Música:Bartok - Sz.107 - Mikrokosmos - Book 4 - 111: Intermezzo
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Sección 2
Ianthe le detalló la aparición tradicional de aquellos monstruos, y el horror de Aubrey aumentó al escuchar una descripción casi exacta de Lord Ruthven.
Pese a ello, el joven, persistió en querer convencer a la joven griega de que sus temores no podían ser debidos a una cosa cierta, si bien al mismo tiempo repasaba en su memoria todas las coincidencias que le habían incitado a creer en los poderes sobrenaturales de Lord Ruthven.
Aubrey cada día sentíase más ligado a Ianthe, ya que su inocencia, tan en contraste con las virtudes fingidas de las mujeres entre las que había buscado su idea de romance, había conquistado su corazón. Si bien le parecía ridícula la idea de que un muchacho inglés, de buena familia y mejor educación, se casara con una joven griega, carente casi de cultura, lo cierto era que cada vez amaba más a la doncella que le acompañaba constantemente.
En algunas ocasiones se separaba de ella, decidido a no volver a su lado hasta haber conseguido sus objetivos. Pero siempre le resultaba imposible concentrarse en las ruinas que le rodeaban, teniendo constantemente en su mente la imagen de quien lo era todo para él.
Ianthe no se daba cuenta del amor que por ella experimentaba Aubrey, mostrándose con él la misma chiquilla casi infantil de los primeros días. Siempre, no obstante, se despedía del joven con frecuencia, mas ello se debía tan sólo a no tener a nadie con quien visitar sus sitios favoritos, en tanto su acompañante se hallaba ocupado bosquejando o descubriendo algún fragmento que había escapado a la acción destructora del tiempo.
La joven apeló a sus padres para dar fe de la existencia de los vampiros. Y todos, con algunos individuos presentes, afirmaron su existencia, pálidos de horror ante aquel solo nombre.
Poco después, Aubrey decidió realizar una excursión, que le llevaría varias horas. Cuando los padres de Ianthe oyeron el nombre del lugar, le suplicaron que no regresase de noche, ya que necesariamente debería atravesar un bosque por el que ningún griego pasaba, una vez que había oscurecido, por ningún motivo.
Le describieron dicho lugar como el paraje donde los vampiros celebraban sus orgías y bacanales nocturnas. Y le aseguraron que sobre el que se atrevía a cruzar por aquel sitio recaían los peores males.
Aubrey no quiso hacer caso de tales advertencias, tratando de burlarse de aquellos temores. Pero cuando vio que todos se estremecían ante sus risas por aquel poder superior o infernal, cuyo solo nombre le helaba la sangre, acabó por callar y ponerse grave.
A la mañana siguiente, Aubrey salió de excursión, según había proyectado. Le sorprendió observar la melancólica cara de su huésped, preocupado asimismo al comprender que sus burlas de aquellos poderes hubiesen inspirado tal terror.
Cuando se hallaba a punto de partir, Ianthe se acercó al caballo que el joven montaba y le suplicó que regresase pronto, pues era por la noche cuando aquellos seres malvados entraban en acción. Aubrey se lo prometió.
Sin embargo, estuvo tan ocupado en sus investigaciones que no se dio cuenta de que el día iba dando fin a su reinado y que en el horizonte aparecía una de aquellas manchas que en los países cálidos se convierten muy pronto en una masa de nubes tempestuosas, vertiendo todo su furor sobre el desdichado país.
Finalmente, montó a caballo, decidido a recuperar su retraso. Pero ya era tarde. En los países del sur apenas existe el crepúsculo. El sol se pone inmediatamente y sobreviene la noche. Aubrey se había demorado con exceso. Tenía la tormenta encima, los truenos apenas se concedían un respiro entre sí, y el fuerte aguacero se abría paso por entre el espeso follaje, en tanto el relámpago azul parecía caer a sus pies.
El caballo se asustó de repente, y emprendió un galope alocado por entre el espeso bosque. Por fin, agotado de cansancio, el animal se paró, y Aubrey descubrió a la luz de los relámpagos que estaba en la vecindad de una choza que apenas se destacaba por entre la hojarasca y la maleza que le rodeaba.
