martes, 12 de agosto de 2014
Retorno apasionado a la isla de Morel
Este comentario complementa el anterior sobre la novela de Bioy y su segunda adaptación, que se puede encontrar en este enlace:
La película italiana, de la que dejé constancia en el comentario aludido en la cabecera sobre estas líneas, es ciertamente una aproximación de lo más estimable en términos dramáticos, y del todo magnífica en el aspecto visual. Pero la película francesa es, midiendo bien mis palabras, una obra extraordinaria, que, si no digo tanto como que puede compararse de igual a igual con el original literario, sí obra el prodigio de corresponderse al máximo tanto con su espíritu como con su letra, pero consiguiendo (y esa es la magia) no parecer una mera reproducción (como suele suceder con las adaptaciones demasiado fieles), sino una película plena de vida, en la que se nota la pasión desbordante con que se han vertido unas páginas amadas al celuloide. L’invention de Morel puede ser fiel, pero nunca mecánica; puede relatarnos una historia que ya conocemos sin añadir (casi) ni una coma original, pero lo hace sabiendo que el proceso de adaptación de una novela debe hacer olvidar, en todo lo posible, que una vez fue un conjunto de palabras e imágenes literarias, para plasmarla en imágenes, como si nunca antes hubiera sido otra cosa.
Y nada menos, porque las imágenes bastan para acreditar un trabajo memorable, como coguionista primero (junto a Michel Andrieu) y como director después.
Como el film italiano de Emidio Greco, L’invention de Morel destaca por su absoluta fidelidad al original de Bioy Casares, incluso superior porque, recuérdese, el italiano alteraba, de modo fundamental, el final de la novela. Es más, Bonnardot incluso reproduce la estructura narrativa de la novela: el protagonista, un prófugo de la justicia, narra sus aventuras en la isla de Morel por medio de un cuaderno escrito de día en día —esa inmediatez de la acción es una de las grandes virtudes del libro—, a medida que va descubriendo, primero, y comprendiendo, después, cuanto sucede en ese lugar. Para ello, Bonnardot recurre primero a la imagen (vemos, en efecto, desde los primeros fotogramas, a un hombre redactando sobre un cuadernillo negro) y después al sonido: toda la historia va a ser narrada en voice over por el protagonista.
Primer mérito de la adaptación: podría pensarse que este recurso a la voice over es pura comodidad del director para no tener que contar por medio de su herramienta básica, el lenguaje visual, pero no es así. Al contrario, en L’invention de Morel las palabras de su protagonista y las imágenes consiguen fundirse de modo tan mágico como indeleble, hasta tal punto que imposible resultará concebir las unas sin las otras. Pues Bonnardot nunca deje que las palabras del prófugo basten para conocerlo todo, sino que hace que su cámara lo acompañe, que a veces incluso se anticipe a él, por medio de un continuo movimiento —eltravelling y la panorámica son los recursos principales de la puesta en escena— que transmite bien la condición errante, vagabunda, de ese nómada por obligación, de ese fugitivo de la sociedad de los hombres, que cuando ya piensa haber renunciado a ésta se verá no sólo perseguido por inesperadas sombras, sino incluso atrapado, enamorado hasta la extenuación, de una de ellas.
Si el film de Grieco se caracterizaba por el culto al vacío, aquí lo que marca la atmósfera visual es el horror vacui. La panorámica mediante la cual el protagonista examina la casa que llaman el museo muestra una biblioteca en la que destacan libros de Borges (Historia de la eternidad), Apollinaire, Fitzgerald o Breton, significativa selección que resume muy bien el espíritu de la historia, y sus paredes aparecen pobladas por reproducciones de Leger o de Chirico. En el exterior, la piscina está cubierta de un deslumbrante limo verde, y las raíces y ramas de los árboles se retuercen sobre paredes y balaustradas, convocando una sugerente sensación de abandono, de misterio irresoluto.
