lunes, 10 de abril de 2017

Y usted de que se rie?

Tapa del libro Y USTED DE QUE SE RIE?

Y usted de que se rie?

Antologia de textos con humor


Autor: VARIOS AUTORES  
Editorial: COLIHUE Materia: PROSA SATIRICA 
Páginas: 160
Encuadernación: RUSTICA BOLSILLO
ISBN: 950-581-137-3
Disponibilidad: Alta 



Reseña:


Contiene diferentes relatos y textos con humor, algunos de ellos son: Alejandro Dolina, Una leyenda con aires correntinos; Leo Masliah, El mellizo; Carlos Warnes, Rebeca una muGer inolvidable; Conrado Nale Roxlo, Los crimenes de Londres; Woody Allen, Mi discurso a los graduados; Vinicius de

Indice del Contenido


El humor no es ningún chiste

Antología
Alejandro Dolina. Una leyenda con aires correntinos
Leo Maslíah. El Mellizo
Carlos Warnes (César Bruto). Rebeca, una mujer inolvidable
Contado Nalé Roxlo. Los crímenes de Londres
Woody Allen. Mi discurso a los graduados
Vinicius de Moraes. No comeré de la lechuga el verde pétalo
Augusto Monterroso. El camaleón que finalmente no sabía de qué color ponerse
María Elena Walsh. Necrológica
Juan Sasturain. El día del arquero
Roberto Fontanarrosa. Ulpidio Vega
Enrique Pinti. Felices vacaciones
Fernando Sorrentino. Temores injustificados
Roberto Arlt. Del que no se casa
Adolfo Bioy Casares. Una guerra perdida

Póslogo LyC
El humor es suma de cosas serias
Uno: la descarga
Dos: la transgresión y la regla
Tres: la paradoja
Cuatro: la expectativa frustrada
Cinco: la expectativa frustrada en un texto de Alejandro Dolina
Seis: bruscos cambios de estilo en "El mellizo"
Siete: el extrañamiento
Ocho: el extrañamiento en "Rebeca, una mujer inolvidable"
Nueve: el humor por ironía
Diez: la parodia
Once: la parodia en "Los crímenes de Londres"
Doce: la parodia en "Mi discurso a los graduados"
Trece: la parodia en "No comeré de la lechuga el verde pétalo"
Catorce: la sátira
Quince: sátira y parodia en "El camaleón que finalmente no sabía de qué color
ponerse"
Dieciséis: parodia y sátira en "Necrológica"
Diecisiete: el humor costumbrista
Dieciocho: el costumbrismo en "El día del arquero" y "Ulpidio Vega"
Diecinueve: el costumbrismo en "Felices vacaciones"
Veinte: la hipérbole
Veintiuno: la hipérbole -y otras cosas más- en "Temores injustificados"
Veintidós: automacismos y repeticiones
Veintitrés la repetición en "Del que no se casa" y "Una guerra perdida"
Último: para terminar

Propuestas de trabajo

Bibliografía general

"UNA GUERRA PERDIDA", de Bioy Casares. Leído por M

"Del que no se casa" de Roberto Arlt

Roberto Arlt (1900-1942) brilla como uno de los grandes nombres de la literatura argentina del siglo XX, a pesar de no haber contado con el beneplácito de la elite literaria de su tiempo, tal vez porque le tocó vivir poco antes de la alborada de una nueva época. El cuento Del que no se casa forma parte de libro Aguafuertes porteñas, una recopilación de crónicas publicadas por el diario El Mundo entre 1928 y 1933.
Cuento de Roberto Arlt
Yo me hubiera casado. Antes sí, pero ahora no. Y ¿Quién es el audaz que se casa con las cosas como están hoy?
Yo hace años que estoy de novio. No me parece mal, porque uno antes de casarse "debe conocerse", o conocer al otro, mejor dicho, que el conocerse uno no tiene importancia, y conocer al otro, para embromarlo, sí vale.
Mi suegra, o mi futura suegra, me mira y gruñe cada vez que me ve. Y si yo le sonrío me muestra los dientes como un mastín. Cuando está de buen humor lo que hace es negarme el saludo o hacer que no distingue la mano que le extiendo al saludarla, y eso que para ver lo que no le importa tiene una mirada agudísima.
A los dos años de estar de novio, tanto "ella" como yo no nos acordamos que para casarse se necesita empleo, y si no empleo, cuando menos trabajar con capital propio o ajeno.
Empecé a buscar empleo. Puede calcularse un término medio de dos años la busca de empleo. Si tiene suerte, usted se coloca al año y medio, y si anda en la mala, nunca. A todo esto, mi novia y la madre andaban a la greña. Es curioso: una, contra usted, y la otra, a su favor, siempre tiran a lo mismo. Mi novia me decía:
—Vos tenés razón, pero ¿cuándo nos casamos querido? Mi suegra, en cambio:
—Usted no tiene razón de protestar; de manera que haga el favor de decirme cuándo se puede casar.
Yo, miraba. Es extraordinariamente curiosa la mirada del hombre que está entre una furia amable y otra rabiosa: se me ocurre que Carlitos Chaplín nació de la conjunción de dos miradas así. Él estaría sentado en un banquito, la suegra por un lado lo miraba con fobia, por el otro la novia con pasión, y nació Charles, el de la dolorosa sonrisa torcida.
Le dije a mi suegra (para mí una futura suegra está en su peor fase durante el noviazgo) sonriendo con melancolía y resignación, que cuando consiguiera empleo me casaba y un buen día consigo un puesto, ¡qué puesto...! ¡ciento cincuenta pesos!
Casarse con ciento cincuenta pesos significa nada menos que ponerse una soga al cuello. Reconocerán ustedes que con justísima razón, aplacé el matrimonio hasta que me ascendieran. Mi novia movió la cabeza aceptando mis razonamientos (cuando son novias, las mujeres pasan por un fenómeno curioso, aceptan todos los razonamientos). Ella aceptó y yo tuve el orgullo de afirmar que mi novia era inteligente.
Me ascendieron a doscientos pesos. Cierto es que doscientos pesos son más que ciento cincuenta, pero el día que me ascendieron descubrí que con un poco de paciencia se podía esperar otro ascenso más pasaron dos años. Mi novia puso cara de "piola", y entonces con gesto digno de un héroe hice cuentas. Cuentas claras y más largas que las cuentas griegas que, según me han dicho, eran interminables. Le demostré con el lápiz en una mano, el catálogo de los muebles en otra y un presupuesto de Longobardi encima de la mesa, que era imposible todo casorio sin un sueldo mínimo de trescientos pesos, cuando menos, doscientos cincuenta. Casándose con doscientos cincuenta había que invitar con masas podridas a los amigos.
Mi futura suegra escupía veneno. Sus ímpetus llevaban un ritmo mental sumamente curioso, pues oscilaban entre el homicidio compuesto y el asesinato simple. Al mismo tiempo que me sonreía con las mandíbulas, me daba puñaladas con los ojos. Yo la miraba con la tierna mirada de un borracho consuetudinario que espera "morir por su ideal". Mi novia, pobrecita, inclinaba la cabeza meditando en las broncas intestinas, esas verdaderas batallas de conceptos forajidos que se larga cuando el damnificado se encuentra ausente.
Al final se impuso el criterio del aumento. Mi suegra estuvo una semana entre que se moría y que no se moría; luego decidió martirizar a sus prójimos durante un tiempo más y no se murió. Al contrario, parecía veinte años más joven que cuando la conociera. Manifestó deseos de hacer un contrato treintenario por la casa que ocupaba, propósito que me espeluznó. Dijo algo entre dientes que me sonó a esto: «Le llevaré flores». Me imagino que su antojo de llevarme flores no llegaría hasta la Chacarita. En fin, a todas luces mi futura suegra reveló la intención de vivir hasta el día que me aumentaran el sueldo a mil pesos.
Llegó el otro aumento. Es decir. el aumento de setenta y cinco pesos.
Mi suegra me dijo en un tono que se podía conceptuar de irónico si no fuera agresivo y amenazador:
—Supongo que no tendrá intención de esperar otro aumento.
Y cuando le iba a contestar estalló la revolución. Casarse bajo un regimen revolucionario sería demostrar hasta la evidencia que se está loco. O, cuando menos, que se tienen alteradas las facultades mentales.
Yo no me caso. Hoy se 1o he dicho:
—No, señora, no me caso. Esperemos que el gobierno convoque a elecciones ya que resuelva si reforma la Constitución o no. Una vez que el Congreso esté constituido, que toda: las instituciones marchen como deben yo no pondré ningún inconveniente al cumplimiento de mis compromisos. Pero hasta tanto el Gobierno Provisional no entregue el poder al Pueblo Soberano, yo tampoco entregaré mi libertad. Además que pueden dejarme cesante.

