Durante la segunda mitad del siglo xix los estudios literarios estuvieron dominados por el positivismo que, apoyado en la filosofía de A. Comte, venía a establecer los textos literarios como hechos positivos con valor de documentos que reenviaban para su sentido a la propia historia literaria y se interpretaban en relación con la biografía de su autor. H. Taine entendía que el hombre que había emitido un texto, su autor, figuraba como el objetivo último del estudio de sus obras, junto a su época, y así lo deja escrito en el Prólogo a su importante Historia de la Literatura inglesa [1863: vol. I, pág. IV]. El método positivista aunó diferentes dominios humanísticos en torno al dato en el suceder histórico como reflejo del hombre y de su cultura. Su ambición era, por otra parte, la de evitar el juicio subjetivo del intérprete o crítico y acercar la investigación a los métodos imperantes en las ciencias naturales ocupadas en la empiricidad demostrable del dato positivo. Los estudios literarios en las universidades europeas vieron la hegemonía del método histó-rico-literario, que en el programa de G. Lanson quería evitar cualquier prejuicio estético y postulaba un método de investigación empírica de las individualidades. El punto de vista era fundamentalmente genético-individual y la Historia de la literatura un sucederse de autores agrupados en grandes períodos históricos.
El siglo xx se inicia con un profundo cambio que, en las llamadas por W. Dilthey "ciencias del espíritu", supondría la quiebra del positivismo y que para la teoría literaria significó la ambición por conseguir un estatuto científico propio. Los formalistas rusos, movimiento de jóvenes filólogos en quienes fraguan esas inquietudes de renovación metodológica, plantearon hacia 1915 la posibilidad y la necesidad de contemplar la literatura y sus textos, no como documentos individuales para el uso histórico, psicológico o sociológico, sino como objetos de una ciencia –que algunos de ellos llamaron "poética"–, recuperando así el viejo brote aristotélico susceptible de delimitar un objeto y un método propios, específicos. Tal ciencia indagaría desde un punto de vista general y con ambición universalizadora no éste o aquel texto particular, sino las propiedades comunes a todas las manifestaciones literarias. ¿Por qué llamamos literarios a determinados textos? ¿Qué contienen o qué rasgos sirven para agruparlos y distinguirlos de otras manifestaciones verbales no literarias? La gran fortuna de los formalistas y su proyección sobre toda la teoría del siglo xx obedece a que fueron, junto con la estilística, quienes mejor formularon la necesidad de una teoría, de una ciencia de la literatura.
Pero, los formalistas rusos no fueron conocidos en Occidente hasta mucho después. Fue la publicación del fundamental libro de V. Erlich [1955]9 y de las antologías de T. Todorov [1965]10 y de I. Ambroggio, las que dieron a conocer este mo-vimiento en EE.UU. y en Europa, y fue el llamado neoformalismo francés, estruc-turalista, el que proyectó y difundió sus ideas. Desde entonces la teoría literaria no sólo ha conseguido un perfil propio, sino que ha crecido notablemente en los ámbitos intelectuales. El siglo xx, por tanto, tiene para la teoría literaria una importancia singular porque es el siglo de su constitución como ciencia autónoma, desgajada del tronco de la estética, en que vivió albergada, y porque es el siglo en que obtiene su mayor desarrollo por el número ingente de libros y revistas especializadas dedicados a ella.
Previamente al estudio de las diferentes escuelas y movimientos de la teoría literaria conviene dibujar un mapa más general de su contexto intelectual que pueda explicar al mismo tiempo algunas de las causas de lo abigarrado de sus distintas tendencias y escuelas. Porque la teoría literaria del siglo xx nace en un amplio contexto epistemológico que permitió el desarrollo especializado de diferentes saberes humanísticos, vinculándose cada uno de ellos a un discurso científico par-ticular. El nacimiento de la literatura como objeto que se pretende de una teoría y una ciencia propias discurre paralelo a la constitución de la lingüística, de la sociología, del psicoanálisis, de la antropología, la semiótica, etc. Y cada uno de estos dominios ha influido notablemente sobre la teoría literaria, de modo que el constante sucederse de escuelas teóricas y corrientes críticas muchas veces ha obedecido al predominio o punto de gravitación mayor que cualquiera de esas ciencias ha ejercido en un momento dado. Tanto es así que no se podría entender con claridad la historia de la teoría literaria de nuestro siglo sin su relación con, al menos, cuatro grandes sistemas de pensamiento: la fenomenología (que a su vez se proyecta sobre la lingüística), la hermenéutica, el marxismo y el psicoanálisis. Por ello la historia de esta disciplina en nuestro siglo ha sido una constante ambición de especificidad teórica y la comprobación, también constante, de la imposibilidad de constituir un objeto –el literario– que fuese independiente del discurso teórico que lo reclama, evoca o define.
Sería vano buscar una evolución lineal y en series evolutivas de la teoría literaria de nuestro siglo. Su perfil es quebrado, ha sufrido vaivenes, recuperaciones de teóricos olvidados que se han reivindicado muy posteriormente (como es el caso de Mukarovsky, de Bajtin o de los propios formalistas rusos). No es posible, por consiguiente, escribir una historia lineal y sucesiva de nuestro siglo por pasos sólo cronológicos, sino más bien por movimientos, tendencias o corrientes, muy relacionados y muchas veces deudores de los cambios de puntos de mira sufridos por las diferentes epistemologías y fundamentos filosóficos de cada escuela.
