‘El arrancacorazones’ de Boris Vian

Contra todos los estereotipos edulcorados de la maternidad, Boris Vian construye una fábula que no retrocede ante ninguna desmesura. Un psiquiatra, una mujer y los hijos de ella entablarán una relación al borde del delirio en un entorno marcado por la crueldad gratuita.

Se trata nuevamente de un libro de monstruos. Pero, esta vez, los monstruos no son el producto de artes o potencias oscuras ni de ciencia desviada: no estamos en el territorio de la literatura de terror ni en el de la ciencia ficción.

Los monstruos con los que Boris Vian compone su novela son humanos corrientes. De hecho, tan corrientes que su condición monstruosa es la regla excluyente de su comunidad y no la excepción que insidiosamente la amenaza.

Vian nos introduce en un pueblo donde las personas devienen abominables porque han encontrado una manera de despojarse de sentimientos como la piedad, la compasión, la culpa, la vergüenza:

(…) Tengo una casa y mucho oro, pero tengo que digerir la vergüenza de todo el pueblo. Me pagan para que tenga remordimientos en su lugar. Por todas sus maldades e impiedades. Por todos sus vicios. Por sus crímenes. Por la feria de viejos. Por los animales que torturan. Por los aprendices. Por todas sus inmundicias. (…) El primero que tenga más vergüenza que yo tendrá que ocupar mi lugar -dijo el hombre-. Siempre ha sido así en este pueblo. Son muy creyentes. Su conciencia es para ellos. Y nada de remordimientos. Pero el que flaquea… El que se subleva (…)

Quien habla es un personaje que ni siquiera conserva un nombre propio. Se lo conoce por el nombre de la barca en la que navega el río que pasa junto al pueblo: La Gloire. Su trabajo es recoger la basura, real y figurada, que los lugareños vuelcan a las aguas. Que no es poca.

El Arrancacorazones y la narración irónica de lo aborrecible

Hay algo verdaderamente escalofriante en esta novela de Vian y no es tanto el carácter terrible, despiadado a veces, de los hechos que cuenta, la violencia abierta y descarnada de los miembros de la comunidad en que suceden, sino, tal vez y precisamente, el tono jocoso, cómico, ligero, con que son narrados.

Boris Vian despliega en esta novela un rasgo que caracteriza a toda su obra: el humor negro. No es que haga chistes, sino que adopta siempre, trate de lo que trate, un tono para nada dramático. El espanto surge de lo que presenta a nuestra sensibilidad, no de la elección de un lenguaje lúgubre u oscuro o barroco.

Apresuró el paso y el pulso. Unos campesinos estaban crucificando un caballo en una alta puerta de basta madera de roble. Jacquemort se acercó. Seis hombres sostenían al animal contra las tablas. Un séptimo y un octavo se dedicaban a clavar la pata delantera izquierda. El clavo, un enorme clavo de carpintero de reluciente cabeza, atravesaba ya la cuartilla, y un hilillo de sangre recorría el pelaje alazanado del animal. Esa era la explicación del grito de dolor que oyera Jacquemort.

Los campesinos proseguían con su tarea sin preocuparse lo más mínimo por la presencia del psiquiatra, como si éste se hubiera encontrado muy lejos de allí, en las Islas, por ejemplo. Sólo el caballo fijó en él sus grandes ojos castaños que rezumaban lágrimas, y descubrió sus largos dientes para esbozar una pobre sonrisa de disculpa.

-¿Qué ha hecho? -preguntó con toda suavidad el psiquiatra.

Uno de los cinco o seis hombres que estaban mirando le contestó sin inmutarse.

-Es un semental. Ha tenido un desliz (…)

El surrealismo de Boris Vian

Pero los hechos de la novela no sólo son por lo general atroces sino que además son fantásticos y presentan yuxtaposiciones caprichosas. Veremos aparecer animales que inesperadamente pueden hablar, otros que se evaporan paulatinamente a medida que un humano va asumiendo rasgos de su comportamiento, babosas que otorgan a los niños la facultad de volar y, consecuentemente, niños que vuelan. Sabremos de muros invisibles, de tormentas que se descargan de la nada ante una simple invocación, conoceremos especies vegetales inexistentes y veremos al Diablo mismo disputar un match de boxeo. Encontraremos incluso una especie de Golem mecánico construido con fines eróticos.