"Temores injustificados" de Fernando Sorrentino

Yo no soy demasiado sociable, y muchas veces me olvido de mis amistades. Tras casi dos años, en esos días de enero de 1979 —tan calurosos—, fui a visitar a un amigo que sufre de temores un poco injustificados. Su nombre no viene al caso: pongamos que se llama —es un decir— Enrique Viani.
Cierto sábado de marzo de 1977 su vida sufrió un cambio bastante notable.
Resulta que, estando esa mañana en el living de su casa, cerca de la puerta del balcón, Enrique Viani vio, de pronto, una «enorme» —según él— araña sobre su zapato derecho. No había terminado de pensar que ésa era la araña más grande que había visto en su vida, cuando, abandonando bruscamente el zapato, el animal se le introdujo, por la bocamanga, entre la pierna y el pantalón.
Enrique Viani quedó —dijo— «petrificado». Jamás le había ocurrido nada tan desagradable. En ese instante recordó dos conceptos leídos quién sabe cuándo, a saber: 1) que, sin excepción, todas las arañas, aun las más pequeñas, poseen veneno, y la posibilidad de inocularlo, y 2) que las arañas sólo pican cuando se consideran agredidas o molestadas. Con toda evidencia, esa araña descomunal tendría, por fuerza, abundante veneno, y con alto grado de nocividad. Aunque tal concepto es erróneo, ya que las más letales suelen ser las arañas más pequeñas —por ejemplo, la tristemente célebre viuda negra—, Enrique Viani pensó que lo más sensato era quedarse inmóvil, pues, al menor estremecimiento suyo, la araña le inyectaría una dosis de ponzoña definitiva.
De manera que permaneció rígido cinco o seis horas, con la razonable esperanza de que la araña terminaría por abandonar el sitio que había ocupado sobre su tibia derecha: por lógica, no podría quedarse demasiado tiempo en un lugar donde jamás encontraría qué comer.
Al formular esta predicción optimista, sintió que, en efecto, la visitante se ponía en marcha. Era una araña tan voluminosa y pesada que Enrique Viani pudo percibir —y contar— el paso de las ocho patas —velludas y un poco viscosas— sobre la erizada piel de la pierna. Pero, por desgracia, la huésped no se iba: por el contrario, instaló su nido, tibio y palpitante de cefalotórax y abdomen, en la concavidad que todos tenemos detrás de la rodilla.
Hasta aquí la primera —y, por cierto, fundamental— parte de esta historia. Después le siguieron variantes poco significativas: el hecho básico era que Enrique Viani, en el temor de ser picado, estaba empecinado en quedarse estático todo el tiempo que fuere menester, pese a las exhortaciones en sentido contrario que le impartieron su mujer y sus dos hijas. Llegaron, de este modo, a un punto muerto en que ningún progreso fue posible.
Entonces Gabriela —la señora— me hizo el honor de llamarme para ver si yo podía resolver el problema. Esto ocurrió hacia las dos de la tarde: sacrificar mi única siesta semanal me causó un poco de disgusto y lancé diatribas silenciosas contra la gente que no es capaz de arreglárselas sola. En casa de Enrique Viani encontré una escena patética: él estaba inmóvil, si bien en una postura no demasiado forzada, parecida a la del descanso en la instrucción militar; Gabriela y las muchachas lloraban.
Logré mantener la calma y procuré infundirla en las tres mujeres. Luego le dije a Enrique Viani que, si él aprobaba mi plan, en un periquete yo podría derrotar con toda facilidad a la araña invasora. Abriendo muy poquito la boca, para no transmitir el mínimo movimiento muscular a la pierna, Enrique Viani musitó:
—¿Qué plan?
Le expliqué. Con una hojita de afeitar, yo cortaría verticalmente, de abajo arriba, la pernera derecha del pantalón hasta descubrir, sin siquiera rozarla, a la araña. Una vez realizada esta operación, sencillo me sería, mediante un golpe de un periódico arrollado, precipitarla al suelo y, entonces, darle muerte o capturarla.
—No, no —masculló Enrique Viani, en contenida desesperación—. La tela del pantalón va a temblar, y la araña me picará. No, no: ese plan no sirve para nada.
A la gente cabeza dura no la soporto. Con toda modestia, afirmo que mi plan era perfecto, y aquel desdichado, que me había hecho perder la siesta, se daba el lujo de rechazarlo: sin argumentos serios y, por añadidura, con algún desdén.
—Entonces no sé qué diablos vamos a hacer —dijo Gabriela—. Justamente esta noche le festejamos los quince años a Patricia...
—Felicitaciones —dije, y besé a la afortunada.
—... y no puede ser que los invitados vean a Enrique así como si fuera una estatua.
—Además, qué va a decir Alejandro.
—¿Quién es Alejandro?
—Mi novio —me contestó, previsiblemente, Patricia.
—¡Tengo una idea! —exclamó Claudia, la más pequeña—. Llamemos a don Nicola y...
Me apresuro a dejar sentado que el plan de Claudia no me deslumbró y que, por lo tanto, no me cabe ninguna responsabilidad en su ejecución. Más aún: me opuse a él con energía. Sin embargo, fue aprobado calurosamente y Enrique Viani mostró más entusiasmo que nadie.
De manera que se presentó don Nicola y, de inmediato, pues era hombre de escasas palabras y de muchos hechos, puso manos a la obra. Rápidamente preparó argamasa y, ladrillo sobre ladrillo, erigió en torno de Enrique Viani un cilindro alto y delgado. La estrechez del habitáculo, lejos de ser una desventaja, permitiría a Enrique Viani dormir de pie, sin temor a caídas que le hicieran perder la posición vertical. Luego don Nicola revocó prolijamente la construcción, le aplicó enduido y la pintó de color verde musgo, para que armonizara con el alfombrado y los sillones.
Sin embargo, Gabriela —disconforme con el efecto general que ese microobelisco producía en el living— probó sobre el techo un jarrón con flores y, en seguida, una lámpara con arabescos. Dubitativa, dijo:
—Que por ahora quede esta porquería. El lunes compro algo como la gente.
Para que Enrique Viani no se sintiera tan solo, pensé en colarme en la fiesta de Patricia, pero la perspectiva de afrontar la música a que son aficionados nuestros jóvenes me amedrentó. De cualquier modo, don Nicola había tenido la precaución de confeccionar una diminuta ventana rectangular frente a los ojos de Enrique Viani, quien así podría divertirse contemplando ciertas irregularidades advertibles en la pintura de la pared. Viendo, pues, que todo era normal, me despedí de los Viani y de don Nicola, y regresé a casa.
En Buenos Aires y en estos años, todos estamos abrumados de tareas y compromisos: lo cierto fue que me olvidé casi por completo de Enrique Viani. Por fin, hará quince días, logré hacerme de un ratito libre y fui a visitarlo.
Me encontré con que sigue habitando en su pequeño obelisco y con la novedad de que, en torno de éste, ha estrechado ramas y hojas una espléndida enredadera de campanillas azules. Aparté un poco el exuberante follaje y logré ver a través de la ventanita un rostro casi transparente de tan pálido. Anticipándose a la pregunta que yo tenía en la punta de la lengua, Gabriela me informó que, por una suerte de sabia adecuación a las nuevas circunstancias, la naturaleza había eximido a Enrique Viani de necesidades físicas de toda índole.
No quise retirarme sin intentar una última exhortación a la cordura. Le pedí a Enrique Viani que fuera razonable; que, tras veintidós meses de encierro, sin duda la famosa araña habría muerto; que, en consecuencia, podríamos destruir la obra de don Nicola y...
Enrique Viani ha perdido el habla o, en todo caso, su voz ya no se percibe: se limitó a negar desesperadamente con los ojos.
Cansado y, quizás, un poco triste, me retiré.
En general, no pienso en Enrique Viani. Pero, en los últimos tiempos, recordé dos o tres veces su situación, y me encendí en una llama de rebeldía: ah, si esos temores injustificados no fueran tan poderosos, ya verían cómo, a golpes de pico, tiro abajo esa ridícula construcción de don Nicola; ya verían cómo, ante la elocuencia de los hechos, Enrique Viani terminaría por convencerse de que sus temores son infundados.
Pero, después de estos estallidos, prevalece el respeto por el prójimo, y me doy cuenta de que no tengo ningún derecho a entrometerme en vidas ajenas y a despojar a Enrique Viani de una ventaja que él mucho valora.

