jueves, 17 de marzo de 2011

Sólo vine a hablar por teléfono

Sólo vine a hablar por teléfono
[Cuento -Texto completo]

Gabriel García Márquez
Una tarde de lluvias primaverales, cuando viajaba sola hacia Barcelona conduciendo un coche alquilado, María de la Luz Cervantes sufrió una avería en el desierto de los Monegros. Era una mexicana de veintisiete años, bonita y seria, que años antes había tenido un cierto nombre como artista de variedades. Estaba casada con un prestidigitador de salón, con quien iba a reunirse aquel día después de visitar a unos parientes en Zaragoza. Al cabo de una hora de señas desesperadas a los automóviles y camiones de carga que pasaban raudos en la tormenta, el conductor de un autobús destartalado se compadeció de ella. Le advirtió, eso sí, que no iba muy lejos.

- No importa -dijo María-. Lo único que necesito es un teléfono.

Era cierto, y sólo lo necesitaba para prevenir a su marido de que no llegaría antes de las siete de la noche. Parecía un pajarito ensopado, con un abrigo de estudiante y los zapatos de playa en abril, y estaba tan aturdida por el percance que olvidó llevarse las llaves del automóvil. Una mujer que viajaba junto al conductor, de aspecto militar pero de maneras dulces, le dio una toalla y una manta, y le hizo un sitio a su lado. Después de secarse a medias, María se sentó, se envolvió en la manta, y trató de encender un cigarrillo, pero los fósforos estaban mojados. La vecina del asiento le dio fuego y le pidió un cigarrillo de los pocos que le quedaban secos. Mientras fumaban, María cedió a las ansias de desahogarse, y su voz resonó más que la lluvia o el traqueteo del autobús. La mujer la interrumpió con el índice en los labios.

- Están dormidas -murmuró.

María miró por encima del hombro, y vio que el autobús estaba ocupado por mujeres de edades inciertas y condiciones distintas, que dormían arropadas con mantas iguales a la suya. Contagiada por su placidez, María se enroscó en el asiento y se abandonó al rumor de la lluvia. Cuando se despertó era de noche y el aguacero se había disuelto en un sereno helado. No tenía la menor idea de cuánto tiempo había dormido ni en qué lugar del mundo se encontraban. Su vecina de asiento tenía una actitud de alerta.

- ¿Dónde estamos? -le preguntó María.

- Hemos llegado -contestó la mujer.

El autobús estaba entrando en el patio empedrado de un edificio enorme y sombrío que parecía un viejo convento en un bosque de árboles colosales. Las pasajeras, alumbradas a penas por un farol del patio, permanecieron inmóviles hasta que la mujer de aspecto militar las hizo descender con un sistema de órdenes primarias, como en un parvulario. Todas eran mayores, y se movían con tal parsimonia que parecían imágenes de un sueño. María, la última en descender, pensó que eran monjas. Lo pensó menos cuando vio a varias mujeres de uniforme que las recibieron a la puerta del autobús, y que les cubrían la cabeza con las mantas para que no se mojaran, y las ponían en fila india, dirigiéndolas sin hablarles, con palmadas rítmicas y perentorias. Después de despedirse de su vecina de asiento María quiso devolverle la manta, pero ella le dijo que se cubriera la cabeza para atravesar el patio, y la devolviera en portería.

- ¿Habrá un teléfono? -le preguntó María.

- Por supuesto -dijo la mujer-. Ahí mismo le indican.

Le pidió a María otro cigarrillo, y ella le dio el resto del paquete mojado. "En el camino se secan", le dijo. La mujer le hizo un adiós con la mano desde el estribo, y casi le gritó "Buena suerte". El autobús arrancó sin darle tiempo de más.

María empezó a correr hacia la entrada del edificio. Una guardiana trató de detenerla con una palmada enérgica, pero tuvo que apelar a un grito imperioso: "¡Alto he dicho!". María miró por debajo de la manta, y vio unos ojos de hielo y un índice inapelable que le indicó la fila. Obedeció. Ya en el zaguán del edificio se separó del grupo y preguntó al portero dónde había un teléfono. Una de las guardianas la hizo volver a la fila con palmaditas en la espalda, mientras le decía con modos dulces:

- Por aquí, guapa, por aquí hay un teléfono.

María siguió con las otras mujeres por un corredor tenebroso, y al final entró en un dormitorio colectivo donde las guardianas recogieron las cobijas y empezaron a repartir las camas. Una mujer distinta, que a María le pareció más humana y de jerarquía más alta, recorrió la fila comparando una lista con los nombres que las recién llegadas tenían escritos en un cartón cosido en el corpiño. Cuando llegó frente a María se sorprendió de que no llevara su identificación.

- Es que yo sólo vine a hablar por teléfono -le dijo María.

Le explicó a toda prisa que su automóvil se había descompuesto en la carretera. El marido, que era mago de fiestas, estaba esperándola en Barcelona para cumplir tres compromisos hasta la media noche, y quería avisarle de que no estaría a tiempo para acompañarlo. Iban a ser las siete. Él debía salir de la casa dentro de diez minutos, y ella temía que cancelara todo por su demora. La guardiana pareció escucharla con atención.

- ¿Cómo te llamas? -le preguntó.

María le dijo su nombre con un suspiro de alivio, pero la mujer no lo encontró después de repasar la lista varias veces. Se lo preguntó alarmada a una guardiana, y ésta, sin nada que decir, se encogió de hombros.

- Es que yo sólo vine a hablar por teléfono -dijo María.

- De acuerdo, maja -le dijo la superiora, llevándola hacia su cama con una dulzura demasiado ostensible para ser real-, si te portas bien podrás hablar por teléfono con quien quieras. Pero ahora no, mañana.

Algo sucedió entonces en la mente de María que le hizo entender por qué las mujeres del autobús se movían como en el fondo de un acuario. En realidad estaban apaciguadas con sedantes, y aquel palacio en sombras, con gruesos muros de cantería y escaleras heladas, era en realidad un hospital de enfermas mentales. Asustada, escapó corriendo del dormitorio, y antes de llegar al portón una guardiana gigantesca con un mameluco de mecánico la atrapó de un zarpazo y la inmovilizó en el suelo con una llave maestra. María la miró de través paralizada por el terror.

- Por el amor de Dios -dijo-. Le juro por mi madre muerta que sólo vine a hablar por teléfono.

Le bastó con verle la cara para saber que no había súplica posible ante aquella energúmena de mameluco a quien llamaban Herculina por su fuerza descomunal. Era la encargada de los casos difíciles, y dos reclusas habían muerto estranguladas con su brazo de oso polar adiestrado en el arte de matar por descuido. El primer caso se resolvió como un accidente comprobado. El segundo fue menos claro, y Herculina fue amonestada y advertida de que la próxima vez sería investigada a fondo. La versión corriente era que aquella oveja descarriada de una familia de apellidos grandes tenía una turbia carrera de accidentes dudosos en varios manicomios de España.

