sábado, 15 de agosto de 2020

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"Extraordinaria historia de dos tuertos" de Roberto Arlt

 Roberto Arlt en AlbaLearning

 
 
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Música: Brahms - Fantasies Op.116 - 2: Intermezzo

Dudo que tuerto alguno pueda contar otra maravillosa historia semejante a la que nos ocurrió a mí y a Hortensio Lafre, tuerto también como yo. Y ahora tomáos el trabajo de leerme.

Tenía yo pocos años de edad cuando perdí mi ojo derecho en un accidente de caza que le aconteció a mi padre, y la ruina sobrevenida a éste poco tiempo después, por ser más aficionado a los deportes cinegéticos que al cuidado de su molino y campos, nos arrastró a todos hasta ese refugio de fracasados que es el Barrio Latino de París. Después de numerosas peripecias que no son del caso, a la edad de dieciocho años conseguí un empleo de cobrador de una compañía de mutualidad, y en este trabajo me ganaba penosamente la vida, durante los comienzos del año 1914, cuando a fines del mes de enero trabé conocimiento con un venerable caballero que estaba asociado a la compañía. Este buen señor usaba barba en punta como un artista, y su melena de cabello entrecano y ondulado, así como su mirada bondadosa, le concedían la apariencia que podría tener el padre del género humano si acertaba a hacerse invisible. Se llamaba monsieur Lambet.

Monsieur Lambet vivía en una discreta casa con jardincillo en el arrabal de Mont Parnasse, y la segunda vez que le fui a cobrar la cuota de su seguro, como no tuviera nada que hacer, me acompañó por las calles y se interesó evidentemente en las condiciones en que vivía yo y mi madre y mi hermana. Cuando le manifesté que nuestra condición económica era sumamente precaria, no se asombró, y sí recuerdo que me dijo con tono de voz sumamente patético:

-Mi querido joven: si vos usarais un ojo de vidrio os sería mucho más fácil conseguir un puesto honorable.

-¿De dónde sacar el importe de un ojo de vidrio, monsieur Lambet? ¿De dónde?

Monsieur Lambet guardó un prudente silencio y continuó caminando en silencio a mi lado. Luego me dijo:

-Evidentemente, no se trata de menospreciar vuestra persona, pero un joven tuerto no es, en manera alguna, atrayente.

-Vaya si lo sé -repuse yo, suspirando tristemente.

Monsieur Lambet prosiguió:

-Ha progresado tanto la industria de los ojos de vidrio, que hoy se hacen tan perfectos, que hay personas que afirman que los ojos de vidrio son más tiernos y expresivos que los ojos naturales. Yo no me atrevería a jurar eso, pero evidentemente un hombre tuerto con su ojo de vidrio es mucho más atrayente que sin él.

-Monsieur Lambet: creo que yo jamás reuniré el dinero que cuesta un ojo de vidrio.

Pero monsieur Lambet era un hombre de sentimientos nobles. Me tomó de un brazo, me apretó y me dijo:

-Querido joven: vos me recordáis, precisamente, el rostro de un hijo mío muerto hace muchos años. Permitidme seros útil. Monsieur Tricot, honrado comerciante amigo mío, trafica en anteojos, lentes, vidrios de aumento y ojos artificiales. Yo os recomendaré a él, y estoy seguro que accederá a colocaros un ojo de vidrio en condiciones que no os serán onerosas.

Deshaciéndome en muestras de gratitud le di repetidas gracias a monsieur Lambet, quien me estrechó contra su pecho y dijo que estaba encantado de poder serme útil en tal insignificancia, y debió serlo, porque cuando al día siguiente me presenté en la tienda de monsieur Tricot, monsieur Tricot, un caballero alto, grueso, de atravesada mirada y espesa barba negra, me recibió aparatosamente, me hizo entrar a su trastienda y dio principio al trabajo de probarme diferentes ojos de vidrio, hasta que finalmente descubrió un hermoso ejemplar que parecía hermano gemelo del mío, natural, a punto, que al observarme en un espejo no pude menos de lanzar un grito de admiración. Me había transformado en otro hombre gracias a la bondadosa generosidad de monsieur Lambet.

