En tiempos del cuarto Enrique, a quien la historia y la gente apodan el impotente, lo cual no hay quien certifique, andaba toda Castilla levantadiza y revuelta; y, por más rica, más suelta de todo freno Sevilla. Hirviendo en esta ciudad de antigua discordia el germen, sin que le atajen ni mermen fuerza, ley ni autoridad, los nobles y los pecheros, partidos en banderías, se daban a tropelías, venganzas y desafueros; y no hubo lugar sagrado ni hombre honrado ni doncella a quien la borrasca aquella no dejase atropellado. Germinaba cada día por cada nueva ambición una nueva rebelión o una nueva bandería: y los ricos y los nobles, cuando las calles cruzaban, en pos sus gentes llevaban con hierro y defensas dobles: y en llegando a anochecer, de su posada al salir, nadie podía decir cuándo podría volver. ¡Fue aquel un tiempo sin par! El Primado de Toledo, tan sin fe como sin miedo conspirando sin cesar, tiró la mitra en el coro y, a su cabildo olvidando, campeó, una hueste pagando de sus rentas con el oro. De Santiago y de Sevilla los prelados, a su ejemplo, saliéronse de su templo a merodear por Castilla; y para aumentar su clero tamañas calamidades, se presentó en sus ciudades agresivo y pendenciero. Es lo que la historia arroja, no una calumnia villana: lo dice el padre Mariana a vuelta de cada hoja. Villena y los principales de Aragón y de Castilla ser no hubieron a mancilla traidores y desleales; y más potentes que el rey, diéronle por impotente, nombrándole descendiente contra su gusto y la ley; y no dudando afirmar lo imposible de saber, a la hija de su mujer por no suya osaron dar. En Ávila su persona en efigie colocando sobre un cadalso, quitando la fueron manto, corona, espuelas, cetro y espada, de un pregonero a la voz, y al fin con escarnio atroz fue su estatua derribada. El infante Don Alonso su hermano, a quien todavía barba en la faz no nacía, mancebo impúber e intonso, presenció tamaño ultraje, y se dejó coronar y de la efigie ataviar con las insignias y el traje. Fue aquel un siglo en el cual no vio el pueblo de Castilla más que crecer la mancilla del menguado poder real: y aquel pobre rey Enrique, tengo yo por evidente que, si hay por qué de impotente el título se le aplique, es porque con nadie pudo y todos más que él pudieron, a los que le escarnecieron sirviendo él mismo de escudo. Todo vástago postrero de raza que degenera sufre de su raza entera el peso desde el primero. Su abuelo Enrique, al dosel al subir a puñaladas, no le dejaba sembradas más que traiciones a él. Creyó ganar con larguezas la fe de los corazones, y fomentó las traiciones que procuraban riquezas. Perdonó a todos mil veces una y otra avilantez, y salieron cada vez todos del perdón con creces. Creció en poder la nobleza, en vicios la clerecía, la milicia en osadía, y el rey en mengua y vileza; y al escándalo y la mofa de la autoridad real haciendo eco universal la gente de baja estofa, a costa del soberano nobleza, clero y milicia, do pudieron, sin justicia ni ley metieron la mano. Sin fuerza, pues, ni decoro el rey, sin prestigio el clero, todo el pueblo en desafuero y en las fronteras el moro, llegó España a extremo que sin fe, ley ni recato, sólo atendió en tal rebato su agosto a hacer cada cual. Tal era la situación del reino y rey de Castilla cuando a la alegre Sevilla nos lleva esta narración |