http://www.badosa.com/bin/obra.pl?id=n106

"El día del arquero" de José Sasturain

DE PIBE, uno es arquero por vocación o por descarte: "Atajo yo" o "Vos, gordo, andá al arco". Pero predomina el descarte o el negociando ir y venir de incesantes arqueros siempre renovados: "Viejo, un gol cada uno… Ahora te toca a vos". Es decir que la vocación pateadora es primeriza, natural, instintiva. La atajadora, no. La primera tiene que ver con la ardorosa actividad infantil, la participación directa sólo limitada por el grado de iniciativa para correr como un desaforado detrás de la pelota. La arqueridad, en cambio, se vincula a un cierto grado de madurez. El que ataja es porque ha vivido. Aunque sea un poquito.
Y vivir es tener conciencia de la malaria –entre otras cosas–; trascender el juego y asumir que se puede perder: el arquero apuesta siempre y no tiene empate. Tanto el gordito que se banca las puteadas porque no le salió al habilidoso que venía con pelota dominada, como el vocacional que la perdió en un lujo y también es masacrado sin piedad, ambos aprenden de salida eso de "el puesto más ingrato". Como el referí, el arquero suele ser bueno cuando pasa inadvertido, cuando hace fácil lo difícil, cuando simplifica. Se repara en él cuando se equivoca y su error no es suyo solamente: todos los demás lo pagan por él y él paga por todos. Pobre, maneja culpas.
La figura en el marco 
El arquero está bajo el arco de triunfo, bajo las maderas de la horca. Enmarcado, listo para el fusilamiento o el paspartout de la gloria, el arquero es el único protagonista trágico del fútbol. No tiene ninguno de los yeites que suministra el respiro, la borrada ocasional de tirarse un rato a la punta o devolverla rápido, como los volantes y delanteros. El arquero, no: los postes son muy finos para esconderse, la red es transparente… No es casual que en los "Grafodramas" de Medrano –aquella memorable tira gráfica unitaria de "La Nación"– los motivos deportivos fueran casi siempre protagonizados –agonizados– por el arquero: balinazo en el travesaño, pique en falso, fogonazo de fotógrafo enceguecedor. Porque hay una verdad espantosa: los goles se los hacen al equipo, pero el vencido es el arquero. Y fíjense si no: hay un premio para el goleador pero no para el hombre del arco… Los goles los hace uno, la valla menos vencida la defienden todos.
Que el arquero suele ser el hijo de la pavota está demostrado por la iconografía deportiva de todos los tiempos: los suplementos de los lunes se ufanan en mostrarlos en posición botella de jardín, abrazados a un palo como a un rencor, tomándose medidas para hacerse gorras… Alguna vez, si no es cuando atajan un penal definitivo, ¿se ve a un guardavalla abrazado, abrazador, sonriente o colgado del alambrado? Never, never. El arquero, masoca vocacional, listo para la crucifixión, es –además– el "culpable" del no gol y, casi siempre, el sospechable responsable del gol convertido. Como a Pascual Angulo, la rima; el arquero la culpa lo persigue.
Nomenclaturas 
La cosa empieza ya en el nombre que describe su oficio, ambiguo si los hay: arquero. ¿Arquero de qué arco? Cualquier abombado sabe que en el fútbol no hay arcos sino, cuanto mucho, marcos… Los misterios de la semántica futbolera convirtieron un rectángulo en arco, transmutaron el receptor de los envíos en sinónimo de prodigador de dardos… El arquero nace ya con esa contradicción.
Hay otros nombres, claro. Como el Dios de Abraham, yo sospecho que tras tantas denominaciones no se pretende hallar la precisa sino ocultar el verdadero, el innombrable: cuidapalos –que no guardabosques–, guardavalla, el imbécil e incontrastablemente galaico de portero, el cajetilla guardameta, el vetusto goalkeeper, el insólito golero –¿por qué, dioses del Alumni, por qué?–, más todos los circunloquios de "el número uno" que se le ocurran al relator de turno, pasando por todos los epítetos de la tribuna. Tanta variedad sólo esconde la pobreza: nadie puede abarcar la singularidad total del que empilcha distinto, la maneja con la mano y, en el fondo, ni siquiera juega al fútbol: juega de arquero.
Y el arquero es el último en salir/entrar, al túnel y a la cancha. Papelitos y puteadas, sobre sus espaldas cargadas… Sobrelleva esas responsabilidades con la misma estoica entereza con que asimila sin onomatopeyas los apodos animales de los bichos que lo remedan: hay innumerables arqueros a los que llamaron "mono", como Blazina o Guibaudo, "oso", como Díaz o el actual Ferrero, o "araña" como Lev Yashin. Pero los arqueros han sido habitualmente "gatos", a lo Mussimessi o a la manera de Andrada. Ágiles, grandotes o de brazos largos, la red y los postes invitan a adivinar la jaula a su alrededor.
Y en esa especie de los arquéridos hay dos géneros, en las clasificaciones más difundidas: los atajadores y los jugadores. El primero, ataja; el segundo ataja y juega. Por la función redundante, al primer grupo suele denominárselo de los arqueros-arqueros, algo ya decididamente surrealista que a Linneo hubiera espantado. Pero a los arqueros, bichos de dura caparazón, no.
Por todas estas razones creo que ha llegado el momento de darle al arquero el lugar y la importancia que se merece: nos sacamos guantes y rodilleras del alma y, con el corazón y la pelota en la mano, instituimos el 27 de octubre "Día del Arquero".
Nunca más chanzas con la celebración que hasta ahora remitía al infinito. Que de aquí en más, de Ormeño a Camarattam del "Pato" Filliol al goleado goalkeeper de San Lorenzo de Mar del Plata, todos se encuentran bajo los palos del afecto en este día glorioso: no en vano, hace muchos años ya, ese día de octubre perdí dos dientes contra el poste de la canchita municipal de mi pueblo, pero la saqué. Sí señor, la saqué. Y ganamos.
Suena el silbato, señoras y señores…

"Necrológica" de María Elena Walsh

Hondo pesar ha causado
el deceso inesperado
a los 95 años de edad
del ilustre caballero
–Orden de la Cruz del Cuero–
Don Saturnino Pérez del Peral.

Como sus antepasados,
a la cría de ganado
sacrificó su juvenil afán.
Luego halló en el Viejo Mundo
campo vasto y más profundo
para estudiar Heráldica y viajar.

En su mocedad casose
con doña Celedonia Pesos Posse,
dama de alcurnia y humildad sin par.

Autor de fuste y sin pausa,
profesor honoris causa,
ex secretario de la Liga Austral,
con austera fe cristiana
el Licor de las Hermanas
probó en el éxito y la adversidad.

Por el eterno reposo
del alma de tan piadoso
señor, se oficiarán en el Pilar
Misa de cuerpo presente,
Misa diaria, Misa urgente.
Y Misa hasta en la Sociedad Rural

para ver si Dios se apiada
de este viejo cabrón
que no hizo nada más
que estafar a media humanidad.