Cuando lo interrogué a monsieur Tricot respecto al precio del ojo de vidrio, me respondió:

-Vete a darle las gracias a tu benefactor, y no te preocupes. Lo que des aquí en la tierra, lo recibirás centuplicado en el cielo. Lo que debes hacer, truene o llueva, es quitarte este ojo todas las noches y ponerlo en remojo en un vaso de agua como si fuera una dentadura. Mediante ese procedimiento, sus colores se mantendrán siempre frescos y puros y no darás a la gente una mala impresión, porque los ojos de vidrio se empañan mucho con la humedad.

Nuevamente le di las gracias a monsieur Tricot, prometiéndole seguir escrupulosamente sus consejos, y poco menos que bailando por las calles llegué a Mont Parnasse, donde al ver a monsieur Lambet me precipité hacia él. Monsieur Lambet, como si yo fuera su mismo hijo resucitado, me tomó por los brazos, me miró y me dijo:

-Vive Dios que eres mi hijo, mi propio hijo resucitado, y no te dejo marchar. De aquí en adelante vivirás en mi casa.

No hubo forma de persuadirle para que dejara de cumplir su deseo, y tuve que complacerle y marcharme de mi casa a vivir en la suya. No dejé de ser lo suficiente ingrato para desconfiar de las atenciones de mi protector; pero a los pocos días de vivir bajo su techo, comprendí que me había equivocado groseramente. Monsieur Lambet era el más simpático y bueno de los hombres. Lo único que exigía de mí era que durmiera en su casa y almorzara y cenara con él. Luego me dejaba salir a vagabundear, no sin dejar de decir siempre que se despedía de mí:

-Gracias, muchacho. Me has dado el placer de pasar una hora con mi hijo.

Mi excelente familia se alteró con este cambio, en razón de mi juventud e inexperiencia, pero terminaron convenciéndose de que monsieur Lambet era un viejo maniático cuyo trato nos beneficiaba. Y así era. Un mes después de este cambio, monsieur Lambet, alegremente, me informó que por favor de monsieur Tricot había obtenido para mí una plaza de vendedor de anteojos y ojos de vidrio en la zona alemana de Hamburgo. Recibiría sueldo y un tanto por ciento sobre los beneficios de las ventas. Yo me manifesté algo reacio a abandonar mi puesto de cobrador, pero tanto insistió monsieur Lambet en que mi posición económica cambiaría fundamentalmente, que resolví contra mi agrado hacer la prueba. No creía en el éxito de los ojos de vidrio. Para que mis gastos fueran menores, monsieur Lambet me recomendó al Hotel de “Las Tres Grullas”, cuyo propietario, un sonriente y gordo hamburgués, me recibió como si fuera su hijo. ¡Evidentemente, el mundo estaba repleto de buena gente!

Mi primera salida por Hamburgo fue un éxito. Vendí lentes y ojos artificiales como para reparar a un ejército de tuertos.

Desde entonces Hamburgo fue mi base de operaciones…, pero una noche que dormía en “Las Tres Grullas” me ocurrió un suceso tan extraño, que aún hoy es motivo de maravilla entre los que tienen la paciencia de escuchar mi relato.

Había llegado tarde al hotel porque me entretuve en el puerto, conversando con algunos comerciantes que querían estudiar en París las posibilidades de colocar ciertos artículos de fantasía.

Serían las dos de la madrugada, y trataba inútilmente de conciliar el sueño, cuando la puerta de mi habitación se abrió tan cautelosamente, que, sobreponiéndome al instintivo temor que causa la presencia de un extraño en nuestra alcoba, resolví espiarlo. En caso que pasara algo, sabría defenderme.

Como es natural, esperaba que el desconocido se dirigiera al ropero, en cuyo interior estaba colgado mi traje; pero con mi único ojo entreabierto, a la grisácea claridad que se filtraba por un postigo entreabierto, reconocí al dueño de “Las Tres Grullas”, que se dirigía a la mesa.

¿Sabéis lo que hizo allí? Tomó la copa de agua donde se encontraba sumergido mi ojo de vidrio, y con ella se retiró tan cautelosamente como había venido.

Yo quedé atónito. ¿Qué quería hacer el hombre con mi ojo de vidrio? ¿Pretendería robármelo?

El suceso me resultaba tan extraordinario, que una hora después no había conseguido dormirme, y en el mismo momento que en el reloj daban las tres de la madrugada, la puerta de la habitación volvió a chirriar, y el infiel hospedero, de puntillas, tan cauteloso como había entrado, con el vaso de agua en la mano, se aproximó a la mesa y dejó allí la copa.

