Un cuento de Monterroso, leído por él mismo, sobre lo cotidiano y lo poético.
El domingo fui al parque. Bajo el sol y rodeado de arboles estaba el poeta, sobre una tarima de color indefinido y frente a unas cuarenta personas que lo escuchaban atentas o despreocupadas o corteses.
El poeta leía en voz alta unos papeles que sostenía con la mano izquierda, mientras con la derecha acentuaba las palabras ahí donde le parecía mejor. Cuando terminaba un poema se oía el aplauso del público, tan tenue y tan desganado que casi podía tomarse como una desaprobación. El sol daba con entusiasmo en las cabezas de todos, pero todos habían encontrado la manera de defenderse de él poniéndose encima de los programas. Una niñita de tres años y medio señaló riéndose este hecho a su padre, quien también se rió, al mismo tiempo que admiraba para sus adentros la inteligencia de su hija.
El poeta, vestido un poco fuera de moda, continuaba leyendo. Ahora se ayudaba con el cuerpo y estiraba los brazos hacia delante, como si de su boca lanzara al público en lugar de palabras, alguna otra cosa, tal vez flores, o algo, aunque el público, atento a guardar el equilibro para no dejar caer los programas de las cabezas, no correspondiera en forma debida al ademán.
Detrás del poeta, sentadas ante una larga mesa cubierta con una tela roja, se encontraban las autoridades, serias, como corresponde. Cerca, en la calzada, se oía el ruido de los autos que pasaban haciendo sonar sus bocinas; más cerca, uno no sabía muy bien por qué lado, pero entre los árboles, una banda tocaba la obertura de Guillermo Tell. Esto y aquello echaba a perder un tanto los efectos que el poeta buscaba, pero con cierta buena voluntad podía entenderse que decía algo de una primavera que albergaba en el corazón y de una flor que una mujer llevaba en la mano iluminándolo todo y de la convicción de que el mundo en general estaba bien y de que solo se necesitaba alguna cosa para que el mundo fuera perfecto y comprensible y armonioso y bello.