martes, 31 de marzo de 2015

Les aventures extraordinaires d’Adèle Blanc-Sec

Sinopsis Las Momias Del Faraon
Corre el de 1912 Adele Blanc-Sec una intrepida y joven reportera asumira todos los retos para lograr sus objetivos incluyendo el de navegar por Egipto para investigar momias de todos los tipos y tamaños Mientras tanto en Paris cunde el panico Misteriosamente ha nacido un pterodactilo de un huevo de mas de 136 milloness de edad que se encontraba en un estante en el Museo de Historia Natural y desde el cielo el ave somete a la ciudad a un reinado de terror Pero nada impresiona demasiado a Adele cuyas aventuras esconden muchas mas sorpresas extraordinarias

"Escrituras:Creatividad Humana y Comunicación " Curso Posgrado Internacional de la FLACSO


domingo, 29 de marzo de 2015

La Sibila (Fragmento) -Pär Lagerkvist-

  Se acercaba el séptimo día del mes de primavera, día consagrado al dios: entonces sería pitonisa por vez primera. Yo era la única de quien debían ocuparse, porque la mujer que había sido pitonisa antes que yo había muerto de repente en circunstancias extrañas que no les interesaba dar a conocer. Para aquella solemnidad que duraba varios días se preveía gran afluencia de peregrinos, preocupados por adivinar cómo me las compondría en mi primera experiencia: ¿hablaría el dios por mis labios? Y yo ¿resistiría tan gran esfuerzo durante tantos días? Me colmaban de atenciones y de deferencias, pero no porque les importara mi persona. Ya entonces lo advertí, a pesar de ser aún una niña y de encontrarme por vez primera entre gente extraña, de quien lo ignoraba casi todo. También comprendí que no vivían para el dios, sino para su templo, y que amaban a éste y no al dios, preocupados tan sólo por el prestigio y la fama del santuario en el mundo.

  Como siempre, los peregrinos acudirían en gran número a la fiesta solemne y la consideraban sagrada porque todos los ciudadanos vivían a expensas del dios.

   Entonces desconocía todo esto; sin duda advertía gran agitación, pero no le concedía mayor importancia. En cierto sentido ni siquiera la veía. Persistía en la apatía en que quizá me había sumido el dios, y me mostraba indiferente por completo hacia cuanto acaecía a mi alrededor.

   Al fin llegó el gran día consagrado al dios, y se iniciaron las fiestas en su honor. Aún hoy recuerdo muy bien aquella mañana. Jamás he visto brillar el sol tanto como cuando se asomó aquel día tras las montañas. Tras tres días de ayuno me sentía ligera como un pájaro. Me bañé en la fuente Castalia: el, agua era fresca y me sentí pura, limpia de cuanto no perteneciera a aquella alborada divina. Luego me vistieron y me prepararon para los esponsales con el dios, y a paso lento recorrí el camino sagrado hasta el recinto del templo. Sin duda inmenso gentío se apretujaba a ambos lados del camino y en el propio recinto, mas no lo advertí, ignorando su presencia: sólo existía para el dios. Ascendí los peldaños del templo, donde un sacerdote me roció con agua bendita, y crucé el umbral del resplandeciente santuario. Penetré en aquel lugar magnífico, donde el dios no me esperaba y donde no estaba previsto que yo le sirviera. Avancé con lágrimas que me quemaban los párpados, que no osaba alzar —había cerrado los ojos para no ver la magnificencia del dios y tal vez defraudarle al eludir la misión para la que me había www.ladeliteratura.com.uy elegido —. Guiada por dos sacerdotes, pasé ante el altar sobre el que ardía la llama eterna, crucé la sala de los peregrinos y por la angosta escalera oscura alcancé el acceso.

    Como la vez anterior, también ahora había poca luz allí, y se requirió algún tiempo antes que pudiera distinguir los objetos. Pero al instante advertí el humo acre que salía por la hendidura, y hasta me pareció más acre y soporífero que antes. También noté en seguida el hedor a cabra, pero mucho más fuerte y desagradable que la vez anterior. No entendía nada. Debía de arder algo, porque olía a chamusquina. Más tarde vi que ardía algo en una cubeta situada en la penumbra, y divisé a un hombrecillo inclinado sobre ella, que aventaba las brasas con un ala de pájaro, probablemente un milano. Una serpiente amarillenta se arrastró a sus pies, pero desapareció en la oscuridad. Su vista me llenó de terror, al recordar el rumor de que la pitonisa que me había precedido murió por la mordedura de un áspid. No le había dado fe porque la primera vez que estuve allí no vi ningún reptil. Muy pronto supe que era cierto, y que siempre había habido en aquel lugar serpientes, que eran objeto de gran veneración por ser los animales preferidos del oráculo y estar dotadas de la divina facultad adivinatoria. Supe también que lo que ardía en la cubeta eran ramas de laurel, el árbol consagrado al dios, cuyo humo debía aspirar la sacerdotisa para que el espíritu del dios penetrara en su cuerpo.

    De pronto el hombrecillo dejó la cubeta y el ala de pájaro y me miró tan cortés que se calmó mi miedo. Su rostro enjuto y rugoso era jovial, y sus labios esbozaron una sonrisa. Ignoraba entonces que aquel hombrecillo sería mi único amigo en el santuario, mi único apoyo y mi único consuelo durante años y años, especialmente cuando el hado cayó sobre mí como un águila desde los huecos de la roca.

    Entumecida, apenas si hice caso de él, aun sabiendo que era distinto de los www.ladeliteratura.com.uy demás, que era bueno y que sólo deseaba mi bien, mientras seguía dedicado a su trabajo. Me ofreció un recipiente lleno de hojas frescas de laurel, recién cogidas en el bosque consagrado al dios, y que yo debía masticar junto con las cenizas para que el espíritu del dios penetrara en mi cuerpo. Como si intentase calmar mi turbación, el hombrecillo me sonrió; y entre todos aquellos horrores su sonrisa resultaba buena y tranquilizadora. Naturalmente no me dijo nada, porque nadie podía hablar en la entrada del templo.

    Las hojas que me había ofrecido tenían un sabor desagradable, y ya fuese porque comenzaron a producir su efecto en mí, ya porque estaba agotada por el prolongado ayuno, experimenté una sensación extraña y me tambaleé levemente. Los dos sacerdotes del oráculo, que me vigilaban continuamente, me ayudaron a subir al trípode, pues jamás hubiera logrado subir sola, y colocaron el recipiente de las cenizas en un alto escabel para que estuviera a la altura de mi rostro y pudiera así aspirar el humo soporífero cada vez que respirara. Era tan acre que se iba apoderando de mí un extraño desfallecimiento.

    Mayor efecto aún me producían las emanaciones que salían por la hendidura. Ahora que estaba sentada encima advertía cuán venenosas y nauseabundas eran. Resultaba todo tan horrible que por un instante cruzó por mi mente el recuerdo de lo que algunos decían, que la hendidura alcanzaba el reino de la muerte y por ella el oráculo recibía su poder, porque sólo la muerte lo conoce todo. Tuve miedo de la sima que se abría bajo o mis pies y sentí la angustia de perder el conocimiento y hundirme en el abismo. Terror al reino de la muerte. Parecía como si me fuese hundiendo, hundiendo cada vez más... Pero ¿dónde? ¿Dónde estaba el dios? ¿Dónde? ¡El dios no estaba allí, no venía a mí! ¡No me invadía con su espíritu, como me había prometido! Sólo me hundía, me hundía cada vez más...

   Completamente aturdida, casi intoxicada, divisé vagamente a uno de los sacerdotes que traía a mi presencia un macho cabrío de extraordinaria cornamenta; lo arrastraba fuera de la oscuridad de la entrada, rociándole de agua la cabeza, o al menos así me lo pareció. Después perdí el conocimiento...

   Pero de pronto todo cambió. Sentí una sensación de alivio y de liberación: www.ladeliteratura.com.uy no el sentimiento de la muerte, sino el de la vida. ¡Vida! Una inefable sensación de placer, pero violenta e inigualable... ¡Era él! ¡Él! Sí, era él que me invadía; lo sentía, me daba perfecta cuenta de ello. Me invadía, me aniquilaba y me llenaba por completo de sí, de su dicha, de su alegría, de su éxtasis. ¡Oh, era maravilloso sentir su espíritu descendiendo sobre mí y llegar a ser suya, completamente suya; ser poseída por el dios, por el éxtasis inconmensurable, por la dicha infinita y por la alegría desenfrenada que había en el dios! ¿Existe algo más edificante que compartir con el dios la felicidad de existir?

   Semejante sensación prosiguió en aumento, siempre acompañada de éxtasis y placer, pero demasiado violenta, demasiado aplastante. Era superior a mis fuerzas, me enloquecía produciéndome un dolor ilimitado... Sentí que mi cuerpo comenzaba a retorcerse presa de la agonía y del tormento, impelido y rechazado por doquier, y se me agarrotaba la garganta como si estuviese a punto de ahogarme. Pero en vez de ahogarme empecé a lanzar terribles gritos, mientras mis labios se movían contra mi voluntad: no era yo quien profería aquellos gritos y movía los labios. Oía estentóreos gritos, sin comprender su significado. Yo los emitía, procedían de mis labios fláccidos, pero aquélla no era mi voz... No, no era yo misma, no me pertenecía a mí misma; era suya, sólo suya, ¡y esto era terrible, terrible y nada más!...

    No sabría decir cuánto duró, porque perdí el conocimiento. Ni sé tampoco cómo salí de allí, ni lo que ocurrió después, ni quién me ayudó, ni quién cuidó de mí. Cuando desperté estaba en la casa contigua al templo, donde entonces vivía, y me dijeron que había caído en un profundo sueño, debilitada por el ayuno. Me refirieron también que los sacerdotes estaban muy satisfechos de mí y que, como sacerdotisa del oráculo, había sobrepasado sus más halagüeñas esperanzas. Me lo dijo la vieja con quien vivía, y al acabar sin charla me dejó descansar.


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BACH - Cello Suite N° 1 in D - JOHN FEELEY guitar

Antigüedades pertenecientes a la colección de Sir William Hamilton

Los ritones de Sir Hamilton 6.
© Copyright  Fernando Conde Torrens







        Nos hemos detenido en las cerámicas con formas elegantes producidas en la Antigüedad, pertenecientes a la colección de Sir William Hamilton. Hemos visto tanto los ritones como algunas vasijas de bellas formas. He dicho algunas, quedan muchas más sin mostrar.
        Es el momento de recomendar el libro en cuestión al lector que disfrute con estos temas. El libro tiene cualidades positivas, una impresión impecable, nada menos que 550 páginas de imágenes, el tamaño ya indicado, 30 por 45 cm. que precisa un estuche de cartón impreso para protección. En no pocas páginas se despliegan dípticos, trípticos y dobles dípticos, que dan con amplitud detalle de las decoraciones de las vasijas. Tiene también, ay, un par de inconvenientes. Está escrito en inglés, francés y alemán, cada página consta de 3 columnas, una en cada idioma. El otro es su precio, del orden de 150 euros. Los muy entusiastas, pídanlo a su Librero preferido.
        Hoy, penúltimo día de la saga, nos dedicaremos a las decoraciones en color de los vasos, una vez que hemos visto sus formas. Hace apenas unas horas me decía un estudioso del arte que los griegos todo lo construían a base de números, también las formas de las vasijas. Desgraciadamente, no tuve ocasión de pedirle más precisiones.
        Casio para terminar, voy a reproducir algunas decoraciones más de las vasijas de la colección de Sir William. Son sólo un aparte ínfima de las de las 730 piezas de que constaba su colección, las que más perfección del dibujo muestran. He de decir que el libro es tan grande que mi escaner sólo es capaz de captar parte de la página, pero no la página entera. De ahí que las figuras queden recortadas donde los dioses quisieron. Aun así es posible percatarse de la gran calidad del dibujo de los artistas que han hecho posible que veamos tales cosas sin acudir siquiera al British Museum, donde se ven directamente: El anónimo artista heleno de la Antigüedad y el ya mencionado Monsieur Pierre-François Hugues d´Hancarville.

Friso de decoración de un oinokoe corintio. Sirena, ciervo y toros. Abajo, gacelas y panteras.
(Fuente: La colección completa de Antigüedades de Sir William Hamilton. Taschen, 2.004. )

        Aunque sean menos espectaculares, he preferido mostrar las escenas que caben en una sola página, para no verme obligado a omitir la parte de las dos páginas donde se cosen al resto de las páginas que forman el librillo. Hoy en día los autores de libros se han aficionado a usar dos páginas consecutivas para mostrar sus dibujos a una escala mayor. Eso es parcialmente bueno para el dueño del libro. A la hora de reproducirlo, da quebraderos de cabeza.
        Con dibujos de una sola página, se puede apreciar el complicado reborde que orlaba cada escena, como es el caso actual.
Orestes luchando contra dos furias.
(Fuente: La colección completa de Antigüedades de Sir William Hamilton. Taschen, 2.004. )

        Había vasijas que se fabricaban para regalo, directamente desde fábrica. Por ejemplo, los lékitos eran para contener perfumes e iban decorados con escenas femeninas y sensuales. Otros eran para la tumba de una fémina. En ese caso, la decoración hacía alusión al uso funerario, como vimos días atrás. Había regalos para bodas, regalos gámikos ( de gamos = bodas). El que vamos a ver es un cántarogámiko, regalo de bodas, un regalo práctico. La decoración, ya puede uno imaginarse.

Eros en un cántaro nupcial.
(Fuente: La colección completa de Antigüedades de Sir William Hamilton. Taschen, 2.004. )

        Eros aparece en muchas decoraciones, cosa normal. Representa el Amor y es algo para ser deseado a cualquiera. Hijo de Afrodita, es casi un adolescente, el más joven de los dioses. Otro ejemplo.

Lékito de la Campania. Eros apoyándose en una columna con plinto.
(Fuente: La colección completa de Antigüedades de Sir William Hamilton. Taschen, 2.004. )

        Una muestra de decoración que cabe en una página del libro. Humano de sexo poco claro luchando contra grifos feroces.