Desmontó y se aproximó, cojeando, con el fin de encontrar a alguien que pudiera llevarle a la ciudad, o al menos obtener asilo contra la furiosa tormenta.
Cuando se acercaba a la cabaña, los truenos, que habían callado un instante, le permitieron oír unos gritos femeninos, gritos mezclados con risotadas de burla, todo como en un solo sonido. Aubrey quedó turbado. Mas, soliviantado por el trueno que retumbó en aquel momento, con un súbito esfuerzo empujó la puerta de la choza.
No vio más que densas tinieblas, pero el sonido le guió. Aparentemente, nadie se había dado cuenta de su presencia, pues aunque llamó, los mismos sonidos continuaron, sin que nadie reparase al parecer en él.
No tardó en tropezar con alguien, a quien apresó inmediatamente. De pronto, una voz volvió a gritar de manera ahogada, y al grito sucedió una carcajada. Aubrey hallóse al momento asido por una fuerza sobrehumana. Decidido a vender cara su vida, luchó mas en vano. Fue levantado del suelo y arrojado de nuevo al mismo con una potencia enorme. Luego, su enemigo se le echó encima y, arrodillado sobre su pecho, le rodeó la garganta con las manos. De repente, el resplandor de varias antorchas entrevistas por el agujero que hacía las veces de ventana, vino en su ayuda. Al momento, su rival se puso de pie y, separándose del joven, corrió hacia la puerta. Muy poco después, el crujido de las ramas caídas al ser pisoteadas por el fugitivo también dejó de oírse.
La tormenta había cesado, y Aubrey, incapaz de moverse, gritó, siendo oído poco después por los portadores de antorchas.
Entraron a la cabaña, y el resplandor de la resina quemada cayó sobre los muros de barro y el techo de bálago, totalmente lleno de mugre.
A instancias del joven, los recién llegados buscaron a la mujer que le había atraído con sus chillidos. Volvió, por tanto, a quedarse en tinieblas. Cual fue su horror cuando de nuevo quedó iluminado por la luz de las antorchas, pudiendo percibir la forma etérea de su amada convertida en un cadáver.
Cerró los ojos, esperando que sólo se tratase de un producto espantoso de su imaginación. Pero volvió a ver la misma forma al abrirlos, tendida a su lado.
No había el menor color en sus mejillas, ni siquiera en sus labios, y en su semblante se veía una inmovilidad que resultaba casi tan atrayente como la vida que antes lo animara. En el cuello y en el pecho había sangre, en la garganta las señales de los colmillos que se habían hincado en las venas.
—¡Un vampiro! ¡Un vampiro! —gritaron los componentes de la partida ante aquel espectáculo.
Rápidamente construyeron unas parihuelas, y Aubrey echó a andar al lado de la que había sido el objeto de tan brillantes visiones, ahora muerta en la flor de su vida.
Aubrey no podía ni siquiera pensar, pues tenía el cerebro ofuscado, pareciendo querer refugiarse en el vacío. Sin casi darse cuenta, empuñaba en su mano una daga de forma especial, que había encontrado en la choza. La partida no tardó en reunirse con más hombres, enviados a la búsqueda de la joven por su afligida madre. Los gritos de los exploradores al aproximarse a la ciudad, advirtieron a los padres de la doncella que había sucedido una horrorosa catástrofe. Sería imposible describir su dolor. Cuando comprobaron la causa de la muerte de su hija, miraron a Aubrey y señalaron el cadáver. Estaban inconsolables, y ambos murieron de pesar.
Aubrey, ya en la cama, padeció una violentísima fiebre, con mezcolanza de delirios. En estos intervalos llamaba a Lord Ruthven y a Ianthe, mediante cierta combinación que le parecía una súplica a su antiguo compañero de viaje para que perdonase la vida de la doncella.
Otras veces lanzaba imprecaciones contra Lord Ruthven, maldiciéndole como asesino de la joven griega.
Por casualidad, Lord Ruthven llegó por aquel entonces a Atenas. Cuando se enteró del estado de su amigo, se presentó inmediatamente en su casa y se convirtió en su enfermero particular.
