martes, 30 de junio de 2020

Shazzan - Intro_( españo l) (completo y mejorado)

Cadena de Favores - Trailer en Español - Película

Cambio De Habito 2 - Oh Happy Day (Argentina) (Full Screen) (Español Lat...

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Así se Vivía y se Vive aún || en el ALTIPLANO (campo) DE BOLIVIA

CUY COLORADO COCINANDO EN EL CAMPO - CHOLITA JULIA | PICANTE DE CUY

RETO - TARRO - LIBROS 2020

Idea de otro Blog 😏



Una vez mas, vuelvo a intentar este reto. Aun asi, estoy contenta, 
 han sido 122 Libros Leídos, no esta nada mal, verdad?
 
Conseguiré leer mas en este año que se apróxima??

Ya lo veremos, a por ello.

Os animo a intentarlo, vale la pena hacerlo, y la recompensa es 
maravillosa,
 mucho dinerito para comprar Libros.

Bases del Reto

El reto *Tarro-libros 2020* es muy sencillo. Consiste, una vez 
te unes al
 grupo, en elegir un tarro- u otro recipiente (ya veréis abajo que hay 
de todo tipo, tamaño, forma, color, diseño y estilo)- y a cada libro 
acabado en este 2020, se añade 1€ por libro leído, o la moneda de
 tu 
país,
 junto con el título del libro. 
  El 31 de diciembre de 2020 tocará recuento del dinero ahorrado
 para
 re-invertirlo- no podía ser de otro modo- en nuevos libros. 
  Fácil, divertido y estimulante. 
  Os esperamos en el grupo un año más, este es el espíritu, para
 compartir amistad, risas y lecturas.

LOCRO DE ZAPALLO COCINANDO AL AIRE LIBRE EN EL CAMPO - CHOLITA JULIA

Warcry - Alea Jacta Est - 01. El Guardian de Troya

Adolfo Bioy Casares - AD PORCOS (cuento)

