martes, 18 de junio de 2013

La conjura de los necios

La conjura de los necios
Polémicas Se la anunciaba como la novela que terminaría con todas las novelas: un texto colectivo, adjudicado a un tal Luther Blisset (nombre de un futbolista jamaiquino que jugó alguna vez en el Milan), que cataloga de perimida la figura del autor y convoca a los lectores a cambiar lo que quieran del libro antes de ponerlo a circular nuevamente en Internet. Radar se sumergió en las casi 700 páginas de Q y descubrió que, lejos de ser una nueva vuelta de tuerca al género paranoico-crítico, se trata del tibio nacimiento de una categoría marketinera-editorial: el spaghetti renacentista.
POR CARLOS GAMERRO
La novela Q invita a hablar de dos cuestiones en principio diversas: por un lado, del contenido de sus páginas y su posible valor literario, histórico o ideológico; por el otro, del status anómalo de su autor, el enigmático Luther Blisset. Primero, lo segundo: Luther Blisset, el individuo, es un futbolista jamaiquino que jugó en el Milan entre 1983 y 1984, con el único resultado aparente de convertirse, por el color de su piel y el estilo de su juego, en objeto de odio y burla de los hinchas, especialmente los racistas y neofascistas. Aparentemente, Luther nunca contó entre sus ambiciones la de escribir una novela sobre las guerras religiosas que azotaron Europa durante el siglo XVI. Porque Luther Blisset, el autor de Q y de numerosos textos y panfletos, es un colectivo virtual creado por Internet, un nombre de autor múltiple con el cual distintos grupos underground, anarquistas y de tendencias de izquierda, firman sus escritos o acciones “antisistema”, sobre todo engaños a los medios de comunicación y sabotajes contra la Iglesia Católica.
Entre las acciones más resonantes firmadas por Luther Blisset se cuentan: 1) el secuestro –a cambio de un rescate a ser entregado a los pobres– de numerosos Niños Jesús de distintas iglesias de la costa Tirrena; 2) la publicación de un libro de ensayos falsos del anarquista árabe-americano Hakim Bey; 3) la difusión de la noticia de que Naomi Campbell estaba en Bolonia para operarse de celulitis; 4) la creación de una página web falsa del Vaticano plagada de textos heréticos; 5) la redacción del estudio Enemigos del Estado: criminales, “monstruos” y leyes de excepción en la sociedad del control; y 6) la composición de la novela Q.
En un principio, los rumores señalaban que ésta había sido escrita por Umberto Eco, debido a algunas similitudes con El nombre de la rosa o El péndulo de Foucault. O, en su defecto, por un sacerdote renegado e innominado. Finalmente, los autores (eran varios) decidieron dar las caras, o al menos los nombres: se trata de cuatro jóvenes de entre 26 y 35 años, miembros de la rama Luther Blisset de Bolonia: Federico Guglielmi, Luca Di Meo, Giovanni Cattabriga y Fabrizio P. Belletati. Las 641 páginas (en la elegante edición española de Mondadori) de Q son, entonces, el resultado de un trabajo en equipo, y los autores han utilizado diversas metáforas para explicar su método de trabajo: la de una banda de jazz, la de un equipo de diseñadores de videojuegos y la de un equipo de fútbol, donde “los cuatro hemos sido entrenadores, arqueros, defensores y delanteros”. La naturaleza anarquista y antiautoritaria de la obra vendría así dada desde el inicio, por sus circunstancias mismas de producción: “Creemos que la figura del novelista que escribe a solas, delante de su computadora, encerrado en una torre de marfil, es un mito romántico que sólo sobrevive en la literatura. Todas las otras artes, hoy por hoy, han aceptado el hecho de que la creación es colectiva”, afirman estos cuatro boloñeses, decididos a practicar lo que predican hablando siempre en plural, sin identificarse individualmente.