Cuando Aubrey se recobró de la fiebre y los delirios, quedóse horrorizado, petrificado, ante la imagen de aquel a quien ahora consideraba un vampiro. Lord Ruthven —con sus amables palabras, que implicaban casi cierto arrepentimiento por la causa que había motivado su separación— y la ansiedad, las atenciones y los cuidados prodigados a Aubrey, hicieron que éste pronto se reconciliase con su presencia.
Lord Ruthven parecía cambiado, no siendo ya el ser apático de antes, que tanto había asombrado a Aubrey. Pero tan pronto terminó la convalescencia del joven, su compañero volvió a ofrecer la misma condición de antes, y Aubrey ya no distinguió la menor diferencia, salvo que a veces veía la mirada de Lord Ruthven fija en él, al tiempo que una sonrisa maliciosa flotaba en sus labios. Sin saber por qué, aquella sonrisa le molestaba.
Durante la última fase de su recuperación, Lord Ruthven pareció absorto en la contemplación de las olas que levantaba en el mar la brisa marina, o en señalar el progreso de los astros que, como el nuestro, dan vueltas en torno al Sol. Y más que nada, parecía evitar todas las miradas ajenas.
Aubrey, a causa de la desgracia sufrida, tenía su cerebro bastante debilitado, y la elasticidad de espíritu que antes era su característica más acusada parecía haberle abandonado para siempre.
No era tan amante del silencio y la soledad como Lord Ruthven, pero deseaba estar solo, cosa que no podía conseguir en Atenas. Si se dedicaba a explorar las ruinas de la antigüedad, el recuerdo de Ianthe a su lado le atosigaba de continuo. Si recorría los bosques, el paso ligero de la joven parecía corretear a su lado, en busca de la modesta violeta. De repente, esta visión se esfumaba, y en su lugar veía el rostro pálido y la garganta herida de la joven, con una tímida sonrisa en sus labios.
Decidió rehuir tales visiones, que en su mente creaban una serie de amargas asociaciones. De este modo, le propuso a Lord Ruthven, a quien sentíase unido por los cuidados que aquel le había prodigado durante su enfermedad, que visitasen aquellos rincones de Grecia que aún no habían visto.
Los dos recorrieron la península en todas las direcciones, buscando cada rincón que pudiera estar unido a un recuerdo. Pero aunque lo exploraron todo, nada vieron que llamase realmente su interés.
Oían hablar mucho de diversas bandas de ladrones, mas gradualmente fueron olvidándose de ellas atribuyéndolas a la imaginación popular, o a la invención de algunos individuos cuyo interés consistía en excitar la generosidad de aquellos a quienes fingían proteger de tales peligros.
En consecuencia, sin hacer caso de tales advertencias, en cierta ocasión viajaban con muy poca escolta, cuyos componentes más debían servirles de guía que de protección. Al penetrar en un estrecho desfiladero, en el fondo del cual se hallaba el lecho de un torrente, lleno de grandes masas rocosas desprendidas de los altos acantilados que lo flanqueaban, tuvieron motivos para arrepentirse de su negligencia. Apenas se habían adentrado por paso tan angosto cuando se vieron sorprendidos por el silbido de las balas que pasaban muy cerca de sus cabezas, y las detonaciones de varias armas.
Al instante siguiente, la escolta les había abandonado, y resguardándose detrás de las rocas, empezaron todos a disparar contra sus atacantes.
Lord Ruthven y Aubrey, imitando su ejemplo, se retiraron momentáneamente al amparo de un recodo del desfiladero. Avergonzados por asustarse tanto ante un vulgar enemigo, que con gritos insultantes les conminaban a seguir avanzando, y estando expuestos al mismo tiempo a una matanza segura si alguno de los ladrones se situaba más arriba de su posición y les atacaba por la espalda, determinaron precipitarse al frente, en busca del enemigo...
Apenas abandonaron el refugio rocoso, Lord Ruthven recibió en el hombro el impacto de una bala que le envió rodando al suelo. Aubrey corrió en su ayuda, sin hacer caso del peligro a que se exponía, mas no tardó en verse rodeado por los malhechores, al tiempo que los componentes de la escolta, al ver herido a Lord Ruthven, levantaron inmediatamente las manos en señal de rendición.
