -gritó la mujer, luchando para que la soltara-. Me había olvidado de que el cementerio está a dos millas. Suéltame; tengo que abrir la puerta.

-Por amor de Dios, no lo dejes entrar -dijo el hombre, temblando.

-¿Tienes miedo de tu propio hijo? -gritó-. Suéltame. Ya voy, Herbert; ya voy.

Hubo dos golpes más. La mujer se libró y huyó del cuarto. El hombre la siguió y la llamó, mientras bajaba la escalera. Oyó el ruido de la tranca de abajo; oyó el cerrojo; y luego, la voz de la mujer, anhelante:

-La tranca -dijo-. No puedo alcanzarla.

Pero el marido, arrodillado, tanteaba el piso, en busca de la pata de mono.

-Si pudiera encontrarla antes de que eso entrara…

Los golpes volvieron a resonar en toda la casa. El señor White oyó que su mujer acercaba una silla; oyó el ruido de la tranca al abrirse; en el mismo instante encontró la pata de mono y, frenéticamente, balbuceó el tercer y último deseo.

Los golpes cesaron de pronto; aunque los ecos resonaban aún en la casa. Oyó retirar la silla y abrir la puerta. Un viento helado entró por la escalera, y un largo y desconsolado alarido de su mujer le dio valor para correr hacia ella y luego hasta el portón. El camino estaba desierto y tranquilo.

FIN

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