http://mariaelenawalsh.com/necrologica.htm

"El Camaleón que finalmente no sabía de qué color ponerse"de Augusto Monterroso

En un país muy remoto, en plena Selva, se presentó hace muchos años un tiempo malo en el que el Camaleón, a quien le había dado por la política, entró en un estado de total desconcierto, pues los otros animales, asesorados por la Zorra, se habían enterado de sus artimañas y empezaron a contrarrestarlas llevando día y noche en los bolsillos juegos de diversos vidrios de colores para combatir su ambigüedad e hipocresía, de manera que cuando él estaba morado y por cualquier circunstancia del momento necesitaba volverse, digamos, azul, sacaban rápidamente un cristal rojo a través del cual lo veían, y para ellos continuaba siendo el mismo Camaleón morado, aunque se condujera como Camaleón azul; y cuando estaba rojo y por motivaciones especiales se volvía anaranjado, usaban el cristal correspondiente y lo seguían viendo tal cual.
Esto sólo en cuanto a los colores primarios, pues el método se generalizó tanto que con el tiempo no había ya quien no llevara consigo un equipo completo de cristales para aquellos casos en que el mañoso se tornaba simplemente grisáceo, o verdiazul, o de cualquier color más o menos indefinido, para dar el cual eran necesarias tres, cuatro o cinco superposiciones de cristales.
Pero lo bueno fue que el Camaleón, considerando que todos eran de su condición, adoptó también el sistema.
Entonces era cosa de verlos a todos en las calles sacando y alternando cristales a medida que cambiaban de colores, según el clima político o las opiniones políticas prevalecientes ese día de la semana o a esa hora del día o de la noche.
Como es fácil comprender, esto se convirtió en una especie de peligrosa confusión de las lenguas; pero pronto los más listos se dieron cuenta de que aquello sería la ruina general si no se reglamentaba de alguna manera, a menos de que todos estuvieran dispuestos a ser cegados y perdidos definitivamente por los dioses, y restablecieron el orden.
Además de lo estatuido por el Reglamento que se redactó con ese fin, el derecho consuetudinario fijó por su parte reglas de refinada urbanidad, según las cuales, si alguno carecía de un vidrio de determinado color urgente para disfrazarse o para descubrir el verdadero color de alguien, podía recurrir inclusive a sus propios enemigos para que se lo prestaran, de acuerdo con su necesidad del momento, como sucedía entre las naciones más civilizadas.
Sólo el León que por entonces era el Presidente de la Selva se reía de unos y de otros, aunque a veces socarronamente jugaba también un poco a lo suyo, por divertirse.
De esa época viene el dicho de que
todo Camaleón es según el color
del cristal con que se mira.

NO COMERÉ DE LA LECHUGA EL VERDE PÉTALO…”



“No comeré de la lechuga el verde pétalo
Ni de la zanahoria sus hostias deslucidas
Que queden los forrajes en boca del ganado
Y de quien hace dieta en amor y en comidas.
Cajús he de chupar y mango-espadas
(Tal vez poco apropiados a un poeta)
Más peras y manzanas, al esteta
Creyente del color en la ensalada.
“No he nacido rumiante como el buey
Ni, cual conejo, roedor; nací omnívoro:
Quiero porotos negros con arroz.
Y un bife y queso fuerte y aguardiente
y moriré feliz del corazón
De vivir sin comer inútilmente.”

                                                              Vinicius de Moraes.