Crátera ática en forma de campana. Combate con grifos.
(Fuente: La colección completa de Antigüedades de Sir William Hamilton. Taschen, 2.004. )

        Fernando Conde Torrens es autor de "Simón, opera magna", "El Grupo de Jerusalén", "La Salud" y una serie de artículos sobre el mundo de las ideas. En www.sofiaoriginals.com expone los resultados de sus investigaciones sobre la eterna búsqueda del ser humano. En http://simonoperamagna.blogs.com  hay comentarios y más información sobre este libro.

sábado, 28 de marzo de 2015

Teresa .El cuerpo de Cristo

"La elegancia del erizo" de Muriel Barbery

MARX
(PREÁMBULO)



1
Quien siembra deseo
—Marx cambia por completo mi visión del mundo —me ha declarado esta mañana
el hijo de los Pallières, que no suele dirigirme nunca la palabra.
Antoine Pallières, próspero heredero de una antigua dinastía industrial, es el hijo
de una de las ocho familias para quienes trabajo. Último bufido de la gran burguesía
de negocios —la cual no se reproduce más que a golpe de hipidos limpios y sin vicios
—, resplandecía sin embargo de felicidad por su descubrimiento y me lo narraba por
puro reflejo, sin pensar siquiera que yo pudiera estar enterándome de algo. ¿Qué
pueden comprender las masas trabajadoras de la obra de Marx? Su lectura es ardua; su
lenguaje, culto; su prosa, sutil; y su tesis, compleja.
Y entonces por poco me delato como una tonta.
—Deberías leer La ideología alemana —le digo a ese papanatas con trenca color
verde pino.
Para comprender a Marx y comprender por qué está equivocado, hay que leer La
ideología alemana. Es la base antropológica a partir de la cual se construirán todas las
exhortaciones a un mundo nuevo, y sobre la que reposa una certeza esencial: los
hombres, a quienes pierde el deseo, harían bien en limitarse a sus necesidades. En un
mundo en el que se amordace la hibris del deseo podrá nacer una organización social
nueva, despojada de luchas, opresiones y jerarquías deletéreas.
—Quien siembra deseo, recoge opresión —a punto estoy de murmurar como si
sólo me escuchara mi gato. Pero Antoine Pallières, cuyo repugnante y embrionario
bigote nada tiene de felino, me mira desconcertado por mis extrañas palabras. Como
siempre, me salva la incapacidad que tienen los seres de dar crédito a todo aquello
que hace añicos los marcos que compartimentan sus mezquinos hábitos mentales.
Una portera no lee La ideología alemana y, por lo tanto, no podría de ninguna manera
citar la undécima tesis sobre Feuerbach. Por añadidura, una portera que lee a Marx, a
la fuerza lo que le interesa tiene que ser la subversión, y le vende el alma a un diablo
llamado CGT. Que pueda leer a Marx para elevar su espíritu es una incongruencia que
ningún burgués llega a concebir siquiera.
—Déle recuerdos a su madre —mascullo, cerrándole la puerta en las narices, con
la esperanza de que la fuerza de prejuicios milenarios cubra la disfonía de ambas
frases.
2
Los milagros del Arte

Me llamo Renée. Tengo cincuenta y cuatro años. Desde hace veintisiete, soy la
portera del número 7 de la calle Grenelle, un bonito palacete con patio y jardín
interiores, dividido en ocho pisos de lujo, todos habitados y todos gigantescos. Soy
viuda, bajita, fea, rechoncha, tengo callos en los pies y también, a juzgar por ciertas
mañanas que a mí misma me incomodan, un aliento que tumba de espaldas. No tengo
estudios, siempre he sido pobre, discreta e insignificante. Vivo sola con mi gato, un
animal grueso y perezoso, cuya única característica notable es que le huelen las patas
cuando está disgustado. Ni uno ni otro nos esforzamos apenas por integrarnos en el
círculo de nuestros semejantes. Como rara vez soy amable, aunque siempre cortés, no
se me quiere, si bien pese a todo se me tolera porque correspondo tan bien a lo que la
creencia social ha aglutinado como paradigma de la portera de finca, que soy uno de
los múltiples engranajes que hacen girar la gran ilusión universal según la cual la vida
tiene un sentido que se puede descifrar fácilmente. Y como en alguna parte está
escrito que las porteras son viejas, feas y ariscas, también está grabado en letras de
fuego en el frontón del mismo firmamento estúpido que dichas porteras tienen
gruesos gatos veleidosos que se pasan el día dormitando sobre cojines cubiertos con
fundas de crochet.
Asimismo, también está escrito que las porteras ven la televisión sin descanso
mientras sus gruesos gatos dormitan, y que el vestíbulo del edificio tiene que oler a
potaje, a sopa o a guiso de legumbres. Tengo la inmensa suerte de ser portera en una
residencia de mucha categoría. Era para mí tan humillante tener que cocinar esos
platos infames que la intervención del señor de Broglie, el consejero de Estado del
primero —intervención que debió de describir a su esposa como educada pero firme, y
que tenía como fin erradicar de la existencia común ese tufo plebeyo—, fue un
inmenso alivio que disimulé lo mejor que pude bajo la apariencia de una obediencia
forzosa.
Eso fue hace veintisiete años. Desde entonces, voy cada día a la carnicería a
comprar una loncha de jamón o un filete de hígado de ternera, que guardo en mi bolsa
de la compra entre el paquete de fideos y el manojo de zanahorias. Exhibo con
complacencia estos víveres de pobre, realzados por la característica apreciable de que
no huelen porque soy pobre en una casa de ricos, con el fin de alimentar a la vez el
lugar común consensual y a mi gato, León, que si está gordo es por esas viandas que
deberían estarme destinadas, y que se atiborra ruidosamente de embutido y pasta con
mantequilla mientras yo puedo dar rienda suelta, sin perturbaciones olfativas y sin
levantar sospechas, a mis propias inclinaciones culinarias.
Más ardua fue la cuestión de la televisión. En tiempos de mi difunto esposo, me
acostumbré sin embargo, porque la constancia con que éste se aplicaba a su
contemplación me ahorraba a mí la pejiguera de tener que hacerlo yo. Llegaba hasta el
vestíbulo el ruido ahogado del aparato, y ello bastaba para perpetuar el juego de las
jerarquías sociales, la apariencia de las cuales, una vez fallecido Lucien, tuve que
esforzarme por mantener, a costa de más de un quebradero de cabeza. En vida, mi
marido me liberaba de la inicua obligación; una vez muerto, me privaba de su
incultura, escudo indispensable contra el recelo ajeno.
La solución la hallé en un botón que no era tal.
Una campanilla unida a un mecanismo que funciona por infrarrojos me avisa
ahora de cualquier ir y venir por el vestíbulo del edificio, lo cual hace inútil todo botón
que, al pulsarse, me advertiría de alguna presencia en el portal, por muy lejos que yo
me encontrase. En tales ocasiones, permanezco en la habitación del fondo, donde paso
la mayor parte de mis horas de ocio y donde, al amparo de los ruidos y los olores que
mi condición me impone, puedo vivir como me place sin verme privada de la
información vital para todo centinela, a saber: quién entra, quién sale, con quién y a
qué hora.
Así, los residentes que cruzaban el vestíbulo oían los sonidos ahogados que
indican que hay un televisor encendido y, más por carencia que por exceso de
imaginación, se formaban la imagen de la portera arrellanada en el sofá ante la caja
tonta. Yo, encerrada en mi antro, no oía nada pero sabía que alguien transitaba.
Entonces, en la habitación contigua, por el ojo de buey situado frente a la escalera,
oculta tras el visillo blanco, averiguaba con discreción la identidad del transeúnte.
La aparición de las cintas de vídeo y, más adelante, del dios DVD, cambió las
cosas de manera aún más radical en lo que a mi beatitud se refiere. Como no es muy
frecuente que una portera disfrute con Muerte en Venecia, y que de la portería
provengan notas de Mahler, recurrí a los ahorros conyugales, con tanto esfuerzo
reunidos, y adquirí otro aparato que instalé en mi escondrijo. Mientras, garante de mi
clandestinidad, el televisor de la portería berreaba sin que yo lo oyera insensateces
para cerebros poco o nada refinados, yo podía extasiarme, con lágrimas en los ojos,
ante los milagros del Arte.
Idea profunda n° 1
Ansío las estrellas
mas abocada estoy
a la pecera
Aparentemente, de vez en cuando los adultos se toman el tiempo de sentarse a
contemplar el desastre de sus vidas. Entonces se lamentan sin comprender y, como
moscas que chocan una y otra vez contra el mismo cristal, se inquietan, sufren, se
consumen, se afligen y se interrogan sobre el engranaje que los ha conducido allí
donde no querían ir. Los más inteligentes llegan incluso a hacer de ello una religión:
¡ah, la despreciable vacuidad de la existencia burguesa! Hay cínicos de esta índole que
comparten mesa con papá: «¿Qué ha sido de nuestros sueños de juventud?»,
preguntan con aire desencantado y satisfecho. «Se han desvanecido, y cuán perra es la
vida...». Odio esta falsa lucidez de la edad madura. La verdad es que son como todos
los demás: chiquillos que no entienden qué les ha ocurrido y que van de duros cuando
en realidad tienen ganas de llorar.
Sin embargo, es fácil de comprender. El problema está en que los hijos se creen lo
que dicen los adultos y, una vez adultos a su vez, se vengan engañando a sus propios
hijos. «La vida tiene un sentido que los adultos conocen» es la mentira universal que
todos creen por obligación. Cuando, una vez adulto, uno comprende que no es cierto,
ya es demasiado tarde. El misterio permanece intacto, pero hace tiempo que se ha
malgastado en actividades estúpidas toda la energía disponible. Ya no le queda a uno
más que anestesiarse como puede tratando de enmascarar el hecho de que no le
encuentra ningún sentido a la vida, y engaña a sus propios hijos para intentar
convencerse mejor a sí mismo. De entre las personas que frecuenta mi familia, todas
han seguido el mismo camino: una juventud dedicada a tratar de rentabilizar la propia
inteligencia, a exprimir como un limón el filón de los estudios y a asegurarse una
posición de élite; y luego toda una vida dedicada a preguntarse con estupefacción por
qué tales esperanzas han dado como fruto una existencia tan vana. La gente cree
ansiar y perseguir estrellas, pero termina como peces de colores en una pecera. Me
pregunto si no sería más sencillo enseñarles a los niños desde el principio que la vida
es absurda. Ello le robaría algunos buenos momentos a la infancia, pero permitiría que
el adulto ganara un tiempo considerable (por no hablar de que uno se ahorraría al
menos un trauma: el de la pecera).
En lo que a mí respecta, tengo doce años, vivo en la calle Grenelle, número 7, en
un piso de ricos. Mis padres son ricos, mi familia es rica y por consiguiente mi
hermana y yo somos virtualmente ricas. Papá es diputado, después de haber sido
ministro, y sin duda llegará a ser presidente de la Asamblea Nacional y se pimplará la
bodega entera del palacete de Lassay, sede de dicha Asamblea. Mamá... Pues bien,
mamá no es lo que se dice una lumbrera pero tiene cierta cultura. Es doctora en letras.
Escribe sus invitaciones para cenar sin faltas de ortografía y se pasa el tiempo
dándonos la tabarra con referencias literarias («Colombe, no te pongas en plan
Guermantes», «Tesoro, eres una verdadera Sanseverina»).
Pese a ello, pese a toda esta suerte y toda esta riqueza, hace mucho tiempo que
sé que el destino final es la pecera. ¿Que cómo lo sé? Pues porque da la casualidad de
que soy muy inteligente. Excepcionalmente inteligente, incluso. No tengo más que
compararme con los demás niños de mi edad para ver que nos separa un abismo.
Como no me apetece mucho llamar la atención, y en una familia en la que la
inteligencia se considera un valor supremo a una niña superdotada no la dejarían
nunca en paz, en el colegio trato de hacer menos de lo que podría, pero aun así
siempre soy la primera en todo. Hay quien podría pensar que resulta fácil hacerse
pasar por alguien con una inteligencia normal cuando, como yo, a los doce años se
tiene el nivel de una universitaria de una facultad de dificultad superior. Pero ¡no, en
absoluto! Hay que esforzarse mucho por parecer más tonto de lo que se es. Aunque,
en cierta manera, este empeño no salva de morir de aburrimiento: todo el tiempo que
no tengo que pasar aprendiendo y comprendiendo, lo empleo en utilizar el estilo, las
respuestas, las formas de proceder, las preocupaciones y los pequeños errores de los
buenos alumnos normales y corrientes. Leo todo lo que escribe Constance Boret, la
segunda de la clase, en mates, lengua e historia, y así me entero de lo que tengo que
hacer: en lengua, una serie de palabras coherentes y correctamente ortografiadas; en
mates, la reproducción mecánica de operaciones desprovistas de sentido; y en historia,
una sucesión de hechos ligados entre sí por conectores lógicos. Pero incluso si me
comparo con los adultos, soy mucho más lista que la mayoría de ellos. Así son las
cosas. No me siento especialmente orgullosa porque tampoco es que el mérito sea
mío. Pero lo que está claro es que yo no pienso terminar en la pecera. He reflexionado
mucho antes de tomar esta decisión. Incluso para una persona tan inteligente como
yo, con tanta facilidad para los estudios, tan diferente de los demás y tan superior a la
mayoría de la gente, mi vida ya está toda trazada, lo cual es tristísimo: nadie parece
haber caído en la cuenta de que si la existencia es absurda, lograr en ella un éxito
brillante no tiene más valor que fracasar por completo. Simplemente es más cómodo.
O ni siquiera: creo que la lucidez hace amargo el éxito, mientras que la mediocridad
alberga siempre alguna esperanza.
He tomado pues una decisión. Pronto dejaré atrás la infancia y, pese a mi certeza
de que la vida es una farsa, no creo que pueda resistir hasta el final. En el fondo,
estamos programados para creer en lo que no existe, porque somos seres vivos que
no quieren sufrir. Por ello empleamos todas nuestras energías en convencernos de que
hay cosas que valen la pena y que por ellas la vida tiene sentido. Por muy inteligente
que yo sea, no sé cuánto tiempo aún podré luchar contra esta tendencia biológica.
Cuando entre en el mundo de los adultos, ¿seré todavía capaz de hacer frente al
sentimiento de lo absurdo? No lo creo. Por eso he tomado una decisión: al final de este
curso, el día en que cumpla 13 años, el próximo 16 de junio, me suicidaré. Pero
cuidado, no pienso hacerlo a bombo y platillo como si fuera un acto de valentía y un
desafío. De hecho, más me vale que nadie sospeche nada. Los adultos tienen con la
muerte una relación rayana en la histeria, el hecho adopta proporciones enormes, se
comportan como si fuera algo importantísimo cuando en realidad es el acontecimiento
más banal del mundo. Por otra parte, lo que a mí me importa no es el hecho del
suicidio en sí, sino el cómo. Mi vertiente japonesa se inclina evidentemente por el
seppuku. Cuando digo mi vertiente japonesa me refiero a mi amor por el Japón. Estoy
en octavo y, como es obvio, he elegido el japonés como segunda lengua. El profe de
japonés tampoco es que sea muy bueno, se come las palabras cuando no habla su
idioma y se pasa el tiempo rascándose la coronilla con aire perplejo, pero el libro de
texto no está mal y, desde que empezó el curso, he progresado mucho. Tengo la
esperanza de que, de aquí a pocos meses, podré leer mis cómics manga preferidos en
su edición original. Mamá no entiende que una «niña tan lista como tú» pueda leer
manga. Ni siquiera me he tomado la molestia de explicarle que «manga» en japonés
quiere decir simplemente «tebeo». Ella cree que me atiborro de subcultura, y yo no
hago nada por sacarla de su error. Dentro de unos meses quizá pueda leer a Taniguchi
en japonés. Pero esto nos lleva de nuevo a nuestra cuestión de antes: eso tendría que
conseguirlo antes del 16 de junio porque ese día me suicido. Pero nada de seppuku.
Sería un gesto cargado de sentido y de belleza pero... da la casualidad de que... no
tengo ninguna gana de sufrir. Más aún, detestaría sufrir; encuentro que cuando uno
toma la decisión de morir, justamente porque considera que es algo lógico, hay que
hacerlo con tiento. Morir ha de ser un paso delicado, un deslizarse suavemente hacia
el descanso. ¡Hay gente que se suicida tirándose por la ventana de un cuarto piso,
bebiéndose un vaso de lejía o incluso ahorcándose! ¡Es aberrante! Lo encuentro incluso
obsceno. ¿De qué sirve morir si no es para no sufrir? Yo, en cambio, he previsto bien
mi salida de este mundo: desde hace un año, todos los meses le cojo a mamá un
somnífero de la caja que guarda en su mesilla de noche. Se toma tantos que, de todas
maneras, no se daría ni cuenta si le cogiera uno cada día, pero he decidido ser muy
prudente. No hay que dejar ningún cabo suelto cuando se toma una decisión que es
harto improbable que nadie comprenda. Uno no imagina la rapidez con la que la gente
obstaculiza los proyectos a los que más apego se tiene, en nombre de tonterías del
estilo de «el sentido de la vida» o «el amor a los hombres». Ah, y también: «el carácter
sagrado de la infancia».
Así pues, me encamino tranquilamente a la fecha del 16 de junio y no tengo
miedo. Tan sólo algún que otro pesar quizá. Pero el mundo tal y como es no está
hecho para las princesas. Dicho esto, que uno tenga el proyecto de morir no quiere
decir que hasta entonces tenga que vegetar como una verdura podrida. Antes al
contrario. Lo importante no es morir ni a qué edad se muere, sino lo que uno esté
haciendo en el momento de su muerte. En los cómics de Taniguchi, los héroes mueren
escalando el Everest. Como no tengo ninguna probabilidad de poder trepar al K2 o a
las Grandes Jorasses antes del próximo 16 de junio, mi Everest personal es una
exigencia intelectual. Me he puesto como objetivo tener el mayor número posible de
ideas profundas y apuntarlas en este cuaderno: si nada tiene sentido, al menos que el
espíritu se vea forzado a enfrentarse a tal situación, ¿no? Pero como tengo una
vertiente japonesa muy acusada, he añadido una obligación más: esta idea profunda
ha de expresarse bajo la forma de un pequeño poema a la japonesa: un haikú (tres
versos) o un tanka (cinco versos).
Mi haikú preferido es de Basho.
En esas chozas
comen los pescadores
¡gambas y grillos!
¡Esto, de pecera nada, no; esto es poesía, sí, señor!
Pero en el mundo en el que vivo, hay menos poesía que en una choza de pescador
japonesa. ¿Y os parece normal que cuatro personas vivan en cuatrocientos metros
cuadrados cuando muchas otras, y entre ellas quizá incluso algunos poetas malditos,
ni siquiera tienen una vivienda decente y se hacinan en grupos de quince en veinte
metros cuadrados? Cuando este verano nos enteramos en las noticias de que unos
africanos habían muerto porque se había incendiado el edificio insalubre en el que
vivían, se me ocurrió una idea. Ellos, la pecera la tienen delante de las narices todo el
día, no pueden escapar de ella a golpe de poesía. Pero mis padres y Colombe se
imaginan que nadan en el océano sólo porque viven en un piso de cuatrocientos
metros cuadrados atestado de muebles y de cuadros.
Entonces, el 16 de junio pienso refrescarles un poco esa memoria de sardinas que
tienen: voy a prenderle fuego a la casa (utilizando pastillas de barbacoa). Ojo, no soy
ninguna criminal: lo haré cuando no haya nadie (el 16 de junio cae en sábado, y los
sábados por la tarde Colombe va a casa de Tibère, mamá, a su clase de yoga, papá, a
su círculo y yo me quedo en casa), evacuaré a los gatos por la ventana y avisaré a los
bomberos con el margen de tiempo suficiente para que no haya víctimas. Después me
iré tranquilamente a dormir a casa de la abuela con mis somníferos.
Sin piso y sin hija quizá sí piensen ya en todos esos africanos muertos, ¿no?