Para que María durmiera la primera noche, tuvieron que inyectarle un somnífero. Antes de amanecer, cuando la despertaron las ansias de fumar, estaba amarrada por las muñecas y los tobillos en las barras de la cama. Nadie acudió a sus gritos. Por la mañana, mientras el marido no encontraba en Barcelona ninguna pista de su paradero, tuvieron que llevarla a la enfermería, pues la encontraron sin sentido en un pantano de sus propias miserias.

No supo cuánto tiempo había pasado cuando volvió en sí. Pero entonces el mundo era un remanso de amor, y estaba frente a su cama un anciano monumental, con una andadura de plantígrado y una sonrisa sedante, que con dos pases maestros le devolvió la dicha de vivir. Era el director del sanatorio.

Antes de decirle nada, sin saludarlo siquiera, María le pidió un cigarrillo. Él se lo dio encendido, y le regaló el paquete casi lleno. María no pudo reprimir el llanto.

- Aprovecha ahora para llorar cuanto quieras -le dijo el médico, con voz adormecedora-. No hay mejor remedio que las lágrimas.

María se desahogó sin pudor, como nunca logró hacerlo con sus amantes casuales en los tedios de después del amor. Mientras la oía, el médico la peinaba con los dedos, le arreglaba la almohada para que respirara mejor, la guiaba por el laberinto de su incertidumbre con una sabiduría y una dulzura que ella no había soñado jamás. Era, por primera vez en su vida, el prodigio de ser comprendida por un hombre que la escuchaba con toda el alma sin esperar la recompensa de acostarse con ella. Al cabo de una hora larga, desahogada a fondo, le pidió autorización para hablarle por teléfono a su marido.

El médico se incorporo con toda la majestad de su rango. "Todavía no, reina", le dijo, dándole en la mejilla la palmadita más tierna que había sentido nunca. "Todo se hará a su tiempo". Le hizo desde la puerta una bendición episcopal, y desapareció para siempre.

- Confía en mi -le dijo.

Esa misma tarde María fue inscrita en el asilo con un número de serie, y con un comentario superficial sobre el enigma de su procedencia y las dudas sobre su identidad. Al margen quedó una calificación escrita de puño y letra del director: agitada.

Tal como María lo había previsto, el marido salió de su modesto apartamento del barrio de Horta con media hora de retraso para cumplir los tres compromisos. Era la primera vez que ella no llegaba a tiempo en casi dos años de una unión libre bien concertada, y él entendió el retraso por la ferocidad de las lluvias que asolaron la provincia aquel fin de semana. Antes de salir dejó un mensaje clavado en la puerta con el itinerario de la noche.

En la primera fiesta, con todos los niños disfrazados de canguro, prescindió del truco estelar de los peces invisibles porque no podía hacerlo sin la ayuda de ella. El segundo compromiso era en casa de una anciana de noventa y tres años, en silla de ruedas, que se preciaba de haber celebrado cada uno de sus últimos treinta cumpleaños con un mago distinto. Él estaba tan contrariado con la demora de María, que no pudo concentrarse en las suertes más simples. El tercer compromiso era el de todas las noches en un café concierto de las Ramblas, donde actuó sin inspiración para un grupo de turistas franceses que no pudieron creer lo que veían porque se negaban a creer en la magia. Después de cada representación llamó por teléfono a su casa, y esperó sin ilusiones a que María le contestara. En la última ya no pudo reprimir la inquietud de que algo malo había ocurrido.

De regreso a casa en la camioneta adaptada para las funciones públicas vio el esplendor de la primavera en las palmeras del Paseo de Gracia, y lo estremeció el pensamiento aciago de cómo podía ser la ciudad sin María. La última esperanza se desvaneció cuando encontró su recado todavía prendido en la puerta. Estaba tan contrariado, que se le olvidó darle la comida al gato.

Sólo ahora que lo escribo caigo en la cuenta de que nunca supe cómo se llamaba en realidad, porque en Barcelona sólo lo conocíamos con su nombre profesional: Saturno el Mago. Era un hombre de carácter raro y con una torpeza social irremediable, pero el tacto y la gracia que le hacían falta le sobraban a María. Era ella quien lo llevaba de la mano en esta comunidad de grandes misterios, donde a nadie se le hubiera ocurrido llamar a nadie por teléfono después de la media noche para preguntar por su mujer. Saturno lo había hecho de recién venido y no quería recordarlo. Así que esa noche se conformó con llamar a Zaragoza, donde una abuela medio dormida le contestó sin alarma que María había partido después del almuerzo. No durmió más de una hora al amanecer. Tuvo un sueño cenagoso en el cual vio a María con un vestido de novia en piltrafas y salpicado de sangre, y despertó con la certidumbre pavorosa de que había vuelto a dejarlo solo, y ahora para siempre, en el vasto mundo sin ella.

Lo había hecho tres veces con tres hombres distintos, incluso él, en los últimos cinco años. Lo había abandonado en Ciudad de México a los seis meses de conocerse, cuando agonizaban de felicidad con un amor demente en un cuarto de servicio de la colonia Anzures. Una mañana María no amaneció en la casa después de una noche de abusos inconfesables. Dejó todo lo que era suyo, hasta el anillo de su matrimonio anterior, y una carta en la cual decía que no era capaz de sobrevivir al tormento de aquel amor desatinado. Saturno pensó que había vuelto con su primer esposo, un condiscípulo de la escuela secundaria con quien se casó a escondidas siendo menor de edad, y al cual abandonó por otro al cabo de dos años sin amor. Pero no: había vuelto a casa de sus padres, y allí fue Saturno a buscarla a cualquier precio. Le rogó sin condiciones, le prometio mucho más de lo que estaba resuelto a cumplir, pero tropezó con una determinación invencible. "Hay amores cortos y hay amores largos", le dijo ella. Y concluyó sin misericordia: "Este fue corto". Él se rindió ante su rigor. Sin embargo, una madrugada de Todos los Santos, al volver a su cuarto de huérfano después de casi un año de olvido, la encontró dormida en el sofá de la sala con la corona de azahares y la larga cola de espuma de las novias vírgenes.

María le contó la verdad. El nuevo novio, viudo, sin hijos, con la vida resuelta y la disposición de casarse para siempre por la iglesia católica, la había dejado vestida y esperando en el altar. Sus padres decidieron hacer la fiesta de todos modos. Ella siguió el juego. Bailó, cantó con los mariachis, se pasó de tragos, y en un terrible estado de remordimientos tardíos se fue a la media noche a buscar a Saturno.

No estaba en casa, pero encontró las llaves en la maceta de flores del corredor, donde las escondieron siempre. Esta vez fue ella quien se le rindió sin condiciones. "¿Y ahora hasta cuando?", le preguntó él. Ella le contestó con un verso de Vinicius de Moraes: "El amor es eterno mientras dura". Dos años después, seguía siendo eterno.