Mediante la promesa de grandes recompensas, Aubrey logró convencer a sus atacantes para que trasladasen a su herido amigo a una cabaña situada no lejos de allí. Tras hacer concertado el rescate a pagar, los ladrones no le molestaron, contentándose con vigilar la entrada de la cabaña hasta el regreso de uno de ellos, que debía percibir la suma prometida gracias a una orden firmada por el joven.
Las energías de Lord Ruthven disminuyeron rápidamente. Dos días más tarde, la muerte pareció ya inminente. Su comportamiento y su aspecto no había cambiado, pareciendo tan incosciente al dolor como a cuanto le rodeaba. Hacia el fin del tercer día, su mente pareció extraviarse, y su mirada se fijó insistentemente en Aubrey, el cual sintióse impulsado a ofrecerle más que nunca su ayuda.
—Sí, tú puedes salvarme... Puedes hacer aún mucho más... No me refiero a mi vida, pues temo tan poco a la muerte como al término del día. Pero puedes salvar mi honor. Sí, puedes salvar el honor de tu amigo.
—Decidme cómo —asintió Aubrey—, y lo haré.
—Es muy sencillo. Yo necesito muy poco... Mi vida necesita espacio... Oh, no puedo explicarlo todo... Mas si callas cuanto sabes de mí, mi honor se verá libre de las murmuraciones del mundo, y si mi muerte es por algún tiempo desconocida en Inglaterra... yo... yo... ah, viviré.
—Nadie lo sabrá.
—¡Júralo! —exigió el moribundo, incorporándose con gran violencia—. ¡Júralo por las almas de tus antepasados, por todos los temores de la naturaleza, jura que durante un año y un día no le contarás a nadie mis crímenes ni mi muerte, pase lo que pase, veas lo que veas!
Sus ojos parecían querer salir de sus órbitas.
—¡Lo juro! —exclamó Aubrey.
Lord Ruthven se dejó caer sobre la almohada, lanzando una carcajada, y expiró.
Sección 3
Aubrey retiróse a descansar, mas no durmió pues su cerebro daba vueltas y más vueltas sobre los detalles de su amistad con tan extraño ser, y sin saber por qué, cuando recordaba el juramento prestado sentíase invadido por un frío extraño, con el presentimiento de una desgracia inminente.
Levantóse muy temprano al día siguiente, e iba ya a entrar en la cabaña donde había dejado el cadáver, cuando uno de los ladrones le comunicó que ya no estaba allí, puesto que él y sus camaradas lo habían transportado a la cima de la montaña, según la promesa hecha al difunto de que lo dejarían expuesto al primer rayo de luna después de su muerte.
Aubrey quedóse atónito ante aquella noticia. Junto con varios individuos, decidió ir adonde habían dejado a Lord Ruthven, para enterrarlo debidamente. Pero una vez en la cumbre de la montaña, no halló ni rastro del cadáver ni de sus ropas, aunque los ladrones juraron que era aquel el lugar en que dejaron al muerto.
Durante algún tiempo su mente perdióse en conjeturas, hasta que decidió descender de nuevo, convencido de que los ladrones habían enterrado el cadáver tras despojarlo de sus vestiduras.
Harto de un país en el que sólo había padecido tremendos horrores, y en el que todo conspiraba para fortalecer aquella superstición melancólica que se había adueñado de su mente, resolvió abandonarlo, no tardando en llegar a Esmirna.
Mientras esperaba un barco que le condujera a Otranto o a Nápoles, estuvo ocupado en disponer los efectos que tenía consigo y que habían pertenecido a Lord Ruthven. Entre otras cosas halló un estuche que contenía varias armas, más o menos adecuadas para asegurar la muerte de una víctima. Dentro se hallaban varias dagas y yataganes.
Mientras los examinaba, asombrado ante sus curiosas formas, grande fue su sorpresa al encontrar una vaina ornamentada en el mismo estilo que la daga hallada en la choza fatal. Aubrey se estremeció, y deseando obtener nuevas pruebas, buscó la daga. Su horror llegó a su culminación cuando verificó que la hoja se adaptaba a la vaina, pese a su peculiar forma.
