Tal vez el
hombre-lobo sea, con el vampiro, el más famoso y universal de los monstruos. Su
figura aparece en diversas culturas desde la Antigüedad.
En Argentina, la
leyenda dice que el hombre-lobo -o
lobizón- es el séptimo de los hijos varones. En otra época, esta creencia
estaba tan arraigada en algunas familias que, durante años, el varón número
siete era abandonado, cedido en adopción o asesinado al nacer.
Mucho menos frecuente,
y por eso más curioso que el hombre-lobo, es el caso inverso, el del
lobo-hombre. Es decir, el lobo que en las noches de luna llena se transforma en
hombre.
La
documentación sobre este infrecuente monstruo es muy escasa.
Un periódico alemán
publicó, hacia 1910, el testimonio de un cazador que había visto a un lobo
perder pelo, erguirse en dos patas y transformarse en hombre cuando la luna
llena se alzó en el cielo. El lobo-hombre, al ver al boquiabierto cazador, dijo
al parecer: “Si vas a dispararme, por Dios que no sea con esa cara de idiota”.
En 1938 circularon
en Hungría algunos ejemplares del diario íntimo de una baronesa apellidada Van
Halen. Sus páginas, hoy inhallables, hacían referencia a un lobo-hombre, con el
cual la noble señora mantuvo –durante algunas horas- un romance intenso y
trágico.
En 1945 el
ingeniero, músico, inventor y notable escritor francés Boris Vian escribió un
cuento sobre un lobo-hombre en París. El personaje de Vian pasa la noche
bebiendo en la ciudad y más tarde huye de la policía en motoneta, provocando un
accidente vial en el cual un agente resulta malherido.
El último
testimonio acerca de un lobo-hombre es curioso, y pertenece a Efraín Monarda,
un electricista chileno que en sus Memorias
relata lo siguiente:
“Era bien tarde y
había luna llena. Yo manejaba tranquilo. Volvía del mar por la ruta que bordea
el bosque. Entonces lo vi. El hombre andaba desnudo por la banquina. Mi primer
impulso fue seguir de largo. Después pensé: en una de esas tiene un problema, y
además, armas no lleva. Así que frené y bajé la ventanilla,
-
¿Se encuentra bien?-pregunté.
Me
miró asustado. Era joven. Tenía el pelo castaño, los ojos brillantes y la cara
afilada, angulosa.
Tardó
mucho en responder. Pensé: será opa o sonámbulo. Al fin habló.
-
Hace frío- dijo.
-
Era cierto.
Bajé del auto y saqué ropa del baúl. Le di una camisa de franela colorada que
me había regalado mi suegra, y le quedó pintada, mucho mejor que a mí, la
verdad. Pero vestirse le costaba como a un niño. –tuve que ayudarlo.
-
¡Qué le pasó?- pregunté mientras intentaba colocarle
un calcetín.
-
Otra vez
tardó en responder. Dijo:
-
- Me mordió un hombre.
-
Lo miré, buscando entender. No tenía marcas en el
cuerpo, ningún signo de lucha o violencia. De verdad sería medio bobo. O estaba
loco. Decidí que era lo segundo cuando dijo:
-
Soy un lobo.
Subimos al auto y manejé en silencio,
deseando legar lo antes posible a la ciudad. ¡Quién me había mandado a
ayudarlo? A mí los locos me dan miedo, no sé por qué, porque nunca un loco me
hizo nada, pero bueno. Mi señora, que leyó psicología, siempre dice que los
temores vienen de algún lugar oscuro en nuestra psiquis, y por eso son temores.
Para colmo el hombre iba inquieto, estudiaba
el auto, las cosas que acumulo en el asiento trasero. Tomó un perro de yeso que
había ganado en un bingo, un plumero de colores para limpiar el parabrisas y un
yoyó de mi sobrino. Cada cosa la miraba como si fuera la primera vez. También
había una revista de chismes, unas patas de rana y una chaqueta con bonos de descuento
para una heladería.
Yo encendí la
radio. La única emisora que logré sintonizar pasaba cumbia.
-
La música calma a las fieras- dije.
-
Usted desconfía de mí- dijo.
-
Usted dijo que era un lobo- le recordé.
-
-Lo soy la mayor parte del tiempo- dijo.
Entonces me contó
lo siguiente: él vivía tranquilo en el bosque. Dos meses atrás había aparecido
por allí un hombre extraño, una especie de mago o de científico loco- según
entendí por su descripción- , lo había mordido. Desde entonces, con la luna
llena, él, que era un lobo, se transformaba en hombre.