María pareció madurar. Renunció a sus sueños de actriz y se consagró a él, tanto en el oficio como en la cama. A finales del año anterior habían asistido a un congreso de magos en Perpignan, y de regreso conocieron a Barcelona. Les gustó tanto que llevaban ocho meses aquí, y les iba tan bien, que habían comprado un apartamento en el muy catalán barrio de Horta, ruidoso y sin portero, pero con espacio de sobra para cinco hijos. Había sido la felicidad posible, hasta el fin de semana en que ella alquiló un automóvil y se fue a visitar a sus parientes de Zaragoza con la promesa de volver a las siete de la noche del lunes. Al amanecer del jueves, todavía no había dado señales de vida.

El lunes de la semana siguiente la compañía de seguros del automóvil alquilado llamó por teléfono a casa para preguntar por María. "No sé nada", dijo Saturno. "Búsquenla en Zaragoza". Colgó. Una semana después un policía civil fue a su casa con la noticia de que habían hallado el automóvil en los puros huesos, en un atajo cerca de Cádiz, a novecientos kilómetros del lugar donde María lo abandonó. El agente quería saber si ella tenía más detalles del robo. Saturno estaba dándole de comer al gato, y apenas si lo miro para decirle sin más vueltas que no perdieran el tiempo, pues su mujer se había fugado de la casa y él no sabía con quién ni para dónde. Era tal su convicción, que el agente se sintió incómodo y le pidió perdón por sus preguntas. El caso se declaró cerrado.

El recelo de que María pudiera irse otra vez había asaltado a Saturno por Pascua Florida en Cadaqués, adonde Rosa Regás los habían invitado a navegar a vela. Estábamos en elMarítim, el populoso y sórdido bar de la gauche divine en el crepúsculo del franquismo, alrededor de una de aquellas mesas de hierro con sillas de hierro donde sólo cabíamos seis a duras penas y nos sentábamos veinte. Después de agotar la segunda cajetilla de cigarrillos de la jornada, María se encontró sin fósforos. Un brazo escuálido de vellos viriles con una esclava de bronce romano se abrió paso entre el tumulto de la mesa, y le dio fuego. Ella lo agradeció sin mirar a quién, pero Saturno el Mago lo vio. Era un adolescente óseo y lampiño, de una palidez de muerto y una cola de caballo muy negra que le daba a la cintura. Los cristales del bar soportaban apenas la furia de la tramontana de primavera, pero él iba vestido con una especie de piyama callejero de algodón crudo, y unas albarcas de labrador.

No volvieron a verlo hasta fines del otoño, en un hostal de mariscos de La Barceloneta, con el mismo conjunto de zaraza ordinaria y una larga trenza en vez de la cola de caballo. Los saludó a ambos como a viejos amigos, y por el modo como besó a María, y por el modo como ella le correspondió, a Saturno lo fulminó la sospecha de que habían estado viéndose a escondidas. Días después encontró por casualidad un nombre nuevo y un numero de teléfono escritos por María en el directorio doméstico, y la inclemente lucidez de los celos le reveló de quién eran. El prontuario social del intruso acabó de rematarlo: veintidós años, hijo único de ricos, decorador de vitrinas de moda, con una fama fácil de bisexual y un prestigio bien fundado como consolador de alquiler de señoras casadas. Pero logró sobreponerse hasta la noche en que María no volvió a casa. Entonces empezó a llamarlo por teléfono todos los días, primero cada dos o tres horas, desde las seis de la mañana hasta la madrugada siguiente, y después cada vez que encontraba un teléfono a la mano. El hecho de que nadie contestara aumentaba su martirio.

Al cuarto día le contestó una andaluza que sólo iba a hacer la limpieza. "El señorito se ha ido", le dijo, con suficiente vaguedad para enloquecerlo. Saturno no resistió la tentación de preguntarle si por casualidad no estaba ahí la señorita María.

- Aquí no vive ninguna María -le dijo la mujer-. El señorito es soltero.

- Ya lo sé - le dijo él -. No vive, pero a veces va. ¿O no?

La mujer se encabritó.

- ¿Pero quién coño habla ahí?

Saturno colgó. La negativa de la mujer le pareció una confirmación más de lo que ya no era para él una sospecha sino una certidumbre ardiente. Perdió el control. En los días siguientes llamó por orden alfabético a todos los conocidos de Barcelona. Nadie le dio razón, pero cada llamada le agravó la desdicha, porque sus delirios de celos eran ya célebres entre los trasnochadores impenitentes de la gauche divine, y le contestaban con cualquier broma que lo hiciera sufrir. Sólo entonces comprendió hasta qué punto estaba solo en aquella ciudad hermosa, lunática e impenetrable, en la que nunca sería feliz. Por la madrugada, después de darle de comer al gato, se apretó el corazón para no morir, y tomó la determinación de olvidar a María.

A los dos meses, María no se había adaptado aún a la vida del sanatorio. Sobrevivía picoteando apenas la pitanza de cárcel con los cubiertos encadenados al mesón de madera bruta, y la vista fija en la litografía del general Francisco Franco que presidía el lúgubre comedor medieval. Al principio se resistía a las horas canónicas con su rutina bobalicona de maitines, laudes, vísperas, y otros oficios de iglesia que ocupaban la mayor parte del tiempo. Se negaba a jugar a la pelota en el patio de recreo, y a trabajar en el taller de flores artificiales que un grupo de reclusas atendía con una diligencia frenética. Pero a partir de la tercera semana fue incorporándose poco a poco a la vida del claustro. A fin de cuentas, decían los médicos, así empezaban todas, y tarde o temprano terminaban por integrarse a la comunidad.

La falta de cigarrillos, resuelta en los primeros días por una guardiana que se los vendía a precio de oro, volvió a atormentarla cuando se le agotó el poco dinero que llevaba. Se consoló después con los cigarrillos de papel periódico que algunas reclusas fabricaban con las colillas recogidas de la basura, pues la obsesión de fumar había llegado a ser tan intensa como la del teléfono. Las pesetas exiguas que se ganó más tarde fabricando flores artificiales le permitieron un alivio efímero.

Lo más duro era la soledad de las noches. Muchas reclusas permanecían despiertas en la penumbra, como ella, pero sin atreverse a nada, pues la guardiana nocturna velaba también el portón cerrado con cadena y candado. Una noche, sin embargo, abrumada por la pesadumbre, María preguntó con voz suficiente para que le oyera su vecina de cama:

- ¿Dónde estamos?

La voz grave y úucida de la vecina le contestó:

- En los profundos infiernos.

- Dicen que esta es tierra de moros -dijo otra voz distante que resonó en el ámbito del dormitorio-. Y debe ser cierto, porque en verano, cuando hay luna, se oyen a los perros ladrándole a la mar.

Se oyó la cadena en las argollas como un ancla de galeón, y la puerta se abrió. La cancerbera, el único ser que parecía vivo en el silencio instantáneo, empezó a pasearse de un extremo al otro del dormitorio. María se sobrecogió, y sólo ella sabía por qué.

