domingo, 9 de diciembre de 2018

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QUEVEDO. La Conjuración de Venecia o La Congiura di Bedmar.

El Duque de Osuna y Quevedo


Parióme adrede mi madre, ¡ojalá no me pariera! 
Nací tarde, porque el sol tuvo de verme vergüenza.
Un miércoles con un martes tuvieron grande revuelta,
sobre que ninguno quiso que en sus términos naciera.
Quevedo

Francisco de Quevedo, esa lumbrera literaria del siglo XVII, sarcástico, consumado espadachín, espía, peleón y conceptista, se crió en el entorno cortesano de la reina Anna, última esposa de Felipe II, en cuyo servicio estuvieron empleados sus padres. En Madrid, donde nació el 14 de mayo de 1580, llevó a cabo sus estudios en el colegio Imperial para pasar después a la Universidad de Alcalá de Henares donde obtuvo los grados de Bachiller y Licenciado. Podría ser entonces cuando empezó su amistad con Pedro Girón, un compañero de viaje que marcó la verdadera historia de su vida, al menos, la parte más decisiva de la misma. Pasa después a Valladolid, en cuya Universidad, parece que se tituló en Teología, recibiendo órdenes menores en 1606.

Más adelante, ya en 1610, su amigo Girón, entonces ya Duque de Osuna, fue hecho Virrey de Sicilia y, desde allí, tres años después, o bien reclamó los servicios del escritor, o este lo solicitó; el hecho es que Quevedo pasó a Sicilia, donde desarrolló un papel difícil de definir, que se encontraría entre los de secretario, compañero, consejero y cómplice.

En 1615, Osuna envía a su hombre a Madrid, con el supuesto objetivo de sondear las posibilidades que tenía de ser nombrado Virrey de Nápoles, objetivo que don Francisco cumple en forma descarada y eficiente, ya que, en realidad, su cometido consistía en sobornar a la Corte entera para obtener aquel nombramiento. La hazaña le valió una notable recompensa económica, pero, por encima de los bienes materiales, supuso su admisión en la exclusiva Orden de Caballeros de Santiago.

De vuelta en Nápoles, en 1618 se produce la denominada en Italia Congiura di Bedmar –suponiendo que se trataba de un golpe contra la República de Venecia que estaban preparando los españoles, entre los cuales estarían, el propio Bedmar, embajador en Venecia; el duque de Osuna, Virrey de Nápoles, con la asistencia de Quevedo, y el gobernador de Milán, Marqués de Villafranca-, pero que en España es conocida como laConjuración de Venecia, suponiendo que los españoles no estaban haciendo nada y Venecia lo inventó todo para librarse de Osuna y acaso de su dependencia de la Corona de española.

El hecho es que Venecia, proclamando que se había adelantado a la realización de aquel proyecto, hizo ejecutar sumariamente a unos trescientos hombres que, en su opinión estaban involucrados en ella, con lo que, finalmente, no quedaron testigos de una acción que no llegó a producirse.

Sin embargo, la reacción veneciana provocó la caída y posterior prisión del Virrey Osuna, y un largo período de inestabilidad, inquietud y creatividad para nuestro autor. La Congiurafue el vértice sobre el cual, la existencia de Quevedo dio un giro que cambió el sentido de su vida.

En cuanto a Osuna, reducido a prescindir de fiestas, partidas de caza y hasta patrullas nocturnas; sin ejercicio, sin caballos, sin sirvientes y sin mujeres, debió someterse a la espera de un larguísimo proceso, originado por las acusaciones vertidas contra él por venecianos, napolitanos y compatriotas, en las cuales se hablaba de sobornos, cohechos, abusos de fuerza, violaciones, etc. 

Mientras se disponía el sumario, falleció Felipe III pasando Olivares a regir los destinos de la monarquía Hispánica, a la diestra de Felipe IV. Quevedo, en principio, optó por situarse a la sombra del nuevo Valido. Sin embargo, Olivares no era Lerma y él mismo y su entorno, no le debían nada al de Osuna, quien, finalmente murió en prisión, profundamente decepcionado por el modo negativo en que entendió se habían valorado sus esfuerzos por el engrandecimiento de la Corona. 

                    
 Faltar pudo su patria al grande Osuna,
 pero no a su defensa sus hazañas;
 diéronle muerte y cárcel las Españas,
 de quien él hizo esclava la Fortuna.

         
 Lloraron sus invidias una a una
 con las proprias naciones las extrañas;
 su tumba son de Flandres las campañas,
 y su epitafio la sangrienta luna.


 En sus exequias encendió al Vesubio
 Parténope, y Trinacria al Mongibelo;
 el llanto militar creció en diluvio.


 Diole el mejor lugar Marte en su cielo;
 la Mosa, el Rhin, el Tajo y el Danubio
 murmuran con dolor su desconsuelo.


                                                             Quevedo

En 1624, Quevedo acompañó a la Corte de Felipe IV en un viaje por Andalucía, llegando a hospedar en su hacienda de la Torre de Juan Abad al mismísimo monarca, a quien también siguió dos años después, en un periplo por Aragón. Esta proximidad al poder no le sirvió de mucho, cuando en 1628 resultó condenado al destierro a causa de su acérrima defensa del patronato único de Santiago Apóstol, a costa de los méritos de Teresa de Ávila, la preferida del rey. Hacía falta una excusa.

Se le supone convencido de los valores del Conde Duque puesto que escribió en defensa de las medidas económicas emprendidas por este, medidas que no lograron su objetivo y que a nadie favorecieron, ni siquiera al Tesoro, como pretendían, porque desembocaron en un rotundo fracaso.

El siguiente paso en la biografía del genio, inducido por la esposa del duque de Medinaceli, fue el de su boda con la señora de Cetina; un matrimonio tan fugaz como las medidas monetarias, pues duró más o menos lo mismo que aquellas.

Como el mismo Quevedo profetizó en los versos sobre su nacimiento, por estas fechas ya todo parecía destinado al fracaso en su vida, excepto su obra literaria.

Después de obtener un cargo honorífico como secretario real, pareció darse cuenta de que Olivares no era el hombre que él creía, por lo que, fiel a su carácter, no se cohibió en lanzarle los más duros ataques. Claro está que nuestro autor acostumbraba a atacar casi todo y a casi todos y, esta es, sin duda, la causa por la que un grupo de anónimos agredidos por su pluma, decidieron publicar El Tribunal de la Justa Venganza, una obrita–libelo, en la que no se le ahorró absolutamente ningún insulto.

Con el peregrino achaque de que a su vez había dejado un libelo de su creación bajo la servilleta del rey, en 1639 fue arrestado en casa del duque de Medinaceli y enviado después a la prisión de San Marcos, en León, de donde salió, tras la caída de Olivares, ya enfermo y envejecido, para retirarse voluntariamente a la Torre de Juan Abad, donde falleció un año después.

Tenemos pues, una biografía muy representativa de la época, si bien, fuertemente especiada a causa del fiero carácter de un escritor genial, misógino, muy mal hablado en ocasiones, xenófobo, y altamente inconformista, pero, sobre todo, muy crítico con respecto a las costumbres de su época: fiestas, toros, teatro, decadencia, superstición, derroche y harapos.

¿Qué pasó en Venecia el 19 de mayo de 1618?

Al amanecer de esta jornada se ven muchos cadáveres flotando en los canales. Nadie sabe lo que ha ocurrido, pero a lo largo del día se producen nuevas ejecuciones. Unos terminan ahorcados y otros colgados de un pie ante la fachada del palacio ducal; otros son ejecutados en alta mar y alguno, como Quevedo, lograría zafarse de sus perseguidores disfrazado de mendigo nativo de la tierra, gracias a su perfecto dominio del coloquial italiano de la zona.