La cosa seguía
sonando rara y yo aún estaba nervioso, así que le propuse parar a tomar algo. El
alzó los hombros como diciendo: por mí, cualquier cosa está bien.
La ruta era un
páramo, pero al fin apareció una estación de servicio y me detuve. Había un
pequeño bar con pocas mesas, una barra y un televisor. También había una
góndola con productos comestibles y una heladera con bebidas.
Mientras yo pagaba
el whisky, vi que mi compañero paseaba la nariz de arriba abajo por la góndola,
olfateando los productos.
El cajero del local
lo miró sin decir nada. Yo siempre le digo a mi señora: “Los tipos que trabajan
detrás de las barras son un ejemplo de discreción”. Pero ella dice que es
porque están demasiado aburridos de todo como para molestarse en abrir la boca.
El local estaba
vacío, salvo por un hombre obeso, evidentemente ebrio, que cabeceaba en una
mesa. Nos sentamos junto a la ventana. Yo serví dos vasos, choqué el de mi
compañero con el mío y dije:
-
Salud, amigo lobo, por una gran noche humana!
Vacié mi vaso de tres o cuatro
tragos. El me miraba. Le señalé su propio vaso.
-
No tengo sed-
dijo.
-
Los hombres no bebemos solo cuando tenemos sed –le dije.
-
El olfateó el whisky y arrugó la cara. Yo dije:
-
- No es el mejor, pero pasa. Permiso.
Y me tomé también su vaso. Apurar así las
bebidas nunca me hace bien: eructé. Dije:
-
-Perdón.
Miramos un rato el televisor, embutido en
un soporte de pared. Transmitía ese programa donde algunas señoritas
semidesnudas patinan sobre helo frente a un jurado y a una tribuna que las
alienta con pancartas. Mentalmente, puse mis porotos en una de las
participantes. Pero por desgracia el programa estaba terminando. Cuando
concluyó, el hombre de la barra puso un partido de fútbol, que no le interesó
porque evidentemente no era su equipo el que jugaba, pero sí el mío, y por eso
protesté cuando cambió de cana, pero no me hizo caso.
Al final dejó una película de tiros,
muertes y explosiones, pero los actores hablaban en inglés y yo no alcanzaba a
leer los subtítulos.
-¡Le gusta el cine? – le pregunté a mi
compañero, por decir algo.
El me miró y yme di cuenta de que
seguramente no sabía qué era el cine. Mi señora siempre dice: “Si la gente no
hablara tanto por hablar, se oirían los pajaritos”.
Entonces intenté
explicarle lo que era el cine. Pero a medida que le explicaba, me percataba de
que para hacerle comprender una cosa, antes tenía que explicarle muchas otras,
de modo que me fui embrollando, y al final desistí. Como lo vi también a él
algo confundido, inquirí:
-¡Usted se acuerda algo de la noche que
pasa como hombre?
-No –dijo- Nada.
-¿Sabe
qué tendría que hacer? Tendría que anotar. Todo esto que yo le cuento, lo ha
hecho esta noche, usted lo anota antes del amanecer en una libreta. Así, cuando
vuelve a transformarse, no anda tan perdido.
Meditó la respuesta.
-También
se puede armar un guardarropas - agregué- Como para no embromarse la salud.
-Es buena la idea de escribir- dijo- .Pero primero tendría que aprender.
Yo no había pensado en ese detalle y me agarró
desprevenido. Empecé a rascarme la cabeza, meditando una alternativa. Es un tic
que tengo: cuando pienso, me pica la cabeza y me rasco como loco. Mi señora
dice que así me voy a quedar pelado y que además parezco un mono.
-
Pronto va a amanecer- dijo mi compañero, sacándome de
mis cavilaciones.
Emprendimos la vuelta. El cielo comenzó a
aclarar, y con los primeros rayos de sol mi amigo empezó a transformarse. En
segundos, a mi lado había un pequeño lobo, de aspecto elegante e inofensivo.
Llegamos a la linde del bosque y abrí la puerta. El lobo me miró un instante
con una expresión, me pareció, semejante a la pena. Y después corrió feliz a
perderse entre los árboles.
Fuente: (Seres que hacen temblar). Historias de bestias, criaturas y monstruos de todos los tiempos.
Autor: Nicolás Schuff
Editorial: Golu
Año de edición: 2008