El perfil quebrado y lleno de rupturas de la evolución histórica de la teoría en nuestro siglo obedece, además, al desarrollo de una doble tensión dialéctica. Primeramente, la dialéctica especificidad/universalidad que vienen sufriendo todas las ciencias humanas y que afecta a la legitimidad del propio discurso. ¿Es posible una teoría literaria, una ciencia específica, diferente y separada de la sociología, el psicoanálisis, la semiótica, la antropología, etc.? Cada uno de estos saberes, en su propio desarrollo, ha ido tendiendo puentes hacia los demás a medida que emergían las insuficiencias explicativas de cada disciplina, necesitada de constantes apoyos. Cuando la teoría literaria, aliada al tronco de la lingüística, creyó encontrar seguros asideros en una poética formal, vivió una crisis especialmente cruenta de especialización, que afectó a su terminología, a menudo críptica, y hubo de reconocerse finalmente rebasada por la realidad misma de la interpretación y los problemas del significado. El espejismo de una sola ciencia, ligada a un método único para un objeto verbal, había sido necesario en su momento; pero, insuficiente para explicar la compleja naturaleza de los textos literarios, vinculados a diversos y múltiples códigos. Hoy todos reconocen que la teoría literaria es un campo de estudios necesariamente pluralista y con vocación interdisciplinar [Booth, 1979; Villanueva, 1991: 32-36].11 Conseguir saberlo ha costado sucesivas crisis que ahora veremos.
Hay una segunda tensión dialéctica que ha propinado a la teoría literaria del siglo xx constantes vaivenes: la lucha entre el esencialismo metafísico y el funcio-nalismo pragmatista. Enfrenta constantemente a quienes no cuestionan la literatura como un objeto y pretenden que sea lo literario una cualidad inherente, superior, que posee un tipo de obras. De lo que se trata, para éstos, es de definir la esencia de eso que es literatura y que una teoría analiza, describe y discrimina. Los esencialistas continúan ligados a la cuestión metafísica que se formula con la pregunta: ¿Qué es literatura? ¿Qué cualidades poseen las obras literarias? Frente a ellos, los que hemos convenido en llamar pragmatistas se resisten a admitir la existencia de la literatura como una esencia, un hecho, y prefieren vincularla al discurso teórico que la define y nombra. La pregunta que estos segundos formulan es: ¿A qué llamamos literatura?, y su respuesta tiende a dirimir la cuestión no en las pretendidas propiedades intrínsecas o inherentes de los textos literarios, sino en el modo cómo la sociedad y las gentes se relacionan con lo escrito. Para estos últimos la literatura es una práctica social cuya delimitación misma de otras prácticas de escritura y/o lectura no depende de categorizaciones metafísicas ni ontológicas, sino históricas, funcionales, ideológicas y axiológicas. Plantean que la respuesta a la pregunta ¿a qué llamamos literatura?, no ha sido uniforme a lo largo de la historia, ni siquiera lo ha sido la conceptualización y actual término de "literatura", que apenas tiene un par de siglos de vigencia. En este sentido, los últimos movimientos teóricos literarios han desarrollado hasta el extremo tal relativización de lo literario. Tanto la "desconstrucción" como una buena parte de la teoría literaria feminista sitúan sus análisis sobre textos de difícil validación ontológica: se suponen prácticas escri-turales que comparten ámbitos y rasgos con otros discursos (como el filosófico) y su gusto por lo fronterizo y la reivindicación de las vanguardias (y de los textos de la cultura de masas) tiene mucho que ver con el desplome de las seguridades que la metafísica ontológica del estructuralismo había construido.
Las dos tensiones dialécticas a que nos hemos referido se han ofrecido en un contexto intelectual y filosófico que conviene tener en cuenta para la cabal comprensión del sucederse de corrientes y movimientos crítico-literarios. En ese contexto intelectual han operado también resistencias de naturaleza académico-institucional. La polémica habida entre R. Picard [1965]12 y R. Barthes [1966]13enfrentaba a este último, representante de la "nouvelle critique", con los medios académicos tradicionales dominantes en la universidad francesa. Éstos eran fundamentalmente esencialistas y sostenían a la vez la exclusividad de la crítica literaria ligada al método histórico, mientras que R. Barthes [1964]14 había defendido una posición teórica en el enclave, por el concepto de "escritura", de diferentes aportes: el existencialismo, el estructuralismo, el psicoanálisis, el marxismo. También en medios intelectuales norteamericanos se ha repetido esta polémica. Los "new critics" con la crítica anterior, Abrams con la desconstrucción, Booth con los estructuralistas, etc. [Lentrichia, 1980; T. Eagleton, 1983, cap. I]15.
La teoría literaria de Occidente en este siglo no podría entenderse sin tales polémicas intelectuales que en definitiva, al tiempo que darle una gran vitalidad y perfil movedizo, han devenido sintomáticas de la difícil asimilación de la profunda quiebra epistemológica vivida desde los albores de este siglo, y a la que quiero referirme brevemente para situar el marco general donde se inscribirán los debates teóricos literarios. Antes mencioné el concurso necesario de la fenomenología y la hermenéutica, el marxismo y el psicoanálisis, para el discurrir teórico literario. En efecto, los movimientos que luego recorreremos en sus trazos más sobresalientes, son deudores de la profunda fisura que durante este siglo se produce en el pensamiento occidental merced al intento de superación del idealismo. R. Rorthy [1983]16 ha hablado del "giro lingüístico" de la filosofía contemporánea. En efecto, toda ella se articula sobre el eje de la superación de la metafísica por el expediente de poner en cuestión la supuesta transparencia del lenguaje, su capacidad para decir el ser. Tanto la filosofía de la ciencia como el marxismo y el psicoanálisis nos han hecho sospechar de los lenguajes naturales con que nombramos las cosas. El marxismo y el psicoanálisis ayudándonos a desvelar el carácter artificioso, ideológico, psíquico y socialmente condicionado de todo discurso. Los filósofos analíticos recogiendo los postulados de Wittgenstein sobre el valor pragmático del uso lingüístico. No es posible asaltar el significado sin la situación de habla en que se origina. El valor de la palabra es su "uso" en un contexto de situación, en un "juego lingüístico".