"El marinero de Amsterdam" Guillaume Apollinaire


Guillaume Apollinaire en AlbaLearning 
 
Descargar archivo mp3 ] 15:51
 
Música: Debussy - Arabesque no.2



El bergantín holandés Alkmaar regresaba de Java cargado de especias y otras mercancías preciosas.
 Hizo escala en Southampton, y a los marineros se les dio permiso para bajar a tierra.
 Uno de ellos, Hendrijk Wersteeg, llevaba un mono sobre el hombro derecho, un loro sobre el izquierdo y, en bandolera, un fardo de telas indias que tenía intención de vender en la ciudad, junto con los animales.
 Era a principios de primavera, y la noche caía todavía temprano. Hendrijk Wersteeg caminaba a paso ligero por las calles algo brumosas que la luz de gas apenas iluminaba. El marinero pensaba en su próximo regreso a Amsterdam, en su madre, a la que no había visto en tres años, en su prometida, que le esperaba en Monikedam. Sopesaba el dinero que conseguiría de los animales y de las telas y buscaba una tienda en donde vender tales mercancías exóticas.
 En Above Bar Street, un caballero vestido muy pulcramente le abordó, preguntándole si buscaba comprador para su loro:
 -Este pájaro -dijo- me vendría muy bien. Necesito a alguien que me hable sin que yo tenga que contestarle, pues vivo completamente solo.
 Como la mayoría de los marineros holandeses, Hendrijk Wersteeg hablaba inglés. Puso un precio que el desconocido aceptó.
 -Sígame -dijo este-. Vivo bastante lejos. Usted mismo colocará el loro en una jaula que hay en mi casa. Me mostrará también sus telas, y puede que haya entre ellas algunas que me gusten.
 Muy contento por el trato hecho, Hendrijk Wersteeg se fue con el gentleman, ante el cual, en la esperanza de poder vendérselo también, elogió al mono, que era, decía, de una raza bien rara, una de esas cuyos individuos mejor resisten el clima de Inglaterra y que más se encariñan con el dueño.
 Pero pronto Hendrijk Wersteeg dejó de hablar. Malgastaba en vano sus palabras, puesto que el desconocido no le respondía y ni siquiera parecía escucharle.
 Continuaron el camino en silencio, el uno al lado del otro. Solos, añorando sus bosques natales en los trópicos, el mono, asustado por la bruma, soltaba de vez en cuando un gritito parecido al vagido de un recién nacido y el loro batía las alas.
 Al cabo de una hora de marcha, el desconocido dijo bruscamente:
 -Nos acercamos a mi casa.
 Habían salido de la ciudad. El camino estaba bordeado de grandes parques cercados con verjas; de vez en cuando brillaban, a través de los árboles, las ventanas iluminadas de una casita de campo, y se oía a intervalos en la lejanía el grito siniestro de una sirena en el mar.
 El desconocido se paró ante una verja, sacó de su bolsillo un manojo de llaves y abrió la cancela, que volvió a cerrar una vez Hendrijk la hubo franqueado.
 El marinero estaba impresionado: apenas distinguía, al fondo de un jardín, una casa de bastante buena apariencia, pero cuyas persianas cerradas no dejaban pasar luz alguna.
El desconocido silencioso, la casa sin vida, todo le resultaba bastante lúgubre. Pero Hendrijk se acordó de que el desconocido vivía solo.
 “¡Es un excéntrico!” pensó, y como un marinero holandés no es lo suficientemente rico como para que se le engañe con el fin de desvalijarlo, se avergonzó de su instante de ansiedad.
***
 -Si tiene cerillas, ilumíneme -dijo el desconocido metiendo la llave en la cerradura de la puerta de la casa.
 El marinero obedeció y, una vez dentro de la casa, el desconocido trajo una lámpara que pronto iluminó un salón amueblado con buen gusto.
 Hendrijk Wersteeg estaba totalmente tranquilo. Alimentaba la esperanza de que su extraño compañero le comprara una buena parte de sus telas.
 El desconocido, que acababa de salir del salón, volvió con una jaula:
 -Meta aquí el loro -le dijo-. No lo pondré en una percha hasta que se haya domesticado y sepa decir lo que quiero que diga.
 Después, tras haber cerrado la jaula en la que, espantado, quedó el pájaro, le pidió al marinero que cogiera la lámpara y fuese a la habitación contigua, en donde se encontraba, según decía, una mesa cómoda para extender las telas.
 Hendrijk Wersteeg obedeció y fue a la alcoba que se le había indicado. De pronto, oyó que la puerta se cerraba tras él y que la llave giraba. Estaba prisionero.
Trastornado, dejó la lámpara sobre la mesa y quiso arrojarse contra la puerta para tirarla abajo. Pero una voz le detuvo:
 -¡Un paso más y es hombre muerto, marinero!
 Levantando la cabeza, Hendrijk vio por un tragaluz en el que antes no había reparado que el cañón de un revólver le apuntaba. Aterrorizado, se detuvo.
 No le era posible luchar: su navaja no iba a servirle en estas circunstancias; incluso un revólver le hubiera resultado inútil. El desconocido que lo tenía a su merced se escondía detrás de un muro, al lado del tragaluz desde el cual vigilaba al marinero, y por donde sólo pasaba la mano que esgrimía el revólver.
 -Escúcheme -le dijo el desconocido- y obedezca. El servicio obligado que usted me va a prestar será recompensado. Pero no tiene elección. Es necesario que me obedezca sin dudar o lo mataré como a un perro. Abra el cajón de la mesa… Hay dentro un revólver de seis tiros, cargado con cinco balas… Cójalo.
 El marinero holandés obedecía casi inconscientemente. El mono, subido a su hombro, gritaba de terror y temblaba. El desconocido continuó:
 -Hay una cortina al fondo de la habitación. Descórrala.
 Descorrida la cortina, Hendrijk vio un cuarto en el que, sobre una cama, atada de pies y manos y amordazada, una mujer le miraba con los ojos llenos de desesperación.
 -Desate las ataduras de esta mujer -dijo el desconocido- y quítele la mordaza.
 Ejecutada la orden, la mujer, muy joven y de una belleza admirable, se arrojó de rodillas ante el tragaluz, gritando:
 -¡Harry, es una estratagema infame! Me has atraído a esta casa para asesinarme. Has pretendido haberla alquilado para que pasáramos en ella los primeros días de nuestra reconciliación. Creía haberte convencido. ¡Pensaba que por fin estarías seguro de que yo no tuve nunca la culpa de nada! ¡Harry! ¡Harry! ¡Soy inocente!
 -No te creo -dijo secamente el desconocido.
 -¡Harry, soy inocente! -repitió la joven con voz estrangulada.
 -Ésas son tus últimas palabras, las grabaré cuidadosamente. Se me repetirán toda mi vida. 
Y la voz del desconocido tembló un poco, volviéndose rápidamente firme:
 -Como todavía te amo -añadió-, te mataría yo mismo, si te quisiera menos. Pero me sería imposible, porque te amo…
Ahora, marinero, si antes de que haya contado hasta diez no ha metido una bala en la cabeza de esta mujer, caerá muerto a sus pies. Uno, dos, tres…
 Y antes de que el desconocido hubiera contado cuatro, Hendrijk, enloquecido, disparó sobre la mujer, quien, todavía de rodillas, le miraba fijamente. Cayó de bruces contra el suelo. La bala le había entrado en la frente. De inmediato, un disparo surgido del tragaluz le vino a dar al marinero en la sien derecha. Se desplomó sobre la mesa, mientras que el mono, lanzando agudos chillidos de horror, se refugiaba en su blusón.
*** 
Al día siguiente, algunos transeúntes que habían oído gritos extraños procedentes de una casa de las afueras de Southampton, advirtieron a la policía, que llegó rápidamente para forzar las puertas.
 Encontraron los cadáveres de la joven dama y del marinero.
 El mono, saliendo violentamente del blusón de su dueño, le saltó a la nariz a uno de los policías. Asustó tanto a todos que, retrocediendo algunos pasos, acabaron por abatirlo a tiros antes de atreverse a acercarse de nuevo a él.
 La justicia informó. Parecía claro que el marinero había matado a la dama y que se había suicidado acto seguido. Sin embargo, las circunstancias del drama eran misteriosas. Los dos cadáveres fueron identificados sin problemas y todos se preguntaban cómo Lady Finngal, esposa de un par de Inglaterra, había sido encontrada sola, en una casa de campo solitaria, con un marinero llegado la víspera a Southampton.
 El propietario de la casa no pudo dar dato alguno que ayudara a la justicia a esclarecer los hechos. La casita había sido alquilada ocho días antes del drama a un tal Collins, de Manchester, que además continuaba en paradero desconocido. Este Collins usaba anteojos y tenía una larga barba roja que bien podría ser falsa.
 El lord llegó de Londres a toda prisa. Adoraba a su mujer y su dolor daba lástima a quien le veía. Como todo el mundo, no entendía nada de este asunto.
 Después de estos acontecimientos, se retiró del mundo. Vive en su casa de Kensington, sin otra compañía que la de un criado mudo y un loro que le repite sin cesar:
 - ¡Harry, soy inocente!

"Las señoritas" George Sand

George Sand en AlbaLearning 
 
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Música: Debussy - Preludes Book II - Ondine



