Cuando en una casa se rompe la lamparita, suceso que suele ocurrir a menudo, una, además de pensar que él, (de cualquier él, que vayamos a hablar: marido hasta que la muerte lo separe, actual, ex, ocasional o cualquier variante, vecino o amigo con y sin derecho a roce, etc.) va pensar seguramente, esbozando una sonrisita: “ahora te quiero ver bailar” si acaso se enterara de la situación o si fuera adivino y la situación ocurriese cuando “él” no estuviese presente.
Entonces, una, además de lamentar la malicia de la lamparita que se rompió, va a tener en cuenta que generalmente lo hace en el momento menos oportuno. Por ejemplo, una se va a maquillar al toilette y zas, ocurre, se extingue la luz. O una va a depilarse y está en medio de la faena y zas, también puede ocurrir.
O una viene muy “cargada” del trabajo, los chicos, el marido, la madre, la suegra, la gata, el perro y el loro y sácate hace estallar la bombita por exceso de energía propia y ajena. En esos momentos, en que la creatividad alcanza y sobra para la cantidad de improperios que una se permite esbozar, de paso alcanza para sopesar meditar: cuán necesario es un hombre en la vida de una mujer.
Antes que esto ocurra con insistencia, nuevamente, y antes de solicitarles ayuda, abro el paragua antes de que llueva. Se ve a la legua que, los departamentos y todo lo que hay en él, está, la mayoría de las veces, en función de hombres y encima altos.
Cuando una es mujer, sola, madre sin niñera y encima petisa, ahí te quiero ver mascarita. Por empezar no hay escalera suficientemente alta, porque el ex cromagñón de la casa, en el caso de que lo hayamos constituido en ex, con unos pocos escaloncitos, le alcanzaba y sobraba.
Entonces para que, en su debido momento, íbamos, según él, a tener necesidad de comprar una escalera como la gente, si la única miniatura de la casa era yo y ninguna otra. Pero cuando la miniatura en cuestión quedó sola, quedó a solas con la escalera para Watusis, no para enanos.
A nosotras no nos alcanza ni siquiera para llegar al cuarto de altura que debemos alcanzar. Y si nos podemos a medir el último peldaño de la escalera, más nuestra altura, más la distancia a la que está enrollado el porta lámparas o en su defecto, la tulipa o la mar en coche, donde debería ir la lamparita propiamente dicha, menos.
Prueba irrefutable de dicha situación son las ganas de gritar: o “Houston: I have a problem”, como los astronautas, a la base en la Nasa, o: “se necesita un hombre a la derecha, por favor”. Y encima, si justo al benemérito instrumento que nos ilumina se le da por romperse antes de ir a trabajar, decimos: ¡santas luciérnagas! que venga la amiga de Harry Potter a alumbrar un poco, por lo menos hasta que me maquille.
Entonces nos rompemos la cabeza, previamente a rompernos un hueso, para arreglar el asunto a solas. Además, para no dar brazo a torcer y reconocer que solas no podemos. Y también porque nos sobran las excusas mejores para molestar al vecino, de al lado, que dicho sea de paso está muy fuerte, pero es casado.
Entonces nos las arreglamos como podemos sin ellos y comprobamos lo incómodo del dicho de cabecera de nuestro ex: “el buey solo, bien se lame”. Ya que estamos por los techos, para colmo, vemos en que calidad quedó nuestro departamento desde que no está él.
Por empezar, primero y principal le falta una muy buena mano de pintura. Porque la última vez que pagamos nos costó un dineral que todavía nos estamos reponiendo y a esta altura del partido no hay esa plata toda junta. La anteúltima vez desde que se convirtió en ex, pintamos nosotras, “pa” demostrarle, nomás, a todos y a todas, que nosotras nos valemos por nosotras mismas.
Eso sí, quedó bárbaro, lo que no demostró valerse por si mismo fue el ciático que de tanto subir, bajar, trepar y mirar para arriba nos agarró una tortícolis desde el cogote hasta los pies y nos tuvo a maltraer su buena porción de tiempo. Después hubimos de luchar a brazo partido con las manchas de pintura.
Había que correr al más chico y a la gata por todos lados para que se las pudiéramos sacar. Al más chico le encantó la idea que mamá pinte; por lo cual, sus manchitas eran su marca guerrera como diciendo: “aguante mamá todavía, esa es mi mami” y la gata, de puro curiosa prototipo de gatubela propiamente dicha, metió bigotes y hocicos por todos lados, porque no puede con su genio y quedó poco menos que molestamente overa. El look “rasguño” que porto es una prueba irrebatible de lo que afirmo. Fue lo que me costó a cambio de sacarle las manchas de pintura.
En otro orden de cosas yo me la paso gritando. Parezco la loca del edificio. Nene, hace los deberes. Deja la gata que ya estás cuadriculado y lucís un look scarface, cara cortada versión 2008, nene veni para acá, (dicho sea de paso nunca viene, por otra parte) que todavía tenes pintura. Gataaaaaaaa, felino inútil, deja de poner los bigotes donde no debes.
Ese enchufe que no anda bien te va a dar una patada de 320 volteos y vas a quedar con el pelo peor que Einsten y lo repito siete veces siete todos los días. Se supone que además de cuidar, debo entender que la gata no entiende porque es un animal y el nene no entiende porque es chico; pero de todas maneras debo evitar que una se electrocute y el otro se ahogue en el tarro de pintura o viceversa.
O en el peor de los casos deba volar al hospital porque al más chico se le ocurrió probar que gusto tiene la pintura. Sin embargo cualquier masculino que viene a casa, de una sola mirada y una con una sola palabra suya, basta para que gato, nene, adolescente y la mar en coche entiendan, acaten y procedan en consecuencia.
A veces siento que la vida me carga. Prosigo con las cosas que además de la dueña necesitan un hombre. El horno, por ejemplo, pero ese necesita un hombre matriculado, ahí estamos más quisquillosas, porque nosotras de mil amores le diríamos al vecino, cuidándonos de la vecina, pero y si lo arregla y volamos por el aire…no, queremos cocinar no viajar en horno.
Bajar lámparas y porta lámparas aptas para Gulliver pero no apta para pigmeos. Hacer la mezcla de enduido y todas esas cosas que se mezclan para tapar o reparar agujeros. Y la mezcla para cementar el lavatorio que sino alguno de la casa lo va a lucir de sombrero.
Para otras cosas lúdicas y para las de afuera del horario de protección al menor, más, pero ya da más pudor enumerarlas. Con lo cual se reafirma la teoría, ellos son lindos, útiles y encima un mal necesario como nosotras le parecemos a ellos, “viceversamente”.
Eso por lo menos me consuela un poco mientras sigo postergando los cursos de plomería, electricidad junto con el de perfeccionamiento gastronómico, bordado y taller literario. En fin, son las leyes de la vida, son las leyes del querer…
Por Mónica Beatriz Gervasoni