La novela describe un mundo imposible y manifiestamente onírico. Eso bastaría para situarla, convencionalmente, entre las obras surrealistas. Vian no rechazaría esa caracterización: fue de hecho miembro del Colegio de Patafísica, una de esas iniciativas un poco afiebradas que sucedieron en torno al célebre movimiento.

-Así no -dijo Citroën-. Así.

Se tumbó boca abajo en la hierba y, con un imperceptible movimiento de manos y pies, se elevó a treinta centímetros del suelo. Luego, de golpe, salió volando hacia adelante, y diez centímetros más lejos realizó un looping magistral.

-No demasiado alto -advirtió Noël-. No sobrepases el arbusto. Podrían vernos.

Joël hizo un intento por su parte, pero se detuvo en el pico del rizo y volvió para atrás.

-¡Viene alguien! -susurró en voz muy baja en cuanto pisó el suelo (…)

El Arrancacorazones no presenta grandes sorpresas en materia de técnica narrativa. Es una novela de estructura simple y lineal, contada en tercera persona por un narrador omnisciente. Surreal, lo suyo es el absurdo y la yuxtaposición.

Pero si entendemos al surrealismo como un estilo que abreva en las aguas de los sueños, la peculiar violencia de los personajes de El Arrancacorazones nos hará pensar que la variante de Vian bebe más bien del licor de las pesadillas:

—¡Hoy —anunció sin preámbulos—, combatiré delante de vosotros, durante diez asaltos de tres minutos, con vigor y firmeza, contra el diablo!

De la multitud se elevó un murmullo de incredulidad.

—¡No os riáis! —bramó el cura—. ¡Los que no me crean, que miren!

Hizo una señal y apareció el sacristán en medio de un fogonazo, despidiendo un fuerte olor a azufre.

—Hace ocho días —anunció el cura— descubrí lo siguiente: mi sacristán era el diablo.

El sacristán escupió con desidia una hermosa llamarada. Pese a su larga bata, se le veían perfectamente los pelos de las piernas y las pezuñas hendidas.

—¡Una ovación para él! —propuso el cura.

Crepitaron los aplausos, pero sin demasiada convicción. El sacristán pareció humillado.

—¿Qué podía complacer más a Dios —aulló el cura— que uno de esos combates suntuosos en cuya organización destacaban los emperadores romanos, amantes del lujo por excelencia?

—¡Basta! —gritó alguien—. ¡Sangre!

Aunque muchos capítulos llevan por título fechas que, a medida que el relato avanza, se dislocan en formatos imposibles (348 de juliembre67 de novrero), los acontecimientos siguen un orden de sucesión. Cada capítulo contempla una simple y única anécdota. En conjunto, van de a poco caracterizando al protagonista, el psiquiatra Jacquemort, a los principales personajes (Clementine, su marido Ángel y sus tres hijos, Jöel, Nöel y Citröen), a La Gloire, el barquero, y a los habitantes del pueblo en general (y de entre ellos a los más prominentes, identificados apenas por los nombres de sus oficios o posiciones sociales, como «el cura», «el herrero», «el carpintero»). Pero todo lo que pasa es brutal y al mismo tiempo disparatado.

Jacquemort, el hueco

El protagonista, como se ha dicho, es un psiquiatra citadino, Jacquemort, que llega al pueblo en busca de personas que psicoanalizar. Se caracteriza a sí mismo como un sujeto vacío en procura de llenar su propio ser con lo que pueda encontrar en el ser de sus pacientes.

-Tengo que explicarle por qué he venido aquí -dijo Jacquemort-. Buscaba un rincón tranquilo para llevar a cabo un experimento. Mire: imagínese al amigo Jacquemort como un recipiente vacío.

-¿Un tonel? -quiso saber Ángel-. ¿Ha bebido usted?

-No -dijo Jaquemort-. Estoy vacío. No tengo más que gestos, reflejos, costumbres. Quiero llenarme. Esa es la razón por la que psicoanalizo a la gente. Pero mi tonel es como el tonel de las Danaides. No asimilo. Me llevo sus pensamientos, sus complejos, sus dudas, y no me queda nada. No asimilo; o quizás asimilo demasiado (…).

El mismo nombre «Jacquemort» nos da alguna pista: es un juego de palabras con «Jacquemart», el nombre francés para los autómatas que en las torres de reloj daban los campanazos de las horas, figuras huecas, sólo capaces de repetir un único gesto preprogramado.

