lunes, 27 de mayo de 2019

Pan Gu y la creación del mundo


En el principio, el universo estaba contenido en un huevo, dentro del cual, las fuerzas vitales del yin (obscura, femenina y fría) y del yang (clara, masculina y caliente) se relacionan una con otra.
Dentro del huevo, Pan Gu (o también Pan Ku), formado a partir de estas fuerzas, estuvo durmiendo durante 18.000 años. Al despertar, se estiró y lo rompió.
Los elementos más pesados del interior del huevo se fueron hacia abajo para formar la tierra y los más ligeros flotaron para formar el cielo.
Entre la tierra y el cielo, estaba Pan Gu.
Todos cada día, durante otros 18.000 años, la tierra y el cielo se separaban un poco más más. Pan Gu crecía la misma proporción por lo que siempre se llenaba el espacio intermedio.
Finalmente, la tierra y el cielo llegaron a sus pocisiones defininitvas. Agotado, Pan Gu, se echó a descansar. Y estaba tan agotado que murió. Su cuerpo y sus miembros se convirtieron en motañas. Sus ojos, se transformaron en el sol y la luna. Su carne, la tierra, sus cabellos, los árboles, las plantas, sus lágrimas, ríos y mares. Su aliento, fue el viento, su voz el trueno y el relámpago.
Y por último... las pulgas de Pan Gu... ¡se convirtieron en la humanidad!

La demarcación freudiana entre psicoanálisis y ciencia

 

 Por Gabriel  Lombardi
  
 
El prestigio y la probada eficacia de la ciencia moderna parecen justificar que los psicoanalistas intentemos incluir nuestra disciplina dentro del conjunto heteróclito formado por la ciencia. Freud y Lacan, cada uno a su manera, hasta cierto punto lo intentaron.
Sin embargo la elaboración de saber genuina del psicoanálisis es diferente de la de cualquier otra práctica admitida como ciencia. A pesar de todos los progresos posteriores del psicoanálisis, una grieta nítida e irreversible entre psicoanálisis y ciencia se abrió ya en los primeros pasos de Freud, fundadores de una disciplina y una práctica completamente nuevas.

Esa grieta puede valer como demarcación: Sigmund Freud nunca, en vida, publicó su Proyecto de psicología para neurólogos. Su manuscrito permaneció inédito hasta diez años después de su muerte. Investigador honesto y riguroso, advirtió tempranamente el corte radical e irremediable que él mismo introdujo entre anatomía y fisiología del sistema nervioso por una parte y lesión histérica por otra. Esa brecha no sólo no fue salvada con el tiempo y los progresos de la teoría analítica, sino que se profundizó cada vez más. El inconsciente freudiano está tan poco conectado hoy con la anatomía o la química neuronal como lo estuvo en 1900. El psicoanálisis nunca será una neuropsicología. Más en general, el psicoanálisis no es una neurociencia, no lo será jamás, porque renunció desde el comienzo a serlo, en su acto de fundación como discurso.

Este gesto de Freud no es sin embargo oscurantista, todo lo contrario, es la respuesta firme y esclarecedora a lo que viene del otro lado: el discurso científico no sabe nada del síntoma histérico, ni quiere saberlo. Es bien conocido que incluso el término mismo de “histeria” ha sido suprimido de los DSM en su cuarta versión.

Otro ejemplo, Freud revisó meticulosamente la literatura científica sobre los procesos oníricos tratando de encontrar respuestas a su pregunta por el sentido (Deutung) de los sueños. Informó sobre el estado del arte a fines del siglo XIX en las 100 páginas iniciales de La interpretación de los sueños, para luego concluir que dicha literatura no daba ninguna respuesta a tal pregunta; absolutamente ninguna. Advirtió claramente que era necesaria otra elaboración de saber para entender las determinaciones inconscientes del sueño o del síntoma. En el segundo capítulo propuso entonces un nuevo método de interpretación, cercano a la opinión de los legos, a la interpretación vulgar y a la mántica de los antiguos, pero que se diferencia sin embargo de ellas en un punto decisivo: “defiere al soñante el trabajo de la interpretación”.

Esa alteración freudiana en el método, es el germen de una transformación radical en la elaboración del saber acerca de los hechos subjetivos (síntomas, sueños, actos fallidos, etc.) que es propia del psicoanálisis, y que no se puede abandonar sin cambiar de discurso.
Sin embargo, el psicoanálisis no puede plantearse como una práctica completamente ajena al discurso científico, por una razón esencial, que permitió a Lacan precisar conceptualmente la clave de la distinción y de la articulación entre el psicoanálisis y la ciencia: aún si el psicoanálisis no es una ciencia, el sujeto del psicoanálisis es el sujeto de la ciencia.

Esto es así porque la ciencia, al arrancar al sujeto de su sabiduría tradicional y de sus formas ancentrales de ver el mundo –el paso cartesiano de la ciencia–, lo fuerza a una nueva forma de existencia, a un “yo pienso” cada vez más radicalmente desenraizado de todas las referencias tradicionales. Pero no sólo eso, sino que con ese “yo pienso” que ha generado, ella, la ciencia, no quiere saber nada. Al mismo tiempo que lo produce, lo rechaza, lo arroja en lo real. Y con razón: no hay ciencia que pueda sostener una comunicación “científica” –objetiva, verificable, válida para todos–, si incluye ese efecto de “yo pienso” del lenguaje.
La lógica habría de mostrar que ese “yo pienso” participa de la estructura lógica del “yo miento”, y que el “yo miento” a su vez está entrometido, de un modo u otro, en la base misma de todas las elaboraciones científicas: la estructura de la prueba. Por eso Lacan, leyendo a Gödel, puede afirmar que el sujeto es “el correlato antinómico de la ciencia”, del que ella no puede liberarse.1 Al mismo tiempo que lo produce, que lo arroja a lo real, la ciencia no puede desprenderse de él, y esto porque la lógica hace las veces de ombligo subjetivo de la ciencia: en efecto sólo ella es capaz de mostrar que aún la ciencia más rigurosa está destinada a fracasar en sus intentos de desprenderse completamente de ese efecto de lenguaje en que consiste el sujeto.Es justamente por eso que el psicoanalista lo tiene a su alcance, por poco que dicho sujeto tenga todavía algún aliento con el que formularle una demanda. Claro, es necesario también, para no volver a expulsarlo, que el analista le deje la palabra y haga de la regla analítica el fundamento de su práctica; es decir que no lo tome como objeto de conocimiento y que renuncie al ideal de comunicación científica válida para todos. Debe aproximar su método, en cambio, a la recepción de un testimonio, un decir válido solamente para el sujeto que vivió una experiencia, o que la padece actualmente, y que sólo él puede “hacer saber”.
Por eso mismo, la regla analítica descalifica al psicoanalista como científico: el saber no está de su lado mientras sostiene su acto, el acto de permitir todo su despliegue a la relación singular del analizante con el saber inconsciente que determina su síntoma o su sueño. Aún cuando el analista ensaye lo que se le ocurra a título de interpretación, será siempre el analizado el que aporta los medios de aproximación al saber que cuenta, el saber inconsciente, el saber real. Por eso son sus asociaciones, y no las del analista, las que sirven como referencia real, en la medida que confirman o dejan de lado la eficacia de una interpretación.
Ahora bien, esa coincidencia en cuanto al sujeto de dos elaboraciones de saber tan diferentes, es lo que permite ver que el psicoanálisis es un discurso al mismo tiempo separado de la ciencia y articulado a ella: no se aparta de ella, no se aleja de ella sin extraviarse en la oscuridad de los poderes de la palabra. Aquí la separación debe entenderse como operación lógica, tal como la entendió Lacan: una intersección que, aún vacía, implica una articulación. El psicoanálisis intersecta con la ciencia, alojando en su campo lo que la ciencia deja afuera: el efecto de sujeto del lenguaje, efecto divisorio que afecta al viviente al punto de hacer de él un parlêtre, un ser hablante.