Todos los muertos son extranjeros –no venecianos-; la mayoría, franceses. Corre la voz de que preparaban un asalto contra la Señoría, a sueldo del embajador en Venecia, el virrey Osuna y el gobernador de Milán.


Una muchedumbre enfurecida asalta el palacio del embajador español, Marqués de Bedmar, quien, sin arredrarse ante el evidente riesgo, se abre paso entre la multitud y se presenta, furibundo ante el Consejo de los Diez, para reclamar oficial y públicamente por tamaño desafuero. Lo hace con tal seguridad y firmeza, que el Consejo se asusta, pensando que quizá el embajador dispone de gente armada para protegerse, pero él no dispone en ese momento, de otra cosa que no sea su propio coraje y su dignidad ofendida. Y es cardenal.

Dos días después, los Diez ordenan quemar públicamente sendos muñecos de paja que representan al Virrey Osuna y a su secretario, Francisco de Quevedo.

¿Qué explicación se dio a estos actos? Que ciertos mercenarios extranjeros, especialmente franceses, hugonotes, para más detalle, tenían que simular un levantamiento contra República, ocupando el arsenal y el palacio ducal, lo que serviría para provocar la intervención de la flota que Osuna entretenía en el Adriático, con el fin de hacerse con el dominio de la situación y, acaso, de la ciudad, de la que finalmente, los conjurados tomarían posesión, sin que quedara claro si lo harían en nombre propio o en el del rey de España.

Nada de esto llegó a ocurrir, de modo que ignoramos si la acción de los venecianos estaba destinada a abortar un supuesto golpe extranjero contra su soberanía, o ellos mismos ejecutaron un golpe de fuerza contra los extranjeros, específicamente, contra los españoles, con la excusa de unos planes inexistentes.

La explicación dada por Venecia para justificar las sumarias ejecuciones llevadas a cabo, convenció a una buena parte de Europa; era el débil triunfando contra el fuerte y muchos débiles soñaban con liberarse del dominio Habsburgo en aquellos momentos.

El marqués de Bedmar –mientras el embajador veneciano reclamaba en Madrid su inmediata destitución–, se preguntaba una y otra vez, qué era lo que había ocurrido y, por lo que se dice, el rey de España tampoco acertaba a salir de su asombro cuando le relataron lo ocurrido.

¿Por qué resultó tan creíble la versión veneciana, si no se mostraron pruebas significativas de que realmente se preparaba algo contra la libertad de la Serenísima? Todavía hoy lo único que se puede decir, es que la Congiura resultó creíble, es decir, que se daban las circunstancias previas para que se produjera, pero eso es todo. Por las mismas causas, ¿la reacción de los venecianos pudo ser en sí misma la verdadera conjura?

Hay que tener en cuenta que la falta de datos sobre los sucesos previos a las ejecuciones, se debe, en buena parte, a que aquellos que, de ser reales las sospechas de los venecianos, hubieran podido dar algún testimonio de lo que se fraguaba, habían sido inmediatamente ejecutados, razón por la cual, no había más versión que la de los Diez, y esta tendía necesariamente a justificar una reacción a la que, no se sabe si llegó a preceder una provocación real, aparte del hecho de que continuamente Venecia se sentía provocada por el duque de Osuna, que, sin mediar declaración de guerra, atacaba sus naves comerciales y se apropiaba de sus cargas sin más expediente que su personal decisión y la excusa de que ellos habían favorecido al duque de Saboya en su rebeldía contra la Corona de España.

Así pues, suponiendo que la célebre Conjuración de Venecia/Bedmar, hubiera podido producirse en virtud de unos antecedentes específicos, el conocimiento de estos ayudaría, tal vez, a esclarecer, no los resultados, que son los que conocemos, sino sus causas y sus responsables.


Y entre los antecedentes de la rebelde política de los venecianos contra el poder Habsburgo, hay que destacar como figura señera la de Carlo Emanuele I di Savoia, precisamente, el yerno de Felipe II, es decir, el ya viudo de su hija Catalina Micaela, fallecida en el transcurso de su décimo parto en 1597; algo más veinte años antes de la situación actual.

Se jugaban en el norte de Italia algunos intereses fundamentales para la corona de España, en especial en lo relativo a la comunicación por tierra entre sus dominios Italianos y los Países Bajos, unos territorios permanentemente disputados, tanto por Italia, como por Francia, concretamente, el Monferrato y el marquesado de Finale.

En 1613 había fallecido sin herederos Francisco IV Gonzaga, duque de Mantua, lo que proporcionó al duque de Saboya la idea de apoderarse del Monferrato del que era señor el fallecido. Tras recibir órdenes de España, el entonces gobernador de Milán, marqués de Hinojosa, conminó al de Saboya a que abandonara la ofensiva y restituyera los territorios ocupados hasta la fecha. Carlos Manuel desoyó la orden, orgullosamente devolvió el Toisón de Oro al rey de España y siguió adelante, convirtiéndose, paso a paso en el héroe que Italia esperaba. Nunca un italiano, por más yerno que fuera del Felipe II, se había atrevido hasta entonces a medirse contra la Corona de España, si bien, se entendió que semejante alarde se debía en parte a la benignidad del Marqués de Hinojosa.


La hazaña terminó con la Paz de Asti dos años después, pero fue considerada por algunos como una renuncia vergonzosa por parte España, convirtiéndose a la vez y por la misma causa, en una victoria moral del Saboya, a pesar de la devolución de los territorios que había ocupado.

Para contrarrestar la debilidad del anterior gobernador, aparecía en escena el duque de Osuna, uno de cuyos objetivos, auxiliado por nuestro Quevedo, era el de atar corto al duque de Saboya y devolverlo al lugar que en su opinión le correspondía, o sea, al servicio de la monarquía española, evidentemente, un lugar muy distinto del que le adjudicaban los italianos:

¿Hasta cuándo estaremos nosotros, príncipes y caballeros italianos, no diré dominados, sino pisoteados por la altivez y la ostentación de pueblos extranjeros que, embrutecidos por costumbres africanas y moriscas, tienen la cortesía por vileza? Si hemos expulsado a los godos, a los hérulos, a los vándalos, a los hunos, a los longobardos, a los sarracenos, a los griegos, a los alemanes y a los franceses, ¿por qué no expulsaremos ahora a los españoles?

En estas circunstancias, y en servicio del duque, Quevedo viajó a Niza para espiar al de Saboya y observar, de paso, las condiciones de los territorios adyacentes, como el puerto de Villefranche, a través del cual tal vez pudiera el de Osuna efectuar un desembarco y distraer las fuerzas del Saboya destacadas en el Milanesado.

No mucho después, viajó asimismo a España, con el objetivo aparente de asistir a las ceremonia de la boda de la infanta Ana con Luis XIII, pero en realidad, para tantear –como sabemos- las posibilidades de convertir a su patrón en Virrey de Nápoles, posición desde la cual, podría poner en ejecución sus proyectos contra el Saboya, contra la república veneciana que le ayudaba y por el mejor mantenimiento del dominio hispánico en Italia.

A finales de 1614, el duque de Osuna recibía carta de Quevedo:

Recibí la letra de los treinta mil ducados y, como al descuido, he hecho sabedores de dicha letra a todos los que entienden esta manera de escribir. Ándase tras mi media corte, que aquí los más hombres se han vuelto putas, que no las alcanza quien no da. Señor, según yo veo, adelante ha de haber tiempo de untar esos carros para que no rechinen.

