martes, 26 de noviembre de 2019

Es lässt sich nicht lesen": Poe y lo inescrutable

Fecha
2008-01
Autor
 Tally, Robert T., Jr.Icono orcid
Poe comienza y termina su enigmático estudio del hombre de la multitud con la frase, aplicada a un libro alemán, "no se deja leer". La misma observación podría aplicarse a gran parte del propio trabajo de Poe, en el que la inescrutabilidad se vuelve El mismo modo de lectura. El trabajo de Poe desafía activamente la interpretación, a veces sutilmente y en otros socavando abiertamente las suposiciones del lector de que el significado de la historia se revelará. Los textos de Poe frustran el deseo de comprensión. En su primer cuento, "MS. Encontrado en una botella ", la emoción de" descubrimiento "del narrador no identificado desciende a lo desconocido e incognoscible. En cuentos de terror, Poe desconcierta deliberadamente a sus lectores, llevándolos a imaginar un significado estable que luego no se mantendrá. El horror de los cuentos de Poe no radica en un susto particular, sino en un estado general de incertidumbre. Una y otra vez, Poe presenta lo arcano, exótico, de otro mundo, único, pero se niega a interpretar al antropólogo, explicando lo desconocido y llevándolo a un archivo intelectual seguro y familiar. En lugar de ofrecer un rompecabezas en el que uno encuentra placer en resolverlo, Poe insiste en el enigma insoluble. La inescrutabilidad de los cuentos está en el corazón mismo de la lectura. Nosotros, como el narrador de Poe en "El hombre de la multitud", podemos maravillarnos del enigma que tenemos ante nosotros, pero no podemos entenderlo. Puede ser que esto sea lo mejor; como señala ese narrador, "quizás es una de las grandes misericordias de Dios que es lässt sich nicht lesen". Poe insiste en el enigma insoluble. La inescrutabilidad de los cuentos está en el corazón mismo de la lectura. Nosotros, como el narrador de Poe en "El hombre de la multitud", podemos maravillarnos del enigma que tenemos ante nosotros, pero no podemos entenderlo. Puede ser que esto sea lo mejor; como señala ese narrador, "quizás es una de las grandes misericordias de Dios que es lässt sich nicht lesen". Poe insiste en el enigma insoluble. La inescrutabilidad de los cuentos está en el corazón mismo de la lectura. Nosotros, como el narrador de Poe en "El hombre de la multitud", podemos maravillarnos del enigma que tenemos ante nosotros, pero no podemos entenderlo. Puede ser que esto sea lo mejor; como señala ese narrador, "quizás es una de las grandes misericordias de Dios que es lässt sich nicht lesen".
Citación
Tally, RT (2008). "Es lässt sich nicht lesen": Poe y lo inescrutable . Documento presentado en la Conferencia de la Asociación Americana de Literatura, San Francisco, CA.