Por estas razones, para nosotros, psicoanalistas, pierde importancia la pregunta sobre si el psicoanálisis es o no una ciencia, y se vuelve en cambio decisiva la pregunta sobre qué sería una ciencia que incluya al psicoanálisis, es decir, una elaboración de saber que no deje afuera al sujeto.
Justamente por eso, el psicoanálisis no puede ni debe imitar a otras disciplinas. Ni en sus métodos ni en sus conceptos. Porque de todos modos, como lo mostraron Freud y Lacan y también algunos otros (Klein o Winnicott, por ejemplo), aunque el psicoanálisis no sea una disciplina científica, puede ser riguroso y debe propiciar demarcaciones duras para respetar sus fines y exigencias de discurso –que no se acomodan fácilmente a las exigencias académicas–.
Un estudio detallado de los métodos y de los procedimientos admitidos usualmente en psicoanálisis desde Lacan –el dispositivo freudiano del análisis, el control, el pase, e incluso la práctica lacaniana de la presentación de enfermos como algo radicalmente distinto de una “mostración”–, revelaría que todos ellos tienen como condición la misma destitución subjetiva del analista, la que hace posible esa “estricta sumisión a las posiciones subjetivas” del paciente que genera una clínica propiamente lacaniana, que sólo vale si se renueva en cada caso.

La originalidad del método en psicoanálisis –que no se ha visto beneficiado por ninguno de los avances tecnológicos del siglo XX–, está dada por “los medios de los que se priva”, y por los objetivos predeterminados de los que se abstiene. Prescinde de la hipnosis, de la sugestión, también de metas terapéuticas predeterminadas –el plan de tratamiento–, que no harían sino reducir su campo y exigir al sujeto un formato al que no se avendría sin una nueva violencia de discurso, un nuevo desconocimiento de su división y de las causas de su división.
Por eso Lacan considera que “la formación de los analistas es lo más defendible que el psicoanálisis puede presentar”. Insolencia, comenta, que aún si no afecta mucho a los analistas, responde a una falla en la civilización.3 Para detectar y circunscribir esa falla, “sólo prepara una teoría adecuada a mantener el psicoanálisis en el estatuto que preserva su relación con la ciencia”. El psicoanálisis freudiano, revitalizado por Lacan, no tiene otro sostén.

Ocuparse del sujeto de la ciencia es lo que no deja al psicoanálisis “ninguna transición con el esoterismo que estructura prácticas en apariencia vecinas” –es decir las formas de psicoterapias que se le parecen–. La posición de Lacan, extrema en este punto, permite plantear correctamente el estatuto científico y ético del psicoanálisis, por oposición a las verdaderas pseudociencias que inundan las facultades de psicología del mundo: las que pretenden explicar los síntomas subjetivos con modelos inadecuados. Las computadoras simulan tan mal al sujeto como las ratas. Por eso las “ciencias” y terapias cognitivas y conductistas son auténticas pseudociencias, en la medida en que toman los últimos aportes de disciplinas científicas genuinas (informática, biología, etología, etc.) como justificación de un procedimiento terapéutico que nada tiene de científico, la sugestión: la historia de la medicina lo señala como el primer tratamiento de cuantos hayan existido –muy anterior entonces a la ciencia moderna–. Eso es pseudociencia, auténtica, actual, la que justifica los mismos tratamientos de siempre con el lenguaje de moda, que es el de la ciencia. Porque la teoría allí no cumple ninguna función epistémica, sólo tiene función de relleno ideológico o de publicidad para la venta, y nada que ver con la ciencia. Está bien entonces que hablen del “cliente”, y no del paciente ni del analizante.

El psicoanálisis en cambio, por sostener la pregunta del sujeto en un estatuto científico, renuncia a modelizarlo, y lo acompaña mientras puede en su interrogación de ese saber sobre sí mismo que constituye el síntoma. En un análisis, esa pregunta, que parte del síntoma y vuelve sobre el síntoma después de articularse con el deseo del Otro, es analizada “más acá” de toda semántica, y no podría ser sostenida cabalmente por fuera de una lógica nonstandard, que renuncia a toda pretensión de construcción de modelos isomórficos de la relación del sujeto con el síntoma.

Por eso el psicoanálisis, para permanecer riguroso, no puede ir muy lejos en la elaboración de saber. Se entiende entonces que no haya acuñado una erótica ni una metodología de la sublimación. Ni siquiera es un discurso que apunte a constituir un saber nuevo, porque su meta es renovar la relación con un saber ya constituido... e inaccesible incluso para el analizante. El inconsciente, “menos profundo que inaccesible a la profundización consciente”, no entrega más que pedazos de saber, –pedazos en rigor inclasificables, porque una vez clasificados pierden su substancia (de goce) y se reducen a lo normal, a las fuentes comunes de placer en el que somos parecidos, normales y aburridos–. El psicoanálisis se abstiene de clasificar el saber inconsciente, justamente para permitir al sujeto interrogarlo, interrogar su posición, incluso dejarse engañar por él –les non dupes errent, insistía Lacan–.

Ese deber de contentarse con un saber fragmentario y que sólo vale para un sujeto, implica para el psicoanálisis una penuria epistémica asegurada. Pero no hay que escandalizarse entonces porque el psicoanálisis haya de “tomar prestados” términos, ideas, fórmulas de otros discursos, para hacer de ellos un empleo laxo... No hay que sokalizarse ante el hecho de que Lacan, declaradamente, no haga lingüística sino “lingüistería”, y proceda con la misma libertad con cuanto concepto rapiñaba de otros campos del saber. No tiene nada de escandaloso ni de aberrante adaptar elaboraciones de saber de otras disciplinas si eso nos permite mostrar la torsión que esas disciplinas sufrirían en caso de admitir el sujeto en sus avenidas, es decir en caso de que interrogáramos seriamente no ya si el psicoanálisis es una ciencia, sino qué sería una ciencia que incluya al psicoanálisis.

Es que la tesis de Lacan de que el sujeto del psicoanálisis es el de la ciencia, tiene el siguiente corolario: que el psicoanálisis “no tiene el privilegio de un sujeto más consistente, sino que más bien debe permitir iluminarlo igualmente en las avenidas de otras disciplinas.”4
Es divertido constatar hoy en día la proliferación de diatribas de algunos pseudocientíficos contra el psicoanálisis (en efecto, no son científicos, los verdaderos científicos no se ocupan del psicoanálisis). Contrastan en todo caso con la posición para con Freud de Karl Popper, quien no se dejaba llevar usualmente por excesos contratransferenciales. Popper de hecho, y no lo ocultó, se apoyó en Freud para desarrollar su teoría de la demarcación entre ciencia y elaboraciones de saber no contrastables. Escribió, por ejemplo: “Yo, al menos, estoy convencido de que existe un mundo del inconsciente y de que los análisis de los sueños de Freud en su libro son fundamentalmente correctos, aunque si duda incompletos (como él mismo deja claro) y, necesariamente, algo sesgados. Digo ‘necesariamente’ porque incluso la observación ‘pura’ no es nunca neutral, es necesariamente el resultado de una interpretación.”5 Esto como introducción de su crítica al procedimiento freudiano de buscar verificaciones en lugar de proponer contextos de contrastación en que su tesis del sueño como realización de deseos podría ser “falsable” –Popper nunca tuvo en cuenta, vaya a saber por qué, el texto Más allá del principio del placer, donde Freud sin embargo precisa uno de tales contextos–.

Lacan sin embargo estuvo de acuerdo con Popper: “Lo que tengo que decirles, afirmó hacia el final de su enseñanza, es que el psicoanálisis debe ser tomado en serio aún cuando no sea una ciencia. Porque lo enojoso, como lo ha mostrado sobreabundantemente un llamado Karl Popper, es que no es una ciencia porque es irrefutable.”6 En la misma época el mismo Lacan aseguró, fundamentalista, que la ciencia, la refutable, “es una futilidad que no tiene peso en la vida de nadie, aún cuando tenga efectos, la televisión por ejemplo.”7
Alguna vez recibí de un gran mistificador del psicoanálisis actual, la siguiente confidencia, acompañada del guiño del sabio bienintencionado que finalmente te entrega su consejo: “Lacan se despreocupó de la relación del psicoanálisis con la ciencia”. Es falso, no sólo por lo que sus últimos textos y seminarios enseñan, sino porque la interrogación de los vínculos del psicoanálisis con la ciencia es uno de los pilares de la fundación y el sostén del discurso analítico, como lo muestra un excelente artículo de Sidi Askofare que acaba de ser publicado.
La ciencia tiene efectos, y sin embargo carece de peso, es fantasma que se arma sólo porque se cree en él. La aproximación lacaniana a lo real del sujeto, que supone cuestionar incluso esa creencia, no podría prescindir de la articulación con esa ficción, de la que participa el sujeto mismo en su existencia. Si, como decía Freud, el síntoma es la brújula del análisis, es porque él invierte el sentido de la elaboración de saber de la ciencia, que va de lo ficticio a lo real. El síntoma es lo que para cada sujeto viene de lo real, es un punto de certeza, y a veces es lo único capaz de dar peso a una existencia que, con la ciencia y sin el síntoma, sería cada vez más ficticia, cada vez más digitalizada, cada vez más informada y más carente de sabiduría tradicional, cada vez más extraviada.
 