Desde su primera semana en el sanatorio, la vigilante nocturna le había propuesto sin rodeos que durmiera con ella en el cuarto de guardia. Empezó con un tono de negocio concreto: trueque de amor por cigarrillos, por chocolates, por lo que fuera. "Tendrás todo", le decía, trémula. "Serás la reina". Ante el rechazo de María, la guardiana cambió de método. Le dejaba papelitos de amor debajo de la almohada, en los bolsillos de la bata, en los sitios menos pensados. Eran mensajes de un apremio desgarrador capaz de estremecer a las piedras. Hacía más de un mes que parecía resignada a la derrota, la noche en que se promovió el incidente en el dormitorio.

Cuando estuvo convencida de que todas las reclusas dormían, la guardiana se acercó a la cama de María, y murmuró en su oído toda clase de obscenidades tiernas, mientras le besaba la cara, el cuello tenso de terror, los brazos yermos, las piernas exhaustas. Por último, creyendo tal vez que la parálisis de María no era de miedo sino de complacencia, se atrevió a ir mas lejos. María le soltó entonces un golpe con el revés de la mano que la mandó contra la cama vecina. La guardiana se incorporó furibunda en medio del escándalo de las reclusas alborotadas.

- Hija de puta -gritó-. Nos pudriremos juntas en este chiquero hasta que te vuelvas loca por mí.

El verano llegó sin anunciarse el primer domingo de junio, y hubo que tomar medidas de emergencia, porque las reclusas sofocadas empezaban a quitarse durante la misa los balandranes de estameña. María asistió divertida al espectáculo de las enfermas en pelota que las guardianas correteaban por las naves como gallinas ciegas. En medio de la confusión, trató de protegerse de los golpes perdidos, y sin saber cómo se encontró sola en una oficina abandonada y con un teléfono que repicaba sin cesar con un timbre de súplica. María contestó sin pensarlo, y oyó una voz lejana y sonriente que se entretenía imitando el servicio telefónico de la hora:

- Son las cuarenta y cinco horas, noventa y dos minutos y ciento siete segundos

- ¡Maricón! -dijo María

Colgó divertida. Ya se iba, cuando cayó en la cuenta de que estaba dejando escapar una ocasión irrepetible. Entonces marcó seis cifras, con tanta tensión y tanta prisa, que no estuvo segura de que fuese el número de su casa. Esperó con el corazón desbocado, oyó el timbre, una vez, dos veces, tres veces, y oyó por fin la voz del hombre de su vida en la casa sin ella.

- ¿Bueno?

Tuvo que esperar a que se le pasara la pelota de lágrimas que se le formó en la garganta.

- Conejo, vida mía -suspiró.

Las lágrimas la vencieron. Al otro lado de la línea hubo un breve silencio de espanto, y una voz enardecida por los celos escupió la palabra:

- ¡Puta! Y colgó en seco.

Esa noche, en un ataque frenético, María descolgó en el refectorio la litografía del generalísimo, la arrojó con todas sus fuerzas contra el vitral del jardín, y se derrumbó bañada en sangre. Aún le sobró rabia para enfrentarse a golpes con los guardianes que trataban de someterla, sin lograrlo, hasta que vio a Herculina plantada en el vano de la puerta, con los brazos cruzados mirándola. Se rindió. No obstante, la arrastraron hasta el pabellón de las locas furiosas, la aniquilaron con una manguera de agua helada, y le inyectaron trementina en las piernas. Impedida para caminar por la inflamación provocada, María se dio cuenta de que no había nada en el mundo que no fuera capaz de hacer por escapar de aquel infierno. La semana siguiente, ya de regreso al dormitorio común, se levantó de puntillas y tocó en la celda de la guardiana nocturna.

El precio de María, exigido por ella de antemano, fue llevarle un mensaje a su marido. La guardiana aceptó, siempre que el trato se mantuviera en secreto absoluto. Y la apuntó con un índice inexorable.

- Si alguna vez se sabe, te mueres.

Así que Saturno el Mago fue al sanatorio de locas el sábado siguiente, con la camioneta de circo preparada para celebrar el regreso de María. El director en persona lo recibió en su oficina, tan limpia y ordenada como un barco de guerra, y le hizo un informe afectuoso sobre el estado de su esposa. Nadie sabía de dónde llegó, ni cómo ni cuándo, pues el primer dato de su ingreso era en el registro oficial dictado por él cuando la entrevistó. Una investigación iniciada ese mismo día no había concluido nada. En todo caso, lo que más intrigaba al director era cómo supo Saturno el paradero de su esposa. Saturno protegió a la guardiana.

- Me lo informó la compañía de seguros del coche -dijo.

El director asintió complacido. "No sé cómo hacen los seguros para saberlo todo", dijo. Le dio una ojeada al expediente que tenía sobre su escritorio de asceta, y concluyó:

- Lo único cierto es la gravedad de su estado.

Estaba dispuesto a autorizarle una visita con las precauciones debidas si Saturno el Mago le prometía, por el bien de su esposa, ceñirse a la conducta que él le indicaba. Sobre todo en la manera de tratarla, para evitar que recayera en uno de sus arrebatos de furia cada vez más frecuentes y peligrosos.

- Es raro -dijo Saturno-. Siempre fue de genio fuerte, pero de mucho dominio.

El medico hizo un ademán de sabio. "Hay conductas que permanecen latentes durante muchos años, y un día estallan", dijo. "Con todo, es una suerte que haya caído por aquí, porque somos especialistas en casos que requieren mano dura". Al final hizo una advertencia sobre la rara obsesión de María por el teléfono.

- Sígale la corriente -dijo.

- Tranquilo, doctor -dijo Saturno con un aire alegre-. Es mi especialidad.

La sala de visitas, mezcla de cárcel y confesionario, era un antiguo locutorio del convento. La entrada de Saturno no fue la explosión de júbilo que ambos hubieran podido esperar. María estaba de pie en el centro del salón, junto a una mesita con dos sillas y un florero sin flores. Era evidente que estaba lista para irse, con su lamentable abrigo color fresa y unos zapatos sórdidos que le habían dado de caridad. En un rincón, casi invisible, estaba Herculina con los brazos cruzados. María no se movió al ver entrar al esposo ni asomó emoción alguna en la cara todavía salpicada por los estragos del vitral. Se dieron un beso de rutina.

- ¿Cómo te sientes? -le preguntó él.

- Feliz de que al fin hayas venido, conejo -dijo ella-. Esto ha sido la muerte.

No tuvieron tiempo de sentarse. Ahogándose en lágrimas, María le contó las miserias del claustro, la barbarie de las guardianas, la comida de perros, las noches interminables sin cerrar los ojos por el terror.

- Ya no sé cuántos días llevo aquí, o meses o años, pero sé que cada uno ha sido peor que el otro -dijo, y suspiró con el alma-: Creo que nunca volveré a ser la misma.

- Ahora todo eso pasó -dijo él, acariciándole con la yema de los dedos las cicatrices recientes de la cara-. Yo seguiré viniendo todos los sábados. Y más si el director me lo permite. Ya verás que todo va a salir muy bien.