Constantin Guys (1802-92) - "el pintor de la vida moderna" Charles Baudelaire


Modernismo och posmodernismo - beginida
Charles Baudelaire y Constantin Guys: ... Después de publicar sus primeros experimentos en poesía en prosa, comenzó a preparar una segunda edición de Les Fleurs du malEn 1859, mientras vivía con su madre en Honfleur, en el estuario del río Sena, donde se retiró después de la muerte de Aupick en 1857, Baudelaire produjo en rápida sucesión una serie de obras maestras poéticas que comienzan con "Le Voyage" en enero y culminan en lo que es ampliamente considerado como su mayor poema individual, "Le Cygne" ("El cisne"), en diciembre. Al mismo tiempo, compuso dos de sus ensayos más provocativos en crítica de arte, el Salón de 1859 y Le Peintre de la vie moderne ("El pintor de la vida moderna"). El último ensayo, inspirado por el dibujante Constantin Guys, es ampliamente visto como una declaración profética de los principales elementos de la visión y el estilo impresionistas una década antes del surgimiento real de esa escuela.
Constantin Guys: "Une Femme dans Une Victoria"
Constantin Guys
Aunque se sabe poco sobre la infancia y la juventud de Constantin Guys, sabemos que era hijo de un oficial de suministros de la marina. A la edad de veinte años, los chicos lucharon en Grecia, junto con Byron, luego se unieron a un regimiento de dragones, del que luego renunció alrededor de 1830. De 1842 a 1848, fue tutor privado en Inglaterra. Fue en este momento que se convirtió en corresponsal de Illustrated London News, donde permaneció hasta 1860. Al igual que Daumier, el trabajo de Constantin Guys estuvo parcialmente vinculado a su carrera como periodista. Envió bocetos de la revolución de 1848 al periódico, en ese momento el artículo ilustrado más leído, luego una serie de estudios realizados mientras viajaba para su profesión como reportero. Sus viajes lo llevaron a lo largo de la costa mediterránea, a través de Alemania y, en una asignación para su periódico, a la campaña de Crimea. Sus escenas de la guerra de Crimea contrastan con las representaciones a menudo frívolas de la vida parisina que le dieron fama duradera. Chicos nunca fue un pintor en el sentido tradicional, lo que generalmente implica pintura al óleo. Sin embargo, aunque puede haber preferido expresarse a través de la acuarela y el dibujo de lavado, Baudelaire lo describió como "el pintor de la vida moderna", el título de una serie de artículos dedicados a él en el Figaro en noviembre y diciembre de 1863, el tiempo en que se hicieron estos dibujos. La profunda originalidad de su arte y su vívida representación de los placeres y la solemnidad del Segundo Imperio justifican el título que le dio el poeta. Constantin Guys nos dejó una cantidad considerable de dibujos inspirados en la vida cotidiana y ejecutados con un trazo rápido de lápiz, bolígrafo o pincel, y luego a menudo lavados con acuarela. Escenas de guerra, carruajes suntuosos, bares y burdeles de mala calidad, dandies, damas de moda, tartas y chicas encontraron en él un infatigable historiógrafo. Le encantaban los caballos y los carruajes, las fiestas imperiales y las procesiones militares, pero sobre todo dibujaba mujeres, de todas las clases sociales, su mirada apasionada capturaba su carácter con solo unos pocos y rápidos trazos. pluma o pincel, luego a menudo se lava con acuarela. Escenas de guerra, carruajes suntuosos, bares y burdeles de mala calidad, dandies, damas de moda, tartas y chicas encontraron en él un infatigable historiógrafo. Le encantaban los caballos y los carruajes, las fiestas imperiales y las procesiones militares, pero sobre todo dibujaba mujeres, de todas las clases sociales, su mirada apasionada capturaba su carácter con solo unos pocos y rápidos trazos. pluma o pincel, luego a menudo se lava con acuarela. Escenas de guerra, carruajes suntuosos, bares y burdeles de mala calidad, dandies, damas de moda, tartas y chicas encontraron en él un infatigable historiógrafo. Le encantaban los caballos y los carruajes, las fiestas imperiales y las procesiones militares, pero, sobre todo, dibujaba mujeres, de todas las clases sociales, su mirada apasionada capturaba su carácter con solo unos pocos y rápidos trazos.

Au ball , Dames dans une voiture , Dame dans une Victoria , Dame au noeud bleu y Dame au décolletéevocan por sus títulos los temas preferidos en el arte de los Chicos. En las escenas de carruajes exhibidas en la Fundación Bemberg, el contexto es sugerido por lavados marrones y azulados, de acuerdo con si están destinados a representar el suelo o el cielo, mientras que algunos trazos y contornos sugieren vegetación. De hecho, en estos temas, la atención de Constantin Guys fue atraída, en primer lugar por la evocación del movimiento y en segundo lugar por la naturaleza pintoresca de la escena. En "Dames dans une voiture", el movimiento hábilmente estudiado de los caballos, y de manera similar el hecho de que los radios de las ruedas ni siquiera se sugirieron transmiten una impresión de velocidad y ligereza a la escena A medida que el carro se desliza rápidamente hacia adelante y deja el marco elegido por el artista. Por el contrario, las siluetas del cochero y la postura parecen aún más inmóviles, lo que aumenta el color y el humor de la escena. Las dos damas, representadas negativamente en relación con las siluetas oscuras y monolíticas de los hombres, se reducen a dos, pequeñas cabezas que emergen de un tumulto de volantes, para lo cual Constantin Guys usó el color del papel, haciendo de este parche pálido el punto focal. de la composición. En el dibujo titulado representados negativamente en relación con las siluetas oscuras y monolíticas de los hombres, se reducen a dos, pequeñas cabezas que emergen de un tumulto de volantes, para lo cual los chicos de Constantin usaron el color del papel, haciendo de este parche pálido el punto focal de la composición. En el dibujo titulado representados negativamente en relación con las siluetas oscuras y monolíticas de los hombres, se reducen a dos, pequeñas cabezas que emergen de un tumulto de volantes, para lo cual los chicos de Constantin usaron el color del papel, haciendo de este parche pálido el punto focal de la composición. En el dibujo tituladoAu ballexiste la misma búsqueda de movimiento, presente incluso en la manera traviesa y elegante en que la joven se ata el vestido por un instante, revelando sus botines. En estos lavados de acuarela, uno descubre la vivacidad observacional del artista, la agilidad de su mano y el ojo agudo que causó que Baudelaire, su amigo y biógrafo, dijera: "La curiosidad puede considerarse como el punto de partida de su genio". Cuando trazó su retrato, el poeta escribió: "A menudo extraño, violento, excesivo, pero siempre poético, sabía cómo concentrar todo el sabor amargo y embriagador del vino de la vida en sus dibujos". Elogiado no solo por Baudelaire, sino también por Théophile Gautier, los muchachos murieron sin embargo. Sic transit gloria mundi ...