—Querido amigo —dijo Ángel—, permítame que le repita que tener ganas de tener ganas es ya una pasión suficiente. La prueba es que eso le impulsa a la acción. (…) Es usted libre, puesto que tiene un deseo.

(…)

—En fin —protestó Jacquemort—, ocurre exactamente lo contrario. Sólo se es libre cuando no se desea nada, y un ser perfectamente libre no debería desear nada. Y como yo no deseo nada, llego a la conclusión de que soy libre.

—¡Qué va! —dijo Ángel— Usted está deseando tener deseos; o sea, que está deseando algo; luego, todo lo que acaba de decir es falso.

—¡Oh, oh, oh! —exclamó Jacquemort, cada vez más indignado—. Mire, desear algo significa estar encadenado a un deseo.

—De ninguna manera —dijo Ángel— La libertad es el deseo que viene de uno mismo (…)

No obstante, comenzaremos a comprender que Jacquemort es perfectamente capaz de al menos una pasión: la indignación (puede tomarse nota de paso, si así se lo desea, de que es Ángel quien defiende un punto de vista afín con el psicoanálisis).

Y veremos también cómo esta decisión de Jacquemort de vampirizar las vidas ajenas será la causa de toda clase de malentendidos.

Su estancia en el pueblo, de hecho, se inaugura con un equívoco: nada más llegar, en su calidad de único médico presente, Jacquemort deberá asistir casi de urgencia el parto de Clementine, quien vive en las afueras con su esposo.

(…) desde el pórtico abierto de par en par a la escalera, una mano previsora había tendido una cinta de seda roja. La cinta subía por la escalera y terminaba en la habitación. Jacquemort la siguió. La madre descansaba en su cama, presa de los ciento trece dolores del parto. Jacquemort soltó su maletín de cuero, se subió las mangas y se enjabonó las manos en una pileta de lava en bruto.

(…)

-Y ahora -suspiró Jacquemort-. ¿Qué hacemos? A fe mía que no es trabajo para un psiquiatra todo este asunto.

Una maternidad aberrante

La mujer dará a luz trillizos y Jacquemort se quedará a vivir en su casa, asumiendo un estatuto híbrido entre huésped y mayordomo. De este modo, acompañará la forma en que Clementine decidirá criar a sus hijos.

Clementine es el polo opuesto a Jacquemort, su claro antagonista. No tanto por ser mujer ni porque resulte el suyo un vínculo de mutua hostilidad (es más bien uno de pragmática indiferencia), sino por ser, en contraste, un personaje de pasiones perentorias. A diferencia de Jacquemort, que afirma no poseer emociones ni deseos, Clementine ama y odia sin atenuantes y expresa su deseo y voluntad con una autoridad que no acepta discusión.

-Tendría que encontrarme mejor, ¿no?… así… ya en seguida…, con el vientre desgarrado… y la espalda que me duele… y los huesos de la pelvis torcidos y resentidos, y los ojos inyectados en sangre…, debería recuperarme, portarme bien, recobrar mi hermosa silueta, bien esbelta, mis hermosos pechos, bien firmes…, para que tú o cualquier otro vengáis a aplastarme y a arrojarme vuestra basura, y que todo vuelva a empezar, que me duela, que sangre…

-No te acerques -dijo ella, con tanto odio en la voz que su marido se inmovilizó, mudo-. ¡Marchaos! -ordenó-. ¡Los dos! Tú, porque me has hecho esto, y usted porque me ha visto en este estado…

La maternidad de Clementine no resultará en absoluto una maternidad feliz. La mujer sufre y se queja y tiene miedo y siente a la vez repulsa y fascinación hacia unos hijos a los que se caracteriza como «larvas». Clementine es una madre abrumadoramente real.

-No volveré a tener más -dijo-. No quiero tener nunca más.

Jacquemort se tapó los oídos. La voz de la mujer sonaba a uñas arañando una superficie de cobre. La niñera sollozó, aterrorizada. La voz invadía la cabeza de Jacquemort y le acribillaba el cerebro.

-Van a salir -dijo la madre, riéndose sarcástica-, van a salir y me harán daño y no será más que el comienzo.

Las peripecias de Clementine como madre constituyen el arco narrativo principal de la novela, que describe cómo un amargo resentimiento puerperal termina revirtiendo en una preocupación enfermiza y un celo paranoide.