A partir de Husserl, de Freud, de Marx, de Wittgenstein, se consolidó la idea de que el objeto del que se habla no es independiente del sujeto. Los actuales debates en la ciencia teórico-literaria que representan posiciones como las de la "estética de la recepción" o la "teoría empírica de la literatura" veremos que recogen una tradición que se vierte a la teoría literaria de la mano de la fenomenología y de su continuación hermenéutica. Las teorías de Husserl son especialmente importantes para las literarias de este siglo porque han estado en la base tanto del brote formalista-estructuralista como de su crisis posterior en la "estética de la recepción" y también influyeron sobre la estilística de Amado Alonso, Alfonso Reyes, etc. [Portolés, 1986]17. El empeño de Husserl por devolver a la filosofía su carácter de ciencia estricta le llevó a plantear una filosofía libre de supuestos, de prejuicios metafísicos, por lo que acude a una suspensión del juicio o "epoché" como punto de partida. Pretende atenerse a lo dado, al fenómeno, a lo que de forma intuitiva y originaria se presenta ante la conciencia. No a lo dado en el sentido empirista u objetivista, sino a su reducción a contenido intuicional, experimentado en la conciencia. No hay conciencia si no es conciencia de algo, si no se muestra en ella un determinado fenómeno. Pero la conciencia no es una sustancia, es siempre una conciencia intencional, proyectada desde el fenómeno, y es en el sujeto que lo experimenta donde el fenómeno obtiene su sola posibilidad de existencia y sentido. Esta filosofía influyó mucho sobre los primeros formalistas [Erlich, 1955: 89]18, pero también sobre todo el estructuralismo lingüístico [Coseriu, 1981]19. Pero donde la fenomenología ha influido más poderosamente, a través del discípulo de Husserl, Roman Ingarden, fue en Mukarovsky y posteriormente en la "estética de la recepción" [Fokkema/-Ibsch, 1977: 170-173; Acosta, 1989, y Villanueva, 1991: 38-45]20. Esto fue posible porque la fenomenología, al mismo tiempo que imponía una aproximación al fenómeno como estructura de realidad, revelaba que sin la conciencia del sujeto y la experiencia del receptor, tal fenómeno no se daría.
También ha sido importante para la teoría literaria del siglo xx, sobre todo para el desarrollo de las corrientes pragmatistas, la evolución posterior de la fenomenología y, sobre todo, el camino que va de Heidegger a Gadamer, un camino por el que se convierte en hermenéutica. Una vez logrado el supuesto fenomenoló-gico de que el mundo no adquiere objetividad sino para la conciencia y que ésta no se da sino como conciencia de un mundo, la hermenéutica da un paso más allá al mostrar que la relación de significación sólo es posible en el seno del lenguaje y éste a su vez es un fenómeno de relación intersubjetiva, de comunicación e interpretación. La mediación lingüística, además, está históricamente determinada, es recreada en cada momento de la historia que actualiza, reinterpreta, "presentifica el pasado" [Campillo, 1989: 316; Eagleton, 1983: 92-94]21. Ésta es la gran incorporación de la relación hermenéutica, tal como la describe Gadamer en Verdad y Método [1960]: los valores son cambiantes y están sujetos a múltiples determinaciones que actúan intersubjetivamente como mediación ética entre los sujetos, como encuentro de ellos en una tradición, en un "mundo de vida".
Para acceder desde estos mínimos presupuestos de un contexto filosófico a la evolución concreta de las corrientes teórico-literarias en nuestro siglo es preciso establecer, como dijimos, grandes agrupaciones conceptuales porque el simple trazado cronológico resulta engañoso. Los saltos, anticipaciones, reencuentros, etc., van imponiendo un ritmo a esta historia que no coincide con el suceder meramente cronológico. Tampoco los autores se dejan agrupar fácilmente sin ciertas fisuras necesarias. Por ejemplo: Bajtin es un teórico marxista, pero su estudio es menos útil en el campo en que se han desarrollado preferentemente las teorías marxistas: la sociología de la literatura. Cabe mejor, así lo entiendo, en el marco de la crisis de los estructuralismos porque así se le ha percibido además en Occidente. En otro lugar argumenté que el llamado, "postestructuralismo", donde entra la desconstrucción de Derrida es cronológicamente simultáneo al estructuralismo francés [Pozuelo, 1992]22. Los saltos, vaivenes y perfil quebrado de la línea cronológica y la convivencia simultánea de autores que participan de distintos tonos y contenidos, como es el caso proverbial de R. Barthes, obliga a una agrupación de grandes trazos en grandes corrientes que hasta finales de la década de los setenta pueden presentarse así: I. Poética formal y estructuralista. II. Crisis de la poética formal: pragmática. Semiótica eslava. Bajtin. III. Estética de la recepción y poéticas de la lectura. IV. Sociología literaria y V. Literatura y psicoanálisis.
En los tres primeros apartados es posible entender la teoría literaria del siglo xx como la alternativa de dos grandes paradigmas teóricos. El primero, que he llamado formal-estructuralista, gravita sobre la influencia de la lingüística saussu-reana y se centra en el texto como objeto para la búsqueda en su estructura lingüística y en su especial organización formal de los rasgos que otorgaban especificidad frente a otros tipos de lenguaje. Este primer paradigma, que había sustituido la poética del emisor-autor del siglo xix por una poética del mensaje-texto, hace crisis y se ve enfrentado al segundo gran paradigma teórico, el de la poética de la recepción, que convierte al lector y su descodificación del texto en el nuevo objeto de la teoría literaria. Esa crisis de la poética del mensaje, al tiempo que da paso a las teorías de la recepción en una de sus direcciones, en otra busca romper la estricta separación entre crítica inmanente (textual) y no inmanente (socioideológica). La literatura no es un conjunto de textos ya definidos sino una comunicación social en el seno de una cultura donde se entrecruzan diversos códigos de naturaleza no siempre formal: ideológicos, éticos, institucionales. De una teoría de la lengua literaria se pasa a una teoría de la comunicación literaria como práctica social. Lo literario no se entiende, pues, como un modo de ser el lenguaje, sino un modo de producirse el lenguaje, de recibirse, de actuar en el seno de una cultura. El contexto de producción y el de recepción han dejado de considerarse accesos "extrínsecos" al hecho literario.