 
© Copyright ImagoAgenda.com / LetraViva



   Otros artículos de este autor
 
» Imago Agenda Nº 193 | noviembre 2015 | La ignorancia de Lacan 
» Imago Agenda Nº 169 | abril 2013 | Enseñanzas del aislamiento social de a dos 
» Imago Agenda Nº 147 | marzo 2011 | Into the wild  Reflexiones sobre la distinción entre locuras psicóticas y no psicóticas
» Imago Agenda Nº 132 | agosto 2009 | Teoría y experiencia 
» Imago Agenda Nº 118 | abril 2008 | La dificultad en percibir las innovaciones en psicoanálisis 
» Imago Agenda Nº 87 | marzo 2005 | Lo fundamental de Heidegger en Lacan  de Héctor López, Letra Viva, 2005

http://www.imagoagenda.com/articulo.asp?idarticulo=931

miércoles, 22 de mayo de 2019

Jacques Offenbach - Barcarolle from "The Tales of Hoffmann" Belle nuit, ...

Jacques Offenbach - Barcarolle from "The Tales of Hoffmann" Belle nuit, ...

Peter Gunn Theme by Henry Mancini

Artie Shaw : Begin the Beguine

Tcha-Badjo - Flambée Montalbanaise - Gypsy Jazz

BELLA CIAO - La Casa de Papel (Saxophone Cover)

Bella Ciao en español - Diego Moreno

Flash Mob (Bella Ciao) LaCasa De Papel (Cyprus)

Il mondo canta "Bella Ciao" - (The world sings "Bella Ciao")

¿Por qué el éxito de la canción "Bella ciao"?

Bella Ciao (Radio Edit)

Dave Brubeck & Paul Desmond -- Stardust

Fly Me To The Moon -- Beegie Adair Trio

Zaratustra Trio - Bella Ciao

Yves Montand- Bella Ciao(Lyrics)

Yves Montand-Sous le CIEL de Paris

Le Télégramme - Yves Montand en Simone Signoret

La increíble historia de Freud y su hermandad de los anillos secretos

Exposición en un museo de Israel

La increíble historia de Freud y su hermandad de los anillos secretos

El padre del psicoanálisis regalaba joyas con mensajes ocultos a sus discípulos más cercanos. Para él se reservó un anillo con la imagen de Zeus, rey de los dioses.  


Cuando Morag Wilhelm, curadora del Museo de Israel (Jerusalén), encontró un anillo de sello de oro en una pequeña caja de cartón en los depósitos, la fascinante historia de una sociedad psicoanalítica secreta se empezó a descubrir. 
El anillo había sido donado al museo en 1977 por la psicoanalista Eva Rosenfeld, quien mencionó en una carta acompañante que le fue obsequiado por Sigmund Freud. La curiosidad de Wilhelm la llevó a localizar cinco anillos similares en museos en Austria, los Estados Unidos e Inglaterra. Como el anillo en el Museo de Israel, todos estaban engarzados con gemas antiguas, grabadas con imǻgenes de la mitología greco-romana.
Uno de los anillos de la muestra. Está dedicado a la psicoanalista Eva Rosenfeld.
Uno de los anillos de la muestra. Está dedicado a la psicoanalista Eva Rosenfeld.
En la primavera de 1913, Freud reunió a un comité secreto en Viena, convocando a seis de sus mǻs cercanos discípulos. El movimiento psicoanalítico que Freud fundó estaba pasando por un momento crítico. Sus teorías comenzaron a despertar desacuerdos en distintos círculos. Entre Freud y Karl Jung, uno de sus principales discípulos, surgieron disputas que culminaron en la ruptura entre ellos. En un intento por consolidar el movimiento, Freud obsequió a cada uno de sus discípulos un anillo de sello, grabado con una escena de la mitología griega, considerando cuidadosamente el simbolismo de cada anillo antes de adjudicarlo a cada discípulo, y reservando para sí un anillo grabado con la imǻgen de Zeus, rey de los dioses
Anna Freud, hija de Sigmund Freud fue la primera mujer fuera del comité secreto que recibió un anillo. Para ella eligió la imǻgen de Nike, diosa de la victoria, que asiste a Zeus.
Los anillos han sido históricamente usados por distintas culturas en ceremonias matrimoniales como símbolo de compromiso por generaciones. Asimismo, Freud conocía el concepto del anillo capaz de impartir poderes especiales como en El anillo de los nibelungos, el ciclo de óperas de Richard Wagner basado en mitos germǻnicos, que luego inspiró a El señor de los anillos de J.R.R. Tolkien.
Mǻs tarde, Freud regaló anillos a otros discípulos, miembros de su familia y amigos, aparentemente un total de 30 anillos.
En Londres. El mítico diván de Sigmund Freud / Archivo Clarín
En Londres. El mítico diván de Sigmund Freud / Archivo Clarín
Sigmund Freud fue un ǻvido coleccionista, que llegó a acumular mǻs de 2000 piezas en una era en la cual se podían adquirir antigüedades a precios módicos. Afortunadamente, las autoridades nazis, que sistemǻticamente confiscaban colecciones de judíos, le permitieron abandonar Austria en 1938 con su colección intacta a cambio de una suma modesta.
El padre del Psicoanálisis y su hija Anna, en una imagen doméstica Anna Freud. Ella fue la primera mujer fuera del comité secreto que recibió un anillo / Archivo Clarín
El padre del Psicoanálisis y su hija Anna, en una imagen doméstica Anna Freud. Ella fue la primera mujer fuera del comité secreto que recibió un anillo / Archivo Clarín
Freud tenía un profundo interés en la edad antigua y en la relativamente nueva ciencia de la arqueología. Muchas de sus teorías estaban basadas en mitos de la antigüedad. Asimismo, según el Dr Eran Rolnik, psiquiatra e historiador de la Universidad de Tel Aviv, Freud quizǻs vio paralelismos entre la psicología y la arqueología: el psicoanalista como arqueólogo de la mente, descubriendo en el pasado del paciente la fundación del inconsciente. 
Retrato. En Londres, 1939. Freud tenía 83 años / Archivo Clarín
Retrato. En Londres, 1939. Freud tenía 83 años / Archivo Clarín
Por el momento, Morag Wilhelm logró reunir seis anillos que estǻn expuestos juntos por primera vez en el Museo de Israel. La exposición incluye también objetos de la colección de Freud, expuestos en una serie de salas evocativas de la clínica de Freud; la única grabación original conocida de la voz de Freud realizada por la BBC en 1939; una de sus cajas de cigarros de plata así como una obra de video titulada “Fetish” por la artista contemporǻnea americana Amie Siegel, que filmó el día de la meticulosa y ceremonial limpieza anual de los objetos en el museo de Sigmund Freud en Londres.
Piezas. Cada una llevaba grabada una escena de la mitología griega.
Piezas. Cada una llevaba grabada una escena de la mitología griega.
Desde la inauguración de la exposición se han descubierto seis anillos adicionales y uno de ellos fue agregado recientemente a la exposición. Los curadores del museo esperan encontrar mǻs anillos y descubrir las íntimas historias detrǻs de cada uno de ellos.