Ella fijó en los ojos de él sus ojos aterrados. Saturno intentó sus artes de salón. Le contó, en el tono pueril de las grandes mentiras, una versión dulcificada de los propósitos del médico. "En síntesis", concluyó, "aán te faltan algunos días para estar recuperada por completo". María entendió la verdad.

- ¡Por Dios, conejo! -dijo atónita-. No me digas que tú también crees que estoy loca!

- ¡Cómo se te ocurre! -dijo él, tratando de reír-. Lo que pasa es que será mucho más conveniente para todos que sigas un tiempo aquí. En mejores condiciones, por supuesto.

- ¡Pero si ya te dije que sólo vine a hablar por teléfono! -dijo María.

Él no supo cómo reaccionar ante la obsesión temible. Miró a Herculina. Ésta aprovechó la mirada para indicarle en su reloj de pulso que era tiempo de terminar la visita. María interceptó la señal, miró hacia atrás, y vio a Herculina en la tensión del asalto inminente. Entonces se aferró al cuello de su marido gritando como una verdadera loca. Él se la quitó de encima con tanto amor como pudo, y la dejó a merced de Herculina, que le saltó por la espalda. Sin darle tiempo para reaccionar le aplicó una llave con la mano izquierda, le pasó el otro brazo de hierro alrededor del cuello, y le gritó a Saturno el Mago:

- ¡Váyase!

Saturno huyo despavorido.

Sin embargo, el sábado siguiente, ya repuesto del espanto de la visita, volvió al sanatorio con el gato vestido igual que él: la malla roja y amarilla del gran leotardo, el sombrero de copa y una capa de vuelta y media que parecía para volar. Entró en la camioneta de feria hasta el patio del claustro, y allí hizo una función prodigiosa de casi tres horas que las reclusas gozaron desde los balcones, con gritos discordantes y ovaciones inoportunas. Estaban todas, menos María, que no sólo se negó a recibir a su marido, sino inclusive a verlo desde los balcones. Saturno se sintió herido de muerte.

- Es una reacción típica - lo consoló el director -. Ya pasará.

Pero no pasó nunca. Después de intentar muchas veces ver de nuevo a María, Saturno hizo lo imposible para que recibiera una carta, pero fue inútil. Cuatro veces la devolvió cerrada y sin comentarios. Saturno desistió, pero siguió dejando en la portería del hospital las raciones de cigarrillos, sin saber siquiera si llegaban a Marra, hasta que lo venció la realidad.

Nunca más se supo de él, salvo que volvió a casarse y regresó a su país. Antes de irse de Barcelona le dejó el gato medio muerto de hambre a una noviecita casual, que además se comprometió a seguir llevándole los cigarrillos a María. Pero también ella desapareció. Rosa Regás recordaba haberla visto en el Corte Inglés, hace unos doce años, con la cabeza rapada y el balandrán anaranjado de alguna secta oriental, y en cinta a más no poder. Ella le contó que había seguido llevándole los cigarrillos a María, siempre que pudo, hasta un día en que sólo encontró los escombros del hospital, demolido como un mal recuerdo de aquellos tiempos ingratos. María le pareció muy lúcida la última vez que la vio, un poco pasada de peso y contenta con la paz del claustro. Ese día le llevó el gato, porque ya se le había acabado el dinero que Saturno le dejó para darle de comer.


Primer apologo chino

Primer apologo chino


El ministro X bajo cuya inestable dirección trabajé algún tiempo en el curso de mi aguerrida existencia, oponiéndose una vez a mis opiniones, que consideraba él demasiado filosóficas, me dijo:
-Señor, “primero vivir y luego filosofar”
-¿Está seguro? – le pregunté, mirándolo a los ojos.
-Tan seguro – me respondió él – como que está escrito en lengua latina: Primun vivere, deiende philosophari.
Tras admirarlo en su candidez extrema, le pregunte:
-¿A Su Excelencia le gustan los apólogos chinos?
Ciertamente, dado su natural pedagógico, a Su Excelencia lo extasiaban los apólogos, chinos o no. Visto lo cual referí lo siguiente:
El maestro Chuang tenia un discípulo llamado Tseyu el cual, sin abandonar sus estudios filosóficos, trabajaba como tenedor de libros en una manufactura de porcelanas.
Una vez Tseyu le dijo a Chuang:
-Maestro, has de saber que mi patrón acaba de reprocharme, no sin acritud, las horas que pierdo, según él, en abstracciones filosóficas. Y me ha dicho una sentencia que ha turbado mi entendimiento.
-¿Qué sentencia? – le pregunto Chuang.
-Que primero es vivir y luego filosofar – contestó Tseyu con aire devoto - ¿Qué te parece, maestro?
Sin decir una sola palabra, el maestro Chuang le dio a Tseyu en la mejilla derecha un bofetón enérgico y a la vez desapasionado; tras de lo cual tomó una regadera y se fue a regar un duraznero suyo que a la sazón estaba lleno de flores primaverales.
El discípulo Tseyu, lejos de resentirse, entendió que aquella bofetada tenia un picante valor didáctico. Por lo cual, en los días que siguieron, se dedico a recabar otras opiniones acerca del aforismo que tanto lo preocupaba. Resolvió entonces prescindir de los comerciantes y manufactureros (gentes de pragmatismo tan visible como sospechoso), y acudió a los funcionarios de la Administración Pública, hombres vestidos de prudencia y calzados de sensatez. Y todos ellos, desde el Primer Secretario hasta los oficiales de tercera, convenían en sostener que primero era vivir y luego filosofar. Ya bastante seguro, Tseyu volvió a Chuang y le dijo:
-Maestro, durante un mes he consultado nuestro asunto con hombres de gran experiencia. Y todos están de acuerdo con el aforismo de mi patrón. ¿Qué me dices ahora?
Meditativo y justo, Chuangle dio una bofetada en la mejilla izquierda; y se fue a estudiar su duraznero, que ya tenia hojas verdes y frutas en agraz.
Entonces el abofeteado Tseyu entendió que la Administración Pública era un batracio muy engañoso. Advertido lo cual resolvió levantar la puntería de sus consultas y apelar a la ciencia de los magistrados judiciales, de los médicos psiquiatras, de los astrofísicos, de los generales en actividad y de los más ostentosos representantes de la Curia. Y afirmaron todos, bajo palabra de honor, que primero había que vivir y luego filosofar, si quedaba tiempo. Con muchísimo ánimo, Tseyu visito a Chuang y le habló así:
-Maestro, acabo de agotar la jerarquía de los intelectos humanos; y todos juran que la sentencia de mi patrón es tan exacta como útil. ¿Qué debo hacer?.
Dulce y meticuloso, Chuang hizo girar a su discípulo de tal modo que le presentase la región dorsal. Y luego, con geométrica actitud, le ubico un puntapié didascálico entre las dos nalgas. Hecho lo cual, y acercándose al duraznero, se puso a librar sus frutas de las hojas excesivas que no dejaban pasar los rayos del sol. Tseyu, que había caído de bruces pensó, con el rostro en la hierba, que aquel puntapié matemático no era otra cosa, en el fondo, que un llamado a la razón pura. Se incorporó entonces, dedicó a Chuang una reverencia y se alejó con el pensamiento fijo en la tarea que debía cumplir.
En realidad a Tseyu no le faltaba tiempo: su jefe lo había despedido tres días antes por negligencias reiteradas, y Tseyu conocía por fin el verdadero gusto de la libertad. Como un atleta del raciocinio ayunó tres días y tres noches; limpió cuidadosamente su tubo intestinal; y no bien rayó el alba, se dirigió a las afueras, con los pies calientes y el occipital fresco, tal como lo requiere la preceptiva de la meditación.
Tseyu estableció su cuartel general en la cabaña de un eremita ya difunto que se había distinguido por su conocimiento del Tao: frente a la cabaña, en una plazuela natural que bordeaban perales y ciruelos, Tseyu trazó un circulo de ocho varas de diámetro y se ubicó en el centro, bien sentado a la chinesca. Defendido ya de las posibles irrupciones terrestres, no dejó de temer, en este punto, las interferencias del orden psíquico, tan hostiles a una verdadera concentración. Por lo cual en la órbita de su pensamiento, dibujó también un círculo riguroso dentro del cual sólo cabía la sentencia: “Primero vivir, luego filosofar”.
Una semana permaneció Tseyu encerrado en su doble círculo. Al promediar el último día, se incorporó al fin: hizo diez flexiones de tronco para desentumecerse y diez flexiones de cerebro para desconcentrarse. Tranquilo bajo un mediodía que lo arponeaba de sol, Tseyu se dirigió a la casa de Chuang, y tras una reverencia le dijo:
-Maestro, he reflexionado.
-¿En qué has reflexionado?- le pregunto Chuang.
-En aquella sentencia de mi ex-patrón. Estaba yo en el centro del círculo y me pregunté: “¿Desde su comienzo hasta su fin no es la vida humana un accionar constante?” Y me respondí: “En efecto, la vida es un accionar constante”. Me pregunté de nuevo: “¿Todo accionar del hombre no debe responder a un Fin inteligente, necesario y bueno?” Y me respondí a mí mismo: “Tseyu, dices muy bien” Y volví a preguntarme “¿Cuándo se ha de meditar ese Fin, antes o después de la acción?” Y mi respuesta fue: “ANTES de la acción; porque una acción libre de toda ley inteligente que la preceda va sin gobierno y solo cuaja en estupidez o locura”. Maestro, en este punto de mi teorema me dije yo: “Entonces, primero filosofar y luego vivir.”
Tseyu no aventuró otro sonido. Antes bien, con los ojos en el suelo, aguardó la respuesta de Chuang, ignorando aun si tomaría la forma de un puntapié o de una bofetada. Pero Chuang, cuyo rostro de yeso nada traducía, se dirigió a su duraznero; arrancó el durazno más hermoso y lo depositó en la mano temblante de su discípulo.