Los primeros cuarenta años de este siglo vivieron una fuerte conmoción en los estudios literarios. Desde el punto de vista de la creación aparecieron las vanguardias poéticas (el futurismo, el surrealismo), la gran dislocación del modo de narrar que supuso el monólogo interior y la remoción de estructuras narrativas en Proust, en Joyce, los nuevos experimentos teatrales de Brecht, de Valle-Inclán, etc. Sin embargo, los estudios literarios estaban a comienzos de siglo viviendo todavía la continuación depauperada del método histórico-positivo. Las historias de la literatura, según sentencia de Jakobson en 1919, eran "tierra de nadie" por haberse convertido en tierra de todos. Había en ellas, junto a una serie de datos biográficos y externos (los que Dámaso Alonso [1952]23 llamó "vastas necrópolis de datos") unas notas de psicología del autor, vagas referencias a la sociedad de la época, una posición de valoración subjetiva del historiador, cuando no de juicio moral, una preponderancia de la temática con relaciones de temas entre las distintas obras. Apenas se estudiaba lo que Paul Valéry [1938]24 llamaría "la obra en sí", esto es, la obra literaria considerada en sí misma, como construcción de sentido autónomo y propio.
Los tres movimientos que, por separado, construyen los cimientos de la teoría literaria del siglo xx, a saber, el formalismo ruso, el New Criticism norteamericano y la estilística, convergen en un punto fundamental: la constitución de una nueva manera de entender los estudios literarios que privilegiará los aspectos formales sobre los contenidistas en sus análisis literarios, como un intento consciente de fundamentar una ciencia de la literatura con carácter autónomo. Para los tres movimientos mencionados, que se desarrollan independientes los unos de los otros en los primeros cincuenta años de este siglo, la tesis fundamental era que la obra literaria no es un documento o vehículo para un valor trascendental a ella: les interesaba la literatura en tanto literatura, como construcción particular y vía de conocimiento específico, como arte formado de un modo peculiar. Por ello, los tres movimientos citados coinciden en un doble intento: a) dotar de autonomía a la ciencia literaria respecto de otras ciencias o saberes humanísticos y b) definir los textos literarios en su inmanencia, en su funcionamiento específico, como objeto de esa nueva ciencia. Para esa definición siguieron un instrumental metodológico fundamentalmente formalista: el análisis de cómo funciona, se organiza y construye el lenguaje en los textos literarios.
De los tres movimientos el que más influencia posterior ha tenido, y el que de modo más sistemático ha contribuido a una poética formal, es el llamado formalismo ruso, al que precisamente acogieron y difundieron como sus maestros los estructu-ralistas europeos de los años sesenta. El formalismo ruso supone el sentido fuerte de la poética formal y a él volveremos de inmediato. Los otros dos movimientos, la estilística y el New Criticism, suponen un sentido más débil de la poética formalista y podrían entenderse ambos, en algunas de sus tesis como movimientos de transición hacia la poética formal. La estilística, porque actúa de puente entre la estética idealista y el estructuralismo posterior, y el New Criticism, porque se presenta mucho menos radical en sus afirmaciones formalistas, en gran parte porque sus miembros pertenecen a la tradición crítica universitaria norteamericana, menos li-gada a la lingüística de lo que lo estuvieron el formalismo y la estilística europeos, muchos de cuyos miembros eran lingüistas.
La hipótesis que está en la base de la estilística, en su vertiente de estilística literaria (pues hay una estilística de la lengua, cuyo mentor es Ch. Bally [1909]25 discípulo de De Saussure), es la de que el lenguaje literario es un lenguaje especial, desviado respecto al lenguaje normal. Esta tesis, de amplia tradición en Occidente [Pozuelo, 1988: 11-39]26, tiene su origen en la propia tradición retórica que había clasificado toda una serie de recursos, tropos y figuras que el lenguaje literario emplea con gran prodigalidad. La estilística genética o literaria intenta explicar la génesis, el porqué de esos rasgos que presumiblemente desviaban o separaban la lengua literaria del lenguaje común. La tesis estilística es que tales desviaciones o "particularidades idiomáticas" se corresponden y explican por las particularidades psíquicas que revelan. La lengua literaria es "desvío" porque traduce una originalidad espiritual, un contenido anímico individualizado. Los datos lingüísticos objetivan una individualización de la experiencia que excede y precede a su naturaleza puramente formal. Ese desvío es siempre, por tanto, consecuencia de una intuición original, una capacidad creadora e individualizadora que es la que el método crítico debe descubrir.
Tal presupuesto es común a Leo Spitzer, Amado Alonso, Dámaso Alonso, H. Hatzfeld, Carlos Bousoño, etc., y reproduce toda una concepción del lenguaje que nace del poderoso árbol de la lingüística idealista del que la estilística se declara una rama. Conceptos como los de intuición, unicidadse entienden si se relacionan con el modo dinámico y a la vez ampliamente individualista con que la estilística retorna la tradición de W. von Humboldt, las tesis estéticas de B. Croce y la perspectiva filológica de K. Vossler [Terracini, 1966: 72-81; Lázaro, 1980; Alvar, 1977]. B. Croce, en su Estética[1902]27, identificaba los conceptos de arte y expresión y, por tanto, estética y lingüística. El lenguaje, para Croce, nace espontáneamente con la representación que expresa; intuición y expresión son una misma cosa y no hay distinción empírica entre el homo loquens y el homo poeticus. Ello convierte el lenguaje en un acto individual y concreto, irrepetido e irrepetible. El idealismo alemán, por otra parte, acentuó la idea presente en Humboldt del lenguaje como proceso, energeia, creación. K. Vossler insistiría luego en que la lengua es expresión de una voluntad y de una cultura que se manifiesta a su través. También converge en la estilística la poderosa influencia de la fenomenología de Husserl, sobre todo en Amado Alonso y en particular para la idea de la conciencia como estructura del dato fenoménico; la forma lo es de una intuición y ésta sólo es apresada por la vía del espíritu reflejado en la lengua [Portolés, 1986: 170]28.