LA REIVINDICACION DEL ANTI-COPYRIGHTEs una línea de argumentación atractiva, pero que cae en la simpleza de sugerir que la ideología viene dada por el proceso de producción sin más. Si la creación colectiva y anónima otorgara de por sí chapa de libertario, no habría nada más anarquista y contestatario en la cultura mundial que las películas de Hollywood. Podría argumentarse que lo que es conformismo en una forma de arte bien puede ser vanguardismo en otra: la creación colectiva sería lo convencional en el cine o en la música, pero revolucionaria en la literatura. Además del tufillo sofístico que adquieren las palabras y la sintaxis cuando uno empieza con esta clase de argumentos, es aquí donde la comprobación empírica nos puede dar una mano: los textos literarios escritos en colaboración suelen ser más blandos quelos productos individuales. Las obras que Shakespeare escribió con Fletcher, los cuentos que escribieron Borges y Bioy Casares, las colaboraciones entre William Burroughs y Brion Gysin pueden haber resultado muy divertidas de escribir para los autores –el trabajo solitario a veces abruma–, pero los resultados son en general más flojos que la obra individual de ambos (o, al menos, del miembro más talentoso de la pareja). La búsqueda de consenso, los hábitos de cortesía, la necesidad de alcanzar puntos de encuentro suelen mitigar, más que radicalizar, el potencial carácter revulsivo de cada obra. Hasta ahora, nada que la imaginación literaria conjunta haya podido engendrar ha sido capaz de superar en extremismo a las visiones de las que es capaz un individuo solo, sentado ante una hoja de papel en blanco. Si Q abre nuevos rumbos, entonces, no es por su múltiple autoría, y mucho menos por el uso de seudónimos más o menos anónimos (una costumbre tan vieja como la literatura misma) sino en un gesto menos espectacular, pero de mayor sustancia: en la página de créditos de la edición española se lee que “está permitida la reproducción total o parcial de esta obra y su difusión telemática, siempre y cuando sea para uso personal de los lectores y no con fines comerciales”. Es decir, no sólo los Luther Blisset han renunciado a una parte de los derechos de posesión autorales sino que, como afirman, “por primera vez en la historia de la edición hemos obligado a una gran editorial a aceptar una fórmula anti-copyright”. En otras palabras, han logrado aplicar a la industria editorial tradicional el principio de difusión libre de la Internet.
De hecho, Q puede bajarse, completa y gratis, de varios sitios de la red, y más aun: “Cualquier lector puede meter mano a nuestra novela y hacer con ella, con su historia y sus personajes lo que le dé la gana”. Es decir, no sólo los autores sino también los lectores somos Luther Blisset, y el proyecto se concretaría cuando bajemos Q de la red, le hagamos todos los cambios que creamos convenientes (yo empezaría suprimiendo unas 200 páginas por lo bajo) y luego la devolvamos a la circulación masiva. Las viejas aspiraciones de los dadaístas (capaces de adjuntar un hacha y la inscripción “destruya esta obra” a una de sus tallas en madera) o de los surrealistas (que sugerían que la poesía debe estar hecha por todos) se han vuelto así realidad en el mundo de infinitas posibilidades de la red.
EL NOMBRE DEL BEST-SELLERSuele suceder que la narración de cómo fue hecha una obra resulte más interesante que la obra misma. Georges Perec escribió su novela La Disparition (traducida como El secuestro), prescindiendo de la letra e (a, en español): este hecho es sin duda más interesante que la lectura de la novela en sí. La descripción de los métodos surrealistas (escritura automática, cadáveres exquisitos, etc.) es más divertida que la lectura de los más bien fofos poemas resultantes. No es muy distinto lo que sucede con Q. La novela transcurre en la primera mitad del siglo XVI, y su marco histórico va desde la Reforma de Lutero hasta el Concilio de Trento, el lanzamiento de la Contrarreforma y la Inquisición. La óptica no es ni católica ni protestante: fiel a la filiación ácrata de su autor virtual, es más bien anticlerical y agnóstica. Lo que se señala en cada episodio histórico es la alianza entre las iglesias reformada y el papado, entre los nobles separatistas y el imperio, en contra de los pobres, los marginados, los místicos y los fanáticos: la traición de Lutero –que termina predicando la sumisión incondicional a la autoridad y justificando la masacre de más de 100 mil campesinos que se levantaron enarbolando sus ideas– es sólo el inicio de una larga serie de luchas de poder en las cuales los pobres siempre terminan siendo el pato de la boda.