Tal es el apólogo que le referí al Ministro X.
-No lo conocía – me dijo - ¿En que selección china figura esa historia?
-En ninguna – le respondí -: acabo de inventarla.
El Ministro X me hizo llegar sus felicitaciones; y ordenó, bajo cuerda, mi primer “descenso” en el escalafón administrativo.


Leopoldo Marechal

Segundo apólogo Chino


Segundo apólogo Chino


Después de algunos años hoy he vuelto a encontrarme con el Ministro X, el protagonista de mi primer apólogo chino:
despojado ahora de su investidura oficial, lo he visto en toda su amplitud humana, como si una primavera civil hubiese remojado su viejo armazón de papel de oficio. ¿Dónde quedaron las heridas que nos inferimos el uno al otro, cuando yo soportaba su férula y el mi aguijón de funcionario beligerante? A decir verdad, el Ministro X es un gran cirujano a quien la tentación de la política (“Musa non Sancta”) llevó al ministerio público quizá en tren de amputación, ya que se trataba de un especialista. Desgraciadamente, la Política no era la sola musa que cortejaba el Ministro, ya que, según las malas lenguas, perseguía también a las otras (y sobre todo a Calíope), bien que furtivamente y con melancólicos resultados. Lo cierto fue que yo, sin comerla ni beberla, me vi lanzado a una rivalidad poética en la cual el Ministro X me atacaba sordamente y yo me defendía (o defendía mi pan) con las leves e incruentas armas del soslayo. Por ejemplo, si él ponía en relieve mi escaso dinamismo en algunas cuestiones, yo sentenciaba: “una cosa es el dinamismo y otra la dinamomanía” si me acusaba de no “poner nervio” en alguna empresa, yo le decía: “una cosa es poner nervio y otra poner nerviosidad” Y así, de contragolpe, desmantelaba yo los lugares comunes del Ministro, fría y perversamente, como si el demonio de la lógica militara bajo mi bandera.
Naturalmente, mi sorda batalla con el Ministro se desembolvía frente a las caras muertas de los Directores Generales. ¿Puedo hablar de los Directores Generales? Al principio los aborrecí con toda mi alma: La función pública, según yo conjeturaba entonces, les había hecho sudar una goma o resina que al solidificárseles en toda la piel, creaba para ellos una suerte de caparazón duro, impenetrable y agresivo como la escafandra de la solemnidad. Pero descubrí mas tarde que la envoltura quitinosa de los Directores Generales no era un arma ofensiva, sino defensiva, y que, debajo de su caparazón los Directores Generales recataban y protegían sus interiores frescuras, regaban sus claveles del alma, nutrían a sus pájaros íntimos, todo a favor de un secreto amurallado contra los expedientes ministeriales. Y atisbé tal secreto muchas veces, cuando, en mis batallas con el Ministro, y por las junturas de las corazas que protegían a los directores Generales, advertí en ellas la luz interna de una solidaridad que desbordaba y se repartía como un ungüento sobre mi alma llena de cicatrices. Instantes hubo en que, levantando mis ojos al cielo, exclamé: “Dios mío, te doy las gracias por haber creado al Director General!”.
Cierta mañana, desde su trono burocrático y no recuerdo a raíz de que distribución oficinesca, el Ministro sentenció a locas:
-El orden de los factores no altera el producto.
-No estoy de acuerdo -le dije yo, lanzándome a la liza.
-¿No está de acuerdo en qué? -tronó el Ministro.
-En que el orden de los factores no altera un producto.
Los Directores Generales no abandonaron su abstracción; pero en sus ojos abisales yo vi el relámpago de una delicia naciente.
-¿Altera o no el producto? -me interrogó el Ministro, adoptando el aire frugal de la aritmética.
-Según y conforme -le dije yo-, ¿Puedo contar un apólogo chino?
La estructura ministerial de mi contendiente retembló, como si yo acabase de amenazarlo con un arma secreta. Sus ojos buscaron auxilio en el frente alerta de los Directores Generales, pero sólo encontraron una muralla de silencio cómplice. También inútilmente Su Excelencia consultó los retratos de Sarmiento y Almafuerte que, sobre su escritorio, parecían mirarse "con bronca". Observando lo cual el Ministro, sin esconder su fracaso, me concedió la palabra sólo a los efectos de un apólogo chino.
-Señor Ministro -comencé yo-, señores Directores Generales: el emperador Yao discutía cierta vez un asunto administrativo con el Tercer Subsecretario del Segundo Secretario de su Primer Ministro. A la discusión asistía, con voz pero sin voto, el maestro Chuang, quien abandonando su ermita ubicada en el monte Lou, había descendido a la corte para ilustrar al emperador sobre la influencia del Tao en el cultivo prudente de las azucenas. En cierto instante de la discusión, cuando el tercer Subsecretario se mostraba dispuesto a no ceder en sus argumentaciones que consideraba graníticas, el emperador Yao le dijo:
-¿Y qué me importan a mí tus argumentos de academia? El orden de los factores no altera el producto.
-¿Quién te lo dijo? -le preguntó el maestro Chuang, abandonando un silencio que lo vestía de pies a cabeza.
El emperador Yao le respondió:
-Me lo dijo la Aritmética, que sólo se equivoca en los libros de los usureros y prestamistas.
-Bien -admitió Chuang -. ¿Quieres que demostremos ahora ese principio aritmético?
-La verdad es la verdad, y siempre debe ser aplicada -sentenció el emperador, asintiendo con la propuesta del filósofo.