Camelias
1
Una aristócrata
Los martes y los jueves, Manuela, mi única amiga, toma el té conmigo en mi casa.
Manuela es una mujer sencilla a la que veinte años malgastados en limpiar el polvo en
casas ajenas no han despojado de su elegancia. Limpiar el polvo es además un
eufemismo de lo más púdico. Pero, en casa de los ricos, las cosas no se llaman por su
nombre.
—Vacío papeleras llenas de compresas —me dice con su acento dulce y sibilante
—, recojo la vomitona del perro, limpio la jaula de los pájaros —quién diría que unos
animalitos tan pequeños puedan hacer tanta caca— y saco brillo a las tazas de los
váteres. Así que, ¿el polvo?, ¡vamos, hombre, eso es lo de menos!
Hay que tener en cuenta que cuando baja a la portería a las dos de la tarde, los
martes desde la casa de los Arthens, los jueves desde la casa de los de Broglie,
Manuela ha limpiado minuciosamente con bastoncillos de algodón, hasta dejarlos
impolutos, unos retretes de postín cubiertos de pan de oro que, no obstante, son tan
sucios y apestosos como todos los meaderos y cagaderos del mundo, porque si hay
una cosa que los ricos comparten a su pesar con los pobres es unos intestinos
nauseabundos que siempre acaban por zafarse en algún sitio de lo que los hace tan
apestosos.
Por ello Manuela merece nuestras reverencias y nuestros aplausos. Pese a
sacrificarse en el altar de un mundo en el que las tareas ingratas están reservadas para
algunas, mientras otras se tapan la nariz sin mover un dedo, ella no renuncia por ello a
una inclinación al refinamiento que supera con creces todo revestimiento de pan de
oro, por muy sanitario que sea.
—Para comer nueces hay que poner debajo un mantel —dice Manuela, que saca
de su vieja cesta una cajita de madera clara de cuya tapa se escapan volutas de papel
de seda color carmín. A buen recaudo en su estuchito nos aguardan unas tejas con
almendras. Preparo un café que no tomaremos pero cuyos efluvios ambas adoramos, y
bebemos a sorbitos una taza de té verde para acompañar las tejas, que comemos a
mordisquitos para saborearlas.
De la misma manera que yo soy para mi arquetipo una traición permanente,
Manuela es para el de la asistenta portuguesa pura deslealtad. Pues la hija de Faro,
nacida bajo una higuera tras siete retoños y antes de otros seis, enviada a trabajar al
campo desde su más tierna infancia y al poco casada con un albañil pronto expatriado,
madre de cuatro hijos franceses por derecho de suelo pero portugueses por
consideración social, la hija de Faro pues, con medias negras y pañuelo en la cabeza
incluidos, es una aristócrata, una de verdad, una bien grande, de las que no se prestan
a discusión porque, aun llevando el sello en el mismo corazón, desdeña toda etiqueta
y todo abolengo. ¿Qué es una aristócrata? Una mujer a la que la vulgaridad no alcanza
pese a acecharla por todas partes.
Vulgaridad de una familia política que, los domingos, combate a golpe de
risotadas el dolor de haber nacido débil y sin porvenir; vulgaridad de un vecindario
marcado por la misma pálida desolación que los neones de la fábrica a la que van los
hombres cada mañana como si bajaran al infierno; vulgaridad de las señoras cuya
vileza no podría enmascarar ni todo el dinero del mundo, y que se dirigen a ella como
a un perro tiñoso. Pero hay que haber visto a Manuela ofrecerme como a una reina los
frutos de sus elaboraciones reposteras para captar toda la gracia que habita en esta
mujer. Sí, como a una reina. Cuando hace su aparición Manuela, mi portería se
transforma en palacio, y nuestras meriendas de parias, en festines de monarcas. De la
misma manera que el contador de historias transforma la vida en un río de
resplandecientes reflejos en el que se anegan la pena y el tedio, Manuela
metamorfosea nuestra existencia en una epopeya cálida y jubilosa.
—El niño de los Pallières me ha saludado en la escalera —dice de pronto,
quebrando el silencio.
Yo le contesto con un gruñido despectivo.
—Lee a Marx —digo, encogiéndome de hombros.
—¿Marx? —repite, pronunciando la «x» como una «che», una «che» un poco
mojada que tiene el encanto de los cielos límpidos.
—El padre del comunismo —le contesto.
Manuela emite un sonido de desdén.
—La política —me dice—. Un juguete de niñatos ricos, y no se lo prestan a nadie.
Reflexiona un momento, con el ceño fruncido.
—No es el tipo de libro que suele leer —comenta.
Las revistas que los jóvenes esconden debajo del colchón no escapan a la
sagacidad de Manuela, y el niño de los Pallières parecía antes enfrascado en un
consumo aplicado aunque selectivo de las mismas, como de ello daba fe el desgaste
de una página de título más que explícito: «Las marquesas picantonas».
Nos reímos y charlamos un rato más de esto y lo otro, en el sosiego apacible de
las viejas amistades. Esos momentos son para mí muy valiosos, y se me encoge el
corazón cuando pienso en el día en que Manuela cumplirá su sueño y volverá para
siempre a su pueblo, dejándome aquí, sola y decrépita, sin compañera que haga de mí,
dos veces por semana, una reina clandestina. Me pregunto también con aprensión qué
ocurrirá cuando la única amiga que he tenido nunca, la única que todo lo sabe sin
haber preguntado jamás nada, dejando tras de sí una mujer desconocida por todos, la
sepulte con ese abandono bajo un sudario de olvido.
Se oyen unos pasos en el portal, y luego distinguimos con nitidez el sonido
sibilino de la mano del hombre sobre el botón de llamada del ascensor, un viejo
aparato de reja negra y puertas que se cierran solas, acolchado y forrado de madera
que, de haber habido más espacio, antaño habría ocupado un ascensorista con librea.
Reconozco ese paso; es el de Pierre Arthens, el crítico gastronómico del cuarto, un
oligarca de la peor especie que, por como entorna los párpados cuando permanece de
pie ante el umbral de mi portería, debe de pensar que en cueva oscura, pese a que lo
que acierta a entrever le informe del contrario.
Pues bien, me he leído esas famosas críticas suyas.
—No me entero de nada de lo que dice —me comentó un día Manuela, para quien
un buen asado es un buen asado y no hay más que hablar.
No hay nada que comprender. Es triste ver una pluma como la suya malograrse
así a fuerza de ceguera. Escribir sobre un tomate páginas y páginas de prosa
deslumbrante —pues Pierre Arthens critica como quien narra una historia y ya sólo eso
debería haber hecho de él un genio— sin nunca ver ni sostener en la mano dicho
tomate es una funesta proeza. Pero ¿se puede ser tan competente y a la vez tan ciego
a la presencia de las cosas?, me he preguntado a menudo al verlo pasar delante de mí
con su narizota arrogante. Pues se diría que sí. Algunas personas son incapaces de
aprehender en aquello que contemplan lo que constituye su esencia, su hálito
intrínseco de vida, y dedican su existencia entera a discurrir sobre los hombres como
si de autómatas se tratara, y de las cosas como si no tuvieran alma y se resumieran a
lo que de ellas puede decirse, al capricho de inspiraciones subjetivas.
Como movidos por una voluntad, los pasos retroceden de pronto y Arthens llama
a mi puerta.
Me levanto, con cuidado de arrastrar los pies, calzados con unas zapatillas tan
conformes al personaje que sólo la coalición de la baguette y la boina puede
considerarse un desafío en cuanto a típicos lugares comunes se refiere. Al hacerlo, sé
que exaspero al Maestro, oda viva a la impaciencia de los grandes depredadores, y ello
tiene algo que ver con la aplicación con la que entorno muy despacio la puerta,
asomando una nariz desconfiada que espero luzca coloradota y lustrosa.
—Estoy esperando un paquete por mensajero —me dice, guiñando los ojos y
arrugando la nariz—. Cuando llegue, ¿podría traérmelo inmediatamente?
Esta tarde, el señor Arthens lleva una gran chalina de lunares que flota alrededor
de su cuello de patricio y no le favorece en absoluto, porque la abundancia de su
cabellera leonina y el vuelo holgado y etéreo del pedazo de seda evocan ambos una
suerte de tutú vaporoso que anega la virilidad que suele exhibir el hombre como
atributo. Y qué diablos, esa chalina me trae algo a la memoria. A punto estoy de
sonreír al recordarlo. Es la de Legrandin. En En busca del tiempo perdido, obra de un
tal Marcel, otro portero notorio, Legrandin es un esnob dividido entre dos mundos: el
que frecuenta y aquel en el que le gustaría entrar; un patético esnob cuya chalina, de
esperanza en amargura y de servilismo en desdén, expresa sus más íntimas
fluctuaciones. Así, en la plaza de Combray, al no tener deseo alguno de saludar a los
padres del narrador, pero no pudiendo evitar cruzarse con ellos, encomienda a la
chalina la tarea de denotar, dejándola volar al viento, un humor melancólico que lo
exima del saludo habitual.
Pierre Arthens, que ha leído a Proust pero no concibe por ello ninguna indulgencia
especial para con las porteras, carraspea con impaciencia.
Recuerdo al lector su pregunta:
—¿Podría traérmelo inmediatamente (el paquete por mensajero, pues los paquetes
de los ricos no emplean las vías postales ordinarias)?