Varios procesos históricos vertebran a la novela: la Reforma de Lutero; la rebelión de los campesinos alemanes bajo el liderazgo de Thomas Müntzer(quizá la primera revuelta comunista de masas de la historia occidental); la ocupación de la ciudad de Münster por los anabaptistas, que llegaron a fundar sobre la tierra una nueva Jerusalén donde el trabajo, el dinero y las mujeres (y por ende los hombres) se compartían entre todos, antes de que las tropas del obispo retomaran la ciudad y los masacraran; la lucha contra la expansión del poder financiero internacional representado por la banca Fugger, y más tarde contra la imposición de la línea más dura –la inquisidora de Pietro Carafa, al final de la novela papa Pablo IV– en el Vaticano. Pero Q es una novela política, además de histórica, y el siglo XVII es en realidad un espejo del nuestro: el imperio de Carlos V en lugar de los EE.UU.; los príncipes separatistas como los actuales líderes europeos; los rebeldes religiosos como los luchadores antiglobalización; el potencial liberador de la imprenta (y la lucha de la Inquisición contra la misma) como las promesas de Internet (y los actuales embates contra la libre circulación de mensajes en la red). Los autores hacen explícita esta relación: “El inicio y el fin de una época se asemejan. Nuestra Q habla de Lutero, el primer gran comunicador de masas, el primero en utilizar la invención de la prensa, una revolución tan importante como puede ser para nosotros la de Internet. Y también habla del capital financiero de Fugger, un auténtico Soros en los albores del capitalismo; de los éxodos de masas, parangonables a los de hoy día en los Balcanes; del nacimiento de la idea de Europa o del asalto de un ejército internacional a una pequeña comunidad, tras lo cual se determinará por fuerza un nuevo orden”.
Los protagonistas –y los narradores– de la novela son dos: una especie de revolucionario profesional del siglo XVII, que a lo largo de la novela va tomando varios nombres, pero cuyo nombre original nunca conoceremos (llamémoslo Luther, ya que de eso, ser todos y nadie, se trata) y su antagonista, el enigmático Q, una especie de agente de la CIA (léase Vaticano) de la época, cuya especialidad es infiltrar los movimientos rebeldes y sugerir caminos de acción suicidas a sus líderes. Los grandes protagonistas de la historia (Lutero, Carlos V, Carafa) son frecuentemente mencionados, pero nunca aparecen en escena, por donde pululan los personajes menores, algunos históricos –los líderes rebeldes–, la mayoría pertenecientes a la gran masa anónima, “los verdaderos artífices de la historia: espías, herejes, putas, cortesanos, mercenarios, profetas improvisados, siervos”. Ésta es, según los autores, la diferencia fundamental entre Q y otras novelas históricas centradas en un protagonista “convencionalmente” importante, como Alexandros, Ramsés o Napoléon. Lapsus o decisión consciente, la lista es reveladora: inscribe a Q más en el campo del best-seller histórico o biográfico que en el de novelas como Guerra y paz, Memorias de Adriano, Mason & Dixon o incluso El nombre de la rosa.
La estructura de Q es la de la picaresca más tradicional, y el protagonista logra estar presente en tantos hechos históricos de importancia que por momentos nos recuerda al Zelig de Woody Allen. El estilo de Q es el de la novela de aventuras del siglo XIX y su ideología automáticamente progresista, con una tajante oposición entre opresores y oprimidos que se repite casi sin variantes en cada nuevo episodio histórico, aunque a veces los autores –o uno de ellos, tolerado por los otros tres– son capaces de caer en el idiotismo moral: nunca más profundamente que en la secuencia en la cual el héroe rebelde, desilusionado por los sucesivos fracasos, se une a una banda de anabaptistas renegados y, en sus propias palabras: “Maté, torturé, aniquilé, vi arder aldeas enteras y empalar a frailes como si fueran cerdos en el asador”. Digamos que, si la transformación de héroe revolucionario en autor de crímenes contra la humanidad no es la primera vez que sucede en la historia, sí tenemos derecho a esperar, en una novela de más de seiscientas páginas, que no lo haga en el curso de una, y sinprevio aviso, y tres páginas más adelante vuelva sin tapujos a ser el incriticable Che Guevara de la temprana modernidad. Más de una vez, en el transcurso de la lectura de Q, el lector se ve asaltado por la sospecha de que al cuádruple colectivo le sobra al menos un autor.