No necesitaba ya más pruebas, aunque sus ojos parecían como pegados a la daga, pese a lo cuál todavía se resistía a creerlo. Sin embargo, aquella forma especial, los mismos esplendorosos adornos del mango y la vaina, no dejaban el menor resquicio a la duda. Además, ambos objetos mostraban gotas de sangre.
Partió de Esmirna y, ya en Roma, sus primeras investigaciones se refirieron a la joven que él había intentado arrancar a las artes seductoras de Lord Ruthven. Sus padres se hallaban desconsolados, totalmente arruinados, y a la joven no se le había vuelto a ver desde la salida de la capital de Lord Ruthven.
El cerebro de Aubrey estuvo a punto de desquiciarse ante tal cúmulo de horrores, temiendo que la joven también hubiese sido víctima del mismo asesino de Ianthe. Aubrey tornóse más callado y retraído y su sola ocupación consistió ya en apresurar a sus postillones, como si tuviese necesidad de salvar a un ser muy querido.
Llegó a Calais, y una brisa que parecía obediente a sus deseos no tardó en dejarle en las costas de Inglaterra. Corrió a la mansión de sus padres y allí, por un momento, pareció perder, gracias a los besos y abrazos de su hermana, todo recuerdo del pasado. Si antes, con sus infantiles caricias, ya había conquistado el afecto de su hermano, ahora que empezaba a ser mujer todavía la quería más.
La señorita Aubrey no poseía la alada gracia que atrae las miradas y el aplauso de las reuniones y fiestas. No había en ella el ingenio ligero que sólo existe en los salones. Sus ojos azules jamás se iluminaban con ironías o sarcasmos. En toda su persona había como un halo de encanto melancólico que no se debía a ninguna desdicha sino a un sentimiento interior, que parecía indicar un alma consciente de un reino más brillante.
No tenía el paso leve, que atrae como el vuelo grácil de la mariposa, como un color grato a la vista. Su paso era sosegado y pensativo. Cuando estaba sola, su semblante jamás se alegraba con una sonrisa de júbilo. Pero al sentir el afecto de su hermano, y olvidar en su presencia los pesares que le impedían el descanso, ¿quién no habría cambiado una sonrisa por tanta dicha?
Era como si los ojos de la joven, su rostro entero, jugasen a la luz de su esfera propia. Sin embargo, la muchacha sólo contaba dieciocho años, por lo que no había sido presentada en sociedad, habiendo juzgado sus tutores que debía demorarse tal acto hasta que su hermano regresara del continente, momento en que se constituiría en su protector.
Por tanto, resolvieron que darían una fiesta con el fin de que ella apareciese "en escena". Aubrey habría preferido estar apartado de todo bullicio, alimentándose con la melancolía que le abrumaba. No experimentaba el menor interés por las frivolidades de personas desconocidas, aunque se mostró dispuesto a sacrificar su comodidad para proteger a su hermana.
De esta manera, no tardaron en llegar a su casa de la capital, a fin de disponerlo todo para el día siguiente, elegido para la fiesta.
La multitud era excesiva. Una fiesta no vista en mucho tiempo, donde todo el mundo estaba ansioso de dejarse ver.
Aubrey apareció con su hermana. Luego, estando solo en un rincón, mirando a su alrededor con muy poco interés, pensando abstraídamente que la primera vez que había visto a Lord Ruthven había sido en aquel mismo salón, sintióse de pronto cogido por el brazo, al tiempo que en sus oídos resonaba una voz que recordaba demasiado bien.
—Acuérdate del juramento.
Aubrey apenas tuvo valor para volverse, temiendo ver a un espectro que le podría destruir; y distinguió no lejos a la misma figura que había atraído su atención cuando, a su vez, él había entrado por primera vez en sociedad.
Contempló a aquella figura fijamente, hasta que sus piernas casi se negaron a sostener el peso de su cuerpo. Luego, asiendo a un amigo del brazo, subió a su carruaje y le ordenó al cochero que le llevase a su casa de campo.
Una vez allí, empezó a pasearse agitadamente, con la cabeza entre las manos, como temiendo que sus pensamientos le estallaran en el cerebro.