El mago y el científico

Creemos que vivimos en la que Isaiah Berlin, identificándola en sus albores, llamó la Edad de la Razón. Una vez acabadas las tinieblas medievales y comenzado el pensamiento crítico del Renacimiento y el propio pensamiento científico, consideramos que vivimos en una edad dominada por la ciencia. A decir verdad, esta visión de un predominio ya absoluto de la mentalidad científica, que se anunciaba tan ingenuamente en el Himno a Satanás, de Carducci, y más críticamente en el Manifiesto comunista de 1848, la apoyan más los reaccionarios, los espiritualistas, los laudatores temporis acti, que los científicos. Son aquéllos y no éstos los que pintan frescos de gusto casi fantástico sobre un mundo que, olvidando otros valores, se basa sólo en la confianza en las verdades de la ciencia y en el poder de la tecnología.
Los hombres de hoy no sólo esperan, sino que pretenden obtenerlo todo de la tecnología y no distinguen entre tecnología destructiva y tecnología productiva. El niño que juega a la guerra de las galaxias en el ordenador usa el móvil como un apéndice natural de las trompas de Eustaquio, lanza sus chats a través de Internet, vive en la tecnología y no concibe que pueda haber existido un mundo diferente, un mundo sin ordenadores e incluso sin teléfonos.
Pero no ocurre lo mismo con la ciencia. Los medios de comunicación confunden la imagen de la ciencia con la de la tecnología y transmiten esta confusión a sus usuarios, que consideran científico todo lo que es tecnológico, ignorando en efecto cuál es la dimensión propia de la ciencia, de ésa de la que la tecnología es por supuesto una aplicación y una consecuencia, pero desde luego no la sustancia primaria.
La tecnología es la que te da todo enseguida, mientras que la ciencia avanza despacio. Virilio habla de nuestra época como de la época dominada, yo diría hipnotizada, por la velocidad: desde luego, estamos en la época de la velocidad. Ya lo habían entendido anticipadamente los futuristas y hoy estamos acostumbrados a ir en tres horas y media de Europa a Nueva York con el Concorde: aunque no lo usemos, sabemos que existe.
Pero no sólo eso: estamos tan acostumbrados a la velocidad que nos enfadamos si el mensaje de correo electrónico no se descarga enseguida o si el avión se retrasa. Pero este estar acostumbrados a la tecnología no tiene nada que ver con el estar acostumbrados a la ciencia; más bien tiene que ver con el eterno recurso a la magia.
¿Qué era la magia, qué ha sido durante los siglos y qué es, como veremos, todavía hoy, aunque bajo una falsa apariencia? La presunción de que se podía pasar de golpe de una causa a un efecto por cortocircuito, sin completar los pasos intermedios. Clavo un alfiler en la estatuilla que representa al enemigo y éste muere, pronuncio una fórmula y transformo el hierro en oro, convoco a los ángeles y envío a través de ellos un mensaje.
La magia ignora la larga cadena de las causas y los efectos y, sobre todo, no se preocupa de establecer, probando y volviendo a probar, si hay una relación entre causa y efecto. De ahí su fascinación, desde las sociedades primitivas hasta nuestro renacimiento solar y más allá, hasta la pléyade de sectas ocultistas omnipresentes en Internet.
La confianza, la esperanza en la magia, no se ha desvanecido en absoluto con la llegada de la ciencia experimental. El deseo de la simultaneidad entre causa y efecto se ha transferido a la tecnología, que parece la hija natural de la ciencia. ¿Cuánto ha habido que padecer para pasar de los primeros ordenadores del Pentágono, del Elea de Olivetti tan grande como una habitación (los programadores necesitaron ocho meses para preparar al enorme ordenador y que éste emitiera las notas de la cancioncilla El puente sobre el río Kwai, y estaban orgullosísimos), a nuestro ordenador personal, en el que todo sucede en un momento?
La tecnología hace de todo para que se pierda de vista la cadena de las causas y los efectos. Los primeros usuarios del ordenador programaban en Basic, que no era el lenguaje máquina, pero que dejaba entrever el misterio (nosotros, los primeros usuarios del ordenador personal, no lo conocíamos, pero sabíamos que para obligar a los chips a hacer un determinado recorrido había que darles unas dificilísimas instrucciones en un lenguaje binario). Windows ha ocultado también la programación Basic, el usuario aprieta un botón y cambia la perspectiva, se pone en contacto con un corresponsal lejano, obtiene los resultados de un cálculo astronómico, pero ya no sabe lo que hay detrás (y, sin embargo, ahí está). El usuario vive la tecnología del ordenador como magia.
Podría parecer extraño que esta mentalidad mágica sobreviva en nuestra era, pero si miramos a nuestro alrededor, ésta reaparece triunfante en todas partes. Hoy asistimos al renacimiento de sectas satánicas, de ritos sincretistas que antes los antropólogos culturales íbamos a estudiar a las favelas brasileñas; incluso las religiones tradicionales tiemblan frente al triunfo de esos ritos y deben transigir no hablando al pueblo del misterio de la trinidad y encuentran más cómodo exhibir la acción fulminante del milagro. El pensamiento teológico nos hablaba y nos habla del misterio de la trinidad, pero argumentaba y argumenta para demostrar que es concebible, o que es insondable. El pensamiento del milagro nos muestra, en cambio, lo numinoso, lo sagrado, lo divino, que aparece o que es revelado por una voz carismática y se invita a las masas a someterse a esta revelación (no al laborioso argumentar de la teología).
Querría recordar una frase de Chesterton: "Cuando los hombres ya no creen en Dios, no es que ya no crean en nada: creen en todo". Lo que se trasluce de la ciencia a través de los medios de comunicación es, por lo tanto -siento decirlo-, sólo su aspecto mágico. Cuando se filtra, y cuando filtra es porque promete una tecnología milagrosa, "la píldora que...". Hay a veces un pactum sceleris entre el científico y los medios de comunicación por el que el científico no puede resistir la tentación, o considera su deber, comunicar una investigación en curso, a veces también por razones de recaudación de fondos; pero he aquí que la investigación se comunica enseguida como descubrimiento, con la consiguiente desilusión cuando se descubre que el resultado aún no está listo. Los episodios los conocemos todos, desde el anuncio indudablemente prematuro de la fusión fría a los continuos avisos del descubrimiento de la panacea contra el cáncer.
Es difícil comunicar al público que la investigación está hecha de hipótesis, de experimentos de control, de pruebas de falsificación. El debate que opone la medicina oficial a la medicina alternativa es de este tipo: ¿por qué el pueblo debe creer en la promesa remota de la ciencia cuando tiene la impresión de tener el resultado inmediato de la medicina alternativa? Recientemente, Garattini advertía que cuando se toma una medicina y se obtiene la curación en un breve periodo, esto no es aún
la prueba de que el medicamento sea eficaz. Hay aún otras dos explicaciones: que la enfermedad ha remitido por causas naturales y el remedio ha funcionado sólo como placebo, o que incluso la remisión se ha producido por causas naturales y el remedio la ha retrasado. Pero intenten plantear al gran público estas dos posibilidades. La reacción será de incredulidad, porque la mentalidad mágica ve sólo un proceso, el cortocircutio siempre triunfante, entre la causa presunta y el efecto esperado. Llegados a este punto, nos damos cuenta también de cómo está ocurriendo y puede ocurrir, que se anuncien recortes consistentes en la investigación y la opinión pública se quede indiferente. Se quedaría turbada si se hubiese cerrado un hospital o si aumentara el precio de los medicamentos, pero no es sensible a las estaciones largas y costosas de la investigación. Como mucho, cree que los recortes a la investigación pueden inducir a algún científico nuclear a emigrar a Estados Unidos (total, la bomba atómica la tienen ellos) y no se da cuenta de que los recortes en la investigación pueden retrasar también el descubrimiento de un fármaco más eficaz para la gripe, o de un coche eléctrico, y no se relaciona el recorte en la investigación con la cianosis o con la poliomielitis, porque la cadena de las causas y los efectos es larga y mediata, no inmediata, como en la acción mágica.
Habrán visto el capítulo de Urgencias en que el doctor Green anuncia a una larga cola de pacientes que no darán antibióticos a los que están enfermos de gripe, porque no sirven. Surgió una insurrección con acusaciones incluso de discriminación racial. El paciente ve la relación mágica entre antibiótico y curación, y los medios de comunicación le han dicho que el antibiótico cura. Todo se limita a ese cortocircuito. El comprimido de antibiótico es un producto tecnológico y, como tal, reconocible. Las investigaciones sobre las causas y los remedios para la gripe son cosas de universidad. Yo he perfilado una hipótesis preocupante y decepcionante, también porque es fácil que el propio hombre de gobierno piense como el hombre de la calle y no como el hombre de laboratorio. He sido capaz de delinear este cuadro porque es un hecho, pero no estoy en condiciones de esbozar el remedio.
Es inútil pedir a los medios de comunicación que abandonen la mentalidad mágica: están condenados a ello no sólo por razones que hoy llamaríamos de audiencia, sino porque de tipo mágico es también la naturaleza de la relación que están obligados a poner diariamente entre causa y efecto. Existen y han existido, es cierto, seres divulgadores, pero también en esos casos el título (fatalmente sensacionalista) da mayor valor al contenido del artículo y la explicación incluso prudente de cómo está empezando una investigación para la vacuna final contra todas las gripes aparecerá fatalmente como el anuncio triunfal de que la gripe por fin ha sido erradicada (¿por la ciencia? No, por la tecnología triunfante, que habrá sacado al mercado una nueva píldora).
¿Cómo debe comportarse el científico frente a las preguntas imperiosas que los medios de comunicación le dirigen a diario sobre promesas milagrosas? Con prudencia, obviamente; pero no sirve, ya lo hemos visto. Y tampoco puede declarar el apagón informativo sobre cualquier noticia científica porque la investigación es pública por su misma naturaleza.
Creo que deberíamos volver a los pupitres de la escuela. Le corresponde a la escuela, y a todas las iniciativas que pueden sustituir a la escuela, incluidos los sitios de Internet de credibilidad segura, educar lentamente a los jóvenes para una recta comprensión de los procedimientos científicos. El deber es más duro, porque también el saber transmitido por las escuelas se deposita a menudo en la memoria como una secuencia de episodios milagrosos: madame Curie, que vuelve una tarde a casa y, a partir de una mancha en un papel, descubre la radiactividad; el doctor Fleming, que echa un vistazo distraído a un poco de musgo y descubre la penicilina; Galileo, que ve oscilar una lámpara y parece que de pronto descubre todo, incluso que la Tierra da vueltas, de tal forma que nos olvidemos, frente a su legendario calvario, de que ni siquiera él había descubierto según qué curva giraba, y tuvimos que esperar a Kepler.
¿Cómo podemos esperar de la escuela una correcta información científica cuando aún hoy, en muchos manuales y libros incluso respetables, se lee que antes de Cristóbal Colón la gente creía que la Tierra era plana, mientras que se trata de una falsedad histórica, puesto que ya los griegos antiguos lo sabían, e incluso los doctos de Salamanca que se oponían al viaje de Colón, sencillamente porque habían hecho cálculos más exactos que los suyos sobre la dimensión real del planeta? Y, sin embargo, una de las misiones del sabio, además de la investigación seria, es también la divulgación iluminada.
Y, sin embargo, si se tiene que imponer una imagen no mágica de la ciencia, no debieran esperarla de los medios de comunicación, deben ser ustedes quienes la construyan poco a poco en la conciencia colectiva, partiendo de los más jóvenes.
La conclusión polémica de mi intervención es que el presunto prestigio de que goza hoy el científico se basa en razones falsas, y está en todo caso contaminado por la influencia conjunta de las dos formas de magia, la tradicional y la tecnológica, que aún fascina la mente de la mayoría. Si no salimos de esta espiral de falsas promesas y esperanzas defraudadas, la propia ciencia tendrá un camino más arduo que realizar.
Y he aquí que mañana los periódicos hablarán de este congreso vuestro, pero, fatalmente, la imagen que salga será aún mágica. ¿Deberíamos asombrarnos? Nos seguimos masacrando como en los siglos oscuros arrastrados por fundamentalismos y fanatismos incontrolables, proclamamos cruzadas, continentes enteros mueren de hambre y de sida, mientras nuestras televisiones nos representan (mágicamente) como una tierra de jauja, atrayendo sobre nuestras playas a desesperados que corren hacia nuestras periferias dañadas como los navegantes de otras épocas hacia las promesas de Eldorado; ¿y deberíamos rechazar la idea de que los simples no saben aún qué es la ciencia y la confunden bien con la magia, bien con el hecho de que, por razones desconocidas, se puede enviar una declaración de amor a Australia al precio de una llamada urbana y a la velocidad del rayo?
Es útil, para seguir trabajando cada uno en su propio campo, saber en qué mundo vivimos, sacar las conclusiones, volvernos tan astutos como la serpiente y no tan ingenuos como la paloma, pero por lo menos tan generosos como el pelícano e inventar nuevas formas de dar algo de vosotros a quienes os ignoran.
En cualquier caso, desconfiad más que nada de quienes os honran como si fueseis la fuente de la verdad. En efecto, os consideran un mago que, sin embargo, si no produce enseguida efectos verificables, será considerado un charlatán; mientras que las magias que producen efectos imposibles de verificar, pero eficaces, serán honradas en los programas de entrevistas. Y, por lo tanto, no vayáis, o se os identificará con ellas. Permitidme retomar un lema a propósito de un debate judicial y político: resistid, resistid, resistid. Y buen trabajo.
Umberto Eco es escritor y semiólogo italiano. Este texto es un amplio resumen de la intervención del autor -titulada La recepción de la ciencia por parte de la opinión pública y de los medios de comunicación- en la Conferencia Científica Internacional, recientemente celebrada en Roma.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 15 de diciembre de 2002