EL SPAGHETTI-RENACENTISTAPor sobre todas las cosas, lo que llama la atención sobre los autores de Q es su recreación de la antiquísima polémica entre la revolución en la forma y la revolución en el contenido: “Desde nuestro punto de vista, narrar significa contar historias... no nos interesa el experimentalismo lingüístico por sí, ni tampoco las innovaciones estilísticas en particular. La lengua y el estilo de nuestra novela están encaminados a potenciar la trama. Q se halla en las antípodas del minimalismo, del aire juvenil y del estéril autobiografismo de cierta literatura reciente... La ola minimalista debe llegar a su fin”. Más allá de la hábil aunque artera selección del adversario, con la cual es difícil en principio estar en desacuerdo (minimalismo = Generación X = recreaciones interminablemente banales de la anomia juvenil), la oposición entre novela política y “minimalismo o autobiografismo estéril” deja de lado u olvida los formidables modelos “maximalistas” de autores como William Burroughs y Thomas Pynchon, en los cuales la unión entre experimentación formal y extrema radicalidad política marca un antes y un después en la literatura (frente a la cual Q, que viene después, termina colocándose antes). En los albores del siglo XXI, y tras los denodados esfuerzos didácticos que el realismo social soviético ha llevado a cabo para probar las tesis de sus adversarios, no hay nada más anacrónico y demodé que recrear esta oposición entre revolución o vanguardia. Es verdad que la trama de Q incluye elementos paranoicos y de teorías conspirativas que le otorgan cierto lustre posmoderno, pero de ninguna manera resiste la comparación con esos monumentos paranoico-críticos como El arco iris de gravedad, o Vineland, o Mason & Dixon (de Pynchon, los tres), improbables cruzas entre Tolstoi y Burroughs, textos que combinan el fresco histórico con la escritura de vanguardia, la física cuántica con el dibujo animado, la política anarquista con la estética posmoderna.
Las gacetillas de prensa y los sitios de Internet han comparado a Q con las novelas de Umberto Eco, pero sus propios autores nos reenvían a James Ellroy, Raymond Chandler, Dashiell Hammett y el cine de Sergio Leone. Si bien la última de estas filiaciones es atractiva, permitiendo inscribir no sólo a Q sino a las novelas de Eco en un nuevo género (al cual tentativamente podríamos llamar el spaghetti-renacentista), quiero sugerir otro candidato para figurar como precursor oculto o negado de los cuatro boloñeses: el de su inimitable compatriota Emilio Salgari. Aquí tenemos todos los elementos que ellos invocan: novelas de aventuras de ambiente histórico en las que predomina la trama; ambientes exóticos; batallas; fugaces amores de guerreros y, por sobre todas las cosas, una ideología insospechable: después de todo, ¿quién va discutirle las credenciales anticolonialistas y rebeldes a Sandokán, el Tigre de la Malasia, tan incansable y furibundo enemigo del Imperio Británico como Bin Laden lo es hoy del Americano?
Q es una novela entretenida, aunque por momentos tan larga que tiene el efecto paradojal de hacer que el lector desee el triunfo de las fuerzas de la reacción, con tal de que sea rápido y acorte el número de páginas. Es informativa y de lectura provechosa para quienes quieran aprender algo de historia sin pasar por las arideces de la escritura académica. Y, por supuesto, todas las críticas que uno pueda hacerle se desvanecen si comparamos a Q con las aventuritas erótico-sentimentales de los próceres de la escuela primaria que entre nosotros circulan bajo el rótulo de novela histórica. Pero también es cierto que se trata de un best-sellerhistórico más, camuflado –a través de una hábil maniobra de una de las editoriales más poderosas del planeta– de novela anónima, colectiva y libertaria: la prueba palpable –como si todavía hiciera falta– de que, en el mundo de hoy, no hay otras conspiraciones de peso que las que urde el mercado.