Lord Ruthven había vuelto a presentarse ante él... Y todos los detalles se encadenaron súbitamente ante sus ojos; la daga..., la vaina..., la víctima..., su juramento.
¡No era posible, se dijo muy excitado, no era posible que un muerto resucitara!
Era imposible que fuese un ser real. Por eso, decidió frecuentar de nuevo la sociedad. Necesitaba aclarar sus dudas. Pero cuando, noche tras noche, recorrió diversos salones, siempre con el nombre de Lord Ruthven en sus labios, nada consiguió.
Una semana más tarde, acudió con su hermana a una fiesta en la mansión de unas nuevas amistades. Dejándola bajo la protección de la anfitriona, Aubrey retiróse a un rincón y allí dio rienda suelta a sus pensamientos.
Cuando al fin vio que los invitados empezaban a marcharse, penetró en el salón y halló a su hermana rodeada de varios caballeros, al parecer conversando animadamente. El joven intentó abrirse paso para acudir junto a su hermana, cuando uno de los presentes, al volverse, le ofreció aquellas facciones que tanto aborrecía.
Aubrey dio un tremendo salto, tomó a su hermana del brazo y apresuradamente la arrastró hacia la calle. En la puerta encontró impedido el paso por la multitud de criados que aguardaban a sus respectivos amos. Mientras trataba de superar aquella barrera humana, volvió a su oído la conocida y fatídica voz:
—¡Acuérdate del juramento!
No se atrevió a girar y, siempre arrastrando a su hermana, no tardó en llegar a casa.
Aubrey empezó a dar señales de desequilibrio mental. Si antes su cerebro había estado sólo ocupado con un tema, ahora se hallaba totalmente absorto en él, teniendo ya la certidumbre de que el monstruo continuaba viviendo.
No paraba ya mientes en su hermana, y fue inútil que ésta tratara de arrancarle la verdad de tan extraña conducta. Aubrey limitábase a proferir palabras casi incoherentes, que aún aterraban más a la muchacha.
Cuanto Aubrey más meditaba en ello, más transtornado estaba. Su juramento le abrumaba. ¿Debía permitir, pues, que aquel monstruo rondase por el mundo, en medio de tantos seres queridos, sin delatar sus intenciones? Su misma hermana había hablado con él. Pero, aunque quebrantase su juramento y revelase las verdaderas intenciones de Lord Ruthven, ¿quién le iba a creer? Pensó en servirse de su propia mano para desembarazar al mundo de tan cruel enemigo. Recordó, sin embargo, que la muerte no afectaba al monstruo. Durante días permaneció en tal estado, encerrado en su habitación, sin ver a nadie, comiendo sólo cuando su hermana le apremiaba a ello, con lágrimas en los ojos.
Al fin, no pudiendo soportar por más tiempo el silencio y la soledad salió de la casa para rondar de calle en calle, ansioso de descubrir la imagen de quien tanto le acosaba. Su aspecto distaba mucho de ser atildado, exponiendo sus ropas tanto al feroz sol de mediodía como a la humedad de la noche. Al fin, nadie pudo ya reconocer en él al antiguo Aubrey. Y si al principio regresaba todas las noches a su casa, pronto empezó a descansar allí donde la fatiga le vencía.
Su hermana, angustiada por su salud, empleó a algunas personas para que le siguiesen, pero el joven supo distanciarlas, puesto que huía de un perseguidor más veloz que aquellas: su propio pensamiento.
Su conducta, no obstante, cambió de pronto. Sobresaltado ante la idea de que estaba abandonando a sus amigos, con un feroz enemigo entre ellos de cuya presencia no tenían el menor conocimiento, decidió entrar de nuevo en sociedad y vigilarle estrechamente, ansiando advertir, a pesar de su juramento, a todos aquellos a quienes Lord Ruthven demostrase cierta amistad.
Mas al entrar en un salón, su aspecto miserable, su barba de varios días, resultaron tan sorprendentes, sus estremecimientos interiores tan visibles, que su hermana vióse al fin obligada a suplicarle que se abstuviese en bien de ambos a una sociedad que le afectaba de manera tan extraña.
