miércoles, 16 de septiembre de 2009

GARAGE OLIMPO

Argentina-Italia, 1999


Dirigida por Marco Bechis, con Antonella Costa, Carlos Echevarría, Dominique Sanda, Chiara Caselli, Enrique Piñeyro, Pablo Razuk.



El cine argentino arrastra, entre tantas deudas, la de una obra que honre como Dios manda el horror acaecido durante la última dictadura militar (1976-1983). Garage Olimpo no es la película llamada a saldarla de una vez por todas, y ni siquiera es completamente argentina –está fuertemente coproducida por Italia–, pero conviene apuntar de entrada que caló mejor, y más hondo, que cualquiera de los films locales realizados hasta la fecha.

La película de Marco Bechis es muy dura. Está ambientada durante los primeros años de la dictadura, cuando los tristemente célebres grupos de tareas eran amos y señores de las calles del país. Y salían ametralladora en mano, vestidos de civil, a secuestrar personas casi siempre desarmadas. Las levantaban en vilo de sus domicilios, a los que saqueaban metiéndose en los bolsillos cualquier cosa de valor. Las encapuchaban y las conducían a sórdidos campos de concentración a la criolla: podía ser un galpón, una escuela abandonada o, como en este caso, un inmenso garage en desuso denominado Olimpo. Que existió, aunque hoy pueda semejar el fruto de la más horrenda de las pesadillas.

El film narra la odisea de María (Antonella Costa), una chica que ocupa parte de su tiempo en tareas de alfabetización en las villas de emergencia. A poco de comenzar es chupada por un grupo de tareas y da con sus huesos en el Olimpo. La vida, allí, es objeto de una rutina infrahumana: los soldados, siempre de civil, canalizan su vocación patriótica en prolongadas sesiones de picana eléctrica. Hay una tabla sobre la pared, que establece el límite de voltaje según el peso de las víctimas: a las de 40 kilos, por ejemplo, les pueden aplicar hasta 15 mil voltios. El film recrea muchos otros detalles escabrosos y veraces como éste, y de allí obtiene buena parte de su fuerza de verdad. Puede verse a los verdugos torturar al compás de la música ligera de las emisoras de AM, como si estuvieran practicando un hobby. O jugar al ping-pong, como si estuvieran en un club, o dialogar con sus novias como cualquier hijo de vecina. Esta naturalidad no sólo los convierte en personajes creíbles; es el requisito imprescindible para su condición monstruosa. O siniestra, por lo menos según el modo en que la definía Sigmund Freud: aquella que combina rasgos extraños y familiares. Esto contrasta con la mayor parte de las producciones argentinas, que utilizaron a la dictadura como excusa –o "telón de fondo"– para construcciones más o menos dramáticas, siempre demagógicas, las más de las veces actuadas con grosería rayana en el papelón. Con el tiempo, y en medio de la locura que supone la situación, María intimará con Félix (Carlos Echevarría), uno de los verdugos que, casualmente, alquilaba una habitación en casa de la madre de la chica. El torturador la llegará a "querer" a su manera, sin dejar de subordinarse a la barbarie imperante, con lo que el romance cuaja dentro del esquema trágico del relato. Que está algo desbordado de sesiones de tortura, que lo acercan al umbral del golpe bajo, pero bien filmado en general. Y respira un clima intenso, claustrofóbico.

Un problema de Garage Olimpo es que los horrores que relata, a esta altura del partido, en la Argentina son vastamente conocidos. No se trata de un documental, eso es obvio, y provoca una sensación que la resiente en su calidad de thriller: la de que estamos frente a una terrible historia cuyo principio, desarrollo y final conocemos de antemano. Otro problema es que la película no deja de incorporar ciertos vicios del mal llamado cine político argentino. El primero, paradójicamente, es su notoria despolitización. La política, entendida como el campo de batalla de los intereses sociales en pugna, ha sido puesta en fuga en el film de Bechis. No por casualidad María no es una militante hecha y derecha. Su tarea alfabetizadora, pura y virginal, vuelve a sugerir una suerte de ensañamiento detrás del accionar militar, y no un plan minucioso –no por eso menos cruel ni desbocado– para aniquilar a los opositores socio-políticos del establishment. Ahora bien: ese plan fue suscripto y avalado por encumbrados representantes de los partidos "democráticos"... que tiempo después consagraron la impunidad (leyes de Obediencia debida, Punto final e indultos) para los genocidas. Ninguno de esos dirigentes o partidos aparecen en pantalla. Y a duras penas lo hacen las Fuerzas Armadas en cuanto institución, excepción hecha de aquel fragmento formal y emocionalmente espeluznante –por lejos el mejor del film– en que un ominoso Hércules C-130 planea sobre el Río de la Plata presto para arrojar seres humanos vivos al fondo de las aguas (mientras suena La Aurora, himno que se cantaba en las escuelas, como música de fondo). Garage Olimpo esquiva la vertiente más filosa, y decididamente actual, que ofrecía una temática como ésta: aquella que le hubiera permitido conectar los horrores del pasado con las miserias políticas del presente. En este sentido, es prisionera del ayer.

Guillermo Ravaschino