Les demoiselles o señoritas del Berry nos parecen primas de las milloraines normandas que el autor de La Normandie merveilleuse describe como seres de estatura gigantesca. Se mantienen inmóviles y su forma, poco definida, no permite reconocer ni sus miembros ni su rostro. Cuando alguien se acerca a ellas, huyen dando una serie de saltos irregulares muy rápidos.
Las señoritas o damas blancas son de todos los países. No creo que sean de origen galo, sino más bien de la Francia de la Edad Media. Sea como fuere, contaré una de las leyendas más completas que he podido recoger a propósito de ellas.
Un gentilhombre del Berry, llamado Jean de la Selle, vivía el siglo pasado en su castillo situado al fondo de los bosques de Villemort. La zona, triste y salvaje, se alegra un poco en la linde con los bosques, allí donde el terreno seco, plano y cubierto de robles, se inclina hacia praderas que humedecen una serie de pequeños lagos hoy mal cuidados.
Ya en el tiempo del que hablamos, las aguas empapaban los prados del señor de la Selle, dado que el buen gentilhombre no poseía suficiente fortuna como para hacer sanear sus tierras. Poseía una gran extensión, pero de escasa calidad y de pequeño rendimiento.
Sin embargo, él vivía contento gracias a sus gustos modestos y a su carácter tranquilo y jovial. Los campesinos de sus tierras y de los alrededores lo tenían por un hombre de bondad extraordinaria y de rara delicadeza. Decían de él, que antes de perjudicar lo más mínimo a un vecino, fuera quien fuese, se dejaría quitar la camisa del cuerpo y su caballo de entre las piernas.
Y sucedió que, una tarde, el señor de la Selle, después de haber estado en la feria de La Berthenoux para vender un par de bueyes, regresaba por la linde del bosque, acompañado por su aparcero, el alto Luneau, que era un hombre listo y entendido, y llevando sobre la grupa flaca de su yegua gris la suma de seiscientas libras en grandes escudos con la efigie de Luis XIV. Era el importe de los animales vendidos.
Como buen rústico que era, el señor de la Selle había comido bajo los árboles y como no le agradaba beber solo, había hecho sentarse junto a él a Luneau y le había servido vino del país como a él mismo con el fin de hacerle sentirse cómodo dándole ejemplo. Hasta tal punto que el vino, el calor, el cansancio de la jornada y sobre todo, el trote cadencioso de la yegua, habían dormido al señor de la Selle y llegó a su casa sin saber demasiado el tiempo que había empleado ni el camino que había seguido. Era Luneau el que lo conducía y Luneau lo había conducido bien puesto que llegaban sanos y salvos; sus caballos no tenían ni un pelo mojado. El señor de la Selle no se encontraba borracho. Nunca en su vida lo habían visto perder el sentido. Por lo que, una vez que se quitó las botas, le dijo a su sirviente que llevara la bolsa a su habitación; luego estuvo charlando muy razonablemente con Luneau, le dio las buenas noches y se marchó a dormir sin más demora. Pero, al día siguiente, cuando abrió la bolsa para coger el dinero, sólo encontró gruesos guijarros, y después de inútiles investigaciones, se vio obligado a reconocer que le habían robado.
Luneau, llamado y consultado, juró por su óleo y su bautismo, que había visto el dinero bien contado en la bolsa, que él mismo había cargado y atado sobre la grupa de la yegua. Juró igualmente por su fe y su ley que no se había separado de su señor ni la anchura de un caballo mientras recorrieron la carretera general. Pero confesó que, una vez entrado en el bosque, se había sentido un poco pesado y que podía haberse dormido sobre su montura por un espacio de un cuarto de hora aproximadamente. Se había visto de repente junto a la «Gâgne-aux-demoiselles» y a partir de ese momento no había dormido más ni había encontrado a ningún cristiano.
-Bueno, -dijo el señor de la Selle- algún ladrón se habrá burlado de nosotros. Es más mi culpa que la tuya, mi pobre Luneau, y lo más prudente es no darle más vueltas. La pérdida es sólo para mí puesto que tú no llevas parte en la venta del ganado. Sabré cómo arreglármelas aunque la cosa me fastidia un poco. Eso me enseñará a no quedarme dormido mientras voy a caballo.
Luneau quiso en vano hacerle sospechar de algunos cazadores furtivos menesterosos del lugar.
-No, no -respondió el noble rústico- no quiero acusar a nadie. Todas las personas de la vecindad son personas decentes. No hablemos más de ello. Tengo lo que me merezco.
-Pero tal vez me deteste un poco, señor…
-¿Por haberte quedado dormido? No, amigo mío; si te hubiera confiado la bolsa estoy seguro de que te habrías mantenido despierto. Sólo me culpo a mí mismo y, ¡caray! no tengo intención de castigarme demasiado. Es suficiente con haber perdido el dinero, ¡salvemos al menos el buen humor y el apetito!
-Sin embargo, si me hiciera usted caso, señor, mandaría buscar en la «Gâgne-aux-demoiselles».
-La «Gâgne-aux-demoiselles» es una fosa cubierta de hierba que tiene por lo menos medio cuarto de legua de longitud; remover todo ese fango exigiría gran esfuerzo y además ¿qué encontraríamos en ella? ¡El ladrón no habrá sido tan tonto como para sembrar allí mis escudos!
-Usted dirá lo que quiera, patrón, pero el ladrón no es tal vez como usted imagina.
-¡Ah! ¡ah!, mi buen Luneau, ¿tú también crees que las señoritas son espíritus malévolos que disfrutan jugando malas pasadas?