El más conspicuo representante de la estilística literaria es Leo Spitzer, filó-logo romanista alemán, autor de un método estilístico que él mismo ha explicado con magistral detalle [Spitzer, 1948: 21 y ss.; 1960, y Lázaro, 1980]29. Tal método intenta trazar ese puente entre desvío idiomático y raíz psicológica o etymon espiritual, en el que encuentran sentido e interpretación unitaria los particulares rasgos de la lengua de un escritor. La comprensión de la estructura, del conjunto de una obra, ha de ser para Spitzer unitaria y realizarse a partir de una intuición totalizadora, punto de partida de su famoso método filológico circular que va trazando círculos de aproximación desde los datos lingüísticos externos a su interpretación global, de naturaleza intencional. Por ejemplo, el ser Quevedo un hombre angustiado, fruto de dialécticas, tensiones y desengaños, en una época, el Barroco, particularmente agónica, explica los constantes contrastes de su estilo, la dialéctica del ser-parecer tras la que se oculta una visión desengañada de la realidad. Unicidad, pues, entre sujeto y objeto de la creación lingüístico-literaria, entre poeta y peculiaridad estilística e intuición totalizadora capaz de aprehender el centro (psíquico) a partir del detalle filológico (la desviación o forma llamativa), y todo ello servido por un método estricto por el que llegar al centro del círculo desde la periferia de los datos.
Amado Alonso y Dámaso Alonso coinciden en lo esencial con esta tesis de la intuición totalizadora como vehículo hacia la génesis de la forma artística en el alma creadora del artista. Amado Alonso incorpora un rasgo peculiar: su insistencia en el carácter integrador y unitario de la forma artística en que se aúnan y son indivisibles del sistema expresivo los elementos sustanciales (psíquicos, temáticos, filosóficos) y materiales (recursos verbales). Toma también de la fenomenología el tópico de la forma intencional como unidad superior objetivadora [A. Alonso, 1969: 87-107]30. Dámaso Alonso incorpora una inteligente discusión a la teoría del signo lingüístico de De Saussure, proponiendo frente a ella un significante y un significado complejos donde se aúnan elementos no únicamente materiales ni únicamente conceptuales respectivamente, sino valores conceptuales, afectivos e imaginativos de los individuos hablantes. El lenguaje para Dámaso no es sólo hechura colectiva: la literatura precisamente muestra cómo el signo verbal es complejo y se nutre de valores y elementos sensoriales, afectivos e imaginativos que añadir a los conceptuales [D. Alonso, 1952]31.
El New Criticism muestra un sentido más débil de la poética formal y una mayor dispersión metodológica, en gran parte por la heterogeneidad de sus miembros, un grupo de profesores y escritores que no cabe considerar como una escuela con programa y método definidos. R. Wellek ha mostrado recientemente que los "new critics" son poderosas individualidades sin unidad posible [Wellek, 1986: 220]32. Pero su aportación es convergente con la estilística y el formalismo ruso en el doble empeño de proponer una renovación de los estudios literarios tradicionales y de hacerlo en el sentido de una poética inmanente, de una ciencia de la literatura autónoma. Son algunos de sus miembros I. A. Richards, A. Tate, Y. Winters, P. Ramson, C. Brooks, R. P. Warren. Se cita a T. S. Eliot y a Ezra Pound como dos creadores-críticos muy próximos a esta corriente. En lo relativo a su aportación general a la teoría literaria del siglo xx, la primera sería la de suponer que ninguna construcción teórica externa, ya sea histórica, sociológica, psicológica puede sustituir la "lectura atenta" (close reading) como fundamento de una crítica literaria. T. A. Eagleton [1983: 61]33 ha llamado "cosificación" al tratamiento de un texto en sí mismo, aislado de su contexto y como fuente principal de la lectura interpretativa (llamada "practical criticism", título de un famoso libro de I. A. Richards [1929]34); pero sin duda alguna esa primera reducción metodológica al texto como fuente de toda lectura crítica, intentando con ello evitar gran cantidad de prejuicios de naturaleza valorativo-psicológica o de la moral del intérprete, fue necesaria y actuó de base para un profundo cambio en el modo de ser mirada y enseñada –y la pedagogía literaria siempre fue un punto de interés en la tradición crítica anglonorteameri-cana– la literatura.
En este sentido, K. Cohen [1972]35 ha hablado de la oposición del new criti-cism, con esta lectura minuciosa defendida por Brooks y Warren en su libro Unders-tanding Poetry [1938], frente a las falacias que dominaban el acto crítico tradicional: fundamentalmente contra la "falacia biográfica" según la cual el texto es un documento que se ve explicado y explica a su vez parcelas de la biografía de su autor, y también la "falacia intencional", que identificaba el sentido de un texto con la intención del escritor al escribirlo ("el autor ha querido decir..." es frase crítica aborrecible para el new criticism).
El objetivo y el carácter "impersonal" buscados por estos nuevos críticos se apoyaba en el convencimiento de que la poesía era una construcción particular, en sí misma válida y autosuficiente, dotada de lo que Richards llamó "verdad interna", independiente de su valor referencial. Ello propició una serie de estudios sobre el modo de estar organizado el texto literario, de su "retórica especial", como son los análisis de complejidad de puntos de vista, estudios de tonalidad poética, una atención muy detallada a los procedimientos metafóricos, a la ambigüedad e ironía poéticas, etc., que han proporcionado a la tradición crítica occidental un formidable bagaje y a la crítica literaria norteamericana conceptos clave para el análisis narrativo y de la retórica de la poesía.