En el interior del vaso de agua se encontraba mi ojo de vidrio.

¿Qué misterio encerraba ese ritual?

Pero no tuve tiempo de meditar mayormente sobre el misterio de mi ojo de vidrio, porque a las cinco de la mañana salía el rápido de París, y a pesar de que mi noche había sido extraordinaria, aquel amanecer no lo iba a ser menos, por efecto de una de aquellas casualidades de apariencia sobrenatural y que en la realidad de la vida son tan frecuentes e inagotablemente asombrosas.

Me despedí del dueño de “Las Tres Grullas” como si no me hubiera ocurrido nada, pero “in mente” estaba resuelto a aclarar aquel suceso, cuando otro hecho vino a complicar mi desorden mental.

No había terminado de ocupar mi asiento en mi coche de segunda, cuando frente a mí se detuvo Hortensio Lafre, un camarada de mi infancia.

Desde que mi familia había abandonado el pueblo no nos habíamos visto. En cuanto cambiamos una mirada, nos reconocimos, y después de abrazarnos efusivamente nos quedamos contemplándonos con ese gusto asombrado con que volvemos a encontrarnos con los testigos de nuestros primeros juegos; y de pronto, ambos nos lanzamos a quemarropa:

-Tú tienes un ojo de vidrio.

-Sí. Y tú también.

-Sí.

-¿Y qué haces por aquí?

-Vendo cristales, anteojos, ojos de vidrio.

Yo me quedé examinándolo, turulato.

-¡Cómo! ¿Tienes la misma profesión?

-¡Tú también vendes ojos de vidrio!

-Sí.

-¡Cristo! Esto sí que es raro.

Ahora le tocaba a Hortensio asombrarse. Súbitamente inspirado, le dije:

-¿Cómo te metiste en esto?

Hortensio comenzó a narrarme su historia:

Acosado por la necesidad se había dedicado a vender novelas por entregas, cuando un día, al llegar al barrio de Saint-Denis, se encontró con un honorable anciano que le cobró simpatía porque Hortensio se parecía prodigiosamente a su hijo muerto.

-¡Satanás! ¡Esa es mi historia! Continúa.

El viejo bondadoso, lamentándose de que Hortensio fuera tuerto, lo recomendó a lo de monsieur Tricot, quien no sólo le regaló un ojo de vidrio, sino que le proporcionó una ventajosa colocación para venderlos en el extranjero.

-Lo mismo me ha ocurrido a mí, Hortensio. Exactamente lo mismo.

-No.

-Así como lo oyes. Dime: tu protector ¿no es un anciano con facha de pintor, pelo entrecano, barba en punta?

-Sí.

-Pues es él, monsieur Lambet.

-Yo lo conozco bajo el nombre de Gervasio Turlot.

-Pues el viejo, se llame Turlot o Lambet, debe ser un peligrosísimo bribón: en nuestra aventura hay demasiado misterio.

-¿Qué te parece si vemos al comisario de Saint-Denis? Yo lo conozco porque le he vendido a su mujer varias novelas por entregas.

-Perfectamente.

En cuanto llegamos a París nos dirigimos a la comisaría de Saint Denis, y Hortensio se hizo anunciar al comisario. Una vez en su presencia, yo me senté en el escritorio y comencé a narrarle las etapas de mi aventura. El comisario nos escuchaba asombradísimo. Finalmente requirió la presencia de un perito en ojos de vidrio, y cuando el hombre llegó, le entregamos nuestros ojos artificiales. Éste comenzó a manipular en los globos de vidrio hasta que éstos se abrieron en sus manos. En el interior de un ojo de vidrio (el mío), en un espacio hueco y circular, encontró un rollo de papel de seda, escrito con letra casi microscópica. Era un pedido a monsieur Lambet de la dirección de un oficial que había sido exonerado del ejército por deudas. En el ojo de vidrio correspondiente a mi amigo Hortensio había, en cambio, una orden a monsieur Turlot, para que asesinara al “agente 23”, culpable de proporcionar datos falsos.

No quedaba duda. Monsieur Lambet, alias Turlot, era el eslabón terminal de una activa cadena de espías y nosotros, dos inocentes tuertos, sus mensajeros insospechables. Como aún no había estallado la guerra, monsieur Lambet, mi benefactor, fue detenido y condenado a treinta años de presidio. En cuanto al dueño de “Las Tres Grullas”, continúa en Hamburgo, y posiblemente sirva ahora a otra pandilla de espías. Pero yo ya no creo en la bondad de los protectores desconocidos.