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martes, 24 de marzo de 2015

"El color de la magia" de Terry Pratchett

El color de la magia
El color de la magia
Terry Pratchett
Título original: The Colour of Magic
Trad. Cristina Macía
Col. Best Seller nº 342/1
Debolsillo, 2004
Vuela a través del espacio infinito, atravesando asteroides y bordeando soles, rumbo a nadie sabe dónde. Es A´Tuin, la Gran Tortuga. Sobre su concha, cuatro gigantescos elefantes sostienen sobre sus espaldas un gran disco. Y sobre el disco, un mundo lleno de héroes, elfos, ciudades estado, magia y peligros. Es Mundodisco, y posiblemente sea el universo de fantasía más extraño jamás concebido.
A principios de los años 80, Terry Pratchett, el creador de Mundodisco, debía de estar bastante quemado de la fantasía heroica. Conan y los relatos bárbaros, los antihéroes como Élric o Corum, y la herencia de Tolkien (que acabó dando lugar al muy lucrativo mercado de las franquicias de fantasía épica como Dragonlance o Reinos Olvidados) se habían convertido en un círculo vicioso del que pocos autores eran capaces de escapar. Pratchett fue, indudablemente, uno de esos escasos autores.
A simple vista puede parecer que Mundodisco es una burla a los universos de fantasía, una sátira con mala baba que ataca a un género que estaba muy quemado. Sin embargo, a poco que se lea, uno descubre un mundo de fantasía con su propia mitología, sus propios héroes, y su propia historia. Tal vez con mucho de parodia, pero sólo porque lo fantástico es llevado a tales extremos que, por más que queramos, no podemos reprimir una risotada ante las descabelladas propuestas que Pratchett nos propone página tras página.
Esta novela, la primera de la serie Mundodisco, se divide en cuatro capítulos más o menos independientes, a través de los cuales Pratchett se dedica a contarnos cómo es este mundo tan particular. Entre risas, aprenderemos detalles sobre los dioses, sobre el clima, sobre los elefantes y la tortuga que soportan el mundo. Y todo ello en clave de humor, de fantasía y magia llevadas al límite. Y a la par, nos enteraremos de la historia de Dosflores, un turista de un lejano Imperio que desea conocer héroes, vivir aventuras, y comprar recuerdos de la ciudad más grande y corrupta del mundo: Ankh-Morpork.
A lo largo de las peripecias de este extraño turista, iremos conociendo a todo un elenco de personajes. El mago Rincewind, que sólo sabe un hechizo, la Muerte, el bárbaro guerrero Hrun, e incluso a extraños dioses como Dama y Sino, enfrascados en sus juegos de tablero cuyos movimientos afectan a toda la humanidad. Cada capítulo es diferente, no sólo en cuanto a historia, sino respecto al modo de narrar la aventura. Somos así testigos de homenajes a personajes y objetos tan reconocibles como Conan, Stormbringer, o los jinetes de dragones de la Dragonlance, a la par que se juega con los elementos de fantasía de una forma espectacular, por lo que acabamos enganchados a la novela de una manera que obras más serias ya querrían.
En parte, el estilo de Pratchett ayuda a que estos capítulos sean espectaculares. Su forma de escribir directa, capaz de interactuar con el lector, de proponerle que preste atención a una escena o a un personaje concretos, o de parar la narración para contarnos anécdotas sobre el mundo, hacen que la lectura sea casi un juego cómplice, en el que el propio lector se siente parte del mundo.
Y es que la serie de Mundodisco es a la vez homenaje y parodia, crítica de un género y a la par tributo a éste. Toda una divertida experiencia que recomiendo encarecidamente, y cuyas siguientes entregas leeré en cuanto pueda.
José Joaquín Rodríguez

El libro egipcio de los muertos

BBC: Los hechizos del Libro egipcio de los Muertos

Añadido hace: Hace 4 años
El Museo Británico en Londres exhibe los secretos del Libro de los Muertos del antiguo Egipto.

jueves, 12 de marzo de 2015

La Reina de las Nieves

La Reina de las Nieves
(Historia en siete episodios)

[Cuento infantil. Texto completo.]Hans Christian Andersen

PRIMER EPISODIO
Trata del espejo y del trozo de espejo
Atención, que vamos a empezar. Cuando hayamos llegado al final de esta parte sabremos más que ahora; pues esta historia trata de un duende perverso, uno de los peores, ¡como que era el diablo en persona! Un día estaba de muy buen humor, pues había construido un espejo dotado de una curiosa propiedad: todo lo bueno y lo bello que en él se reflejaba se encogía hasta casi desaparecer, mientras que lo inútil y feo destacaba y aún se intensificaba. Los paisajes más hermosos aparecían en él como espinacas hervidas, y las personas más virtuosas resultaban repugnantes o se veían en posición invertida, sin tronco y con las caras tan contorsionadas, que era imposible reconocerlas; y si uno tenía una peca, podía tener la certeza de que se le extendería por la boca y la nariz. Era muy divertido, decía el diablo. Si un pensamiento bueno y piadoso pasaba por la mente de una persona, en el espejo se reflejaba una risa sardónica, y el diablo se retorcía de puro regocijo por su ingeniosa invención. Cuantos asistían a su escuela de brujería -pues mantenía una escuela para duendes- contaron en todas partes que había ocurrido un milagro; desde aquel día, afirmaban, podía verse cómo son en realidad el mundo y los hombres. Dieron la vuelta al Globo con el espejo, y, finalmente, no quedó ya un solo país ni una sola persona que no hubiese aparecido desfigurada en él. Luego quisieron subir al mismo cielo, deseosos de reírse a costa de los ángeles y de Dios Nuestro Señor. Cuanto más se elevaban con su espejo, tanto más se reía éste sarcásticamente, hasta tal punto que a duras penas podían sujetarlo. Siguieron volando y acercándose a Dios y a los ángeles, y he aquí que el espejo tuvo tal acceso de risa, que se soltó de sus manos y cayó a la Tierra, donde quedó roto en cien millones, qué digo, en billones de fragmentos y aún más. Y justamente entonces causó más trastornos que antes, pues algunos de los pedazos, del tamaño de un grano de arena, dieron la vuelta al mundo, deteniéndose en los sitios donde veían gente, la cual se reflejaba en ellos completamente contrahecha, o bien se limitaban a reproducir sólo lo irregular de una cosa, pues cada uno de los minúsculos fragmentos conservaba la misma virtud que el espejo entero. A algunas personas, uno de aquellos pedacitos llegó a metérseles en el corazón, y el resultado fue horrible, pues el corazón se les volvió como un trozo de hielo. Varios pedazos eran del tamaño suficiente para servir de cristales de ventana; pero era muy desagradable mirar a los amigos a través de ellos. Otros fragmentos se emplearon para montar anteojos, y cuando las personas se calaban estos lentes para ver bien y con justicia, huelga decir lo que pasaba. El diablo se reía a reventar, divirtiéndose de lo lindo. Pero algunos pedazos diminutos volaron más lejos. Ahora vas a oírlo.

SEGUNDO EPISODIO
Un niño y una niña

En la gran ciudad, donde viven tantas personas y se alzan tantas casas que no queda sitio para que todos tengan un jardincito -por lo que la mayoría han de contentarse con cultivar flores en macetas-, había dos niños pobres que tenían un jardín un poquito más grande que un tiesto. No eran hermano y hermana, pero se querían como si lo fueran. Los padres vivían en las buhardillas de dos casas contiguas. En el punto donde se tocaban los tejados de las casas, y el canalón corría entre ellos, se abría una ventanita en cada uno de los edificios; bastaba con cruzar el canalón para pasar de una a otra de las ventanas.
Los padres de los dos niños tenían al exterior dos grandes cajones de madera, en los que plantaban hortalizas para la cocina; en cada uno crecía un pequeño rosal, y muy hermoso por cierto. He aquí que a los padres se les ocurrió la idea de colocar los cajones de través sobre el canalón, de modo que alcanzasen de una a otra ventana, con lo que parecían dos paredes de flores. Zarcillos de guisantes colgaban de los cajones, y los rosales habían echado largas ramas, que se curvaban al encuentro una de otra; era una especie de arco de triunfo de verdor y de flores. Como los cajones eran muy altos, y los niños sabían que no debían subirse a ellos, a menudo se les daba permiso para visitarse; entonces, sentados en sus taburetes bajo las rosas, jugaban en buena paz y armonía.
En invierno, aquel placer se interrumpía. Con frecuencia, las ventanas estaban completamente heladas. Entonces los chiquillos calentaban a la estufa monedas de cobre, y, aplicándolas contra el hielo que cubría al cristal, despejaban en él una mirilla, detrás de la cual asomaba un ojo cariñoso y dulce, uno en cada ventana; eran los del niño y de la niña; él se llamaba Carlos, y ella, Margarita. En verano era fácil pasar de un salto a la casa del otro, pero en invierno había que bajar y subir muchas escaleras, y además nevaba copiosamente en la calle. Es un enjambre de abejas blancas - decía la abuela, que era muy viejecita.
-¿Tienen también una reina? -preguntó un día el chiquillo, pues sabía que las abejas de verdad la tienen.
-¡Claro que sí! -respondió la abuela-. Vuela en el centro del enjambre, con las más grandes, y nunca se posa en el suelo, sino que se vuelve volando a la negra nube. Algunas noches de invierno vuela por las calles de la ciudad y mira al interior de las ventanas, y entonces éstas se hielan de una manera extraña, cubriéndose como de flores.
-¡Sí, ya lo he visto! -exclamaron los niños a dúo; y entonces supieron que aquello era verdad.
-¿Y podría entrar aquí la reina de las nieves? -preguntó la muchachita.
-Déjala que entre -dijo el pequeño-. La pondré sobre la estufa y se derretirá.
Pero la abuela le acarició el cabello y se puso a contar otras historias.
Aquella noche, estando Carlitos en su casa medio desnudo, se subió a la silla que había junto a la ventana y miró por el agujerito. Fuera caían algunos copos de nieve, y uno de ellos, el mayor, se posó sobre el borde de uno de los cajones de flores; fue creciendo y creciendo, y se transformó, finalmente, en una doncella vestida con un exquisito velo blanco hecho como de millones de copos en forma de estrella. Era hermosa y distinguida, pero de hielo, de un hielo cegador y centelleante, y, sin embargo, estaba viva; sus ojos brillaban como límpidas estrellas, pero no había paz y reposo en ellos. Hizo un gesto con la cabeza y una seña con la mano. El niño, asustado, saltó al suelo de un brinco; en aquel momento pareció como si delante de la ventana pasara volando un gran pájaro. Fue una sensación casi real.
Al día siguiente hubo helada con el cielo sereno, y luego vino el deshielo; después apareció la primavera. Lució el sol, brotaron las plantas, las golondrinas empezaron a construir sus nidos; se abrieron las ventanas, y los niños pudieron volver a su jardincito del canalón, encima de todos los pisos de las casas.
En verano, las rosas florecieron con todo su esplendor. La niña había aprendido una canción que hablaba de rosas, y en ella pensaba al mirar las suyas; y la cantó a su compañero, el cual cantó con ella:
«Florecen en el valle las rosas,
Bendito seas, Jesús, que las haces tan hermosas».
Y los pequeños, cogidos de las manos, besaron las rosas y, dirigiendo la mirada a la clara luz del sol divino, le hablaron como si fuese el Niño Jesús. ¡Qué días tan hermosos! ¡Qué bello era todo allá fuera, junto a los lozanos rosales que parecían dispuestos a seguir floreciendo eternamente!
Carlos y Margarita, sentados, miraban un libro de estampas en que se representaban animales y pajarillos, y entonces -el reloj acababa de dar las cinco en el gran campanario- dijo Carlos:
-¡Ay, qué pinchazo en el corazón! ¡Y algo me ha entrado en el ojo!
La niña le rodeó el cuello con el brazo, y él parpadeaba, pero no se veía nada.
-Creo que ya salió -dijo; pero no había salido. Era uno de aquellos granitos de cristal desprendidos del espejo, el espejo embrujado. Bien se acuerdan de él, de aquel horrible cristal que volvía pequeño y feo todo lo grande y bueno que en él se reflejaba, mientras hacía resaltar todo lo malo y ponía de relieve todos los defectos de las cosas. Pues al pobre Carlitos le había entrado uno de sus trocitos en el corazón. ¡Qué poco tardaría éste en volvérsela como un témpano de hielo! Ya no le dolía, pero allí estaba.
-¿Por qué lloras? -preguntó el niño-. ¡Qué fea te pones! No ha sido nada. ¡Uf! -exclamó de pronto-, ¡aquella rosa está agusanada! Y mira cómo está tumbada. No valen nada, bien mirado. ¡Qué quieres que salga de este cajón! -y pegando una patada al cajón, arrancó las dos rosas.
-Carlos, ¿qué haces? -exclamó la niña; y al darse él cuenta de su espanto, arrancó una tercera flor, se fue corriendo a su ventana y huyó de la cariñosa Margarita.
Al comparecer ella más tarde con el libro de estampas, le dijo Carlos que aquello era para niños de pecho; y cada vez que abuelita contaba historias, salía él con alguna tontería. Siempre que podía, se situaba detrás de ella, y, calándose unas gafas, se ponía a imitarla; lo hacía con mucha gracia, y todos los presentes se reían. Pronto supo remedar los andares y los modos de hablar de las personas que pasaban por la calle, y todo lo que tenían de peculiar y de feo. Y la gente exclamaba: -¡Tiene una cabeza extraordinaria este chiquillo -. Pero todo venía del cristal que por el ojo se le había metido en el corazón; esto explica que se burlase incluso de la pequeña Margarita, que tanto lo quería.
Sus juegos eran ahora totalmente distintos de los de antes; eran muy juiciosos. En invierno, un día de nevada, se presentó con una gran lupa, y sacando al exterior el extremo de su chaqueta, dejó que se depositasen en ella los copos de nieve.
-Mira por la lente, Margarita -dijo; y cada copo se veía mucho mayor, y tenía la forma de una magnífica flor o de una estrella de diez puntas; daba gusto mirarlo.
-¡Fíjate qué arte! -observó Carlos-. Es mucho más interesante que las flores de verdad; aquí no hay ningún defecto, son completamente regulares. ¡Si no fuera porque se funden!
Poco más tarde, el niño, con guantes y su gran trineo a la espalda, dijo al oído de Margarita:
-Me han dado permiso para ir a la plaza a jugar con los otros niños -y se marchó.
En la plaza no era raro que los chiquillos más atrevidos atasen sus trineos a los coches de los campesinos, y de esta manera paseaban un buen trecho arrastrados por ellos. Era muy divertido. Cuando estaban en lo mejor del juego, llegó un gran trineo pintado de blanco, ocupado por un personaje envuelto en una piel blanca y tocado con un gorro, blanco también. El trineo dio dos vueltas a la plaza, y Carlos corrió a atarle el suyo, dejándose arrastrar. El trineo desconocido corría a velocidad creciente, y se internó en la calle más próxima; el conductor volvió la cabeza e hizo una seña amistosa a Carlos, como si ya lo conociese. Cada vez que Carlos trataba de soltarse, el conductor le hacía un signo con la cabeza, y el pequeño se quedaba sentado. Al fin salieron de la ciudad, y la nieve empezó a caer tan copiosamente, que el chiquillo no veía siquiera la mano cuando se la ponía delante de los ojos; pero la carrera continuaba. Él soltó rápidamente la cuerda para desatarse del trineo grande pero de nada le sirvió; su pequeño vehículo seguía sujeto, y corrían con la velocidad del viento. Se puso a gritar, pero nadie lo oyó; continuaba nevando intensamente, y el trineo volaba, pegando de vez en cuando violentos saltos, como si salvase fosos y setos. Carlos estaba aterrorizado; quería rezar el Padrenuestro, pero sólo acudía a su memoria la tabla de multiplicar.
Los copos de nieve eran cada vez mayores, hasta que, al fin, parecían grandes pollos blancos. De repente dieron un salto a un lado, el trineo se detuvo, y la persona que lo conducía se incorporó en el asiento. La piel y el gorro eran de pura nieve, y ante los ojos del chiquillo se presentó una señora alta y esbelta, de un blanco resplandeciente. Era la Reina de las Nieves.
-Hemos corrido mucho –dijo-, pero, ¡qué frío! Métete en mi piel de oso.
Prosiguió, y lo sentó junto a ella en su trineo y lo envolvió en la piel. A él le pareció que se hundía en un torbellino de nieve.
-¿Todavía tienes frío? –le preguntó la señora, besándolo en la frente. ¡Oh, sus labios eran peor que el hielo, y el beso se le entró en el corazón, que ya de suyo estaba medio helado! Tuvo la sensación de que iba a morir, pero no duró más que un instante; luego se sintió perfectamente, y dejó de notar el frío.
«¡Mi trineo! ¡No olvides mi trineo!», pensó él de pronto; pero estaba atado a uno de los pollos blancos, el cual echo a volar detrás de ellos con el trineo a la espalda. La Reina de las Nieves dio otro beso a Carlos, y Margarita, la abuela y todos los demás se borraron de su memoria.
-No te volveré a besar -dijo ella-, pues de lo contrario te mataría.
Carlos la miró; era muy hermosa; no habría podido imaginar un rostro más inteligente y atractivo. Ya no le parecía de hielo, como antes, cuando le había estado haciendo señas a través de la ventana. A los ojos del niño era perfecta, y no le inspiraba temor alguno. Le contó que sabía hacer cálculo mental, hasta con quebrados; que sabía cuántas millas cuadradas y cuántos habitantes tenía el país. Ella lo escuchaba sonriendo, y Carlos empezó a pensar que tal vez no sabía aún bastante. Y levantó los ojos al firmamento, y ella emprendió el vuelo con él, hacia la negra nube, entre el estrépito de la tempestad; el niño se acordó de una vieja canción. Pasaron volando por encima de ciudades y lagos, de mares y países; debajo de ellos aullaban el gélido viento y los lobos, y centelleaba la nieve; y encima volaban las negras y ruidosas cornejas; pero en lo más alto del cielo brillaba, grande y blanca, la luna, y Carlos la estuvo contemplando durante toda la larga noche. Al amanecer se quedó dormido a los pies de la Reina de las Nieves.