En 1916 se crea en San Petersburgo la Sociedad para el Estudio del Lenguaje Poético (OPOJAZ), que, junto al reciente Círculo Lingüístico de Moscú, creado en 1915, reuniría a los miembros del grupo que luego sus detractores llamaron peyorativamente "formalistas rusos". Ambas sociedades estaban fromadas por jóvenes lingüistas, artistas y estudiosos de la literatura vinculados a la renovación vanguardista del arte y a una exigencia de rigor metodológico en los estudios lingüísticos y literarios que en las universidades del momento estaban dominados por el positivismo de los neogramáticos y el idealismo temático-simbolista, contra los que los jóve-nes formalistas reaccionaron radicalmente. V. Erlich [1955: 86]36, autor de la más im-portante monografía sobre esta escuela, marca ya la influencia indirecta de Husserl, lo que pudo influir por su vocación inmanentista simultaneada por su interés por los elementos perceptivos del oyente-lector. Erlich también analiza en la primera parte de su libro la historia externa del movimiento, su relación con el futurismo poético, sus dificultades con el estalinismo, la fuerte crítica de L. Trosky en su Lite-ratura y Revolución, los dos exilios con que acabó la escuela del método formal: el exterior, porque algunos de sus miembros, como R. Jakobson, huyeron a Checoslovaquia, fundando allí el Círculo lingüístico de Praga; y el interior, porque otros significados teóricos se silenciaron voluntariamente, como Tinianov o Tomachevski, o hubieron de renunciar a sus postulados formalistas, como V. Sklovsky.
Cuando un formalista ruso como B. Eijembaum realiza su excelente presen-tación de las tesis del grupo en su artículo "La teoría del método formal" [1927]37, destaca como aglutinante del mismo su interés por los aspectos generales y teóricos de la literatura, con una metodología fundamentada en el acceso a la "obra en sí", pero buscando en ella sobre cualquier otro aspecto lo que las obras literarias enseñaban sobre el modo de ser la literatura como lenguaje. Rechaza Eijembaum el calificativo de "formalistas" y prefiere la autodefinición de "especificadores": esto es, investigadores de las cualidades específicas de la expresión literaria [Eijembaum, 1927: 25]38. R. Jakobson acuña el término deliterariedad (literaturnost): "El objeto de la ciencia literaria no es la literatura, sino la literariedad, es decir, lo que hace de una obra dada una obra literaria" [Jakobson, 1921: 46]39. Si definieron con la literariedad un objeto nuevo para la ciencia literaria, quisieron también definir un método que Eijembaum llama "morfológico": los rasgos distintivos de la literatura se obtienen mediante el análisis de los procedimientos de su construcción formal, de su especial modo de ser lenguaje. Incluso los contenidos, temática, personajes, etc., se subordinan a esa perspectiva unificadora de un concepto de forma que explica la función de los mecanismos (rima, aliteración, metáfora, personajes, etc.), según el principio constructivo que actúa como principio dominante. La estructura literaria se ordena, para ellos, según el principio ordenador de la perceptibilidad de la forma, de la palabra. La literariedad es el resultado de una revelación de la palabra, de su sonido, de su valor en sí misma y por sí misma, más allá de su referencia. La literatura es el modo como el lenguaje se estructura para ser percibido como lenguaje nuevo, creativo, revitalizador del signo.
V. Sklovsky ha explicado este fenómeno denominándolo "extrañamiento" (ampliado luego a "desautomatización" y "actualización"), como clave explicativa del lenguaje literario. Frente a la lengua cotidiana, que apenas concede atención a las palabras que proferimos y que nos da una percepción del mundo desvanecida y automatizada, en que el signo es sólo un simple sustituto del objeto o cosa nombrada, sin relieve alguno, la lengua literaria está llena de recursos, artificios y procedimientos para aumentar la dificultad de la percepción y conseguir de ese modo que el receptor se fije en la forma del mensaje, en la palabra. Es el volumen superior cuantitativa y, sobre todo, cualitativamente de "artificio" lo que hace que la literatura nos ofrezca una visión del lenguaje y no un mero reconocimiento pasivo de su contenido; es el artificio de sus retardamientos, de sus imágenes, metáforas, de su ritmo poético, de su "desorden" estructural, etc., el que permite una visión desautoma-tizada del mundo, como si lo viésemos por vez primera [Sklovsky, 1925; Pozuelo, 1988: 32-33].40 Roman Jakobson, por esos mismos años, establece ya que la poesía es un arte que pone al mensaje en cuanto tal, a la forma del signo, en primer orden de importancia, realizando así la que se llamó función estética (poética dirá luego) del lenguaje.
Si el modo de presentación o recurso, artificio, fue una primera divisa del formalismo, lo fue en el horizonte metodológico de la confrontación ‘lengua coti-diana/lengua literaria’, que reflejó una concepción de poética lingüística sobre la que se construiría todo el desarrollo de las teorías posteriores de la lengua literaria. Tal perspectiva les llevó a indagar sistemáticamente los procedimientos constructivos del lenguaje lírico y de la prosa artística, sobre todo del lenguaje narrativo. Fueron los formalistas los que de ese modo contribuyeron al desarrollo de una moderna concepción de la métrica y los que sentaron las bases de la que después se llamaría narratología.
Como se verá, debemos a los formalistas una profunda remoción de los hábitos y conceptos del análisis rítmico, con nociones como las de "impulso rítmico" y "patrón rítmico", por las que abandonaban una concepción cuantitativa y aislada de la métrica, para unificar en torno al verso los elementos constructivos de su forma y la función de la rima, las series aliterativas, en relación con la sintaxis y con la semántica del poema.
