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Déjala que caiga es la respuesta que da uno de los asesinos de Banquo cuando este hace el comentario intrascendente de parece que se avecina lluvia. Y es la última frase que Banquo oye.
En la breve nota introductoria del propio Paul Bowles a la novela - escrita la nota unos 30 años después- nos dice que esa frase le fascina desde que leyó Macbeth con ocho o nueve años. Le entiendo. Aunque nunca fui tan precoz como para leer Macbetha los ocho o nueve años, a mí también me fascinó una frase entre todas las otras cuando la leí: es la respuesta de una de las brujas a la pregunta que hace la primera bruja sobre lo que han estado haciendo a lo largo del día; Matando puercos, dice, y no sabes si se refiere a los cerdos o a los soldados muertos en la batalla que acaba de concluir. En cuanto a Banquo, nunca lo consideré del todo inocente, pues estaba junto a Macbeth cuando las brujas predicen su futuro y sabe que la futura gloria de su linaje está ligada al crimen del usurpador. Algo debió de sospechar cuando Duncan fue asesinado, o algo no debió callar. Pero basta de Macbeth.
Déjala que caiga es una expresión que habla por sí sola, casi un encogimiento de hombros ante lo que sucede, la fatalidad o maktub; el está escrito. Buscada o no, Bowles encontró esa aceptación de la fatalidad y el destino en el norte de África, y siempre le gustó: en Memorias de un nómada se complace en contarnos cómo un anciano bereber da las gracias a Dios tras aplastarse la mano con la puerta de un camión. La lluvia no puede hacer otra cosa que caer para ser lluvia y los personajes de la novela no pueden hacer otra cosa que lo que hacen para ser ellos mismos. La lluvia real y la metafórica están bien presentes a lo largo de la novela. Este fatalismo no está lejos al que un oriundo del norte de África, Albert Camus, nos muestra en una de sus novelas más famosas, El extranjero, novela con la que Déjala que caiga comparte casi de manera literal su escena principal, y tal vez esa coincidencia ha confundido los términos con Bowles y se le ha incluido en el existencialismo sin que él tenga nada de filósofo francés de posguerra.
El protagonista, el extranjero, es Nelson Dyar, un aburrido y nervioso empleado de banco de Nueva York que acepta la propuesta de Jack Wilcox, conocido suyo, para viajar a Tánger y entrar como socio en una agencia de viajes. Buscando un sentido a la vida, Dyar deja atrás su cómodo y aburrido empleo, su vida vacía y a sus padres por lo desconocido, confiando en sentirse vivo nada más llegar. Lejos de sentirse vivo, Dyar se ve envuelto en la atmósfera de corrupción y equívoco de la ciudad y sus certezas, si las tenía, se van disolviendo poco a poco, hasta desaparecer, como el protagonista de América, de Kafka - también conocida como El desaparecido-. Al poco de llegar descubre que el negocio de Wilcox es un fracaso, que este vive gracias a asuntos turbios y se ve enredado en un asunto de espionaje, mientras conoce a diversos y extraños personajes, entre ellos a Thami Beidoui, el descarriado vástago de una buena familia marroquí, a la puta Hadija y a su enamorada miss Goode. En un momento como cualquier otro, Dyar cruza las líneas rojas y roba el dinero que Wilcox evade con el tráfico de divisas y se convierte en un fugitivo, que huye a las montañas del Riff en busca de otra clase de silencio, que encuentra en el kif y en un ritual sangriento al que es invitado. Del kif llega a decir que libera del presente y de la obligación de pensar. Mientras comparte refugio en las montañas con Thami, que le ha ayudado a escapar, cruza la última línea y consigue dejar atrás - o así se lo parece- su humanidad.
Me gustaría señalar que el viaje nunca es en Bowles un motivo de alegría o conocimiento, lo que es extraño en alguien que viajó tanto y que se definía como un viajero. Al final del viaje sólo nos espera la nada y la disolución de nuestra identidad y eso vale tanto para Dyar como para Kit y Port, el matrimonio protagonista de El cielo protector; en su transcurso, no hay lugar para el placer o la revelación, sólo para las incomodidades físicas - la arena en El cielo protector, la lluvia en Déjala que caiga-. Si para los árabes el viaje es victoria y para sus admiradores, los beatniks, la experiencia, para Bowles es un absurdo peregrinar de la nada a la nada, en camiones viejos y expuestos al viento, en lanchas con motores raquíticos, en caminatas más allá de todo resuello. Algo que no debería haberse empezado pero que ha sido inevitable comenzar y que haremos sin parar.
Déjala que caiga puede leerse como un thriller a lo Graham Greene en el que el catolicismo se ha substituido por el fatalismo/existencialismo y en el que los personajes no van buscando la redención o la gracia, sino la disolución y el olvido. Claro, que al hablar tanto de Camus, Kafka y Greene no dejo nada para Bowles: un escritor honesto, poco amigo de oropeles y casi seguro del todo ajeno al personaje legendario que fue. Alguien que contemplaba impávido el sufrimiento de todos los seres vivos y que no parecía encontrar razones lógicas para que lo estuvieran. Murió a los ochenta y siete años.