-No sé nada, patrón, pero lo que sí sé muy bien es que estando allí una mañana antes del amanecer con mi padre, las vimos como lo estoy viendo a usted; y que cuando regresamos a casa asustados, no llevábamos sombrero ni gorro en la cabeza, ni zapatos en los pies, ni navajas en los bolsillos. ¡Son muy astutas! Dan la impresión de marcharse pero, sin tocarte, te hacen perder todo lo que pueden y se aprovechan, pues no se le vuelve a encontrar. Si estuviera en su lugar mandaría que desecaran ese pantano. Su prado valdría más y las señoritas se marcharían de ahí, pues todo hombre con sentido común sabe que no les gusta lo seco y que van de una charca a otra, de un estanque a otro, a medida que se les quita la bruma de la que se alimentan.
-Amigo Luneau, -respondió el señor de la Selle- secar el pantano sería, sin duda, algo beneficioso para el prado. Pero, además de que se necesitarían las seiscientas libras que he perdido, me lo pensaría dos veces antes de desalojar a las señoritas. Y no es que crea en ellas precisamente, pues no las he visto nunca, lo mismo que no creo en ningún otro trasgo de la misma especie; pero mi padre sí creía un poco, y mi abuela mucho. Cuando se hablaba de ellas mi padre decía: «Dejad tranquilas a las señoritas, no le han hecho daño nunca ni a mí ni a nadie», y mi abuela: «No atormentéis ni conjuréis jamás a las señoritas; su presencia es un bien en una propiedad y su protección trae buena suerte a una familia».
-Sí, pero no lo han protegido de los ladrones -respondió Luneau moviendo la cabeza.
Unos diez años después de esta aventura, el señor de la Selle regresaba de la misma feria de La Berthenoux, trayendo sobre la misma yegua gris, ya bastante vieja pero trotando sin rechistar, una suma equivalente a la que le habían robado de forma tan singular. En esta ocasión iba solo, pues Luneau había fallecido unos meses atrás, y nuestro gentilhombre no dormía cuando iba a caballo, habiendo abjurado y definitivamente perdido esa nefasta costumbre.
Cuando se encontró en la linde del bosque, a lo largo de la «Gâgne-aux-demoiselles», que está situada en la parte baja de un talud bastante elevado cubierto de matorral, de viejos árboles y de grandes hierbas silvestres, el señor de la Selle se entristeció al recordar a su pobre aparcero, que le hacía mucha falta, aunque su hijo Jacques, alto y delgado como él, como él despierto y prudente, hiciera todo lo posible por reemplazarlo. Pero no se reemplaza a los viejos amigos, y el señor de la Selle se iba haciendo viejo también. Tuvo ideas muy tristes, pero su buena conciencia las disipó pronto, y se puso a silbar una melodía de caza diciéndose que en su vida y en su muerte sería lo que Dios quisiera.
Cuando estaba más o menos a la mitad de la longitud del pantano, se quedó muy sorprendido al ver una forma blanca que hasta entonces había tomado por una vedija de esos vapores que cubren las aguas estancadas, cambiar de lugar, luego saltar y volar deshaciéndose entre las ramas. Una segunda forma más sólida salió de entre los juncos y siguió a la primera alargándose como un paño flotante; luego una tercera, y otra, y otra más; y, a medida que pasaban por delante del señor de la Selle, se transformaban en mujeres enormes, vestidas con ropajes largos, pálidas, con cabellos canosos arrastrándose más que revoloteando tras ellas, hasta el punto de que no pudo quitarse de la cabeza que eran los fantasmas de los que le habían hablado en su infancia. Entonces, olvidando lo que su abuela le había recomendado que hiciera, hacer como que no las veía, se puso a saludarlas como hombre bien educado que era. Las saludó a todas y, cuando llegó a la séptima, que era la más alta y más visible, no pudo reprimir decirle:
-Señorita, soy su servidor.
Apenas pronunció esta frase, la vieja señorita se encontró sentada a la grupa detrás de él, abrazándolo con sus dos brazos fríos, como la aurora, y la vieja yegua, aterrorizada, emprendió el galope, llevando al señor de la Selle por medio del pantano.
Aunque muy sorprendido, el buen gentilhombre no perdió la cabeza.
-Por el alma de mi padre -pensó- yo no he hecho jamás mal a nadie y ningún espíritu puede hacérmelo a mí.
Sujetó su montura y la obligó a librarse del barro en el que se debatía, mientras que la señorita parecía intentar retenerla allí y hundirla en el fango.
El señor de la Selle llevaba escopetas en su silla de montar, y se le ocurrió utilizarlas; pero, considerando que tenía que vérselas con un ser sobrenatural, y recordando que sus padres le habían recomendado que no ofendiera nunca a las señoritas de agua, se contentó con decirle a ésta con suavidad:
-Bella dama, debería dejarme seguir mi camino, pues yo no he cruzado el suyo para contrariarla, y si la he saludado, no es por burla, sino por cortesía. Si desea oraciones o misas, hágame saber su deseo y, palabra de gentilhombre, que las tendrá.
Entonces, el señor de la Selle oyó por encima de su cabeza una voz extraña que decía:
-Manda decir tres misas por el alma de Luneau, y vete en paz.
Al instante la figura del fantasma se desvaneció, la yegua volvió a ser dócil y el señor de la Selle regresó a su casa sin más problemas.
Pensó que había tenido una visión, pero no por ello dejó de encargar las tres misas. Mas ¡cuál no sería su sorpresa cuando, al abrir la bolsa, encontró además del dinero que había recibido en la feria en esta ocasión, las seiscientas libras en escudos con la efigie del rey de hacía diez años!
Alguien dijo que Luneau, arrepintiéndose a la hora de su muerte, había encargado a su hijo de esta restitución, y que éste, para no manchar la reputación de su padre, se lo había encargado a las señoritas…. El señor de la Selle no permitió jamás una palabra contra la honradez del difunto y cuando se hablaba de estas cosas sin respeto en su presencia, acostumbraba a decir:
-El hombre no puede explicarlo todo. Tal vez sea mejor para él vivir sin reproche que sin creencias.