En narratología, aparte de la influencia capital que luego tendría el libro Morfología del cuento del postformalista V. Propp, a quien se considera la base de los estudios actuales del relato, han sido también capitales los conceptos de motivación de Tomachevski, que se interesa por el modo cómo se conectan los distintos episodios o motivos elementales que conforman una historia, concibiendo todo relato como una composición de estos motivos que son su red temática; pero, que se subordinan funcionalmente al principio constructivo del interés o trama. En toda narración hay una fábula, orden cronológico, lógico-causal, en que puede traducirse la estructura semántica básica de una historia y un argumento (sjuzet) o estructura narrativa, que es el modo como aquel material semántico se organiza artísticamente.
Si la primera etapa del formalismo ruso, con casi exclusiva dedicación a los mecanismos de composición líricos y narrativos, renovó los estudios en estas áreas, la segunda etapa vio el planteamiento, siquiera programático, de una serie de cuestiones como las de evolución literaria, relación de la literatura con las series no literarias y el funcionamiento de ésta como sistema. Destaca en este campo la obra de I. Tinianov con su idea de que la evolución literaria no es una sucesión cronológica de datos o aconteceres externos. Se debe estudiar la evolución literaria como sustitución de sistemas. Para ello era preciso aclarar que la obra literaria misma y sus formas constituyen un sistemaen el que cada elemento se define por su función –el lugar que ocupa en ese sistema– y no por su esencia. Tal visión estructuralista se combinó en Tinianov y en las famosas tesis de Jakobson-Tinianov de 1928, con una consideración dinámica del funcionamiento de los sistemas culturales. No sólo una obra particular, por ejemplo El Quijote, funciona como un sistema jerárquico de dependencias internas en el que hay elementos que son dominantes como la contraposición serio-cómico, realidad-ficción, sino que la literatura en su conjunto es un sistema, pero dinámico, cuyos cambios obedecen a la sustitución de los principios dominantes por otros, cuando aquéllos se han lexicalizado o automatizado.
Con estas teorías, el último formalismo supo relacionar la poética con la historia y adelantar interesantes propuestas sobre fenómenos no unilaterales como la parodia, el arcaísmo, la función del cliché o del argot, la metáfora gastada, etc. No pudo el formalismo ruso desarrollar tales tesis programáticas que paulatinamente se abrían desde su inicial interés formal-composicional hacia el estudio de cómo la obra literaria, siendo sistema, lo es en el seno de conjuntos más amplios, que también son susceptibles de ser considerados sistemas: el literario, el histórico, el de la vida social, etc. Actualmente se está revelando una imagen del formalismo cada vez más entroncado con preocupaciones recientes de la teoría.
Exiliado de Rusia, R. Jakobson funda en 1926, junto con Trubetzskoy, Mukarovsky y otros filólogos, el Círculo lingüístico de Praga, donde se dieron las bases de la fonología estructuralista y donde se insistió en la tesis de la literatura como cumplimiento de la función estética del lenguaje (tesis 3c de las conocidas como "tesis de 1929"). Un nuevo exilio, a causa de su origen judío, llevó a Jakobson desde Praga a Estados Unidos, donde coincidió con un antropólogo francés, también huido de la invasión nazi, C. Lévi-Strauss, relación que sería muy importante para la difusión del método estructuralista y su extensión a distintos saberes humanísticos.
Los años sesenta fueron para la teoría literaria, la psicología, la antropología, etc., los años del dominio de las tesis estructuralistas. La lingüística, nacida a partir del Cours de F. De Saussure, y en especial el desarrollo de un sistema fonológico que descubría ciertas invariantes universales –rasgos de oposición binaria comunes a todas las lenguas– hizo que el estructuralismo se acomodara en la lingüística como el proyecto central que definía el método analítico de las ciencias humanas. También de las literarias, mucho más cuando los principales mentores, R. Jakobson, Lévi-Strauss, A. J. Greimas, se ocuparon de los textos literarios observándolos desde las categorías, distinciones e hipótesis de la lingüística. Como sostuvo con una gráfica metáfora F. Jameson, todo se repensó desde la "cárcel del lenguaje". Un mito, un cuento, un poema, un sistema de parentesco, los vestidos de la moda "pret-à-porter" eran objetos tras los que se buscaba el sistema o estructura que informaba las relaciones que entre sí establecían sus unidades –mitemas, funciones, actantes– revelándose pronto que esa estructura o sistema de relaciones respondía con sus paralelismos, equivalencias y oposiciones binarias a ciertas constantes universales, a una "langue" que subyace y otorga su lugar –función– y su valor a los hechos particulares.
Aunque algunos detractores menos inteligentes pretendan reducir el estruc-turalismo a un ciego mecanicismo analítico, la lectura atenta de Lévi-Strauss, de Jakobson, de Greimas, muestra que el estructuralismo fue un proyecto intelectual de amplio alcance, radicalmente antipositivista, que pretendía descubrir en las distintas facetas del comportamiento humano –los diferentes textos– principios universales, un código explicativo, una gramática proyectiva común y superior a ellos, que, de modo implícito o subyacente, regía su construcción, su forma. El significado de un elemento es el lugar que ocupa en sus relaciones opositivas con los otros elementos dentro del sistema del que forma parte. Los estructuralistas analizaron la poesía y los relatos buscando en ella y ellos una estructura y un funcionamiento análogo a la estructura que en las lenguas había revelado la lingüística estructural.