http://www.pagina12.com.ar/2001/suple/Radar/01-12/01-12-23/NOTA3.HTM

Op Oloop de Juan Filloy





Op Oloop



  10 Hs. Sonaron las diez.
   Ya había escrito todas las invitaciones. Sólo le faltaba redactar el sobre de la última, para su amigo más íntimo: Piet Van Saal. Pero una fuerza enorme le inhibió. Algo así como dos garras plúmbeas se posaron en sus hombros. Y lo sustrajeron a su empeño.
   Permaneció largo rato con la cabeza apoyada en el respaldo del sillón giratorio. La laxitud parecía hacerle la barba. Después abrió los ojos con dulzura. Y como engañando a la fatiga, lentamente, aproximó de nuevo su busto al escritorio. Miró a izquierda y derecha, lleno de cautela –como quien va a cometer una mala acción y tomó la pluma. Pero no pudo escribir más que la S de Señor. Una ese mayúscula fina y elegante en forma de gancho de carnicería. Y colgó en ella la carne: su cansancio, y el alma: su fastidio.
   Op Oloop acababa de convencerse una vez más que no es posible ser traidor a sí mismo. "Domingo: escribir de siete a diez", era la regla. Cuando la vida está ordenada como una ecuación no se pueden saltar las coyunturas matemáticas. Era incapaz de cualquier impromptu allende las normas preestablecidas; aún del levísimo impromptu gráfico de poner el nombre y domicilio en un sobre ya empezado.
   –Lo veré personalmente –se consoló.
   Verdugo paulatino de toda espontaneidad, Op Oloop era ya el método en persona. El método hecho verbo. El método que canaliza en profundo las ilusiones, las sensaciones y las voliciones. El método ya consubstancializado que evita los respingos del espíritu y los corcovos de la carne. ¿Cómo romper su vaivén rítmico?
   ¿Cómo alterar su fluencia consuetudinaria?
   –Es inútil. No podré nunca emanciparme. El hábito me ha forjado una tiranía atroz. Yo no quise nada más que trabajarme, hacerme grande desde la pequeñez, como una de esas joyas diminutas del Renacimiento, cinceladas sobre la paciencia, que ostentan el decoro de una fresca intuición y una larga sagacidad. Pero me he adiestrado idiotamente en una amarga escuela de constricción. He hecho de mi espíritu un cronómetro de exactitud ineluctable, con timbre despertador y esfera luminosa... Oigo y veo mi "exacto" fracaso a cada instante. Y sufro no poder vencerme, venciendo el arte indigno que ahogara desde el escrúpulo más tenue al impulso más poderoso. Un factor novel de rebeldía, tímido ayer, implacable ahora, trabaja la populosa pena de mis ideas. Estérilmente. Me ha castrado el afán de ser algo, ¡algo notable! en el concepto del mundo. Y sólo he logrado ser algos, en el sentido patológico de la palabra: un dolor vivo, que se desliza oculto bajo las horas y la mentira de mis propias sumisiones.
   No hablaba. Su voz era dirigida hacia adentro, a un daimon acurrucado en la conciencia.
   El valet entró en ese momento:
   –Señor: me permito recordarle que hoy, domingo, a las diez y media, debe usted tomar su baño turco. No le quedan más que pocos minutos para llegar a tiempo. ¿Pido el auto?
   –¡Todavía esto! Ya le he dicho que no olvido nunca nada. El auto está pedido. Entregue hoy mismo esta correspondencia a sus respectivos destinatarios.