Constantin Guys: "Carruajes y jinetes"
Constantin Guys- (b Flushing, Países Bajos, 1802; d París, 13 de marzo de 1892). Dibujante francés. Su padre era el administrador jefe de la marina mercante en el norte de los Países Bajos, pero Chicos vivió la mayor parte de su vida en Francia; A partir de 1848 también pasó un tiempo en Inglaterra. Perteneció a la primera generación de ilustradores para ser empleado por la primera de las grandes revistas ilustradas. Como corresponsal de Illustrated London News (después de 1838) y de Punch en 1842, pudo viajar mucho, visitar Bulgaria, España, Italia y Egipto y enviar bocetos para grabar como ilustraciones de revistas. Grabó el Servicio Conmemorativo de la Independencia Griega en Atenas y El Sultán en el Festival Bairam en Constantinopla.
Fuente: Galería Kodner
Campo de golf:

https://web.archive.org/web/20070610185349/http://www.idehist.uu.se/distans/ilmh/pm/baudelaire-guys.htm

"El hombre de la multitud" de Edgar Allan Poe



Ce grand malheur de ne pouvoir être seul.
(La Bruyère)
Bien se ha dicho de cierto libro alemán que er lässt sich nicht lesen -no se deja leer-. Hay ciertos secretos que no se dejan expresar. Hay hombres que mueren de noche en sus lechos, estrechando convulsivamente las manos de espectrales confesores, mirándolos lastimosamente en los ojos; mueren con el corazón desesperado y apretada la garganta a causa de esos misterios que no permiten que se los revele. Una y otra vez, ¡ay!, la conciencia del hombre soporta una carga tan pesada de horror que sólo puede arrojarla a la tumba. Y así la esencia de todo crimen queda inexpresada. No hace mucho tiempo, en un atardecer de otoño, hallábame sentado junto a la gran ventana que sirve de mirador al café D…, en Londres. Después de varios meses de enfermedad, me sentía convaleciente y con el retorno de mis fuerzas, notaba esa agradable disposición que es el reverso exacto del ennui; disposición llena de apetencia, en la que se desvanecen los vapores de la visión interior   -άχλϋς ή πριν έπήεν- y el intelecto electrizado sobrepasa su nivel cotidiano, así como la vívida aunque ingenua razón de Leibniz sobrepasa la alocada y endeble retórica de Gorgias. El solo hecho de respirar era un goce, e incluso de muchas fuentes legítimas del dolor extraía yo un placer. Sentía un interés sereno, pero inquisitivo, hacia todo lo que me rodeaba. Con un cigarro en los labios y un periódico en las rodillas, me había entretenido gran parte de la tarde, ya leyendo los anuncios, ya contemplando la variada concurrencia del salón, cuando no mirando hacia la calle a través de los cristales velados por el humo.
Dicha calle es una de las principales avenidas de la ciudad, y durante todo el día había transitado por ella una densa multitud. Al acercarse la noche, la afluencia aumentó, y cuando se encendieron las lámparas pudo verse una doble y continua corriente de transeúntes pasando presurosos ante la puerta. Nunca me había hallado a esa hora en el café, y el tumultuoso mar de cabezas humanas me llenó de una emoción deliciosamente nueva. Terminé por despreocuparme de lo que ocurría adentro y me absorbí en la contemplación de la escena exterior.
Al principio, mis observaciones tomaron un giro abstracto y general. Miraba a los viandantes en masa y pensaba en ellos desde el punto de vista de su relación colectiva. Pronto, sin embargo, pasé a los detalles, examinando con minucioso interés las innumerables variedades de figuras, vestimentas, apariencias, actitudes, rostros y expresiones.
La gran mayoría de los que iban pasando tenían un aire tan serio como satisfecho, y sólo parecían pensar en la manera de abrirse paso en el apiñamiento. Fruncían las cejas y giraban vivamente los ojos; cuando otros transeúntes los empujaban, no daban ninguna señal de impaciencia, sino que se alisaban la ropa y continuaban presurosos. Otros, también en gran número, se movían incansables, rojos los rostros, hablando y gesticulando consigo mismos como si la densidad de la masa que los rodeaba los hiciera sentirse solos. Cuando hallaban un obstáculo a su paso cesaban bruscamente de mascullar pero redoblaban sus gesticulaciones, esperando con sonrisa forzada y ausente que los demás les abrieran camino. Cuando los empujaban, se deshacían en saludos hacia los responsables, y parecían llenos de confusión. Pero, fuera de lo que he señalado, no se advertía nada distintivo en esas dos clases tan numerosas. Sus ropas pertenecían a la categoría tan agudamente denominada decente. Se trataba fuera de duda de gentileshombres, comerciantes, abogados, traficantes y agiotistas; de los eupátridas y la gente ordinaria de la sociedad; de hombres dueños de su tiempo, y hombres activamente ocupados en sus asuntos personales, que dirigían negocios bajo su responsabilidad. Ninguno de ellos llamó mayormente mi atención.