MI DISCURSO A LOS GRADUADOS / Woody Allen


Más que en ninguna otra época de la historia, la humanidad se halla ante una encrucijada. De los dos caminos a tomar, uno conduce al desaliento y a la desesperanza más absoluta. Y el otro a la total extinción. Roguemos al cielo sabiduría para elegir lo que más nos conviene. No inspira mis palabras la futilidad, dicho sea de paso, sino un frenético convencimiento en el absurdo irremediable de la existencia, que podría fácilmente parecer pesimismo. No se trata de eso. Se trata, sencillamente, de una sana preocupación ante el trance por el que atraviesa el hombre moderno. (Quede aquí definido el hombre moderno como toda persona nacida después del edicto de Nietzsche "Dios ha muerto", y antes del éxito pop "I Wanna Hold Your Hand"") Tal "trance" puede enunciarse de una manera o de otra, si bien ciertos filósofos del lenguaje prefieren reducirlo a una ecuación matemática, fácil no ya de resolver sino de llevar en la cartera.
     Planteado en su forma más sencilla, el problema es: ¿Cómo es posible que tenga sentido un mundo finito que viene determinado por las medidas de mi cintura y cuello? Esta cuestión se hace particularmente ardua cuando vemos que la ciencia nos ha burlado. Cierto, ha vencido muchas enfermedades, ha roto el código genético, hasta ha enviado seres humanos a la Luna, pero si metemos a un hombre de ochenta años en un dormitorio con dos camareritas de dieciocho, nada ocurrirá. Porque los problemas auténticos no cambian. A fin de cuentas, ¿podemos escrutar el alma humana a través de un microscopio? Tal vez, pero en todo caso será ineludible emplear uno de ésos que son muy caros y tiene dos oculares. Sabemos que la computadora más avanzada del mundo no tiene un cerebro tan complejo como el de una hormiga. Cierto, lo mismo podríamos decir de la mayoría de nuestros parientes, pero no hemos de soportarles más que en las bodas o las grandes ocasiones. En todo momento dependemos de la ciencia. Si noto un dolor en el pecho, he de hacerme una radiografía. Pero ¿y si la radiación de los rayos X me crea un problema mayor? Supongamos que me tienen que operar. Y supongamos que mientras me dan oxígeno, a un interno se le ocurre encender un cigarrillo. La próxima cosa que ocurriría es que yo saldría proyectado en pijama sobre las torres de la Bolsa. ¿Para eso sirve la ciencia? Cierto,  la ciencia nos ha enseñado cómo pasteurizar el queso. Lo cual puede ser divertido en compañía femenina, también es cierto. Pero ¿y qué pasa con la bomba H? ¿Habéis visto alguna vez lo que ocurre cuando una de esas cosas se cae al suelo accidentalmente? ¿Y dónde queda la ciencia cuando uno se interroga sobre los enigmas eternos? ¿Cómo se originó el cosmos? ¿Lleva en danza mucho tiempo? ¿Se formó la materia con una explosión o por la palabra de Dios? Y de ser este último el caso, ¿por qué no puso Él manos a la obra un par de semanas antes, cuando el clima era más templado? ¿Qué queremos dar a entender exactamente al decir "el hombre es moral"? A todas luces no se trata de un cumplido.
     También la religión se ha olvidado de nosotros, por desgracia. Miguel de Unamuno escribe gozosamente sobre "la eterna persistencia del conocimiento", pero no es esto proeza fácil. Sobre todo cuando se lee a Thackeray. Pienso con frecuencia en lo cómoda que debía de ser la vida para el hombre primitivo, gracias a su fe ciega en un Creador todopoderoso y benevolente que veía por sus criaturas. Imaginad su desilusión al ver cómo su mujer se ponía hecha una vaca. El hombre contemporáneo carece de esa paz interior, desde luego. Se descubre sumido en plena crisis de fe. Se halla, como decimos elegantemente, "alienado". Ha visto los desastres de la guerra, ha padecido las catástrofes naturales, ha visitado los bares de enrrolle. Mi buen amigo Jacques Monod solía referirse a la aleatoriedad del cosmos. Estaba convencido de que todo en la existencia ocurría por azar con la posible excepción de su desayuno, el cual atribuía con toda certeza a una iniciativa de su ama de llaves. La fe espontánea en una divina inteligencia inspira tranquilidad. Pero ello no nos libera de nuestras responsabilidades humanas. ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano? Si. En lo que a mi respecta, detalle interesante, comparto tal honor con el zoológico de Prospect Park. Al sentirnos, pues, privados de dioses, hemos convertido a la tecnología en Dios. Pero ¿puede la tecnología constituir la respuesta válida cuando un Buick nuevo, con mi fiel colega Nat Zipsky al volante, embiste la vitrina de un Wimpy, obligando a cientos de clientes a dispersarse? Mi tostadora no ha funcionado bien una sola vez en cuatro años. Según las instrucciones,  meto dos rebanadas de pan en las ranuras, y salen disparadas segundos después. En cierta ocasión le fracturaron la nariz a una mujer que yo quería entrañablemente. ¿Confiamos en las clavijas, los tornillos y la electricidad para resolver nuestros problemas? Sí, el teléfono es una gran cosa —y la nevera— y el aire acondicionado. Pero no todos los acondicionadores de aire. El de mi hermana Henny no, por ejemplo. Hace mucho ruido, pero no enfría. Cuando llega el técnico para arreglarlo, aún es peor. O ocurre eso o le recomienda que se compre uno nuevo. Si mi hermana protesta, él responde que no vuelva a molestarse en llamarle. He aquí un hombre en verdad alienado. Y no sólo está alienado, sino que no puede dejar de sonreir.
     El conflicto radica en que nuestros líderes no nos han preparado para una sociedad mecanizada. Lamentablemente, nuestros hombres políticos o son incompetentes, o son corruptos. Y a veces las dos cosas en el mismo día. El gobierno permanece insensible ante las necesidades de los humildes. Después de las cinco, es rarísimo que nuestro hombre en el Congreso se ponga al teléfono. Y no pretendo negar que la democracia permanezca como la mejor de las formas de gobierno. Las democracias, al menos, defienden la libertad individual. Ningún ciudadano puede, injustificadamente, ser torturado, encarcelado o forzado a presenciar ciertos espectáculos de Broadway. Son derechos que en la Unión Soviética aún se está lejos de conseguir. De acuerdo con el totalitarismo, por el simple hecho de ser sorprendida silbando, una persona puede verse condenada a treinta años de trabajos forzados. Y si a los quince no ha dejado de silbar, es pasada por las armas. A esa manifestación brutal de fascismo hay que unir su homóloga, el terrorismo. En ninguna otra época de la historia ha sido tan aguda en el hombre la prevención de trinchar la chuleta de ternera, por temor a que explote. La violencia engrendra violencia y los pronósticos coinciden en afirmar que hacia 1990 el secuestro será la fórmula imperante de relación social. El exceso de población será causa de que el problema más sencillo tenga consecuencias gravísimas. Las cifras indican que hay ya en el planeta  mucha más gente de la que se precisa para mover hasta el piano más pesado. Si no se pone freno a la natalidad, hacia el año 2000 ya no quedará espacio libre para servir las comidas, como no se monten las mesas encima de desconocidos. Quienes además tendrán que permanecer inmóviles mientras comemos. La energía tendrá que racionarse, naturalmente, y cada coche no tendrá derecho a gasolina más que para retroceder unos centímetros.
     En vez de hacer frente a estos desafíos, nos dejamos arrastrar por pasatiempos tales como la droga y el sexo. Vivímos en una sociedad demasiado tolerante. Nunca la pornografía había llegado a extremos tan desenfrenados. Y esas películas están tan poco iluminadas! No tenemos objetivos claros. Nunca hemos aprendido a amar. Nos faltan líderes y programas coherentes. Carecemos de eje espiritual. Vamos a la deriva en el cosmos, y nos atormentamos mutuamente con una violencia que nace de nuestras frustraciones y de nuestro dolor. Por suerte, no hemos perdido el sentido de la proporción. Resumiendo, resulta claro que el futuro ofrece grandes oportunidades. Pero puede ocultar también peligrosas trampas. Así que todo el truco estará en esquivar las trampas, aprovechar las oportunidades y estar de vuelta en casa a las seis de la tarde.


*Woody Allen, PERFILES. Tusquets Editores, 1980.