El maestro Chuang dio media vuelta y se dirigió a la salida.
-Maestro, ¿a dónde vas? -le preguntó Yao.
-A la cocina del palacio -le respondió el maestro.
-¿Y qué tienes que hacer tú en la cocina?
-Voy a buscar a uno de los "factores".
Por numerosas escaleras bajó el maestro Chuang hasta la cocina del palacio: allá, entre marmitas y sartenes, el cocinero Li practicaba su oficio bonancible.
-Cocinero, vengo a buscarte -le dijo Chuang.
-Maestro, ¿para qué? -inquirió Li, temblando como una hoja por el honor que recibía.
-Para demostrar un postulado aritmético -le explicó Chuang-. Sube conmigo a la sala del emperador.
Sin abandonar el cucharón, insignia de su arte, el cocinero Li siguió al maestro Chuang hasta la gran sala de audiencias; y allí, con sus ojos nublados de humos y cebollas, vio por primera vez a su majestad sentado en un trono de marfil impecable.
-¿Qué hace aquí este hombre? -preguntó Yao, cejijunto, apuntando con su índice al cocinero tembloroso.
-Señor -le dijo Chuang-, es tu cocinero Li, dispuesto a colaborar en la demostración del postulado aritmético. ¿Lo demostramos o no?
El emperador Yao, que siempre fue un goloso de la ciencia, ordenó entonces que fuesen llamados el Primer Cronista y el Primer Amanuense del reino, a fin de que asistieran a la demostración de Chuang y la registraran en los frondosos archivos de la corona. Y una vez que todos estuvieron presentes, el maestro Chuang, dirigiéndose al emperador, le dijo así:
-Majestad Altísima, mi propósito es demostrar si el orden de los factores altera o no el producto. ¿Lo altera o no?
-¡No lo altera! -sostuvo el emperador irreductible.
-Entonces -dijo Chuang-, apliquemos esa doctrina. Vuestra Majestad es un "factor"del reino. ¿Sí o no?
-¡Mandaría decapitar al que lo dudase! -tronó Yao.
-Pero -dijo Chuang- el cocinero Li también es un "factor"del reino. ¿Quién lo niega?
-Nadie -respondió Yao-: el cocinero es un "factor", no hay duda.
Entonces el maestro Chuang dirigiéndose a toda la asamblea, dijo:
-Señores magistrados, el reino es un "producto" resultante de sus "factores". Ahora bien, el emperador Yao y el cocinero Li son dos "factores"de tal producto. Si tal producto no altera con el orden de sus factores, yo propongo que el cocinero Li tome ahora el cetro y la corona de Yao, y suba inmediatamente al trono; y que el emperador Yao tome a su vez el cucharón de Li y baje inmediatamente a la cocina.
Un gran silencio, hijo del estupor y la duda, reinó en la sala de las audiencias. El emperador Yao, que había caído en la más honda de las abstracciones, volvió de su éxtasis y le dijo a Chuang:


-¡Maestro, gracias! me has enseñado que, por culpa de un lugar común, podrían demolerse las bases de mi reino.
Luego sacudió al Primer Amanuense que se había dormido al calor de la lógica y le dictó el siguiente decreto:
"Visto que el uso de lugares comunes puede alterar la noble jerarquía del Reino, el emperador Yao, en salvaguardia de la salud pública,


DECRETA:


1ro. Se prohibe terminantemente la emisión inconsulta de lugares comunes, en tierra, mar y aire, a pie o a caballo.
2do. Publíquese y archívese."


Luego el emperador, en señal de acatamiento, se inclinó ante Chuang el filósofo, tal como debe hacerlo el Poder cuando se enfrenta con la sabiduría. En cuanto al cocinero Li (que, como es justo, no había entendido absolutamente nada), le regaló un cucharón de oro que llevaba grabado el siguiente aforismo del Tao Te Ching: "Lo que permanece quieto es fácil de sostener".


Leopoldo Marechal - Cuaderno de Navegación



La mortalidad materna es una epidemia

las12

VIERNES, 11 DE MARZO DE 2011

DERECHOS

La mortalidad materna es una epidemia

Este año se creó ONU Mujeres para darle un rango mayor a la lucha contra las desigualdades de género a nivel mundial. La representante regional de Brasil y el Cono Sur, Rebecca Reichmann Tavares, conversó con LAS12.

Por Luciana Peker

Cuatro de cada diez varones conocen a algún familiar, amigo o conocido que ha golpeado a una mujer o practican esta agresión de una forma más regular. “La agresión se produce cuando la mujer quiere separarse, ser independiente o salir de la casa. El tema central de la violencia es el control”, explica Rebecca Reichmann Tavares, una psicóloga norteamericana que vive en Brasilia y ahora es la representante regional para Brasil y el Cono Sur de ONU Mujeres, la entidad de las Naciones Unidas –creada el 24 de febrero del 2011– para propiciar la igualdad de género y el empoderamiento de las mujeres.

–¿Por qué si Naciones Unidas ya contaba con Unifem y otros organismos que trabajaban las cuestiones de género se creó ONU Mujeres?

–Existían cuatro entidades separadas que no trabajaban de forma coordinada: Unifem, un instituto de investigación con sólo diez personas en República Dominicana, una instancia para asesorar al secretario general de la ONU y otro organismo para opinar sobre el estatus internacional de la mujer. Eran oficinas pequeñas que hacían alguna parte del trabajo pero no todo. Ahora estamos unificados. Pero no somos sólo una suma de las partes. La creación de ONU Mujeres implica darle un rango mucho mayor a la problemática de género. La nueva entidad es una secretaria general y su presidenta, Michelle Bachelet, participa en el Consejo Directivo de Naciones Unidas, que es algo similar al gabinete de la ONU.