El grupo de los amanuenses era muy evidente, y en él discerní dos notables divisiones. Estaban los empleados menores de las casas ostentosas, jóvenes de ajustadas chaquetas, zapatos relucientes, cabellos con pomada y bocas desdeñosas. Dejando de lado una cierta apostura que, a falta de mejor palabra, cabría denominar oficinesca, el aire de dichas personas me parecía el exacto facsímil de lo que un año o año y medio antes había constituido la perfección del bon ton. Afectaban las maneras ya desechadas por la clase media -y esto, creo, da la mejor definición posible de su clase.
La división formada por los empleados superiores de las firmas sólidas, los «viejos tranquilos», era inconfundible. Se los reconocía por sus chaquetas y pantalones negros o castaños, cortados con vistas a la comodidad; las corbatas y chalecos, blancos; los zapatos, anchos y sólidos, y las polainas o los calcetines, espesos y abrigados. Todos ellos mostraban señales de calvicie, y la oreja derecha, habituada a sostener desde hacía mucho un lapicero, aparecía extrañamente separada. Noté que siempre se quitaban o ponían el sombrero con ambas manos y que llevaban relojes con cortas cadenas de oro de maciza y antigua forma. Era la suya la afectación de respetabilidad, si es que puede existir una afectación tan honorable.
Había aquí y allá numerosos individuos de brillante apariencia, que fácilmente reconocí como pertenecientes a esa especie de carteristas elegantes que infesta todas las grandes ciudades. Miré a dicho personaje con suma detención y me resultó difícil concebir cómo los caballeros podían confundirlos con sus semejantes. Lo exagerado del puño de sus camisas y su aire de excesiva franqueza los traicionaba inmediatamente.
Los jugadores profesionales -y había no pocos- eran aún más fácilmente reconocibles. Vestían toda clase de trajes, desde el pequeño tahúr de feria, con su chaleco de terciopelo, corbatín de fantasía, cadena dorada y botones de filigrana, hasta el pillo, vestido con escrupulosa y clerical sencillez, que en modo alguno se presta a despertar sospechas. Sin embargo, todos ellos se distinguían por el color terroso y atezado de la piel, la mirada vaga y perdida y los labios pálidos y apretados. Había, además, otros dos rasgos que me permitían identificarlos siempre; un tono reservadamente bajo al conversar, y la extensión más que ordinaria del pulgar, que se abría en ángulo recto con los dedos. Junto a estos tahúres observé muchas veces a hombres vestidos de manera algo diferente, sin dejar de ser pájaros del mismo plumaje. Cabría definirlos como caballeros que viven de su ingenio. Parecen precipitarse sobre el público en dos batallones: el de los dandys y el de los militares. En el primer grupo, los rasgos característicos son los cabellos largos y las sonrisas; en el segundo, los levitones y el aire cejijunto.
Bajando por la escala de lo que da en llamarse superioridad social, encontré temas de especulación más sombríos y profundos. Vi buhoneros judíos, con ojos de halcón brillando en rostros cuyas restantes facciones sólo expresaban abyecta humildad; empedernidos mendigos callejeros profesionales, rechazando con violencia a otros mendigos de mejor estampa, a quienes sólo la desesperación había arrojado a la calle a pedir limosna; débiles y espectrales inválidos, sobre los cuales la muerte apoyaba una firme mano y que avanzaban vacilantes entre la muchedumbre, mirando cada rostro con aire de imploración, como si buscaran un consuelo casual o alguna perdida esperanza; modestas jóvenes que volvían tarde de su penosa labor y se encaminaban a sus fríos hogares, retrayéndose más afligidas que indignadas ante las ojeadas de los rufianes, cuyo contacto directo no les era posible evitar; rameras