TERCER EPISODIO
El jardín de la hechicera

Pero, ¿qué hacía Margarita, al ver que Carlos no regresaba? ¿Dónde estaría el niño? Nadie lo sabía, nadie pudo darle noticias. Los chicos de la calle contaban que lo habían visto atar su trineo a otro muy grande y hermoso que entró en la calle, y salió por la puerta de la ciudad. Todos ignoraban su paradero; corrieron muchas lágrimas, y también Margarita lloró copiosa y largamente. Después la gente dijo que había muerto, que se habría ahogado en el río que pasaba por las afueras de la ciudad.
¡Ah, qué días de invierno más largos y tristes! Y llegó la primavera, con su sol confortador.
-Carlos murió; ya no lo tengo -dijo la pequeña Margarita.
-No lo creo -respondió el sol.
-Está muerto y ha desaparecido -dijo la niña a las golondrinas.
-¡No lo creemos! -replicaron éstas; y al fin la propia Margarita llegó a no creerlo tampoco.
-Me pondré los zapatos colorados nuevos -dijo un día-. Los que Carlos no ha visto aún, y bajaré al río a preguntar por él.
Era aún muy temprano. Dio un beso a su abuelita, que dormía, y, calzándose los zapatos rojos, salió sola de la ciudad, en dirección al río.
-¿Es cierto que me robaste a mi compañero de juego? Te daré mis zapatos nuevos si me lo devuelves.
Y le pareció como si las ondas le hiciesen unas señas raras. Se quitó los zapatos rojos, que le gustaban con delirio, y los arrojó al río; pero cayeron junto a la orilla, y las leves ondas los devolvieron a tierra. Se habría dicho que el río no aceptaba la prenda que ella más quería, porque Carlos no estaba en él. Pero Margarita, pensando que no había echado los zapatos lo bastante lejos, se subió a un bote que flotaba entre los juncos y, avanzando hasta su extremo, arrojó nuevamente los zapatos al agua. Pero resultó que el bote no estaba amarrado y, con el movimiento producido por la niña, se alejó de la orilla. Al darse cuenta la niña, quiso saltar a tierra, pero antes que pudiera llegar a popa, la embarcación se había separado ya cosa de una vara de la ribera y seguía alejándose a velocidad creciente.
Margarita, en extremo asustada, rompió a llorar, pero nadie la oyó aparte los gorriones, los cuales, no pudiendo llevarla a tierra, se echaron a volar a lo largo de la orilla, piando como para consolarla: «¡Estamos aquí, estamos aquí!». El bote avanzaba, arrastrado por la corriente, y Margarita permanecía descalza y silenciosa; los zapatitos rojos flotaban en pos de la barca, sin poder alcanzarla, pues ésta navegaba a mayor velocidad.
Las dos orillas eran muy hermosas, con lindas flores, viejos árboles y laderas en las que pacían ovejas y vacas; pero no se veía ni un ser humano.
«Acaso el río me conduzca hasta Carlitos», pensó Margarita, y aquella idea le devolvió la alegría. Se puso en pie y estuvo muchas horas contemplando la hermosa ribera verde, hasta que llegó frente a un gran jardín plantado de cerezos, en el que se alzaba una casita con extrañas ventanas de color rojo y azul. Por lo demás, tenía el tejado de paja, y fuera había dos soldados de madera, con el fusil al hombro.
Margarita los llamó, creyendo que eran de verdad; pero como es natural, no respondieron; se acercó mucho a ellos, pues el río impelía el bote hacia la orilla.
La niña volvió a llamar más fuerte, y entonces salió de la casa una mujer muy vieja, muy vieja, que se apoyaba en una muletilla; llevaba, para protegerse del sol, un gran sombrero pintado de bellísimas flores.
-¡Pobre pequeña! -dijo la vieja-. ¿Cómo viniste a parar a este río caudaloso y rápido que te ha arrastrado tan lejos?
Y, entrando en el agua, la mujer sujetó el bote con su muletilla, tiró de él hacia tierra y ayudó a Margarita a desembarcar.
Se alegró la niña de volver a pisar tierra firme, aunque la vieja no dejaba de inspirarle cierto temor.
-Ven y cuéntame quién eres y cómo has venido a parar aquí -dijo la mujer.
Margarita se lo explicó todo, mientras la mujer no cesaba de menear la cabeza diciendo: «¡Hm, hm!». Y cuando la niña hubo terminado y preguntado a la vieja si por casualidad había visto a Carlitos, respondió ésta que no había pasado por allí, pero que seguramente vendría. No debía afligirse y sí, en cambio, probar las cerezas, y contemplar sus flores, que eran más hermosas que todos los libros de estampas, y además cada una sabía un cuento. Tomó a Margarita de la mano y entró con ella en la casa, cerrando la puerta tras de sí.
Las ventanas eran muy altas, y los cristales, de colores: rojo, azul y amarillo, por lo que la luz del día resultaba muy extraña. Sobre la mesa había un plato de exquisitas cerezas, y Margarita comió todas las que le vinieron en gana, con permiso de la dueña. Mientras comía, la vieja la peinaba con un peine de oro, y el pelo se le iba ensortijando y formando un precioso marco dorado para su carita cariñosa, redonda y rosada.
-¡Siempre he suspirado por tener una niña bonita como tú -dijo la vieja-. ¡Ya verás qué bien lo pasamos las dos juntas!
Y mientras seguía peinando el cabello de Margarita, ésta iba olvidándose de su amiguito Carlos, pues la vieja poseía el arte de hechicería, aunque no fuera una bruja perversa. Practicaba su don sólo para satisfacer algún antojo, y le habría gustado quedarse con Margarita. Por eso salió a la rosaleda y, extendiendo la muletilla hacia todos los rosales, magníficamente floridos, hizo que todos desaparecieran bajo la negra tierra, sin dejar señal ni rastro. Temía la mujer que Margarita, al ver las rosas, se acordase de las suyas y de Carlitos y escapase.
Entonces condujo a la niña al jardín. ¡Dios santo! ¡Qué fragancia y esplendor! Crecían allí todas las flores imaginables; las propias de todas las estaciones aparecían abiertas y magníficas; ningún libro de estampas podía comparársele. Margarita se puso a saltar de alegría y estuvo jugando hasta que el sol se ocultó tras los altos cerezos. Entonces fue conducida a una bonita cama, con almohada de seda roja llena de pétalos de violetas, y se durmió y soñó cosas como sólo las sueña una reina el día de su boda.
Al día siguiente volvió a jugar al sol con las flores, y de este modo transcurrieron muchos días. Margarita conocía todas las flores, y a pesar de las muchas que había, le parecía que faltaba una, sin poder precisar cuál. En una ocasión en que estaba sentada contemplando el sombrero de la vieja, que tenía pintadas tantas flores, vio también la más bella de todas: la rosa. La vieja se había olvidado de borrarla del sombrero cuando hizo desaparecer las restantes bajo tierra. Pero, ya se sabe, uno no puede estar en todo.
-Ahora que caigo en ello -exclamó Margarita-, ¿no hay rosas aquí?
Y se puso a recorrer los arriates, busca que busca, pero no había ninguna. Entonces se sentó en el suelo y rompió a llorar; sus lágrimas ardientes caían sobre un lugar donde se había hundido uno de los rosales, y cuando humedecieron el suelo, brotó de pronto el rosal, tan florido como en el momento de desaparecer, y Margarita lo abrazó, y besó sus rosas, y le volvieron a la memoria las preciosas de su casa y, con ellas, Carlitos.
-¡Ay, cómo me he entretenido! -exclamó la niña-. Yo iba en busca de Carlos. ¿No saben dónde está? -preguntó a las rosas-. ¿Creen que está vivo o que está muerto?
-Muerto no está -respondieron las rosas-. Nosotras hemos estado debajo de la tierra, donde moran todos los muertos, pero Carlos no estaba.
-Gracias -dijo Margarita, y, dirigiéndose a las otras flores, miró sus cálices y les preguntó-: ¿Saben por ventura dónde está Carlos?
Pero todas las flores tomaban el sol, ensimismadas en sus propias historias. Margarita oyó muchísimas, pero ninguna decía nada de Carlos.
¿Qué decía, pues, la azucena de fuego?
-Oye el tambor: «¡Bum, bum!». Son sólo dos notas, siempre «¡bum! ¡bum!». Escucha el plañido de las mujeres. Escucha la llamada de los sacerdotes. Envuelta en su largo manto rojo, la mujer está sobre la pira; las llamas la rodean, así como a su esposo muerto. Pero la mujer hindú piensa en el hombre vivo que está entre la multitud: en él, cuyos ojos son más ardientes que las llamas; en él, el ardor de cuyos ojos agita su corazón más que el fuego, que pronto reducirá su cuerpo a cenizas. ¿Puede la llama del corazón perecer en la llama de la hoguera?
-No comprendo una palabra de lo que dices -exclamó Margarita.
-Pues éste es mi cuento -replicó la azucena.
¿Qué dijo la campanilla?
-Más arriba del sendero de montaña se alza un antiguo castillo. La espesa siempreviva crece en torno de los vetustos muros rojos, hoja contra hoja, rodeando la terraza. Allí mora una hermosa doncella que, inclinándose sobre la balaustrada, mira constantemente al camino. No hay en el rosal una rosa más fresca que ella; ninguna flor de manzano arrancada por el viento flota más ligera que ella; el crujido de su ropaje de seda dice: «¿No viene aún?».
-¿Te refieres a Carlos? -preguntó Margarita.
-Yo hablo tan sólo de mi leyenda, de mi sueño -respondió la campanilla.
¿Qué dice el rompenieves?
-Entre unos árboles hay una larga tabla, colgada de unas cuerdas; es un columpio. Dos lindas chiquillas -sus vestidos son blancos como la nieve, y en sus sombreros flotan largas cintas de seda verde- se balancean sentadas en él. Su hermano, que es mayor, está también en el columpio, de pie, rodeando la cuerda con un brazo para sostenerse, pues tiene en una mano una escudilla, y en la otra, una paja, y está soplando pompas de jabón. El columpio no para, y las pompas vuelan, con bellas irisaciones; la última está aún adherida al canutillo y se tuerce al impulso del viento, pues el columpio sigue oscilando. Un perrito negro, ligero como las pompas de jabón, se levanta sobre las patas traseras; también él quería subir al columpio. Pasa volando el columpio, y el perro cae, ladrando furioso, y las pompas estallan. Un columpio, una esferita de espuma que revienta; ¡ésta es mi canción!
-Acaso sea bonito eso que cuentas, pero lo dices de modo tan triste, y además no hablas de Carlitos.
¿Qué decían los jacintos?
-Éranse tres bellas hermanas, exquisitas y transparentes. El vestido de una era rojo; el de la segunda, azul, y el de la tercera, blanco. Cogidas de la mano bailaban al borde del lago tranquilo, a la suave luz de la luna. No eran elfos, sino seres humanos. El aire estaba impregnado de dulce fragancia, y las doncellas desaparecieron en el bosque. La fragancia se hizo más intensa; tres féretros, que contenían a las hermosas muchachas, salieron de la espesura de la selva, flotando por encima del lago, rodeados de luciérnagas, que los acompañaban volando e iluminándolos con sus lucecitas tenues. ¿Duermen acaso las doncellas danzarinas, o están muertas? El perfume de las flores dice que han muerto; la campana vespertina llama al oficio de difuntos.
-¡Qué tristeza me causas! -dijo Margarita-. ¡Tu perfume es tan intenso! No puedo dejar de pensar en las doncellas muertas. ¡Ay!, ¿estará muerto Carlitos? Las rosas estuvieron debajo de la tierra y dijeron que no.
-¡Cling, clang! -sonaban los cálices de los jacintos-. No doblamos por Carlitos, no lo conocemos. Cantamos nuestra propia pena, la única que conocemos.
Y Margarita pasó al botón de oro, que asomaba por entre las verdes y brillantes hojas.
-¡Cómo brillas, solecito! -le dijo-. ¿Sabes dónde podría encontrar a mi campanero de juegos?
El botón de oro despedía un hermosísimo brillo y miraba a Margarita. ¿Qué canción sabría cantar? Tampoco se refería a Carlos. No sabía qué decir.
-El primer día de primavera, el sol del buen Dios lucía en una pequeña alquería, prodigando su benéfico calor; sus rayos se deslizaban por las blancas paredes de la casa vecina, junto a las cuales crecían las primeras flores amarillas, semejantes a ascuas de oro al contacto de los cálidos rayos. La anciana abuela estaba fuera, sentada en su silla; la nieta, una linda muchacha que servía en la ciudad, acababa de llegar para una breve visita y besó a su abuela. Había oro, oro puro del corazón en su beso. Oro en la boca, oro en el alma, oro en aquella hora matinal. Ahí tienes mi cuento -concluyó el botón de oro.
-¡Mi pobre, mi anciana abuelita! -suspiró Margarita-. Sin duda me echa de menos y está triste pensando en mí, como lo estaba pensando en Carlos. Pero volveré pronto a casa y lo llevaré conmigo. De nada sirve que pregunte a las flores, las cuales saben sólo de sus propias penas. No me dirán nada.
Y se arregazó el vestidito para poder andar más rápidamente; pero el lirio de Pascua le golpeó en la pierna al saltar por encima de él. Se detuvo la niña y, considerando la alta flor amarilla, le preguntó:
- ¿Acaso tú sabes algo? -y se agachó sobre la flor. ¿Qué le dijo ésta?
-Me veo a mí misma, me veo a mí misma. ¡Oh, cómo huelo! Arriba, en la pequeña buhardilla, está, medio desnuda, una pequeña bailarina, que ora se sostiene sobre una pierna, ora sobre las dos, recorre con sus pies todo el mundo, pero es sólo una ilusión. Vierte agua de la tetera sobre un pedazo de tela que sostiene: es su corpiño, ¡la limpieza es una gran cosa! El blanco vestido cuelga de un gancho; fue también lavado en la tetera y secado en el tejado. Se lo pone, se pone alrededor del cuello el chal azafranado, y así resalta más el blanco del vestido. ¡Arriba la pierna! ¡Mira qué alardes hace sobre un tallo! ¡Me veo a mí misma, me veo a mí misma! ¡Oh esto es magnífico!
-¡Y qué me importa eso a mí! -dijo Margarita-. ¿A qué viene esa historia?
Y echó a correr hacia el extremo del jardín.
La puerta estaba cerrada, pero ella forcejeó con el herrumbroso cerrojo hasta descorrerlo; se abrió por fin, y la niña se lanzó al vasto mundo con los pies descalzos. Por tres veces se volvió a mirar, pero nadie la perseguía. Al fin, fatigadísima, se sentó sobre una gran piedra, y al dirigir la mirada a su alrededor se dio cuenta de que el verano había pasado y de que estaba ya muy avanzado el otoño, cosa que no había podido observar en el hermoso jardín, donde siempre brillaba el sol, y las flores crecían en todas las estaciones.
-¡Dios mío, cómo me he retrasado! -dijo Margarita-. ¡Estamos ya en otoño; tengo que darme prisa!
Y se puso en pie para reemprender su camino.
Pobres piececitos suyos, ¡qué heridos y cansados! A su alrededor todo parecía frío y desierto; las largas hojas de los sauces estaban amarillas, y el rocío se desprendía en grandes gotas. Caían las hojas unas tras otras; sólo el endrino tenía aún fruto, pero era áspero y contraía la boca. ¡Ay, qué gris y difícil parecía todo en el vasto mundo!.
CUARTO EPISODIO
El príncipe y la princesa