martes, 21 de mayo de 2019

Lenguajes


por Rudy
La señorita Silvia encaró valientemente para el lado del aula, con su mejor postura actitudinal, su mejor actitud procedimental, y su mejor procedimiento conceptual. Como todos los días, debía enfrentar a sus alumnos. Como todos los días, quería y temía hacerlo. Para darse ánimo, recitó rápidamente y en voz muy baja el Himno a Sarmiento, como si estuviera rezando. Se detuvo en el verso "con la espada, con la pluma y la palabraaaa".

-¡Podría tener una clase sobre las canciones patrias! ¡No sería una mala idea, para que los chicos se familiaricen con nuestro idioma y nuestras tradiciones, y nuestra historia común!

Animada por su propia idea, la señorita Silvia continuó, feliz, con la letra del Himno a Sarmiento; pero cuando llegó a la parte de "Gloria y loor!..." se dio cuenta de que esto no era fácil, que los chicos no la iban a entender. Sintió que iba a necesitar el apoyo de más próceres, y apeló entonces a San Martín. pero empezó a cantar "Yerga el Ande su cumbre más altaaaa"...
Y reflexionó:

-¿Yerga? ¿cómo les explico a los chicos lo que quiere decir "yerga". Seguro que entienden "yerba" ¡o vaya a saber qué otra cosa!
Siguió pensando en voz alta:

-Bueno, veamos, tenemos el Himno a la Bandera, pero "¿tremoló triunfal?". NO, esa palabra está más allá de mis alumnos -se dijo-. Probemos la Marcha de San Lorenzo -y canturreó-: "Febo asoma, ya sus rayos.", bueno, puede ser, no es tan complicado. "tras los muros, sordos ruidos, oír se dejan de corceles y de aceros".hum. difícil.

Cuando la señorita Silvia dijo "Son las huestes", se dio cuenta de que lo suyo era una misión imposible.
Y lo peor es que ya estaba en la puerta del aula. Con un pie del lado de adentro.

-¡Buenos días, chicos! -se oyó decir.
-¡Buenos días, señorita! -supuso la respuesta de los treinta infantes que tremolaban triunfales mientras preparaban sus huestes para la cotidiana lucha escolar.

-Señorita, ¿nos lee un cuento? ¡porfi, porfi, porfi! -esta era la dulce Julieta.
-¿Por fin? -preguntó la señorita.
-No, seño; porfi, porfi, porfis, porfa.
- ¡A mí me gusta ese de Caperucita que le hace de delivery boy a la granmader! -dijo Manuela.
-¿Qué? -la señorita obviamente conocía el cuento, pero no en esta versión.
-Mire, seño, resulta que una empresa multinacional que vendía hamburguesas detectó un mercado potencial en un bosque, donde había viejitas que vivían solas. No pusieron un local, dado que la encuesta dio que las abuelitas prefieren que les lleve la comida a domicilio una niña vestida con una capuchita roja. El lema de la empresa era "Nuestros envíos llegan más rápido porque nuestros delivery boys toman siempre el camino más corto". Las abuelitas hacían su pedido por MSN o MSJ.
-¿Quéeee?
-Chateaban o por celu, seño; y elegían su combo, que luego les llevaba la nena, y si la abuelita pagaba con 100 pesos, la nena le decía "¡Qué billete tan grande tenés!, ¿no tenés más chico?".
-Sepeñopo, apa mipi nopo mepegupustapa epesepe cuenpetopo -esta fue Ceci.
-¡Qué? -preguntó la dulce Julieta.
-Le decía a la seño que no me gusta ese cuento -dijo Ceci, pero se lo dije en jeringozo, un idioma que me enseñó mi mamá, que ella también hablaba con mis tías y mi abuelita.
-Uy, Ceci.¡No me digas que descendés de los jeringozos! ¡Si vos me habías dicho que tu abuelito vino de Italia!