de toda clase y edad, con la inequívoca belleza en la plenitud de su feminidad, que llevaba a pensar en la estatua de Luciano, por fuera de mármol de Paros y por dentro llena de basura; la horrible leprosa harapienta, en el último grado de la ruina; el vejestorio lleno de arrugas, joyas y cosméticos, que hace un último esfuerzo para salvar la juventud; la niña de formas apenas núbiles, pero a quien una larga costumbre inclina a las horribles coqueterías de su profesión, mientras arde en el devorador deseo de igualarse con sus mayores en el vicio; innumerables e indescriptibles borrachos, algunos harapientos y remendados, tambaleándose, incapaces de articular palabra, amoratado el rostro y opacos los ojos; otros con ropas enteras aunque sucias, el aire provocador pero vacilante, gruesos labios sensuales y rostros rubicundos y abiertos; otros vestidos con trajes que alguna vez fueron buenos y que todavía están cepillados cuidadosamente, hombres que caminan con paso más firme y más vivo que el natural, pero cuyos rostros se ven espantosamente pálidos, los ojos inyectados en sangre, y que mientras avanzan a través de la multitud se toman con dedos temblorosos todos los objetos a su alcance; y, junto a ellos, pasteleros, mozos de cordel, acarreadores de carbón, deshollinadores, organilleros, exhibidores de monos amaestrados, cantores callejeros, los que venden mientras los otros cantan, artesanos desastrados, obreros de todas clases, vencidos por la fatiga, y todo ese conjunto estaba lleno de una ruidosa y desordenada vivacidad, que resonaba discordante en los oídos y creaba en los ojos una sensación dolorosa.
A medida que la noche se hacía más profunda, también era más profundo mi interés por la escena; no sólo el aspecto general de la multitud cambiaba materialmente (pues sus rasgos más agradables desaparecían a medida que el sector ordenado de la población se retiraba y los más ásperos se reforzaban con el surgir de todas las especies de infamia arrancadas a sus guaridas por lo avanzado de la hora), sino que los resplandores del gas, débiles al comienzo de la lucha contra el día, ganaban por fin ascendiente y esparcían en derredor una luz agitada y deslumbrante. Todo era negro y, sin embargo, espléndido, como el ébano con el cual fue comparado el estilo de Tertuliano.
Los extraños efectos de la luz me obligaron a examinar individualmente las caras de la gente y, aunque la rapidez con que aquel mundo pasaba delante de la ventana me impedía lanzar más de una ojeada a cada rostro, me pareció que, en mi singular disposición de ánimo, era capaz de leer la historia de muchos años en el breve intervalo de una mirada.
Pegada la frente a los cristales, ocupábame en observar la multitud, cuando de pronto se me hizo visible un rostro (el de un anciano decrépito de unos sesenta y cinco o setenta años) que detuvo y absorbió al punto toda mi atención, a causa de la absoluta singularidad de su expresión. Jamás había visto nada que se pareciese remotamente a esa expresión. Me acuerdo de que, al contemplarla, mi primer pensamiento fue que, si Retzch la hubiera visto, la hubiera preferido a sus propias encarnaciones pictóricas del demonio. Mientras procuraba, en el breve instante de mi observación, analizar el sentido de lo que había experimentado, crecieron confusa y paradójicamente en mi Cerebro las ideas de enorme capacidad mental, cautela, penuria, avaricia, frialdad, malicia, sed de sangre, triunfo, alborozo, terror excesivo, y de intensa, suprema desesperación. «¡Qué extraordinaria historia está escrita en ese pecho!», me dije. Nacía en mí un ardiente deseo de no perder de vista a aquel hombre, de saber más sobre él. Poniéndome rápidamente el abrigo y tomando sombrero y bastón, salí a la calle y me abrí paso entre la multitud en la dirección que le había visto tomar, pues ya había desaparecido. Después de algunas dificultades terminé por verlo otra vez; acercándome, lo seguí de cerca, aunque cautelosamente, a fin de no llamar su atención. Tenía ahora una buena oportunidad para examinarlo. Era de escasa estatura, flaco y aparentemente muy débil. Vestía ropas tan sucias como harapientas; pero, cuando la luz de un farol lo alumbraba de lleno, pude advertir que su camisa, aunque sucia, era de excelente tela, y, si mis ojos no se engañaban, a través de un desgarrón del abrigo de segunda mano que lo envolvía apretadamente alcancé a ver el resplandor de un diamante y de un puñal. Estas observaciones enardecieron mi curiosidad y resolví seguir al desconocido a dondequiera que fuese.