Las lavanderas nocturnas George Sand

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Música: Debussy - Preludes Book II - Ondine



He aquí, en mi opinión, la más siniestra de las visiones del miedo. Es también la más difundida pues creo que se encuentra en todos los países.
En torno a las charcas estancadas y a los manantiales límpidos; en los brezales como a orillas de las fuentes umbrías; en los caminos hundidos bajo los viejos sauces como en la llanura abrasada por el sol, durante la noche se oye la paleta precipitada y el chapoteo furioso de las lavanderas fantásticas. En determinadas provincias se cree que evocan la lluvia y atraen la tormenta al hacer volar hasta las nubes, con su ágil paleta, el agua de las fuentes y de los pantanos. Pero aquí hay una confusión. La evocación de las tormentas es monopolio de los brujos conocidos como «conductores de nubes». La auténticas lavanderas son las almas de las madres infanticidas. Golpean y retuercen incesantemente un objeto que se asemeja a ropa mojada pero que, visto desde cerca, no es sino el cadáver de un niño. Cada una tiene el suyo o los suyos, si ha sido varias veces criminal. Hay que evitar observarlas o molestarlas; porque, aunque tuviera usted seis pies de alto y músculos en proporción, lo agarrarían, lo golpearían en el agua y lo retorcerían ni más ni menos que como un par de medias.
Todos hemos oído con frecuencia la paleta de las lavanderas de noche resonar en el silencio de las charcas desiertas. Pero no hay que engañarse. Se trata de una especie de rana que produce ese ruido formidable. Es muy triste haber hecho ese pueril descubrimiento y no poder esperar ver la aparición de esas terribles brujas retorciendo sus harapos inmundos, en la bruma de las noches de noviembre, a la pálida luz de una pálida luna creciente reflejada por las aguas.
Sin embargo, yo tuve la emoción de escuchar un relato sincero y bastante aterrador acerca de este tema.
Un amigo mío, hombre de más talento que sentido común, debo reconocerlo, y sin embargo un espíritu ilustrado y culto, pero, debo reconocerlo también, proclive a dejar su razón de lado, muy valiente ante las cosas reales, pero fácil de impresionar y alimentado desde su infancia con las leyendas de la región, tuvo dos encuentros con las lavanderas que no contaba sino con repugnancia y con una expresión en el rostro que transmitía un escalofrío a su auditorio.
Una noche, hacia las once, en una «traîne» encantadora que corre serpenteando y saltando, por así decirlo, sobre el flanco ondulado del barranco de Urmont, vio a orillas de una fuente, a una vieja que lavaba y retorcía en silencio.
Aunque aquella bonita fuente tuviera mala fama, no vio en ello nada de sobrenatural y le dijo a la anciana:
-Está lavando muy tarde, buena mujer.
Ella no respondió. Pensó que era sorda y se acercó. La luna estaba brillante y la fuente resplandecía como un espejo. Entonces percibió claramente las facciones de la anciana: era completamente desconocida para él, lo que le sorprendió porque dada su condición de agricultor, cazador y paseante de la campiña, no había rostro desconocido para él a varias leguas a la redonda. Así fue como me contó personalmente sus impresiones frente a aquella lavandera singularmente retrasada:
-Sólo se me ocurrió pensar en la leyenda una vez que había perdido de vista a aquella mujer. No pensé en ella antes de encontrarla. No creía en ella y no sentí ningún recelo al abordarla. Pero tan pronto como estuve junto a ella, su silencio, su indiferencia ante la aproximación de un transeúnte, le dieron el aspecto de un ser absolutamente ajeno a nuestra especie. Si la vejez la privaba del oído y la vista, ¿cómo es que había venido a lavar tan lejos, sola, a esta hora tan insólita, a aquella fuente helada en la que trabajaba con tanta fuerza y actividad? Esto era al menos digno de observación; pero lo que me sorprendió aún más, fue lo que yo sentí personalmente. No tuve ninguna sensación de miedo, pero sí una repugnancia, un asco invencibles. Seguí mi camino sin que ella volviera la cabeza. No fue sino cuando llegué a mi casa cuando pensé en las brujas de los lavaderos, y entonces tuve mucho miedo, lo confieso abiertamente, y nada del mundo me habría decidido a volver sobre mis pasos.»
En otra ocasión, el mismo amigo pasaba cerca de los estanques de Thevet, hacia las dos de la mañana. Venía de Linières, donde aseguró no haber comido ni bebido, circunstancia que yo no podría garantizar. Iba solo, en cabriolé, seguido de su perro. Como su caballo iba cansado, se bajó en una cuesta y se encontró a orillas de la carretera, cerca de un canal donde tres mujeres lavaban, golpeaban y retorcían con gran vigor, sin decir nada. Su perro se acercó de repente a él sin ladrar. Él mismo pasó sin mirar demasiado. Pero apenas había dado unos cuantos pasos, oyó que alguien iba detrás de él, y que la luna dibujaba a sus pies una sombra muy alargada. Se volvió y vio que una de las tres mujeres lo seguía. Las otras dos venían a cierta distancia como para apoyar a la primera.
-En esta ocasión -dijo- sí pensé en las lavanderas malditas, pero tuve una emoción distinta a la de la primera vez. Aquellas mujeres eran de una estatura tan elevada y la que me seguía de cerca tenía hasta tal punto las proporciones, la cara y el andar de un hombre, que pensé que tenía que vérmelas con algunos tipos del pueblo probablemente mal intencionados. Llevaba un buen garrote en la mano, me volví y le dije:
-¿Qué quiere de mí?
No recibí respuesta y al ver que no me atacaba, no tuve pretexto para atacarla yo, por lo que me vi obligado a volver a mi cabriolé, que iba bastante lejos por delante de mí, con aquel desagradable ser en los talones. No decía nada y parecía disfrutar teniéndome bajo el efecto de una provocación. Yo seguía sujetando mi bastón, dispuesto a romperle la mandíbula al menor roce, y llegué así a mi cabriolé, con mi cobarde perro, que no decía ni pío y que saltó al vehículo al tiempo que yo.
Entonces me volví y, aunque había oído hasta ese momento pasos tras los míos y había visto una sombra caminar al lado de la mía, no vi a nadie. Sólo vi, a unos treinta pasos por detrás, en el lugar donde las había visto lavar, a las tres grandes diablesas saltando, danzando y retorciéndose como locas a orillas del canal. Su silencio, que contrastaba con aquellos saltos desenfrenados, las hacía aún más singulares y más penosas de ver.»
Si después de haber escuchado este relato, se intentaba hacerle al narrador alguna pregunta de detalle, o darle a entender que había sido víctima de una alucinación, él sacudía la cabeza y decía:
-Hablemos de otra cosa. Prefiero pensar que no estoy loco.
Esas palabras, pronunciadas con expresión triste, imponían silencio a todo el mundo.
No existe charca o fuente que no sea frecuentada bien por las lavanderas nocturnas, o bien por otros espíritus más o menos molestos. Algunos de estos huéspedes son sólo extraños. En mi infancia, yo temía mucho pasar por delante de cierta cuneta donde se veían los «pies blancos». Las historias fantásticas que no se explican respecto a la naturaleza de los seres que ponen en escena, y que quedan imprecisas e incompletas, son las que más impresionan la imaginación. Aquellos pies blancos que caminaban, según decían, a lo largo de la cuneta a determinadas horas de la noche, eran pies de mujer, flacos y descalzos, con un trozo de vestido blanco o de camisa larga que flotaba y se agitaba sin cesar. Caminaba rápido y en zigzag, y si se le decía: «Te estoy viendo… ¿Quieres escapar?» corría aún más y no se sabía por dónde había desaparecido. Cuando no se le decía nada caminaba delante de ti, pero cualquier esfuerzo que se hiciera para ver más arriba de los tobillos, resultaba inútil. No tenía piernas, ni cuerpo, ni cabeza, sólo pies. No sabría explicar qué tenían aquellos pies de terrorífico, pero por nada del mundo habría querido verlos.
En otros lugares hay hilanderas nocturnas; se escucha la rueca en la habitación en la que se está y en ocasiones se ven sus manos. En nuestra comarca, he oído hablar de una brayeuse nocturna que hilaba el cáñamo delante de la puerta de ciertas casas y dejaba oír el ruido regular de la braye, de una manera que no era natural. Había que dejarla tranquila, y si se obstinaba en volver muchas noches seguidas, había que poner una vieja hoja de guadaña a través del instrumento que cogía para hacer ruido: por un momento trataba de romper la hoja, luego se cansaba, la arrojaba delante de la puerta y no regresaba más.