   Un movimiento automático de cabeza cercenada hizo chocar la barbilla con el tórax del mucamo. Se contrajo a entregarle el sombrero, el bastón y los guantes.
   Hay personas que conocen los días en que viven por los boletos de combinación que expenden los tranvías, por los avisos bancarios de próximos vencimientos o por el almanaque de las oficinas donde llenan gratuitamente de tinta la pluma-fuente. Op Oloop no era de ésos. Su casa era una agenda viva, un archivo meticuloso, un emporio de mementos.Cada pared ostentaba profusión de tablas sinópticas, mapas estadísticos y diagramas policromados. Cada mueble era un almacén repleto de datos y reseñas, de estudios y experiencias. Cada cajón, un fichero que custodiaba la fidelidad de su memoria. Hasta en sus bolsillos guardaba extractos de profundas lucubraciones.
   Unigénito del método y la perseverancia. Op Oloop era la más perfecta máquina humana, la más insigne creación de autodisciplina que conociera Buenos Aires. Cuando se llevan compulsados y seriados desde la pubertad los fenómenos más importantes del universo y los actos fallidos más leves del ser, se puede afirmar con seriedad que el sistema ha sido constreñido a su mínima expresión: vale decir endiosado a su mayor jerarquía metodológica; ¡porque la grandeza del método se revela en su soberanía sobre lo nimio!
   La vida se llena. haciendo esquemas: en el aire, la tierra, el agua y las cosas: vuelo, surco, estela, escrito. Los ociosos que redactan espirales de humo, que dibujan ritmos en el baile o trazan contorsiones en el sport, provocábanle su mayor indiferencia. Si en vez de esos esquemas inconducentes se ahincaran a contar los paraguas que se pierden en los cafés, los casos de bigamia o apendicitis, las comas que obstruyen la claridad de los códigos, al menos resultarían fructuosos para establecer en el cálculo de probabilidades los índices normativos del nexo causal. Mas, no todos vienen al mundo impregnados del fervor divino, que es la presencia útil del hombre en su medio. Hay gentes que no reconocen otro quehacer, que hacer esquemas en su nada. Op Oloop era distinto. Usando impermeable, sabía el número de paraguas que se pierden; siendo soltero, la jurisprudencia universal respecto de la bigamia; gozando buena salud, las teorías arcaicas y modernas en torno de la apendicitis; y aborreciendo gentilmente a los abogados, la cantidad de comas sobre las cuales especulan en embrollos de latines y hermenéutica.
   El automóvil frenó frente a la casa de baños.
   Parece mentira, pero es cierto. La vida solitaria de los especímenes más evolucionados gira siempre sobre goznes de rutina. Al pobre Kant, los imperativos no le dejaban alejarse más allá de las cervecerías de su pueblo; al pobre Pasteur, los microbios lo forzaron a una soledad pura de leche pasteurizada; al pobre Edison, los inventos lo retuvieron circuido en el insomnio y la sordera. A medida que se expande el espíritu, la carne se sujeta a clisés ineludibles. Los hábitos de yacer, folgar y yantar se tornan matemáticos. Y las horas del día, irrevocablemente asignadas a goces, funciones y eventos conocidos, se ahondan en el deber; pues, cuando la audacia mental más se aventura por las zonas inéditas de la abstracción, la materia más se empecina y circunscribe en el sótano de la costumbre.