Era ya noche cerrada y la espesa niebla húmeda que envolvía la ciudad no tardó en convertirse en copiosa lluvia. El cambio de tiempo produjo un extraño efecto en la multitud, que volvió a agitarse y se cobijó bajo un mundo de paraguas. La ondulación, los empujones y el rumor se hicieron diez veces más intensos. Por mi parte la lluvia no me importaba mucho; en mi organismo se escondía una antigua fiebre para la cual la humedad era un placer peligrosamente voluptuoso. Me puse un pañuelo sobre la boca y seguí andando. Durante media hora el viejo se abrió camino dificultosamente a lo largo de la gran avenida, y yo seguía pegado a él por miedo a perderlo de vista. Como jamás se volvía, no me vio. Entramos al fin en una calle transversal que, aunque muy concurrida, no lo estaba tanto como la que acabábamos de abandonar. Inmediatamente advertí un cambio en su actitud. Caminaba más despacio, de manera menos decidida que antes, y parecía vacilar. Cruzó repetidas veces a un lado y otro de la calle, sin propósito aparente; la multitud era todavía tan densa que me veía obligado a seguirlo de cerca. La calle era angosta y larga y la caminata duró casi una hora, durante la cual los viandantes fueron disminuyendo hasta reducirse al número que habitualmente puede verse a mediodía en Broadway, cerca del parque (pues tanta es la diferencia entre una muchedumbre londinense y la de la ciudad norteamericana más populosa). Un nuevo cambio de dirección nos llevó a una plaza brillantemente iluminada y rebosante de vida. El desconocido recobró al punto su actitud primitiva. Dejó caer el mentón sobre el pecho, mientras sus ojos giraban extrañamente bajo el entrecejo fruncido, mirando en todas direcciones hacia los que le rodeaban. Se abría camino con firmeza y perseverancia. Me sorprendió, sin embargo, advertir que, luego de completar la vuelta a la plaza, volvía sobre sus pasos. Y mucho más me asombró verlo repetir varias veces el mismo camino, en una de cuyas ocasiones estuvo a punto de descubrirme cuando se volvió bruscamente.
Otra hora transcurrió en esta forma, al fin de la cual los transeúntes habían disminuido sensiblemente. Seguía lloviendo con fuerza, hacía fresco y la gente se retiraba a sus casas. Con un gesto de impaciencia el errabundo entró en una calle lateral comparativamente desierta. Durante cerca de un cuarto de milla anduvo por ella con una agilidad que jamás hubiera soñado en una persona de tanta edad, y me obligó a gastar mis fuerzas para poder seguirlo. En pocos minutos llegamos a una feria muy grande y concurrida, cuya disposición parecía ser familiar al desconocido. Inmediatamente recobró su actitud anterior, mientras se abría paso a un lado y otro, sin propósito alguno, mezclado con la muchedumbre de compradores y vendedores.
Durante la hora y media aproximadamente que pasamos en el lugar debí obrar con suma cautela para mantenerme cerca sin ser descubierto. Afortunadamente llevaba chanclos que me permitían andar sin hacer el menor ruido. En ningún momento notó el viejo que lo espiaba. Entró de tienda en tienda, sin informarse de nada, sin decir palabra y mirando las mercancías con ojos ausentes y extraviados. A esta altura me sentía lleno de asombro ante su conducta, y estaba resuelto a no perderle pisada hasta satisfacer mi curiosidad. Un reloj dio sonoramente las once, y los concurrentes empezaron a abandonar la feria. Al cerrar un postigo, uno de los tenderos empujó al viejo, e instantáneamente vi que corría por su cuerpo un estremecimiento. Lanzóse a la calle, mirando ansiosamente en todas direcciones, y corrió con increíble velocidad por varias callejuelas sinuosas y abandonadas, hasta volver a salir a la gran avenida de donde habíamos partido, la calle del hotel D… Pero el aspecto del lugar había cambiado. Las luces de gas brillaban todavía, mas la lluvia redoblaba su fuerza y sólo alcanzaban a verse contadas personas. El desconocido palideció. Con aire apesadumbrado anduvo algunos pasos por la avenida antes tan populosa, y luego, con un profundo suspiro, giró en dirección al río y, sumergiéndose en una complicada serie de atajos y callejas, llegó finalmente ante uno de los más grandes teatros de la ciudad. Ya cerraban sus puertas y la multitud salía a la calle. Vi que el viejo jadeaba como si buscara aire fresco en el momento en que se lanzaba a la multitud, pero me pareció que el intenso tormento que antes mostraba su rostro se había calmado un tanto. Otra vez cayó su cabeza sobre el pecho; estaba tal como lo había visto al comienzo. Noté que seguía el camino que tomaba el grueso del público, pero me era imposible comprender lo misterioso de sus acciones.
