domingo, 22 de octubre de 2017

Aspirina de Amelie Nothomb



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AMÉLIE NOTHOMB
(1967- )
Amélie Nothomb nació el 13 de agosto de 1967 en Kobe (Japón) en el seno de una familia belga acomodada. Su padre era diplomático. Esta profesión llevó a residir a la familia Nothomb en numerosos países, en especial asiáticos, ya que además de Japón tuvo residencias en China, Laos, Bangladesh o Birmania. También vivió en Inglaterra, París y Nueva York.
En su adolescencia se asentó en Bruselas. Estudió Filología en la Universidad Libre de Bruselas.
Entre sus influencias, dentro de la literatura en lengua francesa, se encuentran autores como Marcel Proust o Louis Ferdinand Céline. También posee afinidad por la literatura oriental, admirando a escritores como Yukio Mishima o Junichiro Tanizaki.
Debutó con resonancia internacional con “Higiene Del Asesino” (1992), novela con el protagonismo de Prétextat Tach, premio Nobel al que sólo le quedan dos meses de vida. Tach odia las entrevistas pero cinco periodistas logran conseguir un encuentro con el anciano. Cuatro serán víctimas de la destrucción del genio.
La prolífica Nothomb, que sorprende por sus originales creaciones en variados registros, editó numerosos libros después de “Higiene Del Asesino”, entre ellos “El Sabotaje Amoroso” (1993), con influencias autobiográficas de su estancia en China en su niñez; la obra teatral “Los Combustibles” (1994); “Las Catilinarias” (1995), novela centrada en una pareja de jubilados que recibe la visita de un siniestro invitado; “Atentado” (1997), libro con eje en un personaje de extrema fealdad que renuncia al amor; “Estupor y Temblores” (1999), libro ganador del Gran Premio de la Academia Francesa que volvía a la ficción de raíz autobiográfica con el protagonismo de una joven que trabaja en Tokio; o “Metafísica De Los Tubos” (2000), otra novela basada en sus propias vivencias.
En “Cosmética Del Enemigo” (2001) enlaza a dos extraños en una espera de vuelo, mientras que “Diccionario De Nombres Propios” (2002) centra su historia en Plectrude, una joven cuyos padres fallecieron de forma trágica y que dedica su vida al ballet.
“Antichrista” (2003) enfrenta a dos adolescentes, una tímida y solitaria llamada Blanche, y otra dominadora y seductora de nombre Christa. El encuentro entre ambas se convertirá en una pesadilla para Blanche.
“Biografía Del Hambre” (2004) es un libro autobiográfico sobre anorexia y glotonería de conocimientos y adicciones.
En “Ácido Sulfúrico” (2005), Nothomb satiriza los reality shows con la creación de un programa en el que se simulan campos de concentración. “Diario De Golondrina” (2006) narra la búsqueda de placer por un hombre a través de nuevas experiencias.
“Ni De Eva Ni De Adán” (2007) retoma sus experiencias autobiográficas contando su relación amorosa en Japón con un alumno suyo de francés. Este libro fue continuado por “La Nostalgia Feliz” (2013).
“Ordeno y Mando” (2008) está protagonizada por Baptiste Bordave, quien suplanta la identidad de Olaf Sildor, multimillonario sueco que ha fallecido de forma misteriosa en su casa tras entrar en la misma para realizar una llamada telefónica.
“Viaje De Invierno” (2009) plante el amor extremo de Zoilo por Astrolabio, una joven que cuida de Aliénor, novelista autista.
En “Una Forma De Vida” (2010) la novela gira en la comunicación entre la propia escritora belga y un soldado estadounidense en Irak que, enfermo, crea una nueva identidad, Scherezade.
También ha escrito libros de relatos, como “Brillante Como Una Cacerola” (1999), y novelas cortas, entre ellas “Sin Nombre” (2001) o “Los Champiñones De París” (2007).
Algunas de sus últimas novelas publicadas en español son “Matar Al Padre” o “Pétronille”.