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Portero de noche | Liliana Cavani | 1973

La educación de la mujer de Concepción Arenal

 

Concepción Arenal

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La educación de la mujer

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Música: Bartok - Seven Sketches, Op. 9b (Sz.44) - 1: Portrait of a girl

I

Relaciones y diferencias entre la educación de la mujer y la del hombre

Nos fijaremos bien en la diferencia que hay entre educación e instrucción. Un hombre puede ser muy instruido y estar muy mal educado, y estar muy bien educado y no ser muy instruido.

Esto nos indica que si la educación no debe prescindir de la inteligencia, no se dirige exclusivamente a ella, sino a todas las facultades que constituyen el hombre moral y social; a los impulsos perturbadores para contenerlos, a los armónicos para fortificarlos, a la conciencia para el cumplimiento del deber, a la dignidad para reclamar el derecho, a la bondad para que no se apure contra los desventurados. La educación procura formar el carácter, hacer del sujeto una persona con cualidades esenciales generales, de que no podrá prescindir nunca y necesitará siempre si ha de ser como debe. Al educador del joven no le importa saber si el educando será un día militar o magistrado, ingeniero o albañil; su misión es formar un hombre recto, firme y benévolo, y que lo sea constantemente en la posición social que le depare la suerte o él se conquiste; cualquiera que sea, su firmeza, su rectitud y su benevolencia son indispensables, si ha de conducirse bien, al frente de un regimiento o presidiendo un tribunal. Los accidentes, las exterioridades, las apariencias, podrán variar; pero las condiciones esenciales que la educación perfecciona son las mismas, cualquiera que sea la posición social del que las tiene.

Cuando estas condiciones, esenciales son deficientes en alto grado, se ven grandes señores, ricos capitalistas, hombres inteligentes e instruidos, de los cuales se burlan gente ignorante y hasta los criados, que los desprecian por su falta de carácter; no es raro que este desprecio se convierta en dominio más o menos ostensible, y que hombres muy medianos manejen al que les es infinitamente superior por la posición social y por la ciencia, pero al que falta carácter, personalidad, aquello que es esencial para todo hombre, que la educación debe fortalecer y que no da el conocimiento de los astros ni de los microbios.

Si la educación es un medio de perfeccionar moral y socialmente al educando; si contribuye a que cumpla mejor su deber, tenga más dignidad y sea más benévolo; si procura fortalecer cualidades esenciales, generales siempre, aplicables cualquiera que sea la condición y circunstancias de la persona que forma y dignifica; y si la mujer tiene deberes que cumplir, derechos que reclamar, benevolencia que ejercer, nos parece que entre su educación y la del hombre no debe haber diferencias.

Si alguna diferencia hubiere, no en calidad, sino en cantidad de educación, debiera hacer más completa la de la mujer, porque la necesita más. No entraremos aquí en la cuestión de si tiene inferioridades, pero es evidente que tiene desventajas naturales; y agregando a éstas las sociales, que, aunque no son tantas como eran, son todavía muchas, resulta que, si no ha de sucumbir moralmente bajo el peso de la existencia, si no ha de ir a perderse en la frivolidad, en la esclavitud, en la prostitución, en tanto género de prostituciones como la amenazan y la halagan, necesita mucha virtud, es decir, mucha fuerza, mucho carácter, mucha personalidad. La mujer, para ser persona, ha menester hoy y probablemente siempre (porque hay condiciones naturales que no pueden cambiarse), para tener personalidad, decimos necesita ser más persona que el hombre y una educación que contribuya a que conozca y cumpla su deber, a que conozca y reclame su derecho, a dignificar su existencia y dilatar sus afectos para que traspasen los límites del hogar doméstico, y llame suyos a todos los débiles que piden justicia o imploran consuelo.

Esto no es pedir una cosa imposible, puesto que hay mujeres de éstas en todos los pueblos civilizados, y en los más cultos muchas. La educación de la mujer tiene un gran punto de apoyo en su fuerza moral, que es grande, puesto que, en peores condiciones, resiste más a todo género de concupiscencias e impulsos criminales. Verdad es que esto lo niegan algunos autores, pero sin probar la negativa, porque no es prueba la prostitución, cuya culpa echan toda sobre las mujeres, como si no fuera mayor la de los hombres, por muchas causas que no debemos aquí analizar, ni aun enumerar.