Mientras andábamos los grupos se hicieron menos compactos y la inquietud y vacilación del viejo volvieron a manifestarse. Durante un rato siguió de cerca a una ruidosa banda formada por diez o doce personas; pero poco a poco sus integrantes se fueron separando, hasta que sólo tres de ellos quedaron juntos en una calleja angosta y sombría, casi desierta. El desconocido se detuvo y por un momento pareció perdido en sus pensamientos; luego, lleno de agitación, siguió rápidamente una ruta que nos llevó a los límites de la ciudad y a zonas muy diferentes de las que habíamos atravesado hasta entonces. Era el barrio más ruidoso de Londres, donde cada cosa ostentaba los peores estigmas de la pobreza y del crimen. A la débil luz de uno de los escasos faroles se veían altos, antiguos y carcomidos edificios de madera, peligrosamente inclinados de manera tan rara y caprichosa que apenas sí podía discernirse entre ellos algo así como un pasaje. Las piedras del pavimento estaban sembradas al azar, arrancadas de sus lechos por la cizaña. La más horrible inmundicia se acumulaba en las cunetas. Toda la atmósfera estaba bañada en desolación. Sin embargo, a medida que avanzábamos los sonidos de la vida humana crecían gradualmente y al final nos encontramos entre grupos del más vil populacho de Londres, que se paseaban tambaleantes de un lado a otro. Otra vez pareció reanimarse el viejo, como una lámpara cuyo aceite está a punto de extinguirse. Otra vez echó a andar con elásticos pasos. Doblamos bruscamente en una esquina, nos envolvió una luz brillante y nos vimos frente a uno de los enormes templos suburbanos de la Intemperancia, uno de los palacios del demonio Ginebra.
Faltaba ya poco para el amanecer, pero gran cantidad de miserables borrachos entraban y salían todavía por la ostentosa puerta. Con un sofocado grito de alegría el viejo se abrió paso hasta el interior, adoptó al punto su actitud primitiva y anduvo de un lado a otro entre la multitud, sin motivo aparente. No llevaba mucho tiempo así, cuando un súbito movimiento general hacia la puerta reveló que la casa estaba a punto de ser cerrada. Algo aún más intenso que la desesperación se pintó entonces en las facciones del extraño ser a quien venía observando con tanta pertinacia. No vaciló, sin embargo, en su carrera, sino que con una energía de maniaco volvió sobre sus pasos hasta el corazón de la enorme Londres. Corrió rápidamente y durante largo tiempo, mientras yo lo seguía, en el colmo del asombro, resuelto a no abandonar algo que me interesaba más que cualquier otra cosa. Salió el sol mientras seguíamos andando y, cuando llegamos de nuevo a ese punto donde se concentra la actividad comercial de la populosa ciudad, a la calle del hotel D…, la vimos casi tan llena de gente y de actividad como la tarde anterior. Y aquí, largamente, entre la confusión que crecía por momentos, me obstiné en mi persecución del extranjero. Pero, como siempre, andando de un lado a otro, y durante todo el día no se alejó del torbellino de aquella calle. Y cuando llegaron las sombras de la segunda noche, y yo me sentía cansado a morir, enfrenté al errabundo y me detuve, mirándolo fijamente en la cara. Sin reparar en mí, reanudó su solemne paseo, mientras yo, cesando de perseguirlo, me quedaba sumido en su contemplación.
-Este viejo -dije por fin-representa el arquetipo y el genio del profundo crimen. Se niega a estar solo. Es el hombre de la multitud. Sería vano seguirlo, pues nada más aprenderé sobre él y sus acciones. El peor corazón del mundo es un libro más repelente que el Hortulus Animae, y quizá sea una de las grandes mercedes de Dios el que er lässt sich nicht lesen.
FIN