El marqués de Siete Iglesias -Rodrigo Calderón- no sólo me dio audiencia, pero me enseñó toda su casa, es apasionadísimo amigo de Vuestra Excelencia, y muy seguro, y se holgará para su camarín con algunas cosillas de Levante.


El Padre Confesor está finísimo; yo deseo que Vuestra Excelencia le envíe alguna niñería para la celda. Yo lo he asegurado que Vuestra Excelencia sólo desea que se ofrezca alguna cosa de su gusto.

Con sólo amagarles con los treinta mil no me ha de quedar hombre en pie. Gran cosa es, aunque no se dé, saber que lo hay. Juro a Dios que parece que hay jubileo en mi casa, según la gente que entra y sale.

La Premática contra la aceptación de dádivas para proveer oficios, publicada en Madrid en Marzo de aquel mismo año no supuso ningún obstáculo para Quevedo, ni, mucho menos, para los sobornados: empezó comprando, precisamente al Fiscal de los Cohechos, Andrés Velázquez. Otros le siguieron, como el citado confesor, Aliaga, que recibiría un relicario de oro con diamantes valorado en  40.000 reales y un pontifical de plata dorada de 1.500 ducados. El duque de Uceda, además de dos millones en dinero, se hizo con múltiples objetos de plata, caballos, oro, diamantes, etc. El propio Quevedo no se quedaría atrás conformándose con la honra de servir a su señor a plena satisfacción; en todo caso, en adelante se hallaría en disposición de criticar a la corte con conocimiento de causa, ya que obtuvo una pensión en Italia y el Virreinato para Osuna. A su vuelta fue recibido como un héroe

Entre tanto el duque de Saboya, obligado por el nuevo gobernador de Milán a retirarse y pedir perdón al rey de España, solicitó y obtuvo de le República veneciana fondos para levantar un ejército de mercenarios franceses. El gobernador Pedro de Toledo le declaró la guerra en septiembre de 1616.

En febrero del año siguiente Osuna reunía al Parlamento napolitano con objeto de votar y aprobar la entrega de un millón doscientos mil ducados que Quevedo se encargaría de llevar a Felipe III a cuyo efecto, se le entregaron ocho mil ducados que debían subvenir a los gastos de viaje y estancia en España. 

El 24 de julio (1617) Quevedo se entrevistaba en Madrid con el duque de Uceda y el confesor Aliaga. Poco después tuvo ocasión de hablar en privado con el monarca, según escribió él mismo, centrándose en denunciar la artera política de Venecia y del duque de Saboya, cuyos proyectos había quedado al descubierto tras la captura de un espía a sueldo de este último, llamado Rovillón o Rebellón. En realidad y, en opinión de Quevedo –y de ello podía aportar pruebas–, el de Saboya no deseaba liberar Italia, sino dominarla.

Osuna y Venecia eran términos necesariamente antitéticos. El español no podía digerir que unos comerciantes, artistas de la guerra diplomática, quisieran imponer sus criterios a través de su persona, a la Corona de España, de modo que no perdía oportunidad de molestarlos abiertamente, mientras que estos no dejaban de buscar su defensa por todos los medios a su alcance, pero sin ruido. Osuna, en cambio, era terriblemente estrepitoso en todos sus actos.

Para algunos españoles –Osuna y Quevedo constituyen un paradigma–, la superioridad española no requería justificaciones, ni sus propias acciones, una base legal; era así, sin más, porque Dios así se lo había otorgado a la monarquía Habsburgo, por tanto, todo acto de rebeldía contra ella, era punible por principio. De hecho, Osuna, notablemente empeñado en imponer la ley a sus gobernados, no dudaba en saltársela personalmente cuando lo creía conveniente.

Con esta seguridad moral, Osuna, por un lado le presta una ayuda definitiva al gobernador de Milán, Marqués de Villafranca, cuando este se ve amenazado por las tropas del duque de Saboya y, por otro, presta apoyo descaradamente a los llamados “Uscoques”; servios desplazados de sus tierras y empleados por el emperador en la defensa de sus fronteras. La acción del duque de Osuna, sin embargo, no puede achacarse a iniciativa del rey de España, ya que su flota no luce bandera española, sino la de la casa de Osuna.

Por entonces se había producido un ataque de la Orden de Malta sobre la flota del Sultán que volvía de Alejandría. Acto seguido, los de Malta se refugiaron en la isla de Creta (Candía), que a la sazón se hallaba bajo dominio veneciano. Más adelante el Sultán decidió apoderarse de la isla en represalia, lo que logró mediante un breve paseo militar en cuyo desarrollo cayeron en su poder todas las provincias de la isla, excepto la capital, hoy llamada Heraklion, cuyas defensas constituidas por varios fuertes y un grueso muro, todavía se mantienen en pie en buena parte. Pues bien, el asedio de la capital, que se considera uno de los más largos, si no el que más, de la historia, duró 21 años y es en su desarrollo cuando interviene nuestro hombre, ya que Osuna con objeto de arruinar a Venecia, animaba al sultán para que se apoderase de aquella capital. Según sus principios, deducía que si los venecianos habían pactado con herejes ingleses y holandeses, él estaba justificado para pactar con los turcos.

Y fue entonces cuando se descubrió la conjuración preparada justamente para el día de la Ascensión del año 1618. Hay muchos historiadores que creen que realmente se preparó la Conjura; que Quevedo debía supervisar los detalles dentro de la ciudad, mientras Osuna dispondría su flota para el caso de que fuera necesario el uso de sus cañones. Ambos contarían con el apoyo y el acuerdo del embajador Bedmar.

El embajador de Venecia en Madrid, Gritti, pidió y recibió audiencia del duque de Lerma:

–Pero, ¿qué es lo que ha pasado en Venecia? –le pregunta Lerma–, hace tiempo que no tenemos correos de Italia, y el marqués de Bedmar no nos ha comunicado nada.  Dígame, no obstante, qué es lo que ha causado tanto enfado a la república porque si a SM le parecen justas las reclamaciones, destituirá al embajador.

–Tengo orden de no tratar en esos asuntos, señor, –
respondió el embajador–, pero puede su excelencia creer que mi silencio se debe solamente al respeto que profesamos a SM.


–Aun así, No podéis exigir que SM adopte tan graves medidas, sin conocer antes las culpas del embajador; porque de ser así, muchos otros querrían reclamar lo mismo y los embajadores no estarían seguros en ninguna parte. ¿Le agradaría a Vuestra Señoría que lo destituyeran sin causa?


–Señor, cualquier hombre normal evitaría mantener en su propia casa a personas que no fueran de su gusto; si yo mismo creyera no ser grato en esta corte, solicitaría mi relevo. Os ruego pues, que aceptéis nuestra buena fe y no insistáis más en el particular.


Más tarde, Gritti fue a visitar también al confesor Aliaga, a quien expuso los mismos argumentos; según su propio relato, Aliaga le dijo que si la República estaba disgustada con el marqués, tendría buenas razones, pero que a él le gustaría conocerlas, y que si Bedmar había actuado mal, a él se lo podía descubrir con toda confianza, pues guardaría el secreto fielmente. El embajador tampoco quiso decir nada, lo que parece indicar que probablemente, no tenía nada en concreto contra el marqués de Bedmar quien, por otra parte, ya había sido destinado a los Países Bajos, como colaborador del archiduque Alberto y abandonado Venecia, por tanto.

