El prestigio y la probada eficacia de la ciencia moderna parecen justificar que los psicoanalistas intentemos incluir nuestra disciplina dentro del conjunto heteróclito formado por la ciencia. Freud y Lacan, cada uno a su manera, hasta cierto punto lo intentaron. Sin embargo la elaboración de saber genuina del psicoanálisis es diferente de la de cualquier otra práctica admitida como ciencia. A pesar de todos los progresos posteriores del psicoanálisis, una grieta nítida e irreversible entre psicoanálisis y ciencia se abrió ya en los primeros pasos de Freud, fundadores de una disciplina y una práctica completamente nuevas.
Esa grieta puede valer como demarcación: Sigmund Freud nunca, en vida, publicó su Proyecto de psicología para neurólogos. Su manuscrito permaneció inédito hasta diez años después de su muerte. Investigador honesto y riguroso, advirtió tempranamente el corte radical e irremediable que él mismo introdujo entre anatomía y fisiología del sistema nervioso por una parte y lesión histérica por otra. Esa brecha no sólo no fue salvada con el tiempo y los progresos de la teoría analítica, sino que se profundizó cada vez más. El inconsciente freudiano está tan poco conectado hoy con la anatomía o la química neuronal como lo estuvo en 1900. El psicoanálisis nunca será una neuropsicología. Más en general, el psicoanálisis no es una neurociencia, no lo será jamás, porque renunció desde el comienzo a serlo, en su acto de fundación como discurso.
Este gesto de Freud no es sin embargo oscurantista, todo lo contrario, es la respuesta firme y esclarecedora a lo que viene del otro lado: el discurso científico no sabe nada del síntoma histérico, ni quiere saberlo. Es bien conocido que incluso el término mismo de “histeria” ha sido suprimido de los DSM en su cuarta versión.
Otro ejemplo, Freud revisó meticulosamente la literatura científica sobre los procesos oníricos tratando de encontrar respuestas a su pregunta por el sentido (Deutung) de los sueños. Informó sobre el estado del arte a fines del siglo XIX en las 100 páginas iniciales de La interpretación de los sueños, para luego concluir que dicha literatura no daba ninguna respuesta a tal pregunta; absolutamente ninguna. Advirtió claramente que era necesaria otra elaboración de saber para entender las determinaciones inconscientes del sueño o del síntoma. En el segundo capítulo propuso entonces un nuevo método de interpretación, cercano a la opinión de los legos, a la interpretación vulgar y a la mántica de los antiguos, pero que se diferencia sin embargo de ellas en un punto decisivo: “defiere al soñante el trabajo de la interpretación”.
Esa alteración freudiana en el método, es el germen de una transformación radical en la elaboración del saber acerca de los hechos subjetivos (síntomas, sueños, actos fallidos, etc.) que es propia del psicoanálisis, y que no se puede abandonar sin cambiar de discurso. Sin embargo, el psicoanálisis no puede plantearse como una práctica completamente ajena al discurso científico, por una razón esencial, que permitió a Lacan precisar conceptualmente la clave de la distinción y de la articulación entre el psicoanálisis y la ciencia: aún si el psicoanálisis no es una ciencia, el sujeto del psicoanálisis es el sujeto de la ciencia.