Traducción de Julio Cortázar

MÁS CUENTOS DE EDGAR ALLAN POE
https://ciudadseva.com/texto/el-hombre-de-la-multitud/


El pintor de la vida moderna y el hombre de la multitud La cicatriz de Ulises /11


Cuando recorría las calles de Londres junto a Thomas Burke, Charles Chaplin  buscaba lo que el escritor había extraído de ellas para encerrarlo en su libro Limehouse Nights. En ese paseo, Chaplin no recorría sólo las calles de Londres, sino que caminaba por una realidad aumentada, semejante a la de los espectadores de la película Nueve vidas cuando recorren los barrios de Singapur en busca de los fantasmas que pueblan esa película que se recorre (ver Ulises en Singapur). Pero en el caso de Chaplin, la realidad aumentada no estaba allí gracias a modernas tecnologías como la geolocalización que permiten los teléfonos móviles, sino porque junto a él caminaba Burke, que completaba con sus gestos los datos que el propio Chaplin poseía por haber leído los cuentos de su amigo.
No hace falta, sin embargo, sobreponer una realidad aumentada a la realidad percibida para recorrer la realidad como se recorre un libro. Muchos, entre ellos los cabalistas, Galileo y yo mismo en mi relato “Signos” (incluido en Recuerdos de la era analogica) hemos intentado leer los textos que de una u otra manera contiene el mundo percibido. Pero Baudelaire nos habló de alguien especial, el señor G. , al que llamó “el pintor de la vida diaria”, que destacó no sólo como pintor, sino también en ese otro oficio tan francés que consiste en flanear:
“Para el perfecto paseante, para el observador apasionado, es un inmenso goce el elegir domicilio entre el número, en lo ondeante, en el movimiento, en lo fugitivo y lo infinito. Estar fuera de casa, y sentirse, sin embargo, en casa en todas partes; ver el mundo, ser el centro del mundo y permanecer oculto al mundo, tales son algunos de los menores placeres de esos espíritus independientes, apasionados, imparciales, que la lengua sólo puede definir torpemente”.
En vez de acudir a un teatro (en la actualidad sería a un cine, a un espectáculo multimedia o un parque de atracciones), el pintor de la vida diaria simplemente se lanza a la calle, a ver la vida:
“El observador es un príncipe que disfruta en todas partes de su incógnito. El aficionado a la vida hace del mundo su familia, como el aficionado al bello sexo compone su familia con todas las bellezas encontradas, encontrables e inencontrables; como el aficionado a los cuadros, vive en una sociedad encantada de sueños pintados sobre tela. Así, el enamorado de la vida universal entra en la multitud como en un inmenso depósito de electricidad”.
Resultan evidentes en el ensayo de Baudelaire las huellas de su admirado Poe, y en concreto de aquel cuento llamado El hombre de la multitud, que el propio Baudelaire menciona y describe no como un cuento, sino como un cuadro, “un verdadero cuadro”. En el cuento de Poe, el narrador, que comienza a recuperarse de una enfermedad (detalle que quizá no sea casual), se dedica a observar a la gente que recorre las calles de Londres:
“Al principio, mis observaciones tomaron un giro abstracto y general. Miraba a los viandantes en masa y pensaba en ellos desde el punto de vista de su relación colectiva. Pronto, sin embargo, pasé a los detalles, examinando con minucioso interés las innumerables variedades de figuras, vestimentas, apariencias, actitudes, rostros y expresiones.”
Tras muchas horas de observación, descubre a un anciano decrépito al que decide primero vigilar atentamente y luego seguir. Algo en su actitud le llama la atención. Cada vez que las calles empiezan a vaciarse de gente, el anciano parece sentir una inquietud y angustia crecientes y busca desesperado otro lugar en el que encontrar multitudes, o al menos una cierta densidad de ciudadanos. Así llega a los barrios bajos de Londres, que probablemente eran los mismos que recorrieron décadas después Chaplin y Burke, y allí, rodeado de gentes que a otros asustarían, el anciano recupera sus fuerzas.
Ahora bien, cuando me refiero al personaje de Poe, no estoy considerando flâneur tan sólo al anciano (Benjamin incluso le niega tal condición), sino también al narrador: él es el verdadero flâneur que se pasa las horas mirando a la multitud o siguiendo a ese anciano, quizá un flâneur jubilado, ya sin la fuerza de la curiosidad, adicto simplemente a la presencia humana, sin la que no puede seguir existiendo. El pintor de la vida moderna de Baudelaire, el señor G., se parece al narrador de El hombre de la multitud, no al anciano que da título al cuento, aunque quizá no haya que subestimar ese carácter adictivo que puede sobrevenir al flâneur , restándole fuerzas propias a su vida y dependiendo cada vez más de las ajenas.
En cualquier caso, del mismo modo que el narrador o el hombre de la multitud, el señor G., el pintor de la vida diaria de Baudelaire, nunca se cansa de estar entre la multitud:
 «Todo hombre», decía un día el Sr. G. en una de esas conversaciones que ilumina con una mirada intensa y un gesto evocador, «todo hombre que no está abrumado por una de esas penas de naturaleza demasiado positiva para no absorber todas las facultades, y que se aburre en el seno de la multitud, ¡es un necio! ¡un necio! ¡Y yo lo desprecio!»
Para el señor G. nos dice Baudelaire, la multitud es su dominio, “como el aire es el del pájaro, como el agua el del pez”. Como el personaje de Poe, el señor G tiene una pasión y una profesión, que consiste en “adherirse a la multitud”. Además de ello, pinta, pero su oficio, al que Baudelaire dedica la segunda parte de su simpático ensayo, es sólo una consecuencia de su verdadera pasión, que es el flanear por las calles, deambular en busca de detalles de la vida diaria, de instantes robados a la realidad.
Escena de la vida moderna por Constantin Guys, el pintor que inspiró a Baudelaire

Charles Baudelaire
Lev Manovich, teórico de los nuevos medios narrativos, que combinan el carácter interactivo y la hipertextualidad con el enciclopedismo y el azar que ofrecen las bases de datos, considera a Baudelaire y  su pintor de la vida moderna precursores de los espacios navegables de la narrativa digital. De esa curiosa, pero razonable, relación hablaré pronto en esta página.


Continuará…

Barry Lyndon (1975) de Stanley Kubrick (El Despotricador Cinéfilo)