Parece que en octubre , cuando ya se apagaban los ecos del escándalo y cuando se supo que los Diez habían actuado sin siquiera informar al Senado, el propio Gritti dijo que no había querido dar explicaciones, porque realmente no creía en la Conjura; que los españoles habían sido acusados injustamente y que era cierto que habrían tenido motivos en todo caso, dado que Venecia había aportado fondos al duque de Saboya en su lucha contra España, lo cual sin duda constituiría causa de guerra. 

¿Cuándo mintió Gritti, antes o después?

...el duque mi señor …no ha tenido necesidad de esos levantamientos ni sediciones… en todo caso, -añade-: aseguro que ni puede haber hecho ni pensado cosa que no sea en gran reputación de Su Majestad y servicio suyo y seguridad de sus reinos. Y todo lo que aquí digo lo firmo y es verdad, y que no sé otra cosa hasta hoy, 26 de junio de 1618.

Por su parte, el Marqués de Bedmar escribía:

Con esta revolución o conjuración, que así llaman, quiere este vulgo que sea el autor el señor Duque de Osuna, y yo el ministro; que es cosa tan ajena a la verdad, a lo menos en cuanto a mí,  que jamás ha habido entre nosotros dos una sola palabra sobre ella.

Y el Nuncio Apostólico en Venecia, escribía a su vez, por las mismas fechas:

Continúan estos señores los procesos de la pretendida conjuración… Otros dicen que estos soldados, poco satisfechos de la República… discurrían acerca de la facilidad de apoderarse de Venecia más por vanidad que con el propósito de realizarlo.

Quedarían aún dos testimonios de suma importancia, pero que se citan muy raramente: El primero procede de la biografía de San Lorenzo de Brindisi, de la Orden de Frailes Menores Capuchinos, canonizado en 1881, nacido en Brindisi en 1559 y fallecido en Lisboa en 1619:

Dramáticas fueron las circunstancias en las que se vio envuelto durante el otoño de 1618, al intentar restablecer la serenidad y la paz en el reino de Nápoles.


A la sazón era virrey de Nápoles don Pedro Téllez de Girón, duque de Osuna, hombre de grandes cualidades, pero también de grandísimos defectos: impulsivo, libidinoso, bravucón, desmedidamente ambicioso y de una prepotencia y desenfreno sin límites. Con su comportamiento caprichoso e independiente era causa, desde hacía tiempo, de preocupaciones e inquietudes para varios estados de Italia, especialmente para Venecia, que el duque odiaba de corazón. En Nápoles, en donde era virrey desde 1616, para dominar más fácilmente a los súbditos y obrar a su gusto, no había encontrado nada mejor que incitar a una parte de la población contra la otra. Amenazas y abusos, arbitrariedades e injusticias estaban a la orden del día. No había casas, ni lugares sagrados, ni siquiera monasterios de monjas que se vieran libres de las lujuriosas hazañas del virrey y de sus soldados. De ahí las exasperaciones, represalias y venganzas cada vez más sangrientas.


Cuando se presentó san Lorenzo, la tensión rayaba en la desesperación. Para librarse de Osuna, los ciudadanos más responsables, se dirigieron en secreto al santo, cuya virtud conocían, y también sus dotes de diplomático y la amistad que lo unía a Felipe III; y lo convencieron para que fuera a la corte de España a presentar sus quejas y conseguir la destitución del virrey antes de que fuera demasiado tarde. El santo no supo negarse y, provisto de la debida autorización, partió de incógnito del puertecillo de Torre del Greco, en una noche de tormenta, eludiendo la estrecha vigilancia del de Osuna. Durante el viaje logró evitar no pocos peligros y toda una red de trampas que le tendió el virrey; y aunque tuvo que detenerse en Génova algunos meses, a finales de mayo de 1619, pudo alcanzar al soberano en Lisboa, adonde se había dirigido el monarca para asistir a la coronación de su hijo Felipe IV como rey de Portugal. En repetidos encuentros le informó de todo; pero cayó enfermo a mediados de junio, cuando ya los asuntos tomaban un cariz favorable. No obstante la asistencia que le prestaron los médicos del rey, consumido por las fatigas y sufrimientos, murió el 22 de julio de 1619, a los sesenta años justos de edad, después de haber recibido, con conmovedora devoción y en presencia de numerosos personajes, los últimos sacramentos. 

  (Del Santoral Franciscano. Arturo M. de Carmignano di Brenta, o.f.m.cap.).

El segundo, procede de los Comentarios del Desengañadoo sea, Vida de D. Diego Duque de Estrada. Escrita por él mismo. Aventurero, escritor y soldado nacido en Toledo en 1589 y fallecido en Cagliari en 1647.

El año siguiente, que se contaron 1619, estuvimos en Nápoles.


En este estado estaban las cosas de Nápoles, de adonde se habían enviado a la corte algunos caballeros contra el duque de Osuna, a tiempo que Venecia hacía grandes diligencias, proponiendo su justicia y la poca que el Duque tenía en haber quebrantado sus fueros y antigua jurisdicción en el golfo, y representando que en este tipo nos había enviado a cuatro mil hombres para que tomásemos la ciudad y puerto, con tal industria, que por excelente la describo en estos mis Comentarios.



Tenía inteligencias el Duque, a fuerza de dinero con algunos senadores de Venecia, mal contentos del gobierno, y ambiciosos de mayor estado, pobres e invidiosos: que estos son por lo común la ruina de las repúblicas, a quien el Duque de presente y de promesas llenaba al vacío de sus incomodidades y pobreza, y ofrecía grandes premios. Tratóse este importante negocio con gran secreto para el día de la Ascensión, en esta forma.


Este es día en que sale todo el senado de Venecia en una galeaza, llamada Bucentoro, en la cual van los formados a diez por remo, vestidos de damasco, debajo de cubierta, y sobre ella una plaza de armas en forma de galería, con una popa real grandísima, y sus corredores por de fuera en forma de paseo, y dentro tantos asientos que cabe en ellos casi todo el Senado; cubierta de brocado finísimo, guarnecido de oro, y toda por dentro y fuera hecho ascua de oro, de adonde toma el nombre de Bucentoro y testouzato, que es revocado o cubierto de oro. En este salón salen quince millas adentro de él, y por mano del Patriarca, con extraordinarias ceremonias desposan al mar, arrojándole dentro un riquísimo anillo de oro; a la cual fiesta, con más de seis mil góndolas, que así se llaman las barquillas, sale todo lo florido de nobles, así damas como caballeros. Este día la casa del Senado está patente con toda su vajilla y grandeza para el aparato de comer el Senado en público y en la iglesia de San Marco, contigua a esta, está patente todo el tesoro de Venecia de carbuncos y joyas y vasos de oro, y en la plaza hay una feria del mayor comercio, trabajo y riqueza de cuantas hay en Europa. Sin duda el orden que llevábamos y traza dada y ajustada entre el duque de Osuna y sus correspondientes para tomar a Venecia, fue en esta forma.

Aquel día está patente a todos el Tarazanal, torre de San Marcos, plaza, iglesia y casa del Senado, porque sus guardias ganan con estas entradas más que en todo el año. Habían de ir con esta conducta cuatro mil hombres, por cabos de capitanes  Meneses, Serrano, Villegas, Zereceda, Torrera y Herrera, que llamaban los bravos del Duque: los cuales hacían espaldas y daban órdenes de lo que se había de hacer.