–¿Es una decisión política de Naciones Unidas jerarquizar la lucha por la igualdad de género?

–Exactamente, es una elevación en importancia y prioridad en las cuestiones de igualdad de género dentro de la ONU. Ahora estamos al mismo nivel que el trabajo que hace Naciones Unidas por la infancia, la paz o la seguridad.

–La semana pasada (8 de marzo) fue el Día de la Mujer y todavía se escuchan muchas voces que cuestionan esa conmemoración y suponen que ya no se puede avanzar más. ¿Por qué, en cambio, la ONU considera que es necesario reforzar la lucha por la igualdad de género?

–Porque, todavía, en muchos países las mujeres no tienen derecho al aborto, ni a recibir herencias, ni a ser propietarias o a tener acceso al crédito o a cuentas bancarias (en donde sólo los maridos pueden sacar cuentas) o las muchachas no van a la escuela. También sigue existiendo la mutilación genital. Hay países en donde estamos lejos de resolver estas desigualdades y, en otros, donde sí existe participación política, inserción en la fuerza laboral, paridad en la educación secundaria y universitaria, igualmente tenemos mucho que mejorar en la violencia contra las mujeres, que es un fenómeno universal. Además tenemos que luchar por la igualdad de sueldos: en América latina la diferencia salarial, con el mismo nivel de preparación, es de un 40 por ciento menos para las mujeres.

–¿Qué análisis hace de la Argentina, en donde convive un alto grado de participación política y de estudiantes universitarias con una elevada tasa de mortalidad materna, en gran medida a causa del aborto clandestino?

–Es un tema muy importante. Nosotras no trabajamos directamente con el tema de mortalidad materna (porque en esa área interviene el Fondo de Naciones Unidas para la Población), pero sí consideramos que es una epidemia y que para alcanzar las metas del milenio (que se cumplen en el 2015, en sólo cinco años) el aborto clandestino es un problema. Hay buenas perspectivas de que las metas que nos propusimos sean alcanzadas, menos en mortalidad materna. Por eso, nos damos cuenta de que los servicios de salud sexual todavía no son ofrecidos de la manera en que debían prestarse. También existe el problema de los abortos ilegales. Ya sabemos que el aborto, sea legal o no sea legal, es practicado porque muchas personas que no tienen cómo mantener una familia más grande o por otros motivos recurren a esta intervención.

–¿Argentina puede cumplir con su compromiso ante la ONU en las metas del milenio de llegar al 2015 con una baja considerable de la mortalidad materna o el aborto clandestino va a impedir que se cumpla con la mejora en la vida de las mujeres que está pactada?

–Yo creo que la clandestinidad va a impedir que se alcancen las metas del milenio sobre mortalidad materna, porque la gran mayoría de los problemas en salud reproductiva y de muertes es resultado de abortos practicados en condiciones inseguras.

–¿Usted está a favor de que se despenalice el aborto y pueda ser practicado en hospitales públicos y en condiciones seguras?

–ONU Mujeres no tiene una posición oficial sobre la despenalización del aborto. En cada contexto y en cada país se analiza el proceso. Pero la verdad es que cuando las mujeres pueden practicar un aborto seguro, legal y en un hospital se generan cifras mucho mejores de salud.

–En Argentina, el año pasado, según monitoreos de medios, los femicidios aumentaron un 10 por ciento. ¿La violencia de género está saliendo a la luz o hay un resurgimiento de la violencia machista como reacción a la independencia femenina?

–Lamentablemente no tenemos cifras confiables sobre violencia. No sabemos si se están conociendo más casos de violencia como resultado de la mayor conciencia pública y la mayor voluntad de denunciar o si está aumentando la incidencia de la violencia contra la mujer. Pero sí sabemos que cuando la mujer comienza a actuar de una forma más autónoma (trabajando afuera o de manera independiente) muchas veces la reacción del hombre es la violencia.

–¿O sea que muchas veces la violencia es una reacción a la independencia femenina?

–Sí.

–¿Hay mediciones sobre el nivel de violencia en los varones?

–En Brasil, recientemente, se publicó en un periódico una encuesta de un instituto de investigación que fue chocante. Normalmente nosotras usamos las cifras judiciales y policiales y nunca se había hecho un estudio sobre las ideas de los varones en relación con la agresión física hacia las mujeres. Por eso, fue muy revelador saber que más del 40 por ciento de los varones conocen a algún familiar, amigo o conocido que ha golpeado a una mujer o practica esta agresión de una forma más regular. Ante la pregunta de por qué golpean a las mujeres, ellos respondieron que los motivos son que la mujer quiere separarse, ser independiente o salir de la casa. El tema central es el control.



No digas oui, di psi

radar

DOMINGO, 13 DE MARZO DE 2011

POLEMICAS > ELISABETH ROUDINESCO RESPONDE A MICHEL ONFRAY Y A LOS ATAQUES CONTRA FREUD

No digas oui, di psi

El año pasado, el filósofo Michel Onfray publicó en Francia Le Crépuscule d’une idole (El crepúsculo de un ídolo), un brulote de 500 páginas contra “la fabulación freudiana” en el que impugna la obra del padre del psicoanálisis acusándolo de mezquino, mentiroso, perverso, misógino, homofóbico y admirador de Hitler y Mussolini. La repercusión mediática fue tan estridente como irreflexiva. La brillante Elizabeth Roudinesco le respondió de manera fulminante, así como después se sumaron varios psicoanalistas, psiquiatras, filósofos y profesores universitarios. Ahora, esas respuestas fueron recopiladas en el libro ¿Por qué tanto odio? (Libros del Zorzal), junto con esta entrevista y un ensayo en el que Roudinesco investiga y refuta las dos mayores mentiras creadas contra Freud: la del abuso de su propia cuñada y la de que favorecía la persecución de judíos, pergeñada mientras sus libros eran quemados por los nazis.

Por Sylvain Courage

¿Por qué las teorías de Freud siempre han generado cierto rechazo?

–El odio hacia Freud ya se manifestó desde sus primeros escritos. Es de la misma naturaleza que el odio hacia Darwin. Freud aportó algo que parece intolerable a la humanidad. Es la revolución de lo íntimo. Es la explicación del inconsciente y de la sexualidad. Este es el primer escándalo, que aún sigue chocando. Así como todas las iglesias reprochan a Darwin el haber hecho del hombre un descendiente del mono, así también están resentidas contra Freud por haber hecho de la sexualidad algo normal y ya no algo patológico. En los inicios de Freud, todos los psicólogos se interesaban en la sexualidad, pero para reprimir las sexualidades que parecían perversas: los verdaderos perversos sexuales, por cierto, pero también y sobre todo las mujeres histéricas consideradas malsanas porque desviaban su cuerpo de la maternidad, los “invertidos” porque rechazaban la procreación, y los llamados “niños degenerados” porque se masturbaban.

Era la gran pregunta en 1890-1900. Freud se esfuerza en responderla. Dice que para