Margarita no tuvo más remedio que tomarse otro descanso. Y he aquí que en medio de la nieve, en el sitio donde se había sentado, saltó una gran corneja que llevaba buen rato allí contemplando a la niña y bamboleando la cabeza. Finalmente, le dijo:
-¡Crac, crac, buenos días, buenos días!
No sabía decirlo mejor, pero sus intenciones eran buenas, y le preguntó adónde iba tan sola por aquellos mundos de Dios. Margarita comprendió muy bien la palabra «sola» y el sentido que encerraba. Contó, pues, a la corneja toda su historia y luego le preguntó si había visto a Carlos.
La corneja hizo un gesto significativo con la cabeza y respondió:
-¡A lo mejor!
-¿Cómo? ¿Crees que lo has visto? -exclamó la niña, besando al ave tan fuertemente que por poco la ahoga.
-¡Cuidado, cuidado! -protestó la corneja-. Me parece que era Carlitos. Sin embargo, te ha olvidado por la princesa.
-¿Vive con una princesa? -preguntó Margarita.
-Sí, escucha -dijo la corneja-; pero me resulta difícil hablar tu lengua. Si entendieses la nuestra, te lo podría contar mejor.
-Lo siento, pero no la sé -respondió Margarita-. Mi abuelita sí la entendía, y también la lengua de las pes. ¡Qué lástima, que yo no la aprendiera!
-No importa -contestó la corneja-. Te lo contaré lo mejor que sepa; claro que resultará muy deficiente.
Y le explicó lo que sabía.
-En este reino en que nos encontramos, vive una princesa de lo más inteligente; tanto, que se ha leído todos los periódicos del mundo, y los ha vuelto a olvidar. Ya ves si es lista. Uno de estos días estaba sentada en el trono -lo cual no es muy divertido, según dicen-; el hecho es que se puso a canturrear una canción que decía así: «¿Y si me buscara un marido?». «Oye, eso merece ser meditado», pensó, y tomó la resolución de casarse. Pero quería un marido que supiera responder cuando ella le hablara; un marido que no se limitase a permanecer plantado y lucir su distinción; esto era muy aburrido. Convocó entonces a todas las damas de la Corte, y cuando ellas oyeron lo que la Reina deseaba, se pusieron muy contentas. «¡Esto me gusta! -exclamaron todas-; hace unos días que yo pensaba también en lo mismo». Te advierto que todo lo que digo es verdad -observó la corneja-. Lo sé por mi novia, que tiene libre entrada en palacio; está domesticada.
La novia era otra corneja, claro está. Pues una corneja busca siempre a una semejante y, naturalmente, es siempre otra corneja.
-Los periódicos aparecieron enseguida con el monograma de la princesa dentro de una orla de corazones. Podía leerse en ellos que todo joven de buen parecer estaba autorizado a presentarse en palacio y hablar con la princesa; el que hablase con desenvoltura y sin sentirse intimidado, y desplegase la mayor elocuencia, sería elegido por la princesa como esposo. Puedes creerme -insistió la corneja-, es verdad, tan verdad como que estoy ahora aquí. Acudió una multitud de hombres, todo eran aglomeraciones y carreras, pero nada salió de ello, ni el primer día ni el segundo. Todos hablaban bien mientras estaban en la calle; pero en cuanto franqueaban la puerta de palacio y veían los centinelas en uniforme plateado y los criados con librea de oro en las escaleras, y los grandes salones iluminados, perdían la cabeza. Y cuando se presentaban ante el trono ocupado por la princesa, no sabían hacer otra cosa que repetir la última palabra que ella dijera, y esto a la princesa no le interesaba ni pizca. Era como si al llegar al salón del trono se les hubiese metido rapé en el estómago y hubiesen quedado aletargados, no despertando hasta encontrarse nuevamente en la calle; entonces recobraban el uso de la palabra. Y había una enorme cola que llegaba desde el palacio hasta la puerta de la ciudad. Yo estaba también, como espectadora. Y pasaban hambre y sed, pero en el palacio no se les servía ni un vaso de agua. Algunos, más listos, se habían traído bocadillos, pero no creas que los compartieran con el vecino. Pensaban: «Mejor que tenga cara de hambriento, así no lo querrá la princesa».
-Pero, ¿y Carlos, y Carlitos? -preguntó Margarita-. ¿Cuándo llegó? ¿Estaba entre la multitud?
-Espera, espera, ya saldrá Carlitos. El tercer día se presentó un personajito, sin caballo ni coche, pero muy alegre. Sus ojos brillaban como los tuyos, tenía un cabello largo y hermoso, pero vestía pobremente.
-¡Era Carlos! -exclamó Margarita, alborozada-. ¡Oh, lo he encontrado!
Y dio una palmada.
-Llevaba un pequeño morral a la espalda -prosiguió la corneja. -No, debía de ser su trineo -replicó Margarita-, pues se marchó con el trineo.
-Es muy posible -admitió la corneja-, no me fijé bien; pero lo que sí sé, por mi novia domesticada, es que el tal individuo, al llegar a la puerta de palacio y ver la guardia en uniforme de plata y a los criados de la escalera en librea dorada, no se turbó lo más mínimo, sino que, saludándoles con un gesto de la cabeza, dijo: «Debe ser pesado estarse en la escalera; yo prefiero entrar». Los salones eran un ascua de luz; los consejeros privados y de Estado andaban descalzos llevando fuentes de oro. Todo era solemne y majestuoso. Los zapatos del recién llegado crujían ruidosamente, pero él no se inmutó.
-¡Es Carlos, sin duda alguna! -repitió Margarita-. Sé que llevaba zapatos nuevos. Oí crujir sus suelas en casa de abuelita.
-¡Ya lo creo que crujían! -prosiguió la corneja-, y nuestro hombre se presentó alegremente ante la princesa, la cual estaba sentada sobre una gran perla, del tamaño de un torno de hilar. Todas las damas de la Corte, con sus doncellas y las doncellas de las doncellas, y todos los caballeros con sus criados y los criados de los criados, que a su vez tenían asistente, estaban colocados en semicírculo; y cuanto más cerca de la puerta, más orgullosos parecían. Al asistente del criado del criado, que va siempre en zapatillas, uno casi no se atreve a mirarlo; tal es la altivez con que se está junto a la puerta.
-¡Debe ser terrible -exclamó Margarita-. ¿Y vas a decirme que Carlos se casó con la princesa?
-De no haber sido yo corneja me habría quedado con ella, y esto que estoy prometido. Parece que él habló tan bien como lo hago yo cuando hablo en mi lengua; así me lo ha dicho mi novia domesticada. Era audaz y atractivo. No se había presentado para conquistar a la princesa, sino sólo para escuchar su conversación. Y la princesa le gustó, y ella, por su parte, quedó muy satisfecha de él.
-Sí, seguro que era Carlos -dijo Margarita-. ¡Siempre ha sido tan inteligente! Fíjate que sabía calcular de memoria con quebrados. ¡Oh, por favor, llévame al palacio!
-¡Niña, qué pronto lo dices! -replicó la corneja-. Tendré que consultarlo con mi novia domesticada; seguramente podrá aconsejarnos, pues de una cosa estoy seguro: que jamás una chiquilla como tú será autorizada a entrar en palacio por los procedimientos reglamentarios.
-¡Sí, me darán permiso! -afirmó Margarita-. Cuando Carlos sepa que soy yo, saldrá enseguida a buscarme.
-Aguárdame en aquella cuesta -dijo la corneja, y, saludándola con un movimiento de la cabeza, se alejó volando.
Cuando regresó, anochecía ya.
-¡Rah! ¡rah! -gritó-. Ella me ha encargado que te salude, y ahí va un panecillo que sacó de la cocina. Allí hay mucho pan, y tú debes de estar hambrienta. No es posible que entres en el palacio; vas descalza; los centinelas en uniforme de plata y los criados en librea de oro no te lo permitirán. Pero no llores, de un modo u otro te introducirás. Mi novia conoce una escalerita trasera que conduce al dormitorio, y sabe dónde hacerse con las llaves.
Se fueron al jardín, a la gran avenida donde las hojas caían sin parar; y cuando en el palacio se hubieron apagado todas las luces una tras otra, la corneja condujo a Margarita a una puerta trasera que estaba entornada.
¡Oh, cómo le palpitaba a la niña el corazón, de angustia y de anhelo! Le parecía como si fuera a cometer una mala acción, y, sin embargo, sólo quería saber si Carlos estaba allí. Que estaba, era casi seguro; y en su imaginación veía sus ojos inteligentes, su largo cabello; lo veía sonreír cómo antes, cuando se reunían en casa entre las rosas. Sin duda estaría contento de verla, de enterarse del largo camino que había recorrido en su busca; de saber la aflicción de todos los suyos al no regresar él. ¡Oh, qué miedo, y, a la vez, qué contento!
Llegaron a la escalera, iluminada por una lamparilla colocada sobre un armario. En el suelo esperaba la corneja domesticada, volviendo la cabeza en todas direcciones. Miró a Margarita, que la saludó con una inclinación, tal como le enseñara la abuelita.
-Mi prometido me ha hablado muy bien de usted, señorita -dijo la corneja domesticada-. Su biografía, como vulgarmente se dice, o sea, la historia de su vida, es, por otra parte, muy conmovedora. Haga el favor de coger la lámpara, y yo guiaré. Lo mejor es ir directamente por aquí, así no encontraremos a nadie.
-Tengo la impresión de que alguien nos sigue - exclamó Margarita; en efecto, algo pasó con un silbido; eran como sombras que se deslizaban por la pared, caballos de flotantes melenas y delgadas patas, cazadores, caballeros y damas cabalgando.
-Son sueños nada más -dijo la corneja-. Vienen a buscar los pensamientos de Su Alteza para llevárselos de caza. Tanto mejor, así podrá usted contemplarla a sus anchas en la cama. Pero confío en que, si es usted elevada a una condición honorífica y distinguida, dará pruebas de ser agradecida.
-No hablemos ahora de eso -intervino la corneja del bosque.
Llegaron al primer salón, tapizado de color de rosa, con hermosas flores en las paredes. Pasaban allí los sueños rumoreando, pero tan vertiginosos, que Margarita no pudo ver a los nobles personajes. Cada salón superaba al anterior en magnificencia; era para perder la cabeza. Al fin llegaron al dormitorio, cuyo techo parecía una gran palmera con hojas de cristal, pero cristal precioso; en el centro, de un grueso tallo de oro, colgaban dos camas, cada una semejante a un lirio. En la primera, blanca, dormía la princesa; en la otra, roja, Margarita debía buscar a Carlos. Separó una de las hojas encarnadas y vio un cuello moreno. ¡Era Carlos! Pronunció su nombre en voz alta, acercando la lámpara -los sueños volvieron a pasar veloces por la habitación-, él se despertó, volvió la cabeza y... ¡no era Carlos!
El príncipe se le parecía sólo por el pescuezo, pero era joven y guapo. La princesa, parpadeando por entre la blanca hoja de lirio, preguntó qué ocurría. Margarita rompió a llorar y le contó toda su historia y lo que por ella habían hecho las cornejas.
¡Pobre pequeña! -exclamaron los príncipes; elogiaron a las cornejas y dijeron que no estaban enfadados, aunque aquello no debía repetirse. Por lo demás, recibirían una recompensa.
¿Prefieren marcharse libremente -preguntó la princesa- o quedarse en palacio en calidad de cornejas de Corte, con derecho a todos los desperdicios de la cocina?
Las dos cornejas se inclinaron respetuosamente y manifestaron que optaban por el empleo fijo, pues pensaban en la vejez y en que sería muy agradable contar con algo positivo para cuando aquélla llegase.
El príncipe se levantó de la cama y la cedió a Margarita; realmente no podía hacer más. Ella cruzó las manos, pensando: «¡Qué buenas son las personas y los animales, después de todo!», y cerrando los ojos, se quedó dormida. Acudieron de nuevo todos los sueños, y creyó ver angelitos de Dios que guiaban un trineo en el que viajaba Carlos, el cual la saludaba con la cabeza. Pero todo aquello fue un sueño, y se desvaneció en el momento de despertarse.
Al día siguiente la vistieron de seda y terciopelo de pies a cabeza. La invitaron a quedarse en palacio, donde lo pasaría muy bien; pero ella pidió sólo un cochecito con un caballo y un par de zapatitos, para seguir corriendo el mundo en busca de Carlos.
Le dieron zapatos y un manguito y la vistieron primorosamente, y cuando se dispuso a partir, había en la puerta una carroza nueva de oro puro; los escudos del príncipe y de la princesa brillaban en ella como estrellas. El cochero, criados y postillones -pues no faltaban tampoco los postillones-, llevaban sendas coronas de oro. Los príncipes en persona la ayudaron a subir al coche y le desearon toda clase de venturas. La corneja silvestre, que ya se había casado, la acompañó un trecho de tres millas, posada a su lado, pues no podía soportar ir de espaldas. La otra corneja se quedó en la puerta batiendo de alas; no siguió porque desde que contaba con un empleo fijo, sufría de dolores de cabeza, pues comía con exceso. El interior del coche estaba acolchado con cosquillas de azúcar, y en el asiento había fruta y mazapán.
-¡Adiós, adiós! -gritaron el príncipe y la princesa; y Margarita lloraba, y lloraba también la corneja-. Al cabo de unas millas se despidió también ésta, y resultó muy dura aquella despedida. Se subió volando a un árbol, y permaneció en él agitando las negras alas hasta que desapareció el coche, que relucía como el sol.