Yo fui nombrado por cabo de cuatrocientos, los cuales habíamos de entrar de doce en doce, menos o más, en el Tarazanal, adonde están todas las galeras y galeazas desarmadas, las municiones y artillería, a cuya puerta hay doce soldados venecianos, que quitan o hacen dejar las armas a cuantos entran, y pagan alguna cosa por entrar a ver. Pero es de advertir que ninguno de nosotros iba a la española, y que llevábamos debajo del capote cuatro o seis pistoletes, almaradas, cuchillos y otras armas que no miran, ni tienen en sospecha; porque, como se dijo, hay acá de toda Europa millares de gentes; de modo que entrados los cuatrocientos en diversas veces, quedaban doscientos repartidos por las calles circunvecinas para el socorro. En este mismo tiempo estaban a ver y señorearse de la torre de San Marco (grande y misteriosa, porque se puede subir a caballo hasta arriba) otros doscientos, con otros tantos de guardia alrededor, que son en todos mil, y otros mil repartidos en la casa del Senado y en la iglesia, para tomar aquellos dos tesoros, y mil en la plaza de la feria llamada el Brollo (1) de San Marco, adonde  las joyas y mercancías valen más de ocho millones, porque joyeleros y mercantes vienen no solo de toda Italia y Francia, pero de Grecia y Turquía. 

Otros mil repartidos por las calles; advirtiendo que en Venecia nadie trae armas sino ciertos soldados tudescos, que están en el Palacio y van con el Senado, los cuales eran presto despachados. La armada de treinta y ocho galeras, veinte galeones, diez y ocho barcas albanesas, diez y seis escoques, y doce bergantines, la cual al despuntar el día se había de haber puesto en unos redosos de Calamozo, puerto de Venecia, en él y en la boca del rio Pó; y a la hora que el Bucentoro y Senado estuviesen en la función del desposorio del mar, los de la torre de San Marcos tenían orden de tocar una gruesísima campana, en cuyo punto de había de acudir a matar a aquellos doce guardias del Tarazanal (2), y los cuatrocientos de dentro, y doscientos de fuera, hacerse señores de él, y los artilleros asestar las piezas para defenderse de la ciudad y echar a fondo el Bucentoro y galeras de guardia, si escapasen de la armada que a boga arrancada había e tomar la tierra para que no escapase como los galeones, la vuelta del mar; y las barcas y bergantines para tomar las góndolas o barcas, con orden de traer a Nápoles el Bucentoro con todo el Senado, el Patriarca y el estandarte de San Marco. 

Al mismo tiempo se apoderaban del Palacio con su riqueza, tesoro de San Marco y riqueza de la feria de la plaza, dando saco franco para que se repartiese entre la armada, con cuya codicia cada soldado valía por diez, y prometía hacer por ciento.
Cabo de las galeras era Don Diego Pimentel, y don Octavio de Aragón de las del Duque; el general Ribera de los galeones, y el traidor Enrique, francés, cabo de las urcas y bergantines, el cual, sin causa alguna, por interés de doscientos mil ducados que pidió puestos en Constantinopla, descubrió este trato al Veneciano, fingiendo venía a descubrir país; de modo que antes de tomar nuestros puertos, por no ser aún hora de tocar, y no haberse descubierto la armada, vimos venir el Bucentauro, sin llegar al puerto de la función, y el hermano del traidor a avisarnos nos pusiésemos en salvo, que éramos descubiertos. Anticipóse el traidor tanto que la ciudad solo estaba embelesada de ver volver el Bucentoro, y no hizo otra diligencia. Aquí fue nuestra confusión y el dar por perdidas las vidas sin remedio y en medio de ella el ánimo y resolución que se tomó para escapar; que cuando llegó el Senado, turbado, sin aliento y sospechoso, entrando en el cónclave o Pregas, y resuelto el remedio, ya no había hombre de nosotros, porque, no siendo conocidos en trajes ni modo, y no teniendo la ciudad puertas por estar en medio del mar, y habiendo millares de barcas, fue fácil hacernos a la tierra, de donde, despachados correos a boca, las galeras ya aprestadas para venir nos recogieron. El traidor despachado con pólizas a Constantinopla, el gran Turco le empaló vivo por traidor, sin que gozase los doscientos mil ducados, que aun al Turco parecía mal su traición, pecado de todos odiado (3).

Este fin tuvo la empresa de Venecia, que hubiera sido eterna. 


La causa y principio de estos disgustos del Duque con los Venecianos no puse en su lugar por adornar este presente libro, y fue que, siendo virrey de Sicilia, un bajel de los de aquella escuadra derrotó de los demás en el Archipiélago; habiendo hecho muy buena presa, y habiendo sido forzado a aportar en el golfo de Venecia, y tomar puerto en los del Veneciano, fue desbalijado [sic] por contrabando, imputándole que robaba en sus mares y quebrantaba sus privilegios; y aunque dio razón de su viaje, derrota y paraje, y el duque de Osuna escribió al Senado, no hubo medio para la restitución.



El Duque agraviado de esta desvergüenza deseaba ocasión de venganza, que dentro de dos años le vino a las manos con un bajel suyo, que venía de Levante a Venecia, con más de trescientos mil escudos de especiería y mercancías, y derrotado al salir de Candía por el mar de Lepanto, al entrar en el golfo de Venecia, corrió fortuna y desbocó en Mesina: el cual no sólo tomó, pero a cuantos iban dentro rapó y metio en galera, a tiempo que fue nombrado por virey [sic] de Nápoles; y aunque Su Majestad escribió se volviese esto a los venecianos, no sólo no lo hizo jamás, pero trató muy mal al embajador de Venecia en una audiencia pública, llamándole “pantalón”, de que soy testigo. 

Por esta causa la República envió su armada que infestase nuestras costas, como lo hizo, y nosotros las suyas, por donde se encendió la guerra (4). 

Y pues sucedió lo referido, volvamos al Duque. Llamado de Su Majestad a España, a quien pareció muy mal el haber el Gran Turco empalado vivo el traidor francés, por la correspondencia con el Duque, aunque decían ser grandes las quejas de los venecianos, representando el daño de tantas galeras y gente sumergida y anegada, el destrozo de sus fortalezas acañoneadas y desechas, los grandes gastos e incomodidades de la inquietada Venecia y la traición preparada que, junto con las quejas que de Nápoles había de carnalidades, rigores, sobornos y demás, y que se quería levantar con Nápoles, bastaron para sacarle del reino.

Fue nombrado por virey en su nombre el cardenal de Borja y Velasco (5), su primo, el cual, llegado a Proxita, avisó al Duque y envió el pliego y orden de Su Majestad en la que ordenaba se partiese; pero pareciéndole cosa áspera no obedeció, antes, según se dijo, dio orden para que entrando en ellas el Cardenal, diesen con él en Barcelona. Esto se dijo. ¿Dios sabe la verdad! Que yo no lo creo; solo diré que revuelto Nápoles nos pusieron en escuadrón a todas las compañías, tomadas las calles, balas en boca, diciendo el Duque: “ea, hijos, que mañana os doy diez y ocho pagas”, y después el maestre de campo Don Pedro Sarmiento diciendo: “Españoles! Fidelidad al Rey.” Estaban cerradas todas las puertas de Nápoles y alborotada toda la gente, y fue necesario salir el Duque a caballo con dos lacayos, y a pocos pasos el síndico del pópulo, llamado Justo Solino, y dos caballeros derramando doblas, y la plebe diciendo: “¡Viva el duque de Osuna! Y él respondiendo: “Sí, hijos, “ y arrojando doblas, sin decir ¡viva el Rey! Que fue uno de los capítulos que le pusieron. 