Y que estalla cuando, como en el libro, de pronto el protagonista debe escapar, a la carrera, puesto que el lugar se ha llenado de gente que no se sabe de dónde ha podido salir, huida que lo lleva, con solo el cuaderno en la mano, a las anfractuosidades de los acantilados, dando pie a unas imágenes que me recuerdan otras similares de una película insólita que transcurre en una isla en la que un hombre huye de inesperados intrusos, la sugestiva producción mediterránea La luz del fin del mundo (1971), dirigida por Kevin Billington. Enseguida, el prófugo descubre toda una serie de circunstancias insólitas: los huéspedes del museo visten ropas de diez años atrás, de los alegres años 20; en el cielo aparecen dos soles, sin que se incremente el calor; en el pozo, al que acude sediento para beber, descubre dos bloques, uno apoyado en su pared, donde él lo puso, y el otro bloqueando, sin que ahora pueda moverlo, su misma boca… No tarda en descubrir que, con el paso de los días, los visitantes repiten los mismos gestos, las mismas palabras, que uno de esos días desayunan ¡bajo una lluvia torrencial! Y, además, en ningún momento el exterior donde pasan las tardes ha cambiado su aspecto abandonado, y ni siquiera la piscina donde se bañan se ha desprendido de su limo verde…
Por otra parte, Bonnardot, en una historia donde la elipsis es parte estructural de su dramaturgia, sabe jugar con ella y con el uso del tiempo con notable inventiva: así, un mero movimiento de cámara desde ese hombre que espía la marcha de Faustine hasta el lugar por donde vuelve a aparecer, sin corte de plano, basta para indicar el paso de un día cuyo intervalo, entre aparición y aparición de la muchacha, para él no ha existido. Sin hablar nunca, sin tocarse jamás, Alain Saury y Juliette Mills consiguen establecer una notable comunicación de cuerpos y espíritus: él, claro, es quien establece el vínculo; pero ella, aun inaccesible materialmente, parece prometer una posible vía por donde transitar hacia ella. Bonnardot, por tanto, arriesga hasta el límite la credibilidad, la verosimilitud, de la historia y consigue triunfar de modo inaudito.
Como hará luego Greco, Bonnardot también respeta la larga escena en que Morel da explicaciones a sus amigos. La resuelve de modo muy inteligente: mediante un plano fijo, sostenido hasta la extenuación sin mover el encuadre, que integra al inventor y a su auditorio, indicando que la maravilla está en las palabras; un zoom en el momento culminante de la revelación, hasta dejar solo en cuadro al inventor (literal y simbólicamente), remarca el punto sin retorno en que Morel señala que ha conseguido, a su modo vampírico, «crear vida». Bonnardot introduce ahora una pequeña variación con respecto al original: los huéspedes, que solo un momento antes contemplaban medrosos el hecho de haber sido víctimas de un ambiguo experimento, se dejan llevar por la composición de una danza de la muerte en medio del jardín, bailando y cantando como locos que conocen lo inexorable de su destino. Y a su lado, el prófugo cae en una indolente resignación, confirmado por fin de que ni pueden verlo ni él puede hacerse ver: está ante«sombras que miran lo que miraron hace 10 años, que oyen lo que oyeron hace diez años». Faustine nunca podrá ser suya. ¿Nunca?
[El lector que desee conocer por sí mismo el final de esta película debe dejar de leer aquí]
Pues bien, la suprema dificultad de hacer creíble lo más increíble de la novela —el modo en que el prófugo consigue fundirse con los huéspedes de diez años atrás, de modo natural, y de tal modo que sea él quien parezca el amor eterno de Faustine— se solventa con inusitada brillantez. Primero, Bonnardot narra los «ensayos» mediante el uso de la cámara subjetiva, concentrándose en las recurrentes escenas del desayuno o de los paseos junto al acantilado. Por fin, el «rodaje» final, que provoca una asombrada sensación de virtuosismo. Sometido al efecto de la máquina (nueva innovación del guión), el prófugo consigue ver, por fin, lo que los huéspedes veían aquella semana de 1925, es decir, el museo resplandeciente, sin la vegetación invasora, con la piscina impoluta. Embutido en un elegante traje años 20, se mueve entre Morel y sus amigos, camina junto a Faustine, baila con ella, le habla, la acompaña a su dormitorio e incluso vela su sueño, y el resultado produce, al mismo tiempo, vértigo romántico y amargura incontenible. Pues el protagonista sacrifica conscientemente su vida por unirse a una imagen, a un espejismo imposible, por real que sea, que él mismo (y es el último e imborrable hallazgo del film) acaba contemplando, paseando por la casa con su cuerpo ya convertido en un amasijo decrépito y lamentable, como una momia.
FICHA DE LA PELÍCULA
Título: L’invention de Morel. Año: 1967
Director: Claude-Jean Bonnardot. Guión: Claude-Jean Bonnardot y Michel Andrieu; novela de Adolfo Bioy Casares. Fotografía: Georges Leclerc. Reparto: Alain Saury (El prófugo), Juliette Mills (Faustine), Didier Conti (Morel). Dur.: 98 min.
http://lamanodelextranjero.wordpress.com/2013/03/23/retorno-apasionado-a-la-isla-de-morel/
http://lamanodelextranjero.wordpress.com/2013/03/23/retorno-apasionado-a-la-isla-de-morel/
Suscribirse a:
Entradas (Atom)