QUINTO EPISODIO
La pequeña bandolera

Avanzaban a través del bosque tenebroso, y la carroza relucía como una antorcha. Su brillo era tan intenso, que los ojos de los bandidos no podían resistirlo.
-¡Es oro, es oro! -gritaban, y, arremetiendo con furia, detuvieron los caballos, dieron muerte a los postillones, al cochero y a los criados y mandaron apearse a Margarita.
-Está gorda, apetitosa, la alimentaron con nueces -dijo la vieja de los bandidos, que era barbuda y tenía unas cejas que le colgaban por encima de los ojos.
-Será sabrosa como un corderillo bien cebado. ¡Se me hace la boca agua! -y sacó su afilado cuchillo, que daba miedo de brillante que era.
-¡Ay! -gritó al mismo tiempo, pues su propia hija, que se le había subido a la espalda, acababa de pegarle un mordisco en la oreja; era salvaje y endiablada como ella sola.
-Maldita rapaza! -exclamó la madre, renunciando a degollar a Margarita.
-¡Jugará conmigo! -dijo la niña de los bandoleros.
-Me dará su manguito y su lindo vestido, y dormirá en mi cama y pegó a la vieja otro mordisco, que la hizo saltar y dar vueltas, mientras los bandidos reían y decían:
-¡Cómo baila con su golfilla!
-¡Quiero subir al coche! -gritó la pequeña salvaje, y hubo que complacerla, pues era malcriada y terca como ella sola. Ella y Margarita subieron al carruaje y salieron a galope a campo traviesa. La hija de los bandoleros era de la edad de Margarita, pero más robusta, ancha de hombros y de piel morena. Tenía los ojos negros, de mirada casi triste. Rodeando a Margarita por la cintura, le dijo: - No te matarán mientras yo no me enfade contigo ¿Eres una princesa, verdad?
-No -respondió Margarita, y le contó todas sus aventuras y lo mucho que ansiaba encontrar a su Carlitos.
La otra la miraba muy seriamente; hizo un signo con la cabeza y dijo:
-No te matarán, aunque yo me enfade; entonces lo haré yo misma.
Y secó los ojos de Margarita y metió las manos en el hermoso manguito, tan blando y caliente.
El coche se detuvo; estaban en el patio de un castillo de bandoleros, todo él derruido de arriba abajo. Cuervos y cornejas salían volando de los grandes orificios, y enormes perros mastines, cada uno de los cuales parecía capaz de tragarse un hombre, saltaban sin ladrar, pues les estaba prohibido.
En la espaciosa sala, vieja y ahumada, ardía un gran fuego en el centro del suelo de piedra; el humo se esparcía por debajo del techo, buscando una salida. Cocía un gran caldero de sopa, al mismo tiempo que asaban liebres y conejos.
-Esta noche dormirás sola conmigo y con mis animalitos -dijo la hija de los bandidos.
Le dieron de comer y beber, y luego las dos niñas se apartaron a un rincón donde había paja y alfombras. Encima, posadas en estacas y perchas, había un centenar de palomas, dormidas al parecer, pero que se movieron un poco al acercarse las chicas.
-Todas son mías -dijo la hija de los bandidos, y, sujetando una por los pies, la sacudió violentamente, haciendo que el animal agitara las alas-. ¡Bésala! -gritó, apretándola contra la cara de Margarita-. Allí están las palomas torcaces, las buenas piezas -y señaló cierto número de barras clavadas ante un agujero en la parte superior de la pared-. También son torcaces aquellas dos; si no las tenemos encerradas, escapan; y éste es mi preferido -y así diciendo, agarró por los cuernos un reno, que estaba atado por un reluciente anillo de cobre en torno al cuello-. No hay más remedio que tenerlo sujeto, de lo contrario huye. Todas las noches le hago cosquillas en el cuello con el cuchillo, y tiene miedo.
Y la chiquilla, sacando un largo cuchillo de una rendija de la pared, lo deslizó por el cuello del reno. El pobre animal todo era patalear, y la chica venga reírse. Luego metió a Margarita en la cama con ella.
-¿Duermes siempre con el cuchillo a tu lado? -preguntó Margarita, mirando el arma un si es no es nerviosa.
-¡Desde luego! -respondió la pequeña bandolera-. Nunca sabe una lo que puede ocurrir. Pero vuelve a contarme lo que me dijiste antes de Carlitos y por qué te fuiste por esos mundos.
Margarita le repitió su historia desde el principio, mientras las palomas torcaces arrullaban en su jaula y las demás dormían. La hija de los bandidos pasó un brazo en torno al cuello de Margarita, y, con el cuchillo en la otra mano, se puso a dormir y a roncar. Margarita, en cambio, no podía pegar los ojos, pues no sabía si seguiría viva o si debía morir. Los bandidos, sentados alrededor del fuego, cantaban y bebían, mientras la vieja no cesaba de dar volteretas. El espectáculo resultaba horrible para Margarita.
En esto dijeron las palomas torcaces:
-¡Ruk, ruk!, hemos visto a Carlitos. Un pollo blanco llevaba su trineo, él iba sentado en la carroza de la Reina de las Nieves, que volaba por encima del bosque cuando nosotras estábamos en el nido. Sopló sobre nosotras y murieron todas menos nosotras dos. ¡Ruk, ruk!
-¿Qué están diciendo ahí arriba? -exclamó Margarita- ¿Adónde iba la Reina de la Nieves? ¿Sabéis algo?
-Al parecer se dirigía a Laponia, donde hay siempre nieve y hielo. Pregunta al reno atado ahí.
-Allí hay hielo y nieve, ¡qué magnífico es aquello y qué bien se está! -dijo el reno-. Salta uno con libertad por los grandes prados relucientes. Allí tiene la Reina de las Nieves su tienda de verano; pero su palacio está cerca del Polo Norte, en las islas que llaman Spitzberg.
-¡Oh, Carlos, Carlitos! -suspiró Margarita.
-¿No puedes estarte quieta? -la riñó la hija de los bandidos- ¿O quieres que te clave el cuchillo en la barriga?
A la mañana siguiente Margarita le contó todo lo que le habían dicho las palomas torcaces; la muchacha se quedó muy seria, movió la cabeza y dijo:
-¡Qué más da, qué más da! ¿Sabes dónde está Laponia? -preguntó al reno.
-¿Quién lo sabría mejor que yo? -respondió el animal, y sus ojos despedían destellos-. Allí nací y me crié. ¡Cómo he brincado por sus campos de nieve!
-¡Escucha! -dijo la muchacha a Margarita-. Ya ves que todos nuestros hombres se han marchado, pero mi madre sigue en casa. Más tarde empinará el codo y echará su siestecita; entonces haré algo por ti -. Saltando de la cama, cogió a su madre por el cuello y, tirándole de los bigotes, le dijo:
-¡Buenos días, mi dulce chivo!
La vieja correspondió a sus caricias con varios capirotazos que le pusieron toda la nariz amoratada; pero no era sino una muestra de cariño.
Cuando la vieja, tras unos copiosos tragos, se entregó a la consabida siestecita, la hija llamó al reno y le dijo: - Podría divertirme aún unas cuantas veces cosquilleándote el cuello con la punta de mi afilado cuchillo; ¡estás entonces tan gracioso! Pero es igual, te desataré y te ayudaré a escapar, para que te marches a Laponia. Pero cuida de brincar con ánimos y de conducir a esta niña al palacio de la Reina de las Nieves, donde está su compañero de juegos. Ya oíste su relato, pues hablaba bastante alto y tú escuchabas.
El reno pegó un brinco de alegría. La muchacha montó a Margarita sobre su espalda, cuidando de sujetarla fuertemente y dándole una almohada para sentarse.
-Así estás bien -dijo-, ahí tienes tus botas de piel, pues hace frío; pero yo me quedo con el manguito; es demasiado precioso. No te vas a helar por eso. Te daré los grandes mitones de mi madre que te llegarán hasta el codo; póntelos... así; ahora tus manos parecen las de mi madre.
Margarita lloraba de alegría.
-No puedo verte lloriquear -dijo la hija de los bandidos-. Debes estar contenta; ahí tienes dos panes y un jamón para que no pases hambre.
Ató las vituallas a la grupa del reno, abrió la puerta, hizo entrar todos los perros y, cortando la cuerda con su cuchillo, dijo al reno:
-¡A galope, pero mucho cuidado con la niña!
Margarita alargó las manos, cubiertas con los grandes mitones, hacia la muchachita, para despedirse de ella, y enseguida el reno emprendió la carrera a campo traviesa, por el inmenso bosque, por pantanos y estepas, a toda velocidad. Aullaban los lobos y graznaban los cuervos; del cielo llegaba un sonido de «¡p-ff, p-ff!», como si estornudasen.
-¡Son mis auroras boreales! -dijo el reno-. Mira cómo brillan.
Y redobló la velocidad, día y noche. Se acabaron los panes y el jamón, y al fin llegaron a Laponia.