Esto es así porque la ciencia, al arrancar al sujeto de su sabiduría tradicional y de sus formas ancentrales de ver el mundo –el paso cartesiano de la ciencia–, lo fuerza a una nueva forma de existencia, a un “yo pienso” cada vez más radicalmente desenraizado de todas las referencias tradicionales. Pero no sólo eso, sino que con ese “yo pienso” que ha generado, ella, la ciencia, no quiere saber nada. Al mismo tiempo que lo produce, lo rechaza, lo arroja en lo real. Y con razón: no hay ciencia que pueda sostener una comunicación “científica” –objetiva, verificable, válida para todos–, si incluye ese efecto de “yo pienso” del lenguaje. La lógica habría de mostrar que ese “yo pienso” participa de la estructura lógica del “yo miento”, y que el “yo miento” a su vez está entrometido, de un modo u otro, en la base misma de todas las elaboraciones científicas: la estructura de la prueba. Por eso Lacan, leyendo a Gödel, puede afirmar que el sujeto es “el correlato antinómico de la ciencia”, del que ella no puede liberarse.1 Al mismo tiempo que lo produce, que lo arroja a lo real, la ciencia no puede desprenderse de él, y esto porque la lógica hace las veces de ombligo subjetivo de la ciencia: en efecto sólo ella es capaz de mostrar que aún la ciencia más rigurosa está destinada a fracasar en sus intentos de desprenderse completamente de ese efecto de lenguaje en que consiste el sujeto.2 Es justamente por eso que el psicoanalista lo tiene a su alcance, por poco que dicho sujeto tenga todavía algún aliento con el que formularle una demanda. Claro, es necesario también, para no volver a expulsarlo, que el analista le deje la palabra y haga de la regla analítica el fundamento de su práctica; es decir que no lo tome como objeto de conocimiento y que renuncie al ideal de comunicación científica válida para todos. Debe aproximar su método, en cambio, a la recepción de un testimonio, un decir válido solamente para el sujeto que vivió una experiencia, o que la padece actualmente, y que sólo él puede “hacer saber”. Por eso mismo, la regla analítica descalifica al psicoanalista como científico: el saber no está de su lado mientras sostiene su acto, el acto de permitir todo su despliegue a la relación singular del analizante con el saber inconsciente que determina su síntoma o su sueño. Aún cuando el analista ensaye lo que se le ocurra a título de interpretación, será siempre el analizado el que aporta los medios de aproximación al saber que cuenta, el saber inconsciente, el saber real. Por eso son sus asociaciones, y no las del analista, las que sirven como referencia real, en la medida que confirman o dejan de lado la eficacia de una interpretación. Ahora bien, esa coincidencia en cuanto al sujeto de dos elaboraciones de saber tan diferentes, es lo que permite ver que el psicoanálisis es un discurso al mismo tiempo separado de la ciencia y articulado a ella: no se aparta de ella, no se aleja de ella sin extraviarse en la oscuridad de los poderes de la palabra. Aquí la separación debe entenderse como operación lógica, tal como la entendió Lacan: una intersección que, aún vacía, implica una articulación. El psicoanálisis intersecta con la ciencia, alojando en su campo lo que la ciencia deja afuera: el efecto de sujeto del lenguaje, efecto divisorio que afecta al viviente al punto de hacer de él un parlêtre, un ser hablante.
Por estas razones, para nosotros, psicoanalistas, pierde importancia la pregunta sobre si el psicoanálisis es o no una ciencia, y se vuelve en cambio decisiva la pregunta sobre qué sería una ciencia que incluya al psicoanálisis, es decir, una elaboración de saber que no deje afuera al sujeto. Justamente por eso, el psicoanálisis no puede ni debe imitar a otras disciplinas. Ni en sus métodos ni en sus conceptos. Porque de todos modos, como lo mostraron Freud y Lacan y también algunos otros (Klein o Winnicott, por ejemplo), aunque el psicoanálisis no sea una disciplina científica, puede ser riguroso y debe propiciar demarcaciones duras para respetar sus fines y exigencias de discurso –que no se acomodan fácilmente a las exigencias académicas–. Un estudio detallado de los métodos y de los procedimientos admitidos usualmente en psicoanálisis desde Lacan –el dispositivo freudiano del análisis, el control, el pase, e incluso la práctica lacaniana de la presentación de enfermos como algo radicalmente distinto de una “mostración”–, revelaría que todos ellos tienen como condición la misma destitución subjetiva del analista, la que hace posible esa “estricta sumisión a las posiciones subjetivas” del paciente que genera una clínica propiamente lacaniana, que sólo vale si se renueva en cada caso.