Cuando esta súplica resultó vana, los tutores creyeron su deber interponerse y, temiendo que el joven tuviera transtornado el cerebro, pensaron que había llegado el momento de recobrar ante él la autoridad delegada por sus difuntos padres.
Deseoso de precaverle de las heridas mentales y de los sufrimientos físicos que padecía a diario en sus vagabundeos, e impedir que se expusiera a los ojos de sus amistades con las inequívocas señales de su trastorno, acudieron a un médico para que residiera en la mansión y cuidase de Aubrey.
Este apenas pareció darse cuenta de ello: tan completamente absorta estaba su mente en el otro asunto. Su incoherencia acabó por ser tan grande, que se vio confinado en su dormitorio. Allí pasaba los días tendido en la cama, incapaz de levantarse.
Su rostro se tornó demacrado y sus pupilas adquirieron un brillo vidrioso; sólo mostraba cierto reconocimiento y afecto cuando entraba su hermana a visitarle. A veces se sobresaltaba, y tomándole las manos, con unas miradas que afligían intensamente a la joven, deseaba que el monstruo no la hubiese tocado ni rozado siquiera.
—¡Oh, hermana querida, no le toques! ¡Si de veras me quieres, no te acerques a él!
Sin embargo, cuando ella le preguntaba a quién se refería, Aubrey se limitaba a murmurar:
—¡Es verdad, es verdad!
Y de nuevo se hundía en su abatimiento anterior, del que su hermana no lograba ya arrancarle.
Esto duró muchos meses. Pero, gradualmente, en el transcurso de aquel año, sus incoherencias fueron menos frecuentes, y su cerebro se aclaró bastante, al tiempo que sus tutores observaban que varias veces diarias contaba con los dedos cierto número, y luego sonreía.
Al llegar el último día del año, uno de los tutores entró en el dormitorio y empezó a conversar con el médico respecto a la melancolía del muchacho, precisamente cuando al día siguiente debía casarse su hermana.
Instantáneamente, Aubrey mostróse alerta, y preguntó angustiosamente con quién iba a contraer matrimonio. Encantados de aquella demostración de cordura, de la que le creían privado, mencionaron el nombre del Conde de Marsden.
Creyendo que se trataba del joven conde al que él había conocido en sociedad, Aubrey pareció complacido, y aún asombró más a sus oyentes al expresar su intención de asistir a la boda, y su deseo de ver cuanto antes a su hermana.
Aunque ellos se negaron a este anhelo, su hermana no tardó en hallarse a su lado. Aubrey, al parecer, no fue capaz de verse afectado por el influjo de la encantadora sonrisa de la muchacha, puesto que la abrazó, la besó en las mejillas, bañadas en lágrimas por la propia joven al pensar que su hermano volvía a estar en el mundo de los cuerdos.
Aubrey empezó a expresar su cálido afecto y a felicitarla por casarse con una persona tan distinguida, cuando de repente se fijó en un medallón que ella lucía sobre el pecho. Al abrirlo, cuál no sería su inmenso estupor al descubrir las facciones del monstruo que tanto y tan funestamente había influido en su existencia.
En un paroxismo de furor, tomó el medallón y, arrojándolo al suelo, lo pisoteó. Cuando ella le preguntó por qué había destruído el retrato de su futuro esposo, Aubrey la miró como sin comprender. Después, asiéndola de las manos, y mirándola con una frenética expresión de espanto, quiso obligarla a jurar que jamás se casaría con semejante monstruo, ya que él...
No pudo continuar. Era como si su propia voz le recordase el juramento prestado, y al girarse en redondo, pensando que Lord Ruthven se hallaba detrás suyo, no vio a nadie.
Mientras tanto, los tutores y el médico, que todo lo habían oído, pensando que la locura había vuelto a apoderarse de aquel pobre cerebro, entraron y le obligaron a separarse de su hermana.
Aubrey cayó de rodillas ante ellos, suplicándoles que demorasen la boda un solo día. Mas ellos, atribuyendo tal petición a la locura que se imaginaban devoraba su mente, intentaron calmarle y le dejaron solo.