SEXTO EPISODIO
La lapona y la finesa

Hicieron alto frente a una casita de aspecto muy pobre. El tejado llegaba hasta el suelo, y la puerta era tan baja que, para entrar y salir, la familia tenía que arrastrarse. Nadie había en la casa, aparte una vieja lapona que cocía pescado en una lámpara de aceite. El reno contó toda la historia de Margarita, aunque después de haber relatado la propia, que estimaba mucho más importante. La niña estaba tan aterida de frío, que no podía hablar.
-¡Pobres! -dijo la mujer lapona-. ¡Lo que les queda aún por andar! Tienen que correr centenares de millas antes de llegar a Finlandia, que es donde vive la Reina de las Nieves, y todas las noches enciende un castillo de fuegos artificiales. Escribiré unas líneas sobre un bacalao seco, pues papel no tengo, y lo entregaréis a la finesa de allá arriba. Ella podrá informaros mejor que yo.
Y cuando Margarita se hubo calentado y saciado el hambre y la sed, la mujer escribió unas palabras en un bacalao seco y, recomendando a la niña que cuidase de no perderlo, lo ató al reno, el cual reemprendió la carrera. «¡P-ff! ¡P-ff!», seguía rechinando en el cielo; y durante toda la noche lucieron magníficas auroras boreales azules. Luego llegaron a Finlandia, y llamaron a la chimenea de la mujer finesa, ya que puerta no había.
La temperatura del interior era tan elevada, que la misma finesa iba casi desnuda; era menuda y en extremo sucia. Se apresuró a quitar los vestidos a Margarita, así como los mitones y botas, ya que de otro modo el calor se le habría hecho insoportable; puso un pedazo de hielo sobre la cabeza del reno y luego leyó las líneas escritas en el bacalao. Las leyó por tres veces, hasta que se las hubo aprendido de memoria, y a continuación echó el pescado en el caldero de la sopa, pues era perfectamente comestible, y aquella mujer a todo le hallaba su aplicación.
Entonces el reno empezó a contar su historia y después la de Margarita. La mujer finesa se limitaba a pestañear, sin decir una palabra.
-Eres muy lista -dijo el reno-. Sé que puedes atar todos los vientos del mundo con una hebra. Cuando el marino suelta uno de los cabos, tiene viento favorable; si suelta otro, el viento arrecia, y si deja el tercero y el cuarto, entonces se levanta una tempestad que derriba los árboles. ¿No querrías procurar a esta niña un elixir que le dé la fuerza de doce hombres y le permita dominar a la Reina de las Nieves?
-¡La fuerza de doce hombres! -dijo la finesa-. No creo que sirviera de gran cosa.
Y, dirigiéndose a un anaquel, cogió una piel arrollada y la desenrolló. Había escritas en ella unas letras misteriosas, y la mujer se puso a leer con tanto esfuerzo, que el sudor le manaba de la frente.
Pero el reno rogó con tanta insistencia en pro de Margarita, y ésta miró a la mujer con ojos tan suplicantes y llenos de lágrimas, que la finesa volvió a pestañear y se llevó al animal a un rincón, donde le dijo al oído, mientras le ponía sobre la cabeza un nuevo pedazo de hielo:
-En efecto, es verdad: Carlitos está aún junto a la Reina de las Nieves, a pleno gusto y satisfacción, persuadido de que es el mejor lugar del mundo. Pero ello se debe a que le entró en el corazón una astilla de cristal, y en el ojo, un granito de hielo. Hay que empezar por extraérselos; de lo contrario, jamás volverá a ser como una persona, y la Reina de las Nieves conservará su poder sobre él.
-¿Y no puedes tú dar algún mejunje a Margarita, para que tenga poder sobre todas esas cosas?
-No puede darle más poder que el que ya posee. ¿No ves lo grande que es? ¿No ves cómo la sirven hombres y animales, y lo lejos que ha llegado, a pesar de ir descalza? Su fuerza no puede recibirla de nosotros; está en su corazón, por ser una niña cariñosa e inocente. Si ella no es capaz de llegar hasta la Reina de las Nieves y extraer el cristal del corazón de Carlos, nosotros nada podemos hacer. A dos millas de aquí empieza el jardín de la Reina; tú puedes llevarla hasta allí; déjala cerca de un gran arbusto que crece en medio de la nieve y está lleno de bayas rojas, y no te entretengas contándole chismes; vuélvete aquí enseguida.
Dicho esto, la finesa montó a Margarita sobre el reno, el cual echó a correr a toda velocidad.
-¡Oh, me dejé los zapatitos! ¡Y los mitones! -exclamó Margarita al sentir el frío cortante; pero el reno no se atrevió a detenerse y siguió corriendo hasta llegar al arbusto de las bayas rojas. Una vez en él, hizo que la niña se apease y la besó en la boca, mientras por sus mejillas resbalaban grandes y relucientes lágrimas; luego emprendió el regreso a galope tendido. La pobre Margarita se quedó allí descalza y sin guantes, en medio de aquella gélida tierra de Finlandia.
Echó a correr de frente, tan deprisa como le era posible. Vino entonces todo un ejército de copos de nieve; pero no caían del cielo, el cual aparecía completamente sereno y brillante por la aurora boreal. Los copos de nieve corrían por el suelo, y cuanto más se acercaban, más grandes eran. Margarita se acordó de lo grandes y bonitos que le habían parecido cuando los contempló a través de una lente; sólo que ahora eran todavía mucho mayores y más pavorosos; tenían vida, eran los emisarios de la Reina de las Nieves. Presentaban las formas más extrañas; unos parecían enormes y feos erizos; otros, arañas apelotonadas que sacaban las cabezas; otros eran como gordos ositos de pelo hirsuto; pero todos tenían un brillo blanco y todos eran vivos.
Margarita rezó un Padrenuestro, y el frío era tan intenso, que podía ver su propia respiración, que le salía de la boca en forma de vapor. Y el vapor se hacía cada vez más denso, hasta adoptar la figura de angelitos radiantes, que iban creciendo a medida que se acercaban a la tierra; todos llevaban casco en la cabeza, y lanza y escudo en las manos. Su número crecía constantemente, y cuando Margarita hubo terminado su padrenuestro, la rodeaba todo un ejército. Con sus lanzas picaban los horribles copos, haciéndolos estallar en cien pedazos, y Margarita avanzaba segura y contenta.
Los ángeles le acariciaban manos y pies, con lo que ella sentía menos el frío; y se dirigió rápidamente al palacio de la Reina de las Nieves.
Pero veamos ahora cómo lo pasaba Carlos, quien no pensaba, ni mucho menos, en Margarita, ni sospechaba siquiera que estuviese frente al palacio.
SÉPTIMO EPISODIO
Del palacio de la Reina de las Nieves y de lo que luego sucedió

Los muros del castillo eran de nieve compacta, y sus puertas y ventanas estaban hechas de cortantes vientos; había más de cien salones, dispuestos al albur de las ventiscas, y el mayor tenía varias millas de longitud. Los iluminaba la refulgente aurora boreal, y eran todos ellos espaciosos, vacíos, helados y brillantes. Nunca se celebraban fiestas en ellos, ni siquiera un pequeño baile de osos, en que la tempestad hubiera podido actuar de orquesta y los osos polares, andando sobre sus patas traseras, exhibir su porte elegante. Nunca una reunión social, con sus manotazos a la boca y golpes de zarpa; nunca un té de blancas raposas: todo era desierto, inmenso y gélido en los salones de la Reina de las Nieves. Las auroras boreales flameaban tan nítidamente, que podía calcularse con exactitud cuándo estaban en su máximo y en su mínimo. En el centro de aquella interminable sala desierta había un lago helado, roto en mil pedazos, tan iguales entre sí que el conjunto resultaba una verdadera obra de arte. En medio se sentaba la Reina de las Nieves cuando residía en su palacio; decía entonces que estaba sentada en el espejo de la razón, y que éste era el único y el mejor espejo del mundo.
Carlitos estaba amoratado de frío, casi negro; pero no se daba cuenta, pues ella lo había hecho besar por la helada, y su corazón era como un témpano de hielo. Se entretenía arrastrando cortantes pedazos de hielo llanos y yuxtaponiéndolos de todas las maneras posibles para formar con ellos algo determinado, como cuando nosotros combinamos piezas de madera y reconstituimos figuras: lo que llamamos un rompecabezas. El muchacho obtenía diseños extremadamente ingeniosos; era el gran rompecabezas helado de la inteligencia. Para él, aquellas figuras eran perfectas y tenían grandísima importancia; y todo por el granito de hielo que tenía en el ojo. Combinaba figuras que eran una palabra escrita, pero de ningún modo lograba componer el único vocablo que le interesaba: ETERNIDAD. Sin embargo, la Reina de las Nieves le había dicho: -Si consigues componer esta figura, serás señor de ti mismo y te regalaré el mundo entero y un par de patines por añadidura-. Pero no había modo.
-Tengo que marcharme a las tierras cálidas -dijo la Reina de las Nieves-. Quiero echar un vistazo a los pucheros de hierro. Se refería a los volcanes que nosotros llamamos Etna y Vesubio. Les pondré un poquitín de blanco, como corresponde; y además les irá bien a los limones y a las uvas.
Y levantó el vuelo, dejando a Carlos solo en aquella sala helada y enorme, tan lejana, entregado a sus combinaciones con los pedazos de hielo, pensando y cavilando hasta sorberse los sesos. Permanecía inmóvil y envarado; se le hubiera tomado por una estatua de hielo.
Y he aquí que Margarita franqueó la puerta del palacio. Soplaban en él vientos cortantes, pero cuando la niña rezó su oración vespertina, se calmaron como si les entrara sueño; y ella avanzó por las enormes salas frías y desiertas: ¡allí estaba Carlos! Lo reconoció enseguida, se le arrojó al cuello y, abrazándolo fuertemente, exclamó:
-¡Carlos! ¡Mi Carlitos querido! ¡Al fin te encontré!
Pero él seguía inmóvil, tieso y frío; y entonces Margarita lloró lágrimas ardientes, que cayeron sobre su pecho y penetraron en su corazón, derritiendo el témpano de hielo y destruyendo el trocito de espejo. Él la miró, y la niña se puso a cantar:
Florecen en el valle las rosas.
¡Bendito seas, Jesús, que las haces tan hermosas!
Entonces Carlos prorrumpió en lágrimas; lloraba de tal modo, que el granito de espejo le salió flotando del ojo. Reconoció a la niña y gritó alborozado:
-¡Margarita, mi querida Margarita! ¿Dónde estuviste todo este tiempo? ¿Y dónde he estado yo?
Y miraba a su alrededor.
-¡Qué frío hace aquí! ¡Qué grande es esto y qué desierto!
Y se agarraba a Margarita, que de alegría reía y lloraba a la vez. El espectáculo era tan conmovedor, que hasta los témpanos se pusieron a bailar, y cuando se sintieron cansados y volvieron a echarse, lo hicieron formando la palabra que, según la Reina de las Nieves, podía hacerlo señor de sí mismo y darle el mundo entero y un par de patines además.
Margarita lo besó en las mejillas, y éstas cobraron color; lo besó en los ojos, que se volvieron brillantes como los de ella; lo besó en las manos y los pies, y el niño quedó sano y contento. Ya podía volver la Reina de las Nieves; su carta de emancipación quedaba escrita con relucientes témpanos de hielo.
Cogidos de la mano, los niños salieron del enorme palacio, hablando de la abuelita y de las rosas del tejado; y dondequiera que fuesen, al punto amainaba el viento y salía el sol. Al llegar al arbusto de las bayas rotas, vieron al reno que los aguardaba, en compañía de una hembra con las ubres llenas, que dio a los niños su tibia leche y los besó en la boca. Acto seguido condujeron a Carlos y Margarita a la casa de la mujer finesa, en cuya caldeada habitación se reconfortaron, y la mujer les indicó el camino de su patria. Hicieron también escala en la choza de la lapona, que entretanto había cosido vestidos para ellos y reparado sus trineos.
La pareja de renos, saltando a su lado, los siguió hasta la frontera del país, donde brotaba la primera hierba; allí se despidieron de los animales y de la lapona.
-¡Adiós! -se dijeron todos-. Y las primeras avecillas piaron, el bosque tenía yemas verdes, y de su espesor salió un soberbio caballo, que Margarita reconoció -era el que había tirado de la dorada carroza-, montado por una muchacha que llevaba la cabeza cubierta con un rojo y reluciente gorro, y pistolas al cinto. Era la hija de los bandidos, que harta de los suyos, se dirigía hacia el Norte, resuelta a encaminarse luego a otras regiones si aquélla no la convencía. Reconoció inmediatamente a Margarita, y ésta a ella, con gran alegría de ambas.
-¡Valiente mocito, que se marchó tan lejos! -dijo a Carlitos- Me gustaría saber si te mereces que vayan a buscarte al fin del mundo.
Pero Margarita, dándole unos golpecitos en las mejillas, le preguntó por el príncipe y la princesa.
-Se fueron a otras tierras -dijo la muchacha.
-¿Y la corneja?
-La corneja murió. Ahora la domesticada es viuda y va con un hilo de lana negra en la pata; no hace más que lamentarse, aunque todo es comedia. Pero cuéntame qué fue de ti y cómo lo pescaste.
Margarita y Carlos se lo contaron.
-¡Y colorín colorado, este cuento se ha acabado! -dijo la pequeña bandolera; y, cogiendo a los dos de la mano, les prometió visitarlos si algún día iba a su ciudad; dicho esto, se marchó por esos mundos.
Carlos y Margarita continuaron cogidos de la mano, y, según avanzaban, surgía la primavera con flores y follaje; las campanas de las iglesias repicaban, y los niños reconocieron las altas torres y la gran ciudad natal. Se dirigieron a la puerta de la abuelita, subieron las escaleras y entraron en el cuarto, donde todo seguía como antes, en su mismo lugar. El reloj decía «¡tic, tac!», y las agujas giraban; pero al pasar la puerta se dieron cuenta de que se habían vuelto personas mayores. Las rosas del terrado florecían entrando, por la abierta ventana, y a su lado estaban aún sus sillitas de niños, Carlos y Margarita se sentaron cada cual en la suya, sin soltarse las manos. Habían olvidado, como si hubiese sido un sueño de pesadilla, la magnificencia gélida y desierta del palacio de la Reina de las Nieves. La abuelita, sentada a la clara luz del sol de Dios, leía la Biblia en voz alta: «Si no se vuelven como los niños, no entrarán en el reino de los cielos».
Carlos y Margarita se miraron a los ojos y de pronto comprendieron la vieja canción:
Florecen en el valle las rosas.¡
Bendito seas, Jesús, que las haces tan hermosas!
Y permanecieron sentados, mayores y, sin embargo, niños, niños por el corazón. Y llegó el verano, el verano caluroso y bendito.
FIN
Agradecemos al escritor Víctor Montoya su revisión de este cuento para la Biblioteca Digital Ciudad Seva.
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/euro/andersen/reina.htm