Aquella noche secretamente el cardenal de Borja, con algunos del Consejo mal contentos del gobierno del Duque (6), encubiertamente entró en Nápoles, y paseó el cuartel, y de allí fue al castillo, y llamando fue avocado el castellano, que ya estaba trazado; el cual imponiéndose en la garita de la puerta, preguntó quien era y qué quería. Fuele respondido que era el cardenal Borja, ya virey, y que quería entrar a tomar posesión y estar defendido de lo que con el Duque podía suceder. Pedida la patente y dada por una certilla, consultada y obedecida, se le abrieron las puertas, como a Virey, y tomó la posesión, en cuya conformidad por la mañana se disparó toda la artillería, y se pusieron seiscientos soldados de guardia. 

Espaventado de esta novedad el Duque, y queriendo saber cual fuese la causa, le fue dicha por el maestre de campo don Pedro Sarmiento, y él no solo la oyó muy mal, sino que con amenazas y determinaciones terribles quería impedilla; pero advertido que ya estaba jurado, recibido y obedecido de toda la nación española e italiana, y hallándose solo con sus hechuras, fue fuerza aquietar y mudar intento. Hubo en esta ocasión tantos dares y tomares, como dice la plebe, tantas mudanzas de compañías ginetas, despreciadas de las hechuras del Duque, y aun alguna arrojada a su presencia, prisiones, embajadas, consultas, pactos y disensiones, que sería largo de contar.

                                    Memorial Histórico Español, Tomo XII. Madrid, 1860
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NOTAS del texto MHE:

1. Así el original; pero quizá quiso decir “rollo” por columna; en cuyo caso es la plaza de San Marcos. 

(Nota del blog: La Plaza de San Marcos es la única de Venecia que se llama plaza, puesto que todas las demás se denominan campo.  Anteriormente, se llamó del Brolo, es decir,  del huerto, porque había sido huerto de un monasterio y tuvo árboles hasta 1267, año en que fue pavimentada por primera vez, aunque siguió llamándose del Brolo de San Marcos durante mucho tiempo.  (Secondo le cronache Piazza San Marco venne pavimentata in cotto per la prima volta nel 1267 mentre prima era un brolo, un campo in erba alberato.)

2 Lo mismo que Atarazanas, Dársena y Arsenal, voces todas tomadas de la arábiga Dar-Sanáa, casa de fabricación o fábrica de buques.


3 Esta relación hecha por un testigo de vista podrá aclarar algo la tan debida cuestión de si el duque de Osuna y los españoles tomaron o no parte en la célebre conspiración de Venecia. Nuestro amigo y compañero D. Aureliano Fernández Guerra, al tomar posesión de su plaza como individuo de esta Academia, leyó un discurso encaminado a probar que España ninguna parte tomó en aquel acontecimiento; y por lo tanto no deja de llamar la atención lo que aquí refiere nuestro autor.


4 Aquí hay al margen una nota que dice así: “Este año de 1619 fue muerto el conde Tampier (Dampierre?) general del Emperador en Presburgo-Posonia, cabeza de Ungría; pero hay equivocación, pues murió en 1620.


5 Don Gaspar de Borja y Velasco, cardenal de Santa Cruz, hijo del duque de Gandía, el cual se hallaba en Roma cuando recibió por Marzo de 1620 orden de trasladarse a Nápoles; no lo verificó sin embargo hasta el mes de Junio, habiéndose antes apoderado del castillo de la manera que aquí se refiere, el día
3.


6 A los dos de Junio y de mi edad 31, entró el cardenal de Borja secretamente a ser virey de Nápoles: Nota del original.
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La maldición de Minerva -THE CURSE OF MINERVA – Lord Byron y los "Mármoles Elgin"

La Maldición de Minerva – ELGIN Y BYRON



La Maldición, es una imprecación de la diosa Atenea contra el responsable de la práctica sustracción de innumerables fragmentos del Partenón que aún permanecen en el Museo Británico. -Sorprendentemente, el poeta emplea el equivalente latino del nombre deAtenea-.

Thomas Bruce, Conde de Elgin compró a precio de saldo al gobierno turco, más de la mitad de las tallas ornamentales del Partenón; 75 metros de un total de 160 que formaban el friso que rodeaba el templo, además de 15 metopas y otros 17 grandes tramos decorativos del mismo, enviando a Londres asimismo fragmentos de otros edificios de la Acrópolis, como elErecteion, los Propileos y el templo de Atenea Niké.


Lord Byron calificó muy negativamente la acción de Lord Elgin. En La Maldición de Minerva, el poeta dramatiza una conversación con la propia Atenea, quien a través de sus versos lanza una condenación eterna sobre Lord Elgin:




Sobre las colinas de Morea desciende lento el sol poniente, más bello aún en su última hora.


El monte Taigeto, al Sur del Peloponeso, la Morea de Lord Byron

No es una claridad apagada como en nuestros climas del norte, es una llama sin sombra, una luz viva. Los rayos dorados que lanza sobre el mar tranquilo doran la cresta de la ola que ondea viviente. A la vieja roca de Egina y a la isla de Hidra, el dios de la alegría envía una sonrisa de despedida; suspende su curso para iluminar todavía las regiones que ama, pero de las que sus templos han desaparecido. La sombra de las montañas desciende rápidamente y viene a besar el glorioso golfo, ¡indomable Salamina! Sus arcos de azur, se extienden a lo lejos en el horizonte, se revisten de un púrpura más oscuro bajo el calor de su mirada; aquí y allá, sobre sus cumbres, unos tonos más claros atestiguan la felicidad de su paso y reflejan los colores del cielo, hasta que al final, su luz se oculta a las miradas de la tierra y del océano, y, tras la roca de Delfos se apaga y se duerme.

Delfos

Fue un atardecer como este cuando lanzó su rayo más pálido, cuando tu sabio, oh, Atenas, lo vio por última vez. ¡Con qué ansiedad los mejores de entre tus hijos siguieron con la mirada su agonizante brillo, cuya partida daba paso al último día de Sócrates inmolado! –¡Todavía no! ¡Todavía no!-.

El sol se detiene en la colina, prolonga la hora preciosa del último adiós; pero a la mirada de alguien que va a morir, triste es su luz, sombríos son los tonos antes tan suaves de la montaña. Febo parece lanzar un velo de tristeza sobre esta tierra amable, esta tierra a la cual, hasta entonces, había sonreído; pero antes de desaparecer tras la cima del Citeron, el golpe de muerte ya estaba dado, el alma había emprendido su vuelo, el alma del que desdeñó lamentarse o escapar, que vivió y murió como nadie más sabrá vivir o morir.
Pero ved: desde las alturas del Himeto o la llanura, la reina de la noche toma posesión de su silencioso imperio; ningún vapor húmedo, anunciador de la tormenta, apaga su hermosa frente ni ciñe sus brillantes contornos. La columna saluda con agradecimiento la llegada del astro cuya cornisa refleja sus rayos y, desde lo alto del minarete, la luna creciente, su emblema, se ilumina con el fuego. Las ramas de olivo extendidas a lo lejos, hasta los lugares donde la suave corriente del Cefiso pasea su hilo de oro; el ciprés melancólico cerca de la santa mezquita, el sonriente mirador y su brillante torrecilla y, cerca del templo de Teseo, esa palmera solitaria elevándose triste y sombría en medio de la sagrada quietud; todos los objetos revestidos de tonos variados, cautivan la vista. Sería muy insensible aquel que los mirara con indiferencia.