Para la teoría de la poesía fueron muy importantes las actualizaciones que R. Jakobson hizo de las viejas tesis formalistas y del Círculo de Praga sobre la dinamización desautomatizadora de la palabra por el expediente de volcar la atención del oyente sobre la propia forma del signo. En 1958 Jakobson cierra un simposio sobre Estilo del lenguaje con una ponencia titulada "Lingüística y poética". Allí vuelve a recordar la tesis 3c de 1929 y sus teorías sobre la dominante estructu-radora de la poeticidad expuestas ya en su estudio sobre Xlebnikov de 1919, para subrayar que en la poesía el relieve del signo, el hacer patente la forma del mensaje, es el principio constructivo dominante de la que llama en 1958 "función poética". Para lograrlo, el lenguaje poético se llena de recurrencias, reiteraciones de lo ya dicho (verso, rima, aliteraciones, paralelismos, etc.). Toda esta construcción recuerda el principio gramatical por el que un paradigma –por ejemplo, los verbos en las conjugaciones– se hace memorable, repite estructuras idénticas. La poesía proyecta en la cadena sintagmática el principio constructivo de la semejanza paradig-mática. Para Jakobson la poesía de todas las lenguas y épocas responde a este principio universal de organización recurrente que hace a la palabra poética memorable, fácil de recordar, y ese principio responde al mismo tiempo a un fundamento gramatical que rige las series metafóricas –que proceden por semejanza–, los paradigmas verbales, etc. El principio gramatical de toda poesía es que la contigüidad, la cadena, la sucesión de sonidos, frases, etc., se llena de semejanzas, de paralelismos, de recurrencias. Como recordará S. R. Levin luego con el término de coupling, el lenguaje poético posee una estructura acoplada: sus versos son repeticiones de esquemas semejantes en lugares también semejantes, lo que facilita la perdurabilidad y permanencia del mensaje poético [Pozuelo, 1988: cap. 3].
El amplio debate que se originó a partir de las tesis de Jakobson y del análisis conjunto que con Lévi-Strauss hizo del soneto "Les Chats" de Baudelaire, supuso un punto de reflexión importante sobre lo que acertadamente llamó Vidal Beneyto, al antologar los principales ensayos de ese debate, las Posibilidades y límites del análisis estructural (1981). Algunos participantes en ese debate mostraron el carácter reduccionista del análisis de los dos grandes maestros estructuralistas, que se habían fijado en esquemas de inmanencia y de composición paralelística, dejando fuera otras cuestiones muy importantes para comprender la lengua poética de Baudelaire, pero también es cierto que ofreció a la teoría literaria, aparte de una tesis general de amplio rendimiento analítico en muchos y diferentes textos, un proyecto de lectura tabular, vertical, de la estructura de un texto, de modo que en las controversias sobre interpretaciones semánticas –en las que Jakobson y Lévi-Strauss no entraron deliberadamente– pagaba su tributo rigurosamente acontenidista, propio del formalismo estricto, pero también obtenía una ganancia: los textos poéticos también se dejan analizar como poseedores de una poderosa estructura formal que conviene tener en cuenta y que ha modificado la crítica literaria de Occidente al propiciar que los poemas sean investigados por las relaciones que sus versos, figuras, esquemas sintáctico-poéticos, establecen entre sí en el seno de esa estructura que es todo texto. La noción de isotopía semántica que trajo a la crítica A. J. Greimas y que ha demostrado ser una noción rentable incluso para las interpretaciones, se construyó sobre ese mismo principio jakobsoniano. A. J. Greimas y su discípulo F. Rastier establecían que la lectura misma es el trazado de una serie de isotopías, de convergencias (ése es término que también utilizó Riffaterre), de modo que la relación de recurrencia de determinados semas permitía objetivar lo que la crítica impresionista llamaba el tema de un texto, solamente que ahora se posibilitaba que esa lectura explicitara las bases semánticas de su propia interpretación.
Donde más desarrollo obtuvo el proyecto textual estructuralista fue en el análisis del relato, cuando el estructuralismo francés, manejando a un mismo tiempo las tesis posformalistas de Propp y las estructuralistas de Lévi-Strauss, pudo fundamentar una Narratología como teoría general de los relatos. R. Barthes, A. J. Greimas, T. Todorov, C. Brémond, G. Genette revolucionaron los estudios tradicionales de narrativa literaria y no literaria. La hipótesis de partida es la misma que la de la fonología y la explica bien R. Barthes en su "Introducción al análisis estructural del relato" [1966]41: no existen los relatos sólo en su efímera individualidad; al contrario, los relatos de todos los tiempos y de todas sus manifestaciones (mito, cuento, novela, film, chiste, etc.) tienen una estructura en gran parte semejante, son "parole" de una "langue" o ejemplos de una gramática que actúa revelando su estructura profunda o subyacente, invariante, a través de manifestaciones superficiales aparentemente muy distintas. Una misma función, por ejemplo, "búsqueda del objeto deseado", puede cubrirse temáticamente de muy distintas maneras. Igual para los personajes que reproducen ciertos lugares universales de la acción, son actantes de un modelo general que posee una nómina muy reducida de invariantes para gran cantidad de caracteres variables, según, otra vez, el modelo de economía gramatical.
Para la teoría literaria en general, y por encima del rendimiento operativo de los análisis poéticos y narrativos, el proyecto estructuralista sometía la literatura a un desafío: enfrentarse a la posibilidad de una estructura teórica donde el valor de la crítica se subordinase al rigor del método y a su capacidad explicadora de esquemas subyacentes no visibles en la apariencia exterior de los textos. En ese sentido el estructuralismo extremó –por la exigencia del método y por las exigencias de una terminología a veces demasiado forzada o críptica– el afán de constituir la teoría literaria como ciencia de la literatura, pero cuyo objeto dejaran de ser los textos, las obras literarias en su historia y su valor, para crear en su lugar un nuevo objeto, adecuado al método: la literatura como construcción de lenguaje, olvidando con ello –por las exigencias de ese método inmanentista y sincrónico– que todo signo, y el literario muy en especial, es inseparable no sólo de su historia, sino también de su valor de uso en complejos sistemas de codificación y descodificación donde interviene el contexto pragmático, la ideología, la cultura, etc. El estructuralismo realizó una reducción metodológica del signo a su forma verbal autónoma y sincrónica, lo que sirvió de talón de Aquiles. La pragmática, la semiótica de la cultura, etc., vinieron a cuestionar desde sus lugares el ideal inmanentista y supusieron la crisis definitiva de la poética formal-estructuralista.