Más que en ninguna otra época de la historia, la humanidad se halla ante una encrucijada. De los dos caminos a tomar, uno conduce al desaliento y a la desesperanza más absoluta. Y el otro a la total extinción. Roguemos al cielo sabiduría para elegir lo que más nos conviene. No inspira mis palabras la futilidad, dicho sea de paso, sino un frenético convencimiento en el absurdo irremediable de la existencia, que podría fácilmente parecer pesimismo. No se trata de eso. Se trata, sencillamente, de una sana preocupación ante el trance por el que atraviesa el hombre moderno. (Quede aquí definido el hombre moderno como toda persona nacida después del edicto de Nietzsche "Dios ha muerto", y antes del éxito pop "I Wanna Hold Your Hand"") Tal "trance" puede enunciarse de una manera o de otra, si bien ciertos filósofos del lenguaje prefieren reducirlo a una ecuación matemática, fácil no ya de resolver sino de llevar en la cartera. Planteado en su forma más sencilla, el problema es: ¿Cómo es posible que tenga sentido un mundo finito que viene determinado por las medidas de mi cintura y cuello? Esta cuestión se hace particularmente ardua cuando vemos que la ciencia nos ha burlado. Cierto, ha vencido muchas enfermedades, ha roto el código genético, hasta ha enviado seres humanos a la Luna, pero si metemos a un hombre de ochenta años en un dormitorio con dos camareritas de dieciocho, nada ocurrirá. Porque los problemas auténticos no cambian. A fin de cuentas, ¿podemos escrutar el alma humana a través de un microscopio? Tal vez, pero en todo caso será ineludible emplear uno de ésos que son muy caros y tiene dos oculares. Sabemos que la computadora más avanzada del mundo no tiene un cerebro tan complejo como el de una hormiga. Cierto, lo mismo podríamos decir de la mayoría de nuestros parientes, pero no hemos de soportarles más que en las bodas o las grandes ocasiones. En todo momento dependemos de la ciencia. Si noto un dolor en el pecho, he de hacerme una radiografía. Pero ¿y si la radiación de los rayos X me crea un problema mayor? Supongamos que me tienen que operar. Y supongamos que mientras me dan oxígeno, a un interno se le ocurre encender un cigarrillo. La próxima cosa que ocurriría es que yo saldría proyectado en pijama sobre las torres de la Bolsa. ¿Para eso sirve la ciencia? Cierto, la ciencia nos ha enseñado cómo pasteurizar el queso. Lo cual puede ser divertido en compañía femenina, también es cierto. Pero ¿y qué pasa con la bomba H? ¿Habéis visto alguna vez lo que ocurre cuando una de esas cosas se cae al suelo accidentalmente? ¿Y dónde queda la ciencia cuando uno se interroga sobre los enigmas eternos? ¿Cómo se originó el cosmos? ¿Lleva en danza mucho tiempo? ¿Se formó la materia con una explosión o por la palabra de Dios? Y de ser este último el caso, ¿por qué no puso Él manos a la obra un par de semanas antes, cuando el clima era más templado? ¿Qué queremos dar a entender exactamente al decir "el hombre es moral"? A todas luces no se trata de un cumplido. También la religión se ha olvidado de nosotros, por desgracia. Miguel de Unamuno escribe gozosamente sobre "la eterna persistencia del conocimiento", pero no es esto proeza fácil. Sobre todo cuando se lee a Thackeray. Pienso con frecuencia en lo cómoda que debía de ser la vida para el hombre primitivo, gracias a su fe ciega en un Creador todopoderoso y benevolente que veía por sus criaturas. Imaginad su desilusión al ver cómo su mujer se ponía hecha una vaca. El hombre contemporáneo carece de esa paz interior, desde luego. Se descubre sumido en plena crisis de fe. Se halla, como decimos elegantemente, "alienado". Ha visto los desastres de la guerra, ha padecido las catástrofes naturales, ha visitado los bares de enrrolle. Mi buen amigo Jacques Monod solía referirse a la aleatoriedad del cosmos. Estaba convencido de que todo en la existencia ocurría por azar con la posible excepción de su desayuno, el cual atribuía con toda certeza a una iniciativa de su ama de llaves. La fe espontánea en una divina inteligencia inspira tranquilidad. Pero ello no nos libera de nuestras responsabilidades humanas. ¿Soy yo acaso el guardián de mi hermano? Si. En lo que a mi respecta, detalle interesante, comparto tal honor con el zoológico de Prospect Park. Al sentirnos, pues, privados de dioses, hemos convertido a la tecnología en Dios. Pero ¿puede la tecnología constituir la respuesta válida cuando un Buick nuevo, con mi fiel colega Nat Zipsky al volante, embiste la vitrina de un Wimpy, obligando a cientos de clientes a dispersarse? Mi tostadora no ha funcionado bien una sola vez en cuatro años. Según las instrucciones, meto dos rebanadas de pan en las ranuras, y salen disparadas segundos después. En cierta ocasión le fracturaron la nariz a una mujer que yo quería entrañablemente. ¿Confiamos en las clavijas, los tornillos y la electricidad para resolver nuestros problemas? Sí, el teléfono es una gran cosa —y la nevera— y el aire acondicionado. Pero no todos los acondicionadores de aire. El de mi hermana Henny no, por ejemplo. Hace mucho ruido, pero no enfría. Cuando llega el técnico para arreglarlo, aún es peor. O ocurre eso o le recomienda que se compre uno nuevo. Si mi hermana protesta, él responde que no vuelva a molestarse en llamarle. He aquí un hombre en verdad alienado. Y no sólo está alienado, sino que no puede dejar de sonreir. El conflicto radica en que nuestros líderes no nos han preparado para una sociedad mecanizada. Lamentablemente, nuestros hombres políticos o son incompetentes, o son corruptos. Y a veces las dos cosas en el mismo día. El gobierno permanece insensible ante las necesidades de los humildes. Después de las cinco, es rarísimo que nuestro hombre en el Congreso se ponga al teléfono. Y no pretendo negar que la democracia permanezca como la mejor de las formas de gobierno. Las democracias, al menos, defienden la libertad individual. Ningún ciudadano puede, injustificadamente, ser torturado, encarcelado o forzado a presenciar ciertos espectáculos de Broadway. Son derechos que en la Unión Soviética aún se está lejos de conseguir. De acuerdo con el totalitarismo, por el simple hecho de ser sorprendida silbando, una persona puede verse condenada a treinta años de trabajos forzados. Y si a los quince no ha dejado de silbar, es pasada por las armas. A esa manifestación brutal de fascismo hay que unir su homóloga, el terrorismo. En ninguna otra época de la historia ha sido tan aguda en el hombre la prevención de trinchar la chuleta de ternera, por temor a que explote. La violencia engrendra violencia y los pronósticos coinciden en afirmar que hacia 1990 el secuestro será la fórmula imperante de relación social. El exceso de población será causa de que el problema más sencillo tenga consecuencias gravísimas. Las cifras indican que hay ya en el planeta mucha más gente de la que se precisa para mover hasta el piano más pesado. Si no se pone freno a la natalidad, hacia el año 2000 ya no quedará espacio libre para servir las comidas, como no se monten las mesas encima de desconocidos. Quienes además tendrán que permanecer inmóviles mientras comemos. La energía tendrá que racionarse, naturalmente, y cada coche no tendrá derecho a gasolina más que para retroceder unos centímetros. En vez de hacer frente a estos desafíos, nos dejamos arrastrar por pasatiempos tales como la droga y el sexo. Vivímos en una sociedad demasiado tolerante. Nunca la pornografía había llegado a extremos tan desenfrenados. Y esas películas están tan poco iluminadas! No tenemos objetivos claros. Nunca hemos aprendido a amar. Nos faltan líderes y programas coherentes. Carecemos de eje espiritual. Vamos a la deriva en el cosmos, y nos atormentamos mutuamente con una violencia que nace de nuestras frustraciones y de nuestro dolor. Por suerte, no hemos perdido el sentido de la proporción. Resumiendo, resulta claro que el futuro ofrece grandes oportunidades. Pero puede ocultar también peligrosas trampas. Así que todo el truco estará en esquivar las trampas, aprovechar las oportunidades y estar de vuelta en casa a las seis de la tarde. *Woody Allen, PERFILES. Tusquets Editores, 1980.