La originalidad del método en psicoanálisis –que no se ha visto beneficiado por ninguno de los avances tecnológicos del siglo XX–, está dada por “los medios de los que se priva”, y por los objetivos predeterminados de los que se abstiene. Prescinde de la hipnosis, de la sugestión, también de metas terapéuticas predeterminadas –el plan de tratamiento–, que no harían sino reducir su campo y exigir al sujeto un formato al que no se avendría sin una nueva violencia de discurso, un nuevo desconocimiento de su división y de las causas de su división. Por eso Lacan considera que “la formación de los analistas es lo más defendible que el psicoanálisis puede presentar”. Insolencia, comenta, que aún si no afecta mucho a los analistas, responde a una falla en la civilización.3 Para detectar y circunscribir esa falla, “sólo prepara una teoría adecuada a mantener el psicoanálisis en el estatuto que preserva su relación con la ciencia”. El psicoanálisis freudiano, revitalizado por Lacan, no tiene otro sostén.
Ocuparse del sujeto de la ciencia es lo que no deja al psicoanálisis “ninguna transición con el esoterismo que estructura prácticas en apariencia vecinas” –es decir las formas de psicoterapias que se le parecen–. La posición de Lacan, extrema en este punto, permite plantear correctamente el estatuto científico y ético del psicoanálisis, por oposición a las verdaderas pseudociencias que inundan las facultades de psicología del mundo: las que pretenden explicar los síntomas subjetivos con modelos inadecuados. Las computadoras simulan tan mal al sujeto como las ratas. Por eso las “ciencias” y terapias cognitivas y conductistas son auténticas pseudociencias, en la medida en que toman los últimos aportes de disciplinas científicas genuinas (informática, biología, etología, etc.) como justificación de un procedimiento terapéutico que nada tiene de científico, la sugestión: la historia de la medicina lo señala como el primer tratamiento de cuantos hayan existido –muy anterior entonces a la ciencia moderna–. Eso es pseudociencia, auténtica, actual, la que justifica los mismos tratamientos de siempre con el lenguaje de moda, que es el de la ciencia. Porque la teoría allí no cumple ninguna función epistémica, sólo tiene función de relleno ideológico o de publicidad para la venta, y nada que ver con la ciencia. Está bien entonces que hablen del “cliente”, y no del paciente ni del analizante.
El psicoanálisis en cambio, por sostener la pregunta del sujeto en un estatuto científico, renuncia a modelizarlo, y lo acompaña mientras puede en su interrogación de ese saber sobre sí mismo que constituye el síntoma. En un análisis, esa pregunta, que parte del síntoma y vuelve sobre el síntoma después de articularse con el deseo del Otro, es analizada “más acá” de toda semántica, y no podría ser sostenida cabalmente por fuera de una lógica nonstandard, que renuncia a toda pretensión de construcción de modelos isomórficos de la relación del sujeto con el síntoma.
Por eso el psicoanálisis, para permanecer riguroso, no puede ir muy lejos en la elaboración de saber. Se entiende entonces que no haya acuñado una erótica ni una metodología de la sublimación. Ni siquiera es un discurso que apunte a constituir un saber nuevo, porque su meta es renovar la relación con un saber ya constituido... e inaccesible incluso para el analizante. El inconsciente, “menos profundo que inaccesible a la profundización consciente”, no entrega más que pedazos de saber, –pedazos en rigor inclasificables, porque una vez clasificados pierden su substancia (de goce) y se reducen a lo normal, a las fuentes comunes de placer en el que somos parecidos, normales y aburridos–. El psicoanálisis se abstiene de clasificar el saber inconsciente, justamente para permitir al sujeto interrogarlo, interrogar su posición, incluso dejarse engañar por él –les non dupes errent, insistía Lacan–.