La señorita Silvia pensó que podría dar una clase sobre los lenguajes y lo difícil que era comunicarse. Después se dio cuenta de que los chicos le estaban dando esa clase a ella.






Caperucita Roja y el Lobo – Roald Dahl


Estando una mañana haciendo el bobo
le entró un hambre espantosa al Señor Lobo,
así que, para echarse algo a la muela,
se fue corriendo a casa de la Abuela.
—¿Puedo pasar, Señora?, —preguntó.
La pobre anciana, al verlo, se asustó
pensando:
—¡Este me come de un bocado!.
Y, claro, no se había equivocado:
se convirtió la Abuela en alimento
en menos tiempo del que aquí te cuento.
Lo malo es que era flaca y tan huesuda
que al Lobo no le fue de gran ayuda:
—Sigo teniendo un hambre aterradora…
¡Tendré que merendarme otra señora!.
Y, al no encontrar ninguna en la nevera,
gruñó con impaciencia aquella fiera:
—¡Esperaré sentado hasta que vuelva
Caperucita Roja de la Selva!”
…que así llamaba al Bosque la alimaña,
creyéndose en Brasil y no en España-.
Y porque no se viera su fiereza,
se disfrazó de abuela con presteza,
se dio laca en las uñas y en el pelo,
se puso la gran falda gris de vuelo,
zapatos, sombrerito, una chaqueta
y se sentó en espera de la nieta.
Llegó por fin Caperu a mediodía
y dijo: —¿Cómo estás, abuela mía?
Por cierto, ¡Me impresionan tus orejas!.
—Para mejor oírte, que las viejas
somos un poco sordas.
—¡Abuelita, qué ojos tan grandes tienes!”.
—Claro, hijita,
son las lentillas nuevas que me ha puesto
para que pueda verte Don Ernesto
el oculista,
—dijo el animal
mirándola con gesto angelical
mientras se le ocurría que la chica
iba a saberle mil veces más rica
que el rancho precedente.
De repente
Caperucita dijo: —¡Qué imponente
abrigo de piel llevas este invierno!”.
El Lobo, estupefacto, dijo: —¡Un cuerno!
O no sabes el cuento o tú me mientes:
¡Ahora te toca hablarme de mis dientes!
¿Me estás tomando el pelo…?
Oye, mocosa,
te comeré ahora mismo y a otra cosa”.
Pero ella se sentó en un canapé
y se sacó un revólver del corsé,
con calma apuntó bien a la cabeza
y -¡Pam!- allí cayó la buena pieza.
Al poco tiempo vi a Caperucita
cruzando por el Bosque…
¡Pobrecita!
¿Sabéis lo que llevaba la infeliz?
Pues nada menos que un sobrepelliz
que a mí me pareció de piel de un lobo
que estuvo una mañana haciendo el bobo.





_____________________
Fuente original: aquí

juntos para siempre película argentina

SOMNIA ANTES DE DESPERTAR - Trailer Subtitulado 2016

jueves, 16 de mayo de 2019

Muchacha de otra parte


Abelardo Castillo
Cuando me contestó que no era de acá, yo pensé, sin demasiada imaginación, que estaba hablando de Buenos Aires. Es el destino, le dije, yo tampoco soy de acá, y agregué que era un buen modo de empezar una historia de amor. Ella me miró con una expresión que sólo puedo describir como de desagrado, como suelen mirar las mujeres muy jóvenes cuando el tipo que está con ellas y al que acaban de conocer dice alguna estupidez. La edad, más tarde, les enseña a disimular estos pequeños gestos helados, estas barreras de desdén, de ahí que asienten, consienten y a la larga hasta nos estiman, cuando lo que de veras sucede es que han crecido y ya no esperan demasiado del varón. Lo que estoy contando sucedió hace quince años, en otoño. Sé que era otoño porque la encontré en Parque Lezica y una de las primeras cosas que dijo fue que el camino del puente siempre está cubierto de hojas, como este sendero de la plaza. Le pregunté que puente, y ella me lo describió. Al bajar del tren, tomando a la derecha, hay un camino con una doble hilera de plátanos, en seguida está el puente de madera. Después habló de los medanos. Yo no le presté mucha atención. Estaba considerando seriamente si esa chica me gustaba o no, lo que sólo podía significar que no me gustaba, cosa que (hoy lo sé) era realmente la peor manera de empezar una historia de amor. No hay más que ir descubriendo virtudes, transparencias, hermosuras parciales en una mujer, para que esa mujer se transforme en una fatalidad. Ya he cumplido cincuenta años; ella, hoy, no tendría más de treinta. Con esto quiero decir que la noche del parque andaría por los dieciséis, aunque no sé por que escribo que hoy no "tendría". Tal vez porque sólo la concibo como era entonces, una adolescente un poco demasiado intensa para mi gusto, más bien sombría, alta, de pelo muy negro y piernas delgadas. No había nada en su rostro, salvo quizá la nariz, que llamara mucho la atención. Tenía eso que suele describirse como una nariz imperiosa. Sus ojos, vistos de frente, no eran grandes ni de uno de esos colores hipnóticos e inhallables como el malva, por ejemplo, ni siquiera verdes. Vivió a mi alrededor durante dos años y no tengo ningún recuerdo sobre el color de sus ojos. Tal vez fueran pardos, aunque podían virar a un tono más oscuro que los volvía casi negros. O acaso esta impresión la daban sus pestañas, y por eso he dicho que sus ojos, vistos de frente, no tenían nada de particular. Vistos de perfil, en cambio, eran asombrosos. Y esta fue la primera belleza parcial que descubrí en ella. La segunda, fue el pie. No hay en todo el arte gótico un modelo adecuado para un pie desnudo como el que se me reveló esa misma noche en uno de los hoteles de las cercanías del parque. Imagino que alguien estará pensando que, si ella tenía dieciséis años, su aspecto no debía ser muy infantil, o no la hubieran dejado entrar en un hotel conmigo. Lo cierto es que nunca supe su edad real, parecía de dieciséis. Y nunca dejó de parecerlo. Claro que a esa edad crecer uno o dos años es lo mismo que crecer un día, así que no tenía por que cambiar demasiado, aunque ya hace mucho tiempo que empecé a preguntarme si su primera confesión de esa noche (no soy de acá) no significaba algo distinto de lo que yo imaginé. Hay otros mundos, es cierto. Son tan reales como este; y no diré ninguna novedad si aseguro que están en este.