5.15 Hs.

   Sonó el cuarto de hora. Las ondas del gong llevaron flotando sus palabras. Quedó suspenso, como persiguiendo la quimera.
   Después, sin saber por qué, la puerta abierta le invitó a asomarse al balcón. ¡Fue un vértigo espantoso! Una tromba absorbente de pensamientos macabros le encalabrinó. Elevándose desde la calzada, otra tromba hacía girar las casas, los árboles, los automóviles, en una zarabanda demoníaca. En medio de esos dos caos, frenéticamente, remolineó en sí y fuera de sí. Como un náufrago se crispó sobre los barrotes. El estrago abatía todo en feroces rolidos. Al entreabrir los ojos, la calle se verticalizó. Entonces, el asfalto hecho goma se adhirió a sus párpados. Y le tiraba, le tiraba con tanta fuerza, que bamboleó ya en trance de ceder. Cuando el vértigo iba a arrancarlo, Op Oloop cerró los ojos guillotinando la atracción.
   Sudoroso, trepidante, reculó hasta el escritorio. Se sentó. En medio del desorden mental se abría una enorme franja de luz:
   –¡Los prados azules de la muerte!
   
Y en ella –friso de gloria– la imagen concisa y frágil de Francisca, repetida al infinito, cada cual con un encanto nuevo, cada cual con una ternura fresca.
   No pudo ahondar el prodigio.
   Al reponerse, su gabinete de trabajo –colmado de bibliotecas y cajas compiladoras, de máquinas y diagramas– le causó repugnancia. El, que había llenado las horas de sabiduría, tenía al fin la experiencia negativa de la vanidad. Todo se le antojó insufrible. Todo había sido inútil. No era dolor su padecimiento, sino escarnio viendo al Tiempo sacudir su odre vacío y aconsejarle:
   –¡Imbécil: otra vez lo llenas de amor!
   
Revolviéndose en el sillón, afligido por agudas heridas espirituales, al llevar la mano al pecho palpó su libreta de apuntes. Ebrio de un interés subitáneo, abrió las páginas destinadas a su estadística libidinosa. Y en el cuadro asignado al Número Mil, escribió:


   KUSTAA IISAKKI, 21 años, finlandesa, rubia, manida. Hija de Minna Uusikirkko. Casi hija mía.. . ¡Hija de mis sueños! Coito interrupto. 0 0 00...
   OP OLOOP.


   
Mientras estampaba su resumen de ceros, se le anudó la garganta gimiendo:
   –¿Eso es amor, Minna?... ¿Eso es felicidad Kustaa?... ¿Eso es lo que prometes, Franzi?...
   Enrojecía. Las respuestas –obvias– acentuaron su anormalidad afectiva. Ninguna emoción le era agradable ya. Su desaliento aumentó, sin embargo, merced a un motivo fútil. Al cerrar con su firma los mil casos de su estadística sensual, las cuatro O de su nombre y apellido coincidieron con los cuatro ceros del renglón anterior. Vio en ello un símbolo deprimente. Magnificándolo, interpretó los cuatro ceros como el juicio puesto por el destino a los cuatro afanes cardinales de su vida: libertad, trabajo, cultura, amor. Y se llenó de tintes crepusculares su antiguo gusto de vivir.
   El arte y la ciencia de todas las cosas está en saber manejar las fatalidades. Leyendo a Daudet, en la adolescencia, se había apropiado de esa verdad que fue mentora de sus pasos en diversas encrucijadas. Pero esa noche todos los fatums y anankés estaban convulsionados en el aquelarre de su cabeza. No podía espantarlos. Los recursos de veinte años para elevarse, depurarse y glorificarse fallaron. Eran meros espejismos, suntuosos burladeros de un sino preestablecido, ¡tan preestablecido que brillaba en las cuatro nulidades de su firma!
   El Estadígrafo se inmergió en un remanso de tranquilidad contemplativa. Hizo el balance escueto de su trayectoria vital. Estaba errada. Escudriñó la perspectiva de afrontar nuevos rumbos. Eran pavorosas. Sumiso, entonces, aceptó su suerte, su impotencia y su esterilidad. Y se allanó a considerarse la encarnación de un teorema absurdo.
   Viendo aún el sobre que intentó llenar, al iniciar la jornada, con la dirección de Van Saal, lo tomó. La soledad de la S ya escrita, acusábale sus desatenciones para con él. En desagravio, resolvió escribirle primero que a nadie. E1 numen que concentra las energías finales del espíritu le ayudó con tanta lucidez y fortaleza que, en vez de pensar, parecía transcribir:


   Querido Piet:
   ¡Silencio! Mientras la vida puede sobrellevarse dignamente es obligación vivirla. Mas, cuando se comprueba la falencia de los valores eviternos, vivir es una cobardía. No me juzgues. Sólo la muerte juzga a la vida. He aquí mi falla.
   ¡Silencio! Sea flor de ternura la comprensión de tu sonrisa. Y sol que ilumine el abismo de mi trance, el sol diminuto que brilla en el punto de luz de tus pupilas. El sol que rueda en tus lágrimas.
   ¡Silencio! ¿Para qué exaltarte con un recuerdo estéril? Junta el mío y nada mas. Tú también eres una incidencia de recuerdos... ¡Que no los actualice nunca el amor! Te alumbrana el recuerdo del futuro que forjaste en el ensueño. Eso es fatal.
   ¡Silencio! Tú sabes que mi egoísmo ha contradicho todo lo que ha podido y que ahora contradigo "el principio supremo de todo deber". Tú sabes que al sumirme en la eutanasia yo me no de Dios. Bueno: calla y tolera.
   ¡Silencio! No extiendas tu lástima como un manto sobre mi cadáver. No hagas la tonta filosofía del ejemplo. Cada cual es un triste ejemplo de torpezas en esa vida exenta de paradojas que se vive en el fondo del ser.
   ¡Silencio! Un silencio trágico de rostro demudado. Vuelve mi soplo al aire, mi fuego al sol, mi sombra a la tierra. Y toda mi algarabía a la mudez esencial del mundo. Ni una palabra. Hay un riesgo atroz. Podrías oírte...
   ¡Silencio! Soy un alma con mucha muerte encima. Me enorgullece. Es la única fortuna que vale... Desde la distancia póstuma vendré a buscar tu amistad que fue el gran hallazgo de mi vida. Ya charlaremos en la vereda del misterio.
   ¡Hosanna, Piet!

OP OLOOP

Leyó la carta con fría naturalidad. Obraba de acuerdo con un plan que dijérase maduro en la subconsciencia, por la insensibilidad de su realización. Tomó más papel y escribió:

   Gastón:
   Kustaa lisakki, "la sueca" que usted me indicara es nada menos que hija psíquica mía. Si bien yo no materialicé el ensueño, su realidad me acusa. Por el amor que tuve a su madre: Minna Uusikirkko –hija del profesor de letras del Liceo de Uleaborg– le ruego coopere con Piet y Franziska en la noble tarea de redimir su alma.
   Confío en usted como he confiado siempre

OP OLOOP

   
Sonriendo tétricamente secó la tinta. Su letra era neta, firme, estilizada con sobriedad. Acto continuo, sin ninguna hesitación, redactó:


   Yo, Optimus Oloop, soltero, treinta y nueve años, nativo de Uleaborg, Finlandia, por este mi testamento ológrafo declaro: Primero: Que no tengo herederos forzosos. –Segundo: Que no debo nada a nadie ni nadie me debe a mi. –Tercero: Que mi patrimonio lo constituyen el mobiliario de este departamento y veintiocho mil pesos depositados en el Banco Anglo Sud Americano. –Cuarto: Que lego el mobiliario con todo su material científico a la Dirección Nacional de Estadística; y el resto de los enseres a mi "valet". – Quinto: Que lego el dinero, por partes iguales, a Mina Uusikirkko, Kustaa lisakki, Piet Van Saal y Franziska Hoerée. –Sexto: Que estando la primera internada en el Manicomio de Mujeres de Helsingfors, Piet Van Saal dispondrá de la suma para atender al recobro de su salud. –Séptimo: Que estando la segunda como pupila "chez" Madame Blondel, de esta ciudad, Franziska Hoerée dispondrá de la suma para obtener su reeducación. –Octavo: Que mi cadáver sea cremado y mis cenizas aventadas sobre el Río de la Plata, por el Comisario de tráfico aéreo, don Luis Augusto Penaranda, próximo al lugar donde desaguan los detritos de la urbe; mientras, simultáneamente, el Jefe de obras sanitarias, don Cipriano Slatter, escriba en la playa este epitafio:


"Aquí yace Op Oloop.
Para él nada fue difícil
excepto el amor.
¡Por eso amó tanto a las
mujeres fáciles!"

   –Noveno: Nombro albacea para el cumplimiento de estas disposiciones a don Gastón Marietti, amigo fiel, cuya riqueza y cultura superan al bien y al mal. En Buenos Aires, a veintitrés días de abril de mil novecientos treinta y cuatro.

Optimus Oloop

1934, editado en 1967 © Juan Filloy