Aspirina

Cuando era pequeña, pronunciar la palabra “aspirina” equivalía a una blasfemia. En materia de medicina, mi madre tenía sus teorías, o más bien una religión: todos habíamos sido criados en el culto de la homeopatía, o más precisamente, de un homeópata, que el esoterismo de nuestra secta me prohíbe nombrar aquí: llamémosle Señor X. Él vivía en Bruselas y nosotros en Pekín, lo cual resultaba en enseñanzas más sagradas, por ser lejanas. Pero también menos prácticas: el fax no existía en los años setenta y cuando nos resfriábamos, mamá debía escribir una carta al Señor X y nos prohibía tomar aunque fuera el menor remedio antes de que, de vuelta en el correo, llegara la respuesta del gurú, acompañada de píldoras salvadoras. Lo más común era que el correo tardara tanto que la naturaleza, para entonces, nos había curado ya.
Mi hermano, mi hermana y yo, habíamos comprendido que sufrir sin indulgencia no tenía ninguna importancia. El único crimen era tomar un medicamento calificado como alopático, es decir, ajeno a la homeopatía. La aspirina era alopática, por tanto satánica. Yo tenía esa edad donde se cree todo lo que las madres dicen: cuando tenía fiebre, prefería morir antes que tomar un comprimido demoniaco. ¿Que tenía un dolor de cabeza espantoso? Poco importaba, el dolor terminaría por desvanecerse. Pero si rechazaba la religión y absorbía el ácido acetilsalicilíco, el horror del pecado no se borraría jamás de mi conciencia.
Y fue así como alcancé la edad adulta sin haber probado ni una aspirina, ni la mínima cantidad de una sustancia alopática. Luego dejé a mis padres y me instalé en Bruselas.
Una de las primeras instrucciones de mamá consistía en reunirme con el Señor X en carne y hueso, algo que hice piadosamente, como el musulmán que va a la Meca. El gurú belga se dignó a recibir a la chica de diecisiete años que él había curado a la distancia desde que había nacido. Y descubrí, no sin terror, que el Señor X tenía las facciones de un zombie sádico. Quiso saber sobre mis hábitos y reparó en que bebía té fuerte: se ofuscó, me lo prohibió. No dije nada, pero pensé que entre el té chino y el Señor X, mi decisión estaba tomada. No volví a verlo, pero tampoco me hundí en la herejía que habría consistido ver a otro doctor. Había decidido, simplemente, alejarme de cualquier forma de medicina, algo a lo que la lentitud del correo internacional ya me tenía acostumbrada.
Mucho más adelante, mientras me alojaba en casa de una amiga, pesqué uno de mis innumerables catarros. La querida amiga me ofreció una aspirina. La miré como se mira al Anticristo y proclamé que no ingeriría la sustancia de Belcebú. Consideró mis blasfemias producto de la fiebre y soltó la tableta en un vaso de agua que me hizo beber a la fuerza. Tuve la fascinante impresión de absorber el mal en persona: descubrí la primera de sus seducciones, su gusto ácido y amargo que me llenó de delicias. Había conocido pocos sabores que me extasiaran de ese modo. Poco después, un dulce entorpecimiento se apoderó de mí y me hundí en un beneficioso sueño. Cuando me desperté, diez horas más tarde, me sentía mejor que nunca.
Desde entonces puede decirse que soy la neófita de la aspirina. La amo con una pasión loca, con revancha. Todavía hoy no puedo tomar una sin tener la impresión de que estoy enferma para poder suministrármela. Y desde que aprendí la etimología de “salicílico”, no puedo mirar una sola sin ver en ella una magnífica aliada, el árbol mismo de la transgresión, y me pregunto si la manzana del Jardín del Edén no habría estado en realidad en un sauce, de cuyas ramas lloronas colgaba el remedio secreto a los dolores impuestos por el Eterno.

Traducción de Cristian Lagunas