            En cuanto al hotel, requiere alguna explicación. En esa época las mujeres usaban aquellos bolsos enormes, tipo mochila. Nunca supe qué metían ahí adentro; pero era como si se desplazaran por Buenos Aires con la casa encima, como los caracoles. Lo increíble solía ser su peso. Y bastaría reflexionar un segundo sobre el peso de aquellos bolsos de Pandora y sobre la cantidad de cuadras que eran capaces de caminar llevándolos a cuestas, para dudar seriamente de la fragilidad física de las mujeres, al menos de las de mi tiempo. Si no fuera por la cara que tenés, te propondría ir a dormir a un hotel, le había dicho yo. No creo haber pronunciado en mi vida una frase tan directa ni con menos intención de ser tomada en serio. Ella me miró, frunciendo las cejas, como si considerase el aspecto práctico del problema. Estábamos sentados en un banco de la plaza; ahí mismo abrió su bolso, sacó unos anteojos negros, sacó una impresionante capelina de paja, la restituyó a su forma original con dos o tres toques parecidos a pases mágicos, sacó unas sandalias doradas de taco más que mediano, que cambió rápidamente por sus zapatillas de tenis y sus medias de jugador de fútbol, se puso la capelina y me dijo: "Vamos." El poder mimético de las mujeres no es un descubrimiento mío. Con poseer dos o tres atributos básicos, cualquier chica que ordeña vacas puede transformarse en condesa, si la visten adecuadamente; y la historia del mundo prueba que esto ocurre a cada momento. Unos segundos antes yo tenía sentada a mi lado a una adolescente de pantalones bombachudos, chiripá y zapatillas de delincuente juvenil; ahora tenía, de pie frente a mí, a una altísima joven de babuchas más o menos orientales, capelina, chal sobre los hombros y anteojos negros. Una actriz de cine dispuesta a no revelar su identidad o una princesa de la casa de Mónaco viajando de incógnito por la Argentina. En la media luz violeta de la concerjería del hotel, era realmente un espectáculo sobrecogedor. Acaso aún parecía algo joven; pero nadie en el mundo se hubiera atrevido a importunarla preguntándole la edad. De más está decir que a estas alturas el bolso faraónico lo cargaba yo. Ella llevaba en la mano una carterita, que luego resultó ser de útiles relativamente escolares y que podía pasar por ese otro tipo de objetos misteriosos, por lo liliputiense, que las mujeres llevan a las fiestas y que acaso contiene un pañuelito de diez centímetros cuadrados, un geniol, una estampilla. Subimos y caí extenuado sobre la cama, a causa de la mochila. Y ahora tal vez debo decir que he visto desnudarse a algunas mujeres. No tantas como me gustaría hacerle creer a la gente; pero he visto a algunas. Nunca vi a ninguna que se desnudara, por primera vez, como ella. Ni artificio ni cálculo ni erotismo: se desvistió como una chica que se va a pegar un baño, cosa que por otra parte hizo. Cuando por fin se acercó a la cama, envuelta en un toallón, yo dije la segunda de las muchas estupideces que iba a decirle en mi vida. Le pregunté cuántas veces había practicado el número transformista de las sandalias, los anteojos y la capelina. No recuerdo si habló; recuerdo que abrió los ojos y se llevó las manos al pecho, como si se ahogara. Las pupilas le brillaban en la oscuridad como las de un animal aterrorizado. En más de una ocasión sospeché que estaba algo loca o que no era del todo real; esa noche fue la primera. Calmarla me llevo mucho tiempo; acostarme con ella, también. Más tarde le pregunte por que había aceptado venir. "Por el modo en que me lo pediste", dijo sonriendo. Lo que pasó esa noche, lo que pasó hasta la madrugada de ese día y de otros días, prefiero no recordarlo con palabras. Lo que una mujer hace con un hombre, cualquier mujer lo ha hecho y lo hará con cualquier hombre. Sólo los imbéciles creen que esa fatalidad es la pobreza del amor, no saben que ahí reside su eternidad, su linaje, su misterio. Tal vez no todas las mujeres murmuran casi con odio no soy de acá, no soy de acá, cuando el sexo las pierde en esa región que sólo ellas conocen; pero, digan o callen lo que quieran, cualquier hombre ha sentido que cuando por fin todo termina parecen volver de otro lugar. Ella, a veces, me lo describía. Hay allá la cúpula de una pequeña iglesia, que se ve entre los árboles si uno se detiene en el lugar adecuado del puente. Hay a veces un arroyo de aguas traslúcidas entre cuyas piedras nadan pececitos negros, que acaso son pequeños renacuajos, aunque a ella esa idea le resultara desoladora. Otras veces no había arroyo, y sí largas veredas arboladas de moras. Sólo una vez hubo un faro. Esas inesperadas variantes, que al principio me parecían caprichos, distracciones o mentiras, dibujaron con el tiempo un mapa preciso que ahora yo puedo reconstruir árbol por árbol, casa por casa, médano por médano. Porque los médanos estaban siempre, en sus palabras y en sus sueños. Como estaba siempre el camino dc los plátanos dobles, cubierto de hojas y, al terminar ese camino, el puente de madera desde donde se ve el campanario de la pequeña iglesia. De la primera noche no recuerdo estas cosas, sino de otras noches, en las que volvíamos de un cine de barrio, caminábamos por el puerto y nos despertábamos en mi departamento o en cualquier hotel donde la capelina había sido reemplazada por un vestido rojo de escote escalofriante y los ojos maquillados como un oso panda.

            Sé que lo que voy a escribir ahora suena pueril, novelesco, demasiado fácil de ser escrito; pero nunca supe su verdadero nombre. Tampoco supe dónde vivía ni con quién. Con un abuelo muy viejo, me dijo a desgano una tarde en que insistí casi con enojo. El abuelo, por lo menos esa tarde, estaba casi ciego y apenas tenía contacto con la realidad, lo que significaba que ella podía volver a cualquier hora y hasta faltar de la casa uno o dos días, con tal de no dejarlo morir de hambre. Una madrugada le propuse acompañarla. Me preguntó si estaba loco. Qué iba a pensar la tía Amelia si la veían llegar con un hombre que era casi una persona mayor después de haber faltado un día entero de su casa. Esa noche me había hablado del faro; me desperté de golpe y la vi sentada en la cama, mirándome desde muy cerca, con los ojos muy abiertos. "Volví a soñar con el faro", me dijo. Yo dije que no era cierto y la oí gritar por primera vez. "Qué sabés de mí", gritó. "No sabes nada de mí. Volví a soñar con el faro y era el faro al que iba a jugar cuando era chica; ahora ya no está, pero era el mismo faro." Le conteste que no era posible que hubiese vuelto a soñar con un faro, ya que nunca me había hablado antes de ningún faro. Me miró con rencor, después me miró con miedo. Comenzó a vestirse y parecía desconcertada. "No puedo haber soñado con el faro", dijo de pronto. "Lo inventé todo." Ésa fue la madrugada en que le propuse acompañarla y ella me habló de la tía Amelia. Le hice notar que hasta hoy había vivido con el abuelo. Me miró sin ninguna expresión, o quizá con la misma mirada desdeñosa del primer día. "No voy a volver a verte nunca más", me dijo. Y, por un tiempo, no volvió. Si no hubiera vuelto nunca, tal vez yo ahora no estaría buscando el pueblo que está más allá de la arboleda y el puente; pero un día, al llegar a mi departamento, la encontré sentada en mi cama. Miraba fascinada una revista de historietas y estaba comiendo una torta de azúcar negra. Tenía el pelo más largo. Levantó una mano y, sin apartar los ojos de la revista, me saludó moviendo apenas los dedos. No tuve tiempo de asombrarme porque sucedieron dos cosas. Verla ahí, tan irrefutable y casual, me hizo tomar conciencia de que si ella no hubiera vuelto yo no habría tenido manera de encontrarla. La otra, fue algo que dijo. Yo le había preguntado dónde estuviste todo este tiempo, y ella, con distraída alegría, contestó de inmediato: "En casa." No fueron las palabras, sino el tono con que las pronunció. Supe que no hablaba de la casa del abuelo ciego o la tía Amelia, admitiendo que existieran. Ni siquiera pensaba la palabra casa en el mismo sentido que yo, en el sentido convencional de objeto para habitar. Había dicho casa como una sirena diría que ha vuelto unos meses al mar. Iba a preguntarle cómo había entrado pero me callé. Desde ese día aprendí a callarme. Para empezar, me resultaba un poco alarmante admitir que su casa, su casa real, en algún barrio de Buenos Aires, me importara mucho menos que el lugar con el que soñaba y del que me hablaba a veces, como si hablara en sueños, sin poner ninguna atención en que ciertos detalles descriptivos coincidieran o no. En segundo lugar, noté algunas cosas que podría haber notado mucho antes, lo que de paso agravó mi temor retrospectivo, el miedo inesperado de lo que podría faltarme si ella no hubiera vuelto. Me di cuenta, por ejemplo, de que la quería, y me parecía inconcebible haberlo descubierto gradualmente. También me di cuenta de que no había que hostigarla con preguntas, ni atemorizarla. La violencia le daba miedo, y la ironía y la vulgaridad la llenaban de tristeza. Hoy sé que cuando un hombre comienza a tener en cuenta estas cosas mejora mucho su visión general de la vida o se vuelve idiota. Yo sigo pensando que la vida es horrible; tal vez por eso estoy buscando el pueblo. Una o dos semanas después de ese regreso me preguntó, por primera vez, qué me pasaba. No era de hacer este tipo de preguntas, lo que bien mirado podía ser un rasgo de egoísmo infantil, en el que la palabra infantil explica, mejor que ninguna otra cosa, lo que digo más arriba sobre la visión generosa del mundo y la idiotez. Tuve una intuición súbita y le dije que no, que no me pasaba nada, que sólo estaba pensando en si habría vuelto a ver el faro cuando estuvo allá. Después la tomé del hombro y le señalé el baldío de una demolición. Mirá aquella pared, le dije, con los dibujos que quedan en la medianera uno puede reconstruir cómo era la casa. "Sí", dijo, "es cierto, pero no se puede saber si eso es lindo o triste. No, el faro no está más y yo creo que nunca lo vi, debe ser una de esas historias que me cuenta el abuelo". Le pregunté por qué habrían plantado una hilera doble de moreras a los costados del camino. Se rió y me preguntó de qué estaba hablando. "No son moras", dijo, "son plátanos altísimos y viejísimos, la calle de las moras es la de la vieja Eglantina, la que nos regalaba semillas de mirasol". Yo insinué que los médanos, al correrse con el viento, debían taparlo todo. Seguía riéndose. Los médanos están hacia el otro lado, como quien sale del pueblo. Y no tapan las casas pero es cierto que se mueven, a la noche, y cuando uno despierta todo está cambiado y es como si el pueblo entero se hubiera ido a otro lugar. Se calló. Me estaba mirando con desconfianza, no lo sentí en sus ojos, que no veía, sino en la rigidez de su piel bajo mi mano. Era como si cualquier lugar de su cuerpo estuviera tramado con la misma materia sensible e intensa. Le dije que tenía sueño, que tal vez debiera ponerse la capelina. Me dijo que no había traído la capelina ni los anteojos negros ni las pinturas y que odiaba los hoteles. Iba a contestarle que la última vez no parecía odiarlos tanto, pero reconocí con cautela que, si lo pensaba un poco, yo también les tenía rencor. Caminamos hacia mi departamento. Yo subo, le dije en la puerta. Me siguió. Cuando llegamos al dormitorio tuve otra intuición. Y ahora te ponés la capelina y me mostrás el pie. Volvió a reírse. Y, por lo menos esa noche, sentí que a veces poseo cierta habilidad natural para hacer bien algunas cosas.

            Todos tenemos tendencia a creer que la felicidad está en el pasado. Yo también he sentido que algunos minutos de ese tiempo fueron la felicidad, pero no podría vivir si pensara que todo lo que se me ha concedido ya sucedió. Un día de estos voy a envejecer de golpe, lo sé; pero también sé que si cruzo aquel puente ella podrá reconocer mi cara. Ya conozco el lugar como si yo mismo hubiera nacido en él, no con exactitud porque la memoria altera, sustituye y afantasma los objetos, pero con la suficiente certeza como para saber cuáles son sus formas esenciales. Una vez leí que todos los pueblos se parecen. El que escribió eso debe odiar a la gente. No hay un solo pueblo, tenga médanos o no, que sea idéntico a otro, porque es uno el que inventa sus lugares, levanta sus casas, traza sus calles y decide el curso de sus arroyos entre las piedras. Todos los que no somos de acá, sabemos esto. Me costó más de cuarenta años aprender esta verdad, que una alta chica loca de pie árabe conocía a los dieciséis. Cuando ella por fin desapareció, yo todavía ignoraba estas cosas, pero ya conocía los detalles, la topografía, el color del pueblo. A las siete de la tarde, en otoño, uno entrecierra los ojos en los médanos, y es como una ceniza apenas dorada. Cuando existe el arroyo, la zona del puente, a la noche, parece un cielo invertido, de un azul muy oscuro, móvil, porque las luciérnagas se reflejan en el agua y es como si las constelaciones salieran de la tierra . Hay dos molinos. El viejo Matías tiene un caballo matusalénico, de más de treinta años. "Tiene casi tu edad, Abelardo", me dijo alarmada una de las últimas noches que nos vimos. Yo le contesté que los caballos, por lo menos en algún sentido, no son siempre como las personas. Ya he dicho que el tono irónico la molestaba o la desconcertaba. "Por qué decís en algún sentido", me preguntó. Yo estaba cansado y algo distraído esa noche, hice una broma acerca del comportamiento sexual que ciertas jóvenes de su edad consideraban natural en el varón. Tardé una hora en explicarle que era una broma, y otra hora en convencerla de que debía acostarse conmigo. El cansancio produce efectos paradójicos, el pudor herido de las mujeres también. Aquello fue como ser sacrificado y asesinar al mismo tiempo a una deidad loca, como cambiar el alma por un cuerpo y vaciarse en el otro y llenarse de él y despertar diez veces en un cielo y en un infierno ajenos. Lo que aún no conocía del lugar, lo conocí esa noche. No sólo porque ella habló horas en el entresueño, sino porque lo vi. Lo vi dentro de ella mientras yo era ella. Cuando se despertó, a las cuatro de la mañana, simulé estar dormido. Cuando salió de casa, me vestí a medias, me eché un sobretodo encima y la seguí. El cansancio me daba la lucidez y la decisión de un criminal. No era sólo el afán de saber adónde iba cuando me dejaba; era la voluntad de recuperarla cuando no volviera. Porque esa noche supe también que, por alguna razón, aquello no podía durar mucho tiempo más, y que ella, sin saberlo, decidiría el momento de la separaeión. Vi su casa, su casa real, en un sórdido y real barrio casi en el límite de Buenos Aires. Era una casa baja, en una cuadra de tierra de esas que aún quedaban, o todavia existen, por la zona de Pompeya. Tenía una verja de alambre tejido y, al frente, un jardín con malvones y un arbolito raquítico. Ella cortaba algo del arbolito y lo iba poniendo en la palma de su otra mano. Después se llevó la palma de la mano a la boca y entró en la casa sin encender la luz. Esperé más de una hora y no volvió a salir. Ahí vivía y no sabía que la había seguido. Cuando llegué a mi departamento iba repitiendo el nombre de la calle y la numeración de la cuadra. No era ese el modo de volver a hallarla, pero uno se aferra hasta el último momento al consuelo de lo real. Volví a verla, por supuesto; algunas veces. Nada cambió. Ni los cines de barrio ni los encuentros en el parque ni siquiera el rito de la capelina en los hoteles. Un día me dijo que el abuelo estaba muriéndose, y supe, por fin, lo que ni ella sabía: que ya no iba a verla más. Dejé pasar un tiempo y fui hasta Pompeya. Pensé algo en lo que no había pensado hasta ese momento. Me van a decir que no la conocen, que nunca la vieron. La conocían, sin embargo. La chica del pelo negro, que visitaba al abuelo de la casa amarilla. Ya no andaba por allí, a decir verdad no vivía en la casa, venía y se iba, y cuando murió el señor no volvió más. Pregunté por la tía Amelia. Nunca hubo una tía Amelia, eran ellos dos. En realidad, él solo; la chica venía a veces.

         Y es todo. Esto fue hace quince años; desde hace diez estoy buscando el pueblo. Sé que existe, porque ella soñaba con él y sabía cómo se llega. Tengo también otras razones, que ustedes no compartirán. En una cortada de tierra, en Pompeya, vi unos plátanos. El árbol del jardín de la casita era una mora.
© Abelardo Castillo 
Esta versión electrónica de "Muchacha de otra parte" aparece en The Barcelona Review con el permiso del autor. 
Este texto no puede reproducirse ni archivarse sin permiso del autor y/o The Barcelona Review. Rogamos lean las condiciones de uso.
Abelardo Castillo (Buenos Aires, 1935) es fundador de las revistas El Grillo de Papelcontinuada por El Escarabajo de Oro, y El ornitorrinco. Ha escrito teatro, El otro Judas, (1959); y novelas, El que tiene sed (1985) Crónica de un iniciado (1991); pero sobre todo, relatos, en los que se mezclan la fatalidad, el fracaso y la fantasía en medio de una soterrada y sutil tensión narrativa Algunos de ellos han sido traducidos al inglés, francés, italiano, alemán, ruso y polaco. Destacan las colecciones, Las otras puertas (Premio Casa de América 1961) y El cruce de Anacreonte (1982). Seix Barral ha publicado la sugerente El evangelio según Van Hutten (1999) novela en la que se dan cita la intriga policial y la teología.  véase website

http://www.barcelonareview.com/36/s_ac_1.htm