Lord Ruthven visitó la mansión a la mañana siguiente de la fiesta, y le fue negada la entrada como a todo el mundo. Cuando se enteró de la enfermedad de Aubrey, comprendió que era él la causa inmediata de la misma. Cuando se enteró de que el joven estaba loco, apenas si consiguió ocultar su júbilo ante aquellos que le ofrecieron esta información.
Corrió a casa de su antiguo compañero de viaje, y con sus constantes cuidados y fingimiento del gran interés que sentía por su hermano y por su triste destino, gradualmente fue conquistando el corazón de la señorita Aubrey.
¿Quien podía resistirse a aquel poder? Lord Ruthven hablaba de los peligros que le habían rodeado siempre, del escaso cariño que había hallado en el mundo, excepto por parte de la joven con la que conversaba. ¡Ah, desde que la conocía, su existencia había empezado a parecer digna de algún valor, aunque sólo fuese por la atención que ella le prestaba! En fin, supo utilizar con tanto arte sus astutas mañas, o tal fue la voluntad del Destino, que Lord Ruthven conquistó el amor de la hermana de Aubrey.
Gracias al título de una rama de su familia, obtuvo una embajada importante, que le sirvió de excusa para apresurar la boda (pese al trastorno mental del hermano), de modo que la misma tendría lugar al día siguiente, antes de su partida para el continente.
Aubrey, una vez lejos del médico y el tutor, trató de sobornar a los criados, pero en vano. Pidió pluma y papel, que le entregaron, y escribió una carta a su hermana, conjurándola —si en algo apreciaba su felicidad, su honor y el de quienes yacían en sus tumbas, que antaño la habían tenido en brazos como su esperanza y la esperanza del buen nombre familiar— a posponer sólo por unas horas aquel matrimonio, sobre el que vertía sus más terribles maldiciones.
Los criados prometieron entregar la misiva, mas como se la dieron al médico, éste prefirió no alterar a la señorita Aubrey con lo que, consideraba, era solamente la manía de un demente.
Transcurrió la noche sin descanso para ninguno de los ocupantes de la casa. Y Aubrey percibió con horror los rumores de los preparativos para el casamiento.
Vino la mañana, y a sus oídos llegó el ruido de los carruajes al ponerse en marcha. Aubrey se puso frenético. La curiosidad de los sirvientes superó, al fin, a su vigilancia. Y gradualmente se alejaron para ver partir a la novia, dejando a Aubrey al cuidado de una indefensa anciana.
Aubrey se aprovechó de aquella oportunidad. Saltó fuera de la habitación y no tardó en presentarse en el salón donde todo el mundo se hallaba reunido, dispuesto para la marcha. Lord Ruthven fue el primero en divisarle, e inmediatamente se le acercó, asiéndolo del brazo con inusitada fuerza para sacarle de la estancia, trémulo de rabia.
Una vez en la escalinata, le susurró al oído:
—Acuérdate del juramento y sabe que si hoy no es mi esposa, tu hermana quedará deshonrada. ¡Las mujeres son tan frágiles...!
Así deciendo, le empujó hacia los criados, quienes, alertados ya por la anciana, le estaban buscando. Aubrey no pudo soportarlo más: al no hallar salida a su furor, se le rompió un vaso sanguíneo y tuvo que ser trasladado rápidamente a su cama.
Tal suceso no le fue mencionado a la hermana, que no estaba presente cuando aconteció, pues el médico temía causarle cualquier agitación.
La boda se celebró con toda solemnidad, y el novio y la novia abandonaron Londres.
La debilidad de Aubrey fue en aumento, y la hemorragia de sangre produjo los síntomas de la muerte próxima. Deseaba que llamaran a los tutores de su hermana, y cuando éstos estuvieron presentes y sonaron las doce campanadas de la medianoche, instantes en que se cumplía el plazo impuesto a su silencio, relató apresuradamente cuanto había vivido y sufrido... y falleció inmediatamente después.
Los tutores se apresuraron a proteger a la hermana de Aubrey, mas cuando llegaron ya era tarde. Lord Ruthven había desaparecido, y la joven había saciado la sed de sangre de un vampiro.
Fin
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