El mar Egeo, cuya voz no se oye a esta distancia, calma la cólera de sus olas; su vasto seno, reflejando colores más suaves, se desdobla en amplios mantos de oro y zafiro, mezclados con las sombras de tantas islas lejanas cuyo sombrío aspecto contrasta con la sonrisa del Océano.

Fue así como, en el templo de Palas, yo observaba la belleza del paisaje y del mar, solo, sin amigos, en esta magnífica orilla cuyas obras maestras y hazañas ya no viven más que en el canto de los poetas. Mientras mi mirada erraba sobre este edificio incomparable, sagrado por los dioses, pero inseguro por el hombre, el pasado volvió, el presente pareció detenerse y la gloria no conoció mejor lugar que su Grecia. Las horas pasaron, el disco de Diana en la altura alcanzó el centro de su recorrido celeste y yo seguí sin lanzarme a recorrer aquel templo desierto consagrado a los dioses desaparecidos, sin retorno, pero sobre todo, a ti, oh, Palas. La luz de Hécate, recortada por las columnas, caía más melancólica y más hermosa sobre el mármol helado donde el sonido de mis pasos los asustaba a ellos mismos, parecido a un eco de muerte que producía escalofríos a mi corazón solitario.

Sumergido en mis reflexiones buscaba la ayuda de los restos del naufragio de Grecia para reanimar los recuerdos de su valerosa raza, cuando de pronto una forma gigantesca avanzó ante mi, y Palas me abordó en su templo.

Sí, era la mismísima Minerva, pero qué diferente de lo que era cuando aparecía armada en los campos dárdanos! Ya no era como aquella que apareció bajo el buril de Fidias: el terror de su frente temible había desaparecido; su inútil égida ya no mostraba la Gorgona; su casco estaba golpeado y su lanza rota parecía débil e inofensiva incluso a ojos de los mortales. La rama de olivo que aún deseaba sostener, se secaba al contacto de su mano; sus grandes ojos azules, todavía los más bellos del Olimpo, estaban bañados en celestes lágrimas; la lechuza revoloteaba en torno a su casco  dañado y unía sus gritos lúgubres al dolor de su ama.



–Mortal–, me dijo: –el enrojecimiento de tus mejillas proclama que eres inglés, nombre, antaño glorioso de un pueblo que fue el primero en potencia y libertad, decaído hoy en la estima del mundo, pero sobre todo en la mía; en adelante, Palas estará a la cabeza de vuestros enemigos.


¿Quieres saber el motivo de mi desprecio? Extiende la mirada a tu alrededor. Aquí, superviviente de la guerra y el fuego, he visto caer sucesivamente varias tiranías; he escapado a la devastación de los turcos y godos y ha sido preciso que tu país enviara aquí a un expoliador que los superara a todos. Mira este templo vacío y profanado; cuenta los restos que quedan; unos fueron colocados por los Cécropes, otros, adornados por Pericles; este monumento fue alzado por Adriano en los días de la decadencia del arte. Y tengo otras obligaciones de gratitud; debes saber que Alarico y Elgin han hecho el resto y para que nadie ignore cual es el país que se ha convertido en un expoliador, el muro indignado lleva su odioso nombre; así es Palas, tan agradecida, quien protege la gloria de Elgin: allí está su nombre y ahí arriba reconocerás su obra.


Aquí, los mismos honores serán rendidos al rey de los godos y al Par escocés. El primero basó su derecho en la victoria; el segundo, no tuvo ninguno: robó de manera innoble, lo que otros menos bárbaros que él habían conquistado.


Igual que cuando el león abandona su presa, el lobo llega tras él y luego viene el cobarde y vil chacal; los primeros devoran la carne y la sangre de la víctima y el último se contenta con roer los huesos en toda seguridad. Pero los dioses son justos y los crímenes tienen su castigo. Mira lo que Elgin ha ganado y lo que ha perdido; otro nombre unido al suyo deshonra mi templo. Diana desdeña iluminar ese lugar con sus rayos. Las injurias a Palas no han quedado impunes y Venus ha tomado sobre sí la mitad de la venganza.


Ella se detuvo un instante y yo me atreví a contestar para calmar el resentimiento que ardía en su mirada:

–Hija de Júpiter, en nombre de Inglaterra ultrajada, permite que otro inglés redima semejante acción. No acuses a Inglaterra; ella no fue su cuna, no, Palas, tu expoliador es un escocés. ¿Quieres saber cuál es la diferencia? Desde lo alto de las torres de Pilos, mira a Beocia; nuestra Beocia es Caledonia.- Yo sé con certeza que sobre este país bastardo, la diosa de la sabiduría nunca tuvo influencia; es una tierra árida donde la naturaleza está condenada a no producir más que semillas estériles y espíritus encogidos; el cardo que crece sobre esta tierra es el emblema de todos los que la habitan; tierra de bajezas, de sofistas y de embrolladores, inaccesibles a todo sentimiento generoso. Cada brisa que exhala la montaña brumosa y la llanura pantanosa impregna de pesados vapores los cerebros húmedos, que se extienden pronto a su alrededor, fangosos, como su suelo, fríos como sus nieves nativas.

Mil proyectos de imprudencia y orgullo dispersaron lejos a esta raza de especuladores. Fueron al este, al oeste, a todas partes, excepto al norte, en busca de ganancias ilegítimas. Y así fue como un maldito día, un Picto vino aquí a hacer el papel de ladrón. Entre tanto, Caledonia se honró con algunos hombres de mérito, como la estúpida Beocia vio nacer a Píndaro. Ojalá pudiera el pequeño número de sus grandes escritores y de sus valientes conciudadanos del mundo y vencedores de la muerte, sacudirse el sórdido polvo de semejante patria y que igualaran en gloria a los hijos de otra orilla más feliz, del mismo modo que antaño, en una ciudad culpable fueron suficientes diez nombres para salvar a una raza infame.


-Mortal- respondió la doncella de los ojos azules-, escúchame un poco más y lleva mis secretos a tu orilla natal. A pesar de mi abatimiento, todavía puedo retirar mi inspiración a países como el tuyo, y esa será mi venganza. Escucha pues, en silencio, mis órdenes irrevocables: escucha y cree; el tiempo se encargará de todo lo demás.

Primero, mi maldición caerá sobre la cabeza del autor de este crimen, -sobre él y sobre toda su posteridad: que todos sus hijos sean tan necios como su padre y que no haya en ellos ni una chispa de inteligencia; si alguno de ellos parece tener ingenio, haciendo enrojecer a la raza paterna, será un bastardo y procederá de otra sangre más generosa: que siga con sus charlas y sus artistas mercenarios, y que los elogios de la Necedad le compensen del odio de la Sabiduría; que sigan ensalzando el gusto de su patrón, aquel cuyo placer más noble le viene de la tierra, es un placer mercantil; aquel que tiene el talento de vender, y –que ese vergonzoso día permanezca en la memoria-  de representar el estado comprador de sus depredaciones.

Sin embargo, el Occidente complaciente, el viejo Occidente ladrón, el peor de los rapaces de Europa, el mejor que posee Inglaterra, vendrá con su mano temblorosa a devolver cada uno de sus modelos y a los veinte años reconocerá que no es más que un escolar. Que todos los boxeadores de Saint-Gilles se reúnan, para que se compare la naturaleza con el arte.