"ULPIDIO VEGA" de Roberto Fontanarrosa

Ulpidio Vega, te nombro. Y de la apagada sombra de tu nombre rescato tu paso tardo por el empedrado desprolijo de Saladillo y la cierta fama de guapo sin doblez que te persiguió sumisa, como la silenciosa y tenaz fidelidad de un perro.
Quien te vio alguna vez por el Bajo, no te olvida. De callada mesura, sombrío el porte, mezquinabas palabras como si fueran monedas caras. Negros los ojos, en la negrura misma que sobre la frente escasa te tiraba encima el ala apenas curva de tu sombrero gris, tan conocido.
Ulpidio Vega, te nombro. Y de tu nombre exhala un aliento a kerosén barato, a bizcochito, a queso de rallar y vino tinto.
Aroma de almacén, de cambalache, que tuvo tu pobre viejo laburante por calle San Martín, casi en Tablada. Aroma a jabón pinche, a mate amargo, el mismo aquél que te alcanzaba la mano cordial de doña Cata, tu pobre vieja, que se cansó de mirar por la ventana.
Ulpidio Vega, te nombro. Y se santiguan las cuatro esquinas bravas de Ayolas y Convención, las que salieron tantas veces escrachadas en letra de molde cuando algún fiambre aparecía tirado en esa encrucijada.
Rezan de apuro las jovatas de memoria larga al recordar tu estampa de figura fina, el caminar pesado, un gesto de disgusto en la cara aindiada y el cuerpo erguido por la faca que atrás, en la cintura, te entablillaba.
Por trabajar en el Swift te habían llamado "El Matarife de Saladillo".
¡Qué te iba a impresionar a vos la sangre, Ulpidio Vega! Si día a día degollabas animales y la cuchilla te era tan natural como un anillo, como un zarzo sencillo en el meñique.
Pero eran dos los Vega, Juan y Ulpidio. "El Vega chico" le decían al otro que también trabajó en el frigorífico.
Y por si fuera escaso el desmesurado coraje de Ulpidio en la pelea, el "Vega Chico" era también de púa veloz, y sin entrañas.
De negro los dos, siempre, aun de mañana.
Pero, como suele suceder en estas cosas, Ulpidio se metió con una mina que se levantó una noche de Carnaval en el Club Atlético Olegario Víctor Andrade. La mina era una reventada que hacía copas en el Panamerican Dancing, frente a Sunchales, y que ya le había borrado el estampadito floreado a las sábanas del Amenábar, de tanto frote. Pero una hembra que pasaba y dejaba el aire como embalsamado de perfume dulzón, y enardecido. Rosa se llamaba, y era justicia.
Ulpidio Vega, te nombro. Y no me equivoco. Como se equivocó esa noche fatal la mina aquella cuando por llamarte "Ulpidio", "Juan" te dijo.
¡Qué oscura mano de destino cabrón los puso frente a frente, Ulpidio Vega!
¡Vos y tu hermano, inseparables siempre, enfrentados por el cariño falaz de una perdida!
Tiempo estuvieron mordiéndose las ganas de agarrarse. De mirarse profundo, y sin palabras. De medirse con odio. Y de no hablarse. Todo el barrio sabía del bolonqui que rechinaba en los dientes de los Vega. Pero cuando más de una vez saltó la bronca, y la faca apareció brillando en ambas diestras, algo los amuraba al suelo y les clavaba la bronca a la vereda. Algo, que allá en la casa, desde chicos les acariciara la frente, les planchara los lompa y les dejara los botines bien brillosos cuando se iban de milonga a Central Córdoba. Algo. La vieja.
"Si no te mato" se lo dijo bien clarito Ulpidio a Juan "sólo es por ella". "Si no te enfrío" le contestaba Juan, que no era lerdo "es por la vieja".
Y así andaban los dos, encajetados, sin poder ni dormir, más que hechos bolsa. Y encima la reventada de la Rosa les metía la cizaña de su labia, de sus promesas vanas, de sus mañas.
Y no se pudo más. Aquella noche Ulpidio y Juan llegaron puntualmente hasta el campito. Era un potrero de pura tierra y matorrales que los mocosos usaban para jugar al fulbo. Pero esa noche había luna. Y no era juego.
Ulpidio peló una faca que tenía este largo. ¡Uy Dio, cómo brillaba la plata de la luna sobre el filo helado del acero!
Y Juan, Juan peló también tremenda púa que de verla nomás, te entraba miedo.
"¡Venite!"
"¡Vení vos!" se supo después que se dijeron. Y fue cuando llegó doña Cata hasta el campito, de pálido rostro, ojos sufridos, de manos apretadas y pañuelo negro. Nunca se supo quién le pasó el dato. Tal vez, fue esa mágica intuición de madre la que la llevó hasta allí en ese momento.
No se oyó de su boca, una palabra. Y tampoco en sus ojos lágrimas se vieron. Pero eso sí, sus manos agrietadas de lavar ropa ajena en el invierno, dibujaron en el aire asustado de la noche, un gesto: se agachó, se sacó una zapatilla y lo demás, frate mío, ni te cuento.
A Juancito lo fajó hasta en el cogote, le deformó la sabiola a chancletazos, y le sacudió tantos palos por el lomo que lo dejó mormoso al pobrecito. Contaban los vecinos que lo oyeron, que tirado en el suelo, Juan rogaba y a la vieja pedía perdón a gritos.

A Ulpidio, de las crenchas lo cazó la vieja aquella, y le arruinó la jeta a chancletazos porque le pegó media hora, de corrido.
Roberto Fontanarrosa.
Extraído de "El Mundo ha vivido equivocado". Ed. Planeta 2012. Ed. De La Flor 1982