No sé dónde están ni Noël ni Joël ni Citroën. En este momento, pueden haberse caído al pozo, haber comido fruta envenenada, habérseles clavado una flecha en un ojo si un niño juega en el camino con un arco, haber cogido la tuberculosis si un bacilo de Koch se pone de través, haber perdido el conocimiento al oler flores demasiado fragantes; les ha podido picar un escorpión traído por el abuelo de un niño del pueblo, célebre explorador que ha vuelto recientemente del país de los escorpiones, han podido caerse de un árbol, han corrido demasiado deprisa y se han roto una pierna, han jugado con el agua y se han ahogado, han bajado por el acantilado, han tropezado y se han roto el cuello, se han arañado con un alambre viejo y han contraído el tétanos; irán al fondo del jardín, darán la vuelta a una piedra y debajo habrá una pequeña larva amarilla que se metamorfoseará en aquel mismo instante, volará hacia el pueblo, se meterá en el establo de un toro malo y lo picará cerca del morro; el toro sale de su establo, lo destroza todo; ya toma el camino en dirección a casa, está como loco y deja mechones de pelo negro en las curvas al engancharse en los setos de bérbero; justo delante de la casa, embiste con la cabeza baja contra una pesada carreta tirada por un viejo caballo medio ciego. La carreta se desmembra por efecto del choque, y un fragmento de metal es proyectado por los aires a una altura prodigiosa; quizá sea un tornillo, un perno, una tuerca, un clavo, un herraje del varal, un gancho del tiro, un remache de las ruedas, sólidamente construidas, luego averiadas y reparadas mediante tablillas de fresno talladas a mano, y el pedazo de hierro sube silbando hacia el cielo azul. Pasa por encima de la verja del jardín. ¡Dios mío!, cae, y al caer roza el ala de una hormiga voladora y se la arranca, y la hormiga, sin poder controlar la dirección, pierde la estabilidad, vuela por encima de los árboles como una hormiga herida, se lanza de repente hacia el césped y, Dios mío, allí están Joël, Noël y Citroën, la hormiga aterriza en la mejilla de Citroën y, quizás al encontrar restos de mermelada, lo pica…

-¡Citroën! ¿Dónde estás?

La sociedad violenta

El “afuera” es amenazante, y Clementine hará, literalmente, lo imposible para preservar a sus hijos de ese mundo exterior a su familia y a su casa. La comunidad en la que viven es una comunidad brutal. Los niños son explotados en trabajos extenuantes, los viejos, humillados públicamente y tratados como mercancía, las mujeres, abusadas. Una clave de la novela es, entonces, la culpa o, más bien, su ausencia.

(…) en ese momento, el pequeño aprendiz dejó caer la azuela y se desplomó sobre el tronco de roble que estaba desbastando. El súbito silencio impresionó a Jacquemort. Se volvió y se acercó al niño. El carpintero, mientras tanto, se había alejado unos pasos y volvía con una lata de conserva llena de agua, cuyo contenido vació brutalmente a la nuca del muchacho. Luego, viendo que no se levantaba, hizo seguir el mismo camino a la lata. El aprendiz suspiró, y Jacquemort, indignado, se acercó para ayudarle; pero ya la pequeña mano sucia volvía a levantarse y a caer, débil y monótona.

–Es usted un bruto -le dijo Jacquemort al carpintero-. ¡Un niño de esa edad! ¡Debería avergonzarse!

El golpe que recibió en el mentón estuvo a punto de hacerle rodar por los suelos…

Es como si Vian se hubiese preguntado: «¿Qué pasaría en el mundo si los frenos que impone la culpa se desvanecieran?». No en vano su personaje es psicoanalista: esa pregunta ya se la había formulado Freud.

Es una pregunta legítima y antigua, que ha recibido multitud de respuestas a lo largo de la historia. Nosotros nos asomamos con El Arrancacorazones a un mundo que se nos ofrece como prueba. Vian, como La Gloire, nos permite desentendernos por un momento de nuestras propias bajezas, asumiéndolas: conviene decir que esta novela, como varias de sus precedentes, provocó escándalos, censuras, airados gestos de rasgar vestiduras (Escupiré sobre vuestra tumba, de 1946, dio lugar de hecho a un juicio por «ultraje a las buenas costumbres», que Vian perdió).

Es que, como ya advirtiera el barquero del La Gloire, el que flaquea, el que se subleva, el primero que tiene más vergüenza.