Mientras que esos ignorantes admiran con estúpida sorpresa la tienda de los mármoles de su señoría, correrá hacia allí la multitud apresurada de fatuos que vendrán a arrastrarse y babear; y mucha señorita lánguida lanzará suspirando una mirada curiosa sobre las gigantescas estatuas, simulando pasear por la sala un discreto vistazo, no notará menos las anchas espaldas y las vastas proporciones, deplorará la diferencia entre antes y ahora y gritará: ¡Estos Griegos eran hombres atractivos! y luego, comparando en voz baja a los hombres de allí con los nuestros, envidiará a Laïs sus amantes atenienses. ¿Cuando una señorita moderna encontrará adoradores similares? ¡Ay! ¡Sir Harry no es Hércules! y en medio de la multitud aturdida, se encontrará quizás un tranquilo espectador que, lanzando alrededor de él una mirada de dolor mezclada de indignación, admirará el objeto robado aborreciendo al ladrón.

Oh, que el odio sea el precio de su rapacidad sacrílega y que envenene su vida, y que se encarnice también con sus cenizas! La venganza le seguirá más allá de la tumba. El futuro le pondrá al lado del incendiario de Éfeso; Eróstrato y Elgin, sobre estos dos nombres juntos pesará la reprobación de los siglos y de la historia; y la misma maldición espera a estos dos grandes crímenes, de los cuales el último puede sobrepasar al otro en perversidad.

Que permanezca pues, eternamente, estatua inmóvil, sobre el pedestal del desprecio, aunque no es a él solamente a quien golpeará mi venganza; se extenderá también sobre el futuro de tu patria. Él no ha hecho más que imitar el ejemplo que Inglaterra misma le dio frecuentemente. Mira la llama que se eleva del seno del Báltico, y ese viejo aliado que maldice una guerra pérfida. Palas no ha sancionado tales actos, ella no ha roto el pacto que ella misma había establecido. Ella se alejó de consejos culpables, de este combate desleal; pero dejó atrás su égida a la cabeza de Gorgona, don fatal que transformó en mármol a vuestros amigos y redujo a Albión a permanecer sola en medio del odio universal.


Mira a Oriente, donde los pueblos de piel oscura del Ganges sacuden los fundamentos de vuestro tiránico imperio. La rebelión levanta su siniestra cabeza; la Némesis de la India venga a su hijos inmolados;  rueda sobre sus olas ensangrentadas y reclama del norte la larga deuda de sangre que contrató con ellos. Así pudierais desaparecer!


Cuando Palas os dio vuestros privilegios de hombres libres os prohibió hacer esclavos.
Contempla ahora vuestra España! Estrecha la mano que odia; la estrecha y sin embargo os rechaza lejos del límite de sus ciudades. Sus campos pueden decirnos a qué patria pertenecen los valientes que han combatido y han muerto. Cierto es que Lusitania, generosa aliada, proveyó un débil contingente de combatientes y a veces de fugitivos. Oh gloriosos campos de batalla! Bravamente vencidos por el hambre, por primera vez los galos batiéndose en retirada y todo está dicho! Pero ¿es Palas quien os ha enseñado que una retirada del enemigo era una compensación suficiente por tres largas olimpiadas fallidas?
En fin, dirige tus ojos al interior, –es un espectáculo sobre el cual no os gusta detener la mirada. Ahí encontráis la incurable desesperación y su fiera sonrisa; la tristeza habita vuestra metrópolis: en vano la orgía hace oír allí sus aullidos; la miseria cae de agotamiento y el robo corre por sus calles. Cada uno deplora pérdidas más o menos grandes; el avaro ya no teme nada, pues no le queda más que perder.


¡Dichoso papel moneda! Quién se atreverá a cantar tus alabanzas? Pesa como plomo sobre las alas cansadas de la corrupción;  aunque Palas ha tirado de la oreja a cada primer ministro, no han querido escuchar ni a los Dioses ni a los hombres. Sólo uno, enrojecido por la catástrofe, invoca el socorro de Palas,- pero es demasiado tarde: … se humilla ante este Mentor, aunque él y Palas no hayan sido nunca amigos! Vuestros senados escuchan a aquel cuya voz nunca habían oído antes; antaño presuntuoso y tan absurdo hoy. Es así como se vio antaño a la nación de las Ranas jurar fe y obediencia a su rey; vuestros gobiernos han elegido a este noble cretino, como antaño Egipto eligió como dios a una cebolla.


Y ahora te digo adiós. Disfruta del tiempo que te queda; estrecha la sombra de tu poder desvanecido, medita sobre el derrumbamiento de tus más queridos proyectos;  vuestra fuerza no es más que una palabra vana y vuestra aparente opulencia, un sueño.


Ha desaparecido el oro que os envidiaba el mundo y el poco que aún queda, lo trafican los piratas: los guerreros autómatas, que se compran en cualquier lugar, ya no vienen en multitud a enrolarse en vuestras filas mercenarias. Sobre el muelle desierto, el mercader desocupado contempla con tristeza la carga que ningún navío viene ya a buscar; ve volver a los mercaderes que no han podido encontrar compradores y la mercancía se pudre en la orilla herrumbrosa; el artesano afamado rompe su oficio inútil y su desesperación no espera más que la señal de la catástrofe que avanza. En el senado de vuestro estado que se hunde, muéstrame al hombre cuyos consejos tengan algún peso. Entre esos donde reina la palabra, ninguna voz es poderosa; las facciones mismas dejan de gustar a una tierra facciosa, pero las sectas rivales agitan esta isla, sudor de Inglaterra, y con brazo fanático, cada uno a su vez enciende la llama de otras hogueras.


Ya está hecho, y puesto que las advertencias de Palas son inútiles, las Furias van a tomar el cetro del que ella abdica y, paseando sobre el rostro del reino sus antorchas ardientes, sus manos salvajes van a destruir sus entrañas. Pero aún le queda una crisis por pasar, y la Galia llorará antes de que Albión lleve sus cadenas. La pompa de la guerra, el choque de las legiones, esos brillantes uniformes, los sonidos restallantes del clarín, el sonoro rodar del tambor que envía al enemigo un belicoso desafío, el héroe que se lanza a la voz de su país, la gloria que acompaña la muerte del guerrero, todo eso enerva a un joven corazón con delicias imaginarias y presenta a sus ojos el juego sangriento de las batallas. 

Pero aprende lo que quizá ignoras: son baratos los laureles que sólo cuestan la muerte; no es en el combate donde se deleita el caos: es su día de gracia un día de batalla, pero cuando la victoria ha afirmado que el terreno permanece, aunque húmedo de sangre, es entonces cuando llega la hora. Sólo conocéis de oídas sus hazañas más atroces; los campesinos masacrados, las mujeres deshonradas, las casa libradas al pillaje, las cosechas destruidas, ahí están los males, extraños para aquellos que nunca inclinaron la frente bajo el yugo vencedor. ¿Con qué ojo vuestros burgueses fugitivos verán de lejos el incendio devorar sus ciudades y las llamas lanzar sobre el Támesis espantado su silueta roja? 


No te indignes, Albión, pues te pertenecía la antorcha que desde el Rin hasta el Tajo encendió parecidas hogueras. Cuando vengan estas calamidades a fundirse en tus orillas, pegúntate quien, entre estos pueblos y tú, las ha merecido más.



Una vida por otra, tal es la ley del cielo y de los hombres, y en vano lamentará la catástrofe, aquella que prendió fuego al conflicto.


Lord Byron murió el 19 de abril de 1824 en Mesolonyi Μεσολόγγι cuando prestaba apoyo a la lucha griega por la Independencia.