También está la peillerouse o harapienta nocturna, que se sentaba en la guenillière de la iglesia. Peille es una antigua palabra francesa que significa guenille, harapo; por eso el porche de la iglesia en el que se sientan durante los oficios los mendigos que llevan peilles o guenilles, se llama guenillière.

Aquella harapienta abordaba a los transeúntes y les pedía limosna. Había que cuidarse mucho de darle algo; de hacerlo, se ponía alta y fuerte aunque te hubiera parecido achacosa, y te molía a palos. Un tal Simon Richard, que vivía en la antigua casa cural y que sospechaba alguna broma por parte de las chicas de la aldea hacia él, quiso bromear con ella. Lo dejaron por muerto. Yo le vi el costado al día siguiente, que estaba muy magullado y arañado, efectivamente. Juraba que sólo había visto a una anciana, menuda, pero que tenía los puños de tres hombres y medio.
En vano quisieron hacerle creer que se las había visto con algún tipo más fuerte que él que, disfrazado, se había vengado de alguna mala jugada que él le habría hecho. Era fuerte y valiente, incluso pendenciero y vengativo. Sin embargo, una vez que se recuperó, abandonó la parroquia y no volvió más, diciendo que no le temía ni a hombre ni a mujer, pero sí a los seres que no son de este mundo y que no tienen el cuerpo «como los cristianos».

Los panes negros Anatole France

Anatole France en AlbaLearning

 
 
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Música: Música: Brahms - Klavierstucke Op.76 - 4: Intermezzo



En aquel tiempo, Nicolás Nerli era banquero en la noble ciudad de Florencia. A la hora de tercia se encontraba ya sentado ante su pupitre, y a la hora de nona aún estaba allí sentado, haciendo cuentas todo el día en sus tablillas. Nicolás Nerli prestaba dinero al Emperador y al Papa. Y si no le prestaba dinero al diablo era porque temía hacer malos negocios con el que nombramos el Maligno y que no carece de artimañas.

Era audaz y desconfiado. Había adquirido grandes riquezas y despojado a mucha gente. Por ello era respetado en la ciudad de Florencia. Vivía en un palacio en el que la luz que Dios creó no entraba sino por estrechas ventanas; eso era por prudencia, pues la mansión de un rico debe ser como una ciudadela y los que poseen grandes bienes hacen bien en defender por la fuerza lo que han adquirido por la astucia.

El palacio de Nicolás Nerli se encontraba pues provisto de rejas y cadenas. En su interior, los muros estaban decorados con pinturas de expertos maestros que habían representado en ellas las Virtudes como mujeres, los patriarcas, los profetas y los reyes de Israel. Los tapices expuestos en las habitaciones ofrecían a la vista las historias de Alejandro y de Tristán tal como las cuentan en los libros. Nicolás Nerli hacía brillar su riqueza en toda la ciudad por medio de fundaciones piadosas.

Había mandado construir un hospital en la zona de extramuros cuyo friso, esculpido y pintado, representaba las acciones más honorables de su vida; en reconocimiento por las sumas de dinero que había donado para acabar Santa María la Nueva, su retrato se hallaba expuesto en el coro de esta iglesia. Se le veía en él arrodillado, con las manos juntas, a los pies de la Santísima Virgen. Se le reconocía por su gorro de lana roja, su abrigo forrado, su rostro rollizo y sus ojillos despiertos. Su buena esposa, Mona Bismantova, con expresión honesta y triste, que se podría pensar que jamás nadie hubiera obtenido de ella algún placer, se hallaba al otro lado de la Virgen, en humilde actitud orante. Aquel hombre era uno de los primeros ciudadanos de la República; como no había hablado jamás mal de las leyes y no se preocupaba en absoluto de los pobres ni de aquellos a los que los poderosos del momento condenan a pagar multas o al exilio, no había disminuido nada, en la opinión de los magistrados, la estima que había adquirido a sus ojos por su gran riqueza.

Una noche de invierno, al regresar a su palacio algo más tarde de lo habitual, fue rodeado ante el umbral de su puerta por un grupo de mendigos medio desnudos que le tendían la mano. Los apartó con duras palabras. Pero el hambre hace a los hombres ariscos y osados como los lobos: formaron un círculo a su alrededor y le pidieron pan con voz quejumbrosa y ronca. Estaba inclinándose ya para recoger piedras y lanzárselas, cuando vio llegar a uno de sus criados que llevaba sobre la cabeza una cesta de panes de centeno, destinados a los empleados de las cuadras, de la cocina y de los jardines.

Hizo una señal al de los panes para que se acercara, y, sacándolos de la cesta con ambas manos, les arrojó los panes a los menesterosos. Luego, entró en su casa, se acostó y se quedó dormido. Mientras dormía, sufrió un ataque de apoplejía y murió tan de repente que creía que se encontraba aún en su lecho cuando vio, en un rincón oscuro, a San Miguel iluminado por el resplandor que irradiaba de su propio cuerpo. El arcángel, con la balanza en la mano, estaba cargando los platillos. Al reconocer en el platillo que pesaban más las joyas de las viudas que guardaba como fianza, la multitud de recortes de escudos indebidamente retenidos y algunas piezas de oro muy bellas, que sólo él poseía y que había adquirido por usura o por fraude, Nicolás Nerli reconoció que era su vida, ya finalizada, lo que san Miguel estaba pesando en su presencia. Miró atento y preocupado.