Ese deber de contentarse con un saber fragmentario y que sólo vale para un sujeto, implica para el psicoanálisis una penuria epistémica asegurada. Pero no hay que escandalizarse entonces porque el psicoanálisis haya de “tomar prestados” términos, ideas, fórmulas de otros discursos, para hacer de ellos un empleo laxo... No hay que sokalizarse ante el hecho de que Lacan, declaradamente, no haga lingüística sino “lingüistería”, y proceda con la misma libertad con cuanto concepto rapiñaba de otros campos del saber. No tiene nada de escandaloso ni de aberrante adaptar elaboraciones de saber de otras disciplinas si eso nos permite mostrar la torsión que esas disciplinas sufrirían en caso de admitir el sujeto en sus avenidas, es decir en caso de que interrogáramos seriamente no ya si el psicoanálisis es una ciencia, sino qué sería una ciencia que incluya al psicoanálisis.
Es que la tesis de Lacan de que el sujeto del psicoanálisis es el de la ciencia, tiene el siguiente corolario: que el psicoanálisis “no tiene el privilegio de un sujeto más consistente, sino que más bien debe permitir iluminarlo igualmente en las avenidas de otras disciplinas.”4 Es divertido constatar hoy en día la proliferación de diatribas de algunos pseudocientíficos contra el psicoanálisis (en efecto, no son científicos, los verdaderos científicos no se ocupan del psicoanálisis). Contrastan en todo caso con la posición para con Freud de Karl Popper, quien no se dejaba llevar usualmente por excesos contratransferenciales. Popper de hecho, y no lo ocultó, se apoyó en Freud para desarrollar su teoría de la demarcación entre ciencia y elaboraciones de saber no contrastables. Escribió, por ejemplo: “Yo, al menos, estoy convencido de que existe un mundo del inconsciente y de que los análisis de los sueños de Freud en su libro son fundamentalmente correctos, aunque si duda incompletos (como él mismo deja claro) y, necesariamente, algo sesgados. Digo ‘necesariamente’ porque incluso la observación ‘pura’ no es nunca neutral, es necesariamente el resultado de una interpretación.”5 Esto como introducción de su crítica al procedimiento freudiano de buscar verificaciones en lugar de proponer contextos de contrastación en que su tesis del sueño como realización de deseos podría ser “falsable” –Popper nunca tuvo en cuenta, vaya a saber por qué, el texto Más allá del principio del placer, donde Freud sin embargo precisa uno de tales contextos–.
Lacan sin embargo estuvo de acuerdo con Popper: “Lo que tengo que decirles, afirmó hacia el final de su enseñanza, es que el psicoanálisis debe ser tomado en serio aún cuando no sea una ciencia. Porque lo enojoso, como lo ha mostrado sobreabundantemente un llamado Karl Popper, es que no es una ciencia porque es irrefutable.”6 En la misma época el mismo Lacan aseguró, fundamentalista, que la ciencia, la refutable, “es una futilidad que no tiene peso en la vida de nadie, aún cuando tenga efectos, la televisión por ejemplo.”7 Alguna vez recibí de un gran mistificador del psicoanálisis actual, la siguiente confidencia, acompañada del guiño del sabio bienintencionado que finalmente te entrega su consejo: “Lacan se despreocupó de la relación del psicoanálisis con la ciencia”. Es falso, no sólo por lo que sus últimos textos y seminarios enseñan, sino porque la interrogación de los vínculos del psicoanálisis con la ciencia es uno de los pilares de la fundación y el sostén del discurso analítico, como lo muestra un excelente artículo de Sidi Askofare que acaba de ser publicado.8 La ciencia tiene efectos, y sin embargo carece de peso, es fantasma que se arma sólo porque se cree en él. La aproximación lacaniana a lo real del sujeto, que supone cuestionar incluso esa creencia, no podría prescindir de la articulación con esa ficción, de la que participa el sujeto mismo en su existencia. Si, como decía Freud, el síntoma es la brújula del análisis, es porque él invierte el sentido de la elaboración de saber de la ciencia, que va de lo ficticio a lo real. El síntoma es lo que para cada sujeto viene de lo real, es un punto de certeza, y a veces es lo único capaz de dar peso a una existencia que, con la ciencia y sin el síntoma, sería cada vez más ficticia, cada vez más digitalizada, cada vez más informada y más carente de sabiduría tradicional, cada vez más extraviada. |