La fuerza moral de la mujer se revela en la mucha necesaria para el cumplimiento de sus deberes que exigen una serie de esfuerzos continuos, más veces desdeñados que auxiliados por los mismos que los utilizan. Cuando el hombre cumple un deber difícil, recibe aplauso por su virtud; los de las mujeres se ignoran: sin más impulso que el corazón, sin más aplauso que el de la conciencia, se quedan en el hogar, donde el mundo no penetra más que para infamar; si hay allí sacrificio, abnegación sublime, constancia heroica, pasa de largo: sólo entra cuando hay escándalo.

Se alega que la frivolidad natural de la mujer es un obstáculo insuperable para darle una personalidad sólida, grave, firme.

Confesemos humilde y razonablemente que todo lo que decimos todos respecto a la mujer debe tomarse, hasta cierto punto, a beneficio de inventario, es decir, a rectificar por el tiempo; porque, después de lo que han hecho los hombres con sus costumbres, sus leyes, sus tiranías, sus debilidades, sus contradicciones, sus infamias y sus idolatrías, ¿quién sabe lo que es la mujer, ni menos lo que será? Su frivolidad es natural, dicen, pero la afirmación parece más fácil que la prueba. De todos modos, no por eso debe dejar de combatirse; natural es el robo y se pena; las cosas se califican por buenas o por malas, y la mayor propensión a éstas sólo indica la necesidad de medios más enérgicos para corregirlas. Pero, hay que repetirlo, el natural de la mujer ha venido a ser un laberinto, cuyo hilo no tenemos.

Lo que se ha dicho de la vanidad, que se coloca donde puede, es aplicable a otros defectos: la actividad de la mujer, imposibilitada de emplearse en cosas grandes, se emplea en las pequeñas, sin que tal vez éstas tengan para ella un atractivo especial; juzgando por el resultado, se hace subjetivo lo que es objetivo y no se ve que lo pueril no está exclusiva mente en la cosa que halaga la vanidad, sino en la vanidad misma, que puede ser tan frívola buscando aplausos para un discurso en el Parlamento, como para un rico traje de última moda. No hemos asistido (ya se comprende) a ninguna recepción de Palacio; pero hemos visto a veces en la calle a los que a ellas iban, y bajo el punto de vista de la frivolidad, no nos parecía que hubiese diferencia esencial entre las bandas, las cruces y los bordados de los hombres, y los encajes, las cintas y las flores de las mujeres.

Dejando al tiempo que resuelva las cosas dudosas, lo que nos parece cierto es que los esfuerzos deben dirigirse a satisfacer las necesidades más apremiantes, y que la más apremiante necesidad de hoy, para el hombre como para la mujer, es la educación, que forma su carácter, que los convierte en persona. La persona no tiene sexo: es el cumplimiento del deber, sea el que quiera; la reclamación de un derecho, sea el que fuere; la dignidad, que puede tenerse en todas las situaciones; la benevolencia, que, si está en el ánimo, halla siempre medio de manifestarse de algún modo.

Pensamos, por lo tanto:

Que la educación debe ser la misma para el hombre que para la mujer;

Que es más urgente aún respecto a la mujer, porque, siendo para ella la personalidad más necesaria, está más combatida por las leyes y por las costumbres;

Que la falta de personalidad es un obstáculo para su instrucción y, adquirida, para que la utilice;

Que, por más que se ilustre, si no se educa, si no tiene gravedad y dignidad, si no es un carácter, una persona, aun los que sepan mucho menos que ella procurarán y hasta lograrán hacerla pasar por marisabidilla;

Que no hay más que un medio de que las mujeres sean respetadas, y es que sean respetables: lo cual no se conseguirá con sólo tener instrucción si no tiene carácter. Hay momentos y países en que la cuestión, como suelen serlo las sociales, es circular; a la mujer no se la respeta porque no es respetable, y no es respetable porque no se la respeta. Cuando esto sucede, es difícil, pero no imposible, que la mujer se blinde, por decirlo así, con una sólida personalidad; pero si lo consigue ha de dar por bien empleado el trabajo que le costó, y sabrá cuánto vale tener en sí algo que no esté a merced de nadie.

Como, en nuestra opinión, no debe haber diferencias esenciales entre la educación del hombre y de la mujer, las relaciones en la esfera educadora han de ser necesariamente armónicas.

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