-Señor San Miguel -le dijo-, si ponéis en un platillo todas las ganancias que he obtenido en mi vida, colocad en el otro, os lo ruego, las hermosas fundaciones con las que he puesto de manifiesto mi piedad. No olvidéis la cúpula de Santa María la Nueva a la que contribuí financiando la tercera parte, ni el hospital de extramuros, que he construido por completo con mi dinero.

-No temáis, Nicolás Nerli -respondió el arcángel-. No me olvidaré de nada.

Y con sus manos gloriosas colocó en el otro platillo la cúpula de Santa María la Nueva y el hospital con el friso esculpido y pintado. Pero el platillo no se movió. El banquero sintió gran inquietud.

-Señor san Miguel -dijo de nuevo-, buscad bien. No habéis colocado en ese platillo de la balanza ni mi hermosa pila del agua bendita de San Juan, ni el púlpito de San Andrés, en donde está representado el bautismo del Nuestro Señor a tamaño natural. Es una obra que me costó muy cara.

El arcángel colocó el púlpito y la pila encima del hospital en el platillo, que tampoco se movió. Nicolás Nerli empezó a notar que su frente se inundaba de un sudor frío.

-Señor arcángel -preguntó-, ¿estáis seguro de que vuestra balanza funciona correctamente?

San Miguel respondió sonriendo que, al no ser la balanza como las que usan los lombardos de París ni como las que usan los cambistas de Venecia, aquélla no carecía en absoluto de exactitud.

-¡Cómo! -suspiró Nicolás Nerli, completamente lívido-, ¿la cúpula, el púlpito, la pila, el hospital con todas sus camas, no pesan, pues, más que una brizna de paja o que el plumón de un pájaro?

-Ya lo estáis viendo, Nicolás -dijo el arcángel-, y, hasta el momento, el peso de vuestras iniquidades es muy superior al peso ligero de vuestras buenas acciones.

-Voy a ir al infierno, pues -dijo el florentino. Y sus dientes castañeteaban de espanto.

-¡Tened paciencia, Nicolás Nerli -prosiguió el pesador celeste-, paciencia! No hemos terminado aún. Nos queda esto.

Y el bienaventurado Miguel tomó los panes de centeno que el rico les había lanzado a los pobres la víspera. Los colocó en el platillo de las buenas obras, que descendió de repente, mientras que el otro subía, quedando ambos platillos al mismo nivel. El fiel de la balanza no se inclinaba ni a la derecha ni a la izquierda y la aguja indicaba la igualdad perfecta de los dos pesos. El banquero no podía creer lo que veían sus ojos. El glorioso arcángel le dijo:

-Como estás viendo, Nicolás Nerli, no eres apto ni para el cielo ni para el infierno. ¡Anda, regresa a Florencia! Multiplica en tu ciudad esos panes que diste con tus manos, de noche, sin que nadie te viera, y serás salvo. Pues no basta con que el cielo se abra para el ladrón que se arrepiente y para la prostituta que llora. La misericordia de Dios es infinita: es capaz de salvar incluso a un rico. Sé tú ese rico. Multiplica los panes cuyo peso puedes ver en mi balanza. ¡Anda!

Nicolás Nerli se despertó en su lecho. Decidió seguir el consejo del arcángel y multiplicar el pan de los pobres para lograr entrar en el reino de los cielos.

Durante los tres años que pasó sobre la tierra después de su primera muerte, fue caritativo con los menesterosos y muy generoso en limosnas.
 
Le puits de Sainte Claire (1895)

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Canción de la bailarina Colette, Sidonie Gabrielle

 Sidonie Gabrielle Colette en AlbaLearning
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Música: Dussek - Sonatina in G Opus 20, No. 1


¡Oh tú, que danzarina me llamas, sabe hoy que no aprendí a danzar! Me encontraste juguetona y pequeña, danzando en el sendero y persiguiendo a mi sombra azul. Giraba como una abeja, y mis pies y mis cabellos, color de camino, se empolvaban con el polen de un polvo rubio.
Me viste venir de la fuente, meciendo el ánfora en mi cadera, mientras, al compás de mis pasos, sobre mi túnica saltaba el agua en redondas lágrimas, en serpientes de plata, en menudos cohetes rizados que ascendían, helados, hasta mi mejilla. Yo caminaba lenta, seria, mas llamaste danza a mis pasos. No mirabas mi rostro, seguías el movimiento de mis rodillas, el balanceo de mi talle, en la arena leías la forma de mis talones desnudos, la huella de mis dedos abiertos, que comparabas con la de cinco perlas desiguales.
Me dijiste: «Coge esas flores, persigue esa mariposa...» Llamabas danza a mi carrera, y cada reverencia de mi cuerpo inclinado sobre los claveles purpúreos, y el ademán, repetido en cada flor, de echar atrás, por encima de mi hombro, un chal resbaladizo.
En tu casa, sola entre tú y la alta llama de una lámpara, me dijiste: «¡Danza!» y no dancé...
Pero desnuda en tus brazos, sujeta a tu lecho por la cinta de fuego del placer, me llamaste, sin embargo, danzarina, al ver agitarse bajo mi piel, desde mi pecho ofrecido a mis pies crispados, la inevitable voluptuosidad.
Fatigada, anudé mis cabellos, y los contemplabas, dóciles, arrollados a mi frente como serpientes hechizadas por la flauta.
Abandoné tu casa mientras murmurabas: "La más hermosa de tus danzas no es cuando acudes corriendo, jadeante, poseída de un deseo irritado y atormentado ya, por el camino, el broche de tu vestido. Es cuando de mí te alejas, serena y con las rodillas temblorosas, y al alejarte me miras, tu barbilla en el hombro. Tu cuerpo me recuerda, oscila y titubea, me echan de menos tus caderas y tus senos me están agradecidos...Me miras, vuelta la cabeza, mientras tus pies adivinadores tantean y escogen su camino...
"Te vas, siempre pequeña y maquillada por el sol poniente, hasta no ser, en lo alto de la colina, más esbelta en tu túnica anaranjada que una llama vertical, que danza imperceptiblemente..."
Si tú no me abandonas, iré danzando hasta mi blanca tumba.
Saludaré a la luz, que me hizo hermosa y me vio amada con una danza involuntaria, cada día más lenta.
Una última danza trágica me enfrentará con la muerte, mas sólo lucharé para sucumbir con elegancia.
Que los dioses me concedan una caída armoniosa, juntos los brazos en mi frente, doblada una pierna y extendida la otra, como presta a franquear, de un salto ingrávido, el negro umbral del reino de las sombras...
Me llamas danzarina, y, sin embargo, no sé bailar...

La casa del lago de Charles Nodier

Ramón Gómez de la Serna en AlbaLearning 
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Música: Debussy - Images Book 2, no. 3 "Poissons d'or"




Paseándome sobre el lago de Ginebra vi, al pasar por delante de un viejo castillo abandonado, el terror impreso en el rostro de mi barquero que remó con todas sus fuerzas para alejarse del lugar. -¿Qué te ocurre? —le dije. -¡Ah! señor, permítame huir lo más pronto posible; vea aquel fantasma de la ventana que me está amenazando. Vi en efecto, un espectro que hacía gestos amenazantes.—¡Esta sí que es buena! Cuéntame pues qué sucede de extraordinario en este castillo.—Señor, —prosiguió el barquero— hace tiempo yo era pescador, y muy intrépido; cien veces me habían dicho mis compañeros: «Honoré no te acerques al viejo castillo; aunque los peces sean muy abundantes en ese lugar, no te dejes tentar, porque todas las almas del otro mundo habitan allí». Despreciaba sus consejos y, como veía a diario mis redes bien llenas, regresaba todos los días a aquel nefasto lugar; había visto en numerosas ocasiones a los aparecidos, pero me burlaba de ellos y, desde mi barca, les plantaba cara.
Una noche, ¡noche funesta! estaba sacando mi traína cuando vi a un fantasma horroroso andar sobre el lago; no me asusté y agarré mi remo para hacer retroceder al espectro (el mismo que acaba de ver) pero ¡oh, horror!, el monstruo sacude su brazo y origina una llama que iluminó todo el lago; en ese mismo instante llenó mi barca de reptiles; el fuego salía de su boca, de sus fosas nasales, de sus ojos, y su voz se asemejaba al trueno. Luego, con una mano vigorosa agarró mi barca y, en un abrir y cerrar de ojos, la hizo desaparecer. Mientras toda mi pequeña fortuna desaparecía, escuché al fantasma decir: «Temerario, el infierno va a recibirte; que este ejemplo enseñe a los débiles humanos a no luchar jamás contra los espíritus infernales».
Mientras tanto, yo nadaba con todas mis fuerzas sin saber hacia dónde iba; por fortuna para mí encontré a un pescador que me recogió, me hizo volver a la vida (pues había caído casi muerto en su barca) y me condujo a mi casa. Desgraciadamente, yo me salvé, pero mi barca, mis redes, mi hermano pequeño, todo pereció.
Eso es lo que me sucedió, señor; por eso no me acerco jamás a ese maldito castillo si no es por orden expresa de los viajeros.
Desde entonces, llevo una triste existencia, soy criado, mientras que antes me ganaba bien la vida y la de mi pobre familia.
—Amigo mío, siento mucho tu desgracia, pero quiero ir a ver el espectro.—¡Que el cielo le proteja, señor, no regresará de allí con vida!—¿Vienes conmigo?—¡No! Ya recibí una buena lección.—Entonces desembárcame.—No haga esa locura, por Dios.—Vamos, desembárcame.—De acuerdo, pero lo esperaré a una cierta distancia.
Y ahí me tienen, al anochecer, al pie de la torre del castillo. Iba armado hasta los dientes, no contra los fantasmas —porque no creía en absoluto en ellos— sino por miedo a encontrarme con habitantes de este mundo ocupados en cualquier cosa que no fuera rogar a Dios. Entro, todo estaba tranquilo en el castillo, enciendo una vela, me paseo por todas partes, lo veo todo en orden, me instalo en una habitación y, con las armas sobre la mesa, espero al enemigo con pie firme.
Empezaba a creer que los diablos o los espíritus me respetarían, cuando oí caer algo por la chimenea: me levanto para mirar, era una cabeza de muerto; un instante después le siguió una pierna, luego los brazos y finalmente el resto del cadáver. «¡Oh! ¡oh! —me dije— no se está demasiado bien aquí; estos espíritus hacen algo más que dar miedo». Estaba pensando en retirarme, cuando se oyó un ruido de cadenas; presto atención, y muy pronto veo a mi espectro que me dirige estas palabras: —Incrédulo, ¿no te bastaba el terrible castigo de tu barquero, tenías que venir a esta casa?... ¡Tiembla temerario! Todo el infierno se ha desencadenado contra ti. No pierdo la cabeza, le disparo al fantasma; él se ríe de mi cólera, y tras un gesto suyo, una multitud de demonios entra en el aposento. Producían un ruido horroroso. Huyo de aquella maldita habitación, llego a una escalera, subo, me precipito en otra y en ésta encuentro a un espectro envuelto en un sudario manchado de sangre; huyo de nuevo, miles de esqueletos me agarran con sus manos descarnadas; les ataco con mi sable, pero mis golpes no producen ningún efecto; un espectro monstruoso quiere arrojarse sobre mí, lo evito, escapo; pero no sé muy bien a dónde ir, pues una humareda densa e infecta llena toda la estancia: perseguido sin cesar por un ejército de fantasmas, me precipito hacia una habitación vecina; pero tan pronto como he puesto el pie dentro, el suelo se hunde y caigo no sé dónde.
Estuve sin conocimiento y sólo me recuperé cuando estuve a orillas del lago. Mis ropas estaban hechas harapos, y me encontraba tan débil que no podía tenerme en pie. Mi pobre barquero vino a recogerme y me dijo que desde el lago había visto cosas que lo habían dejado helado de pánico, y que creía firmemente que yo no era ya de este mundo.
Tomamos tristemente el camino de regreso hacia Ginebra; allí, le di a mi conductor una suma lo suficientemente fuerte como para permitirle volver a su primera profesión.
Por lo que a mí respecta, fui en numerosas ocasiones a pasearme por el lago, pero jamás me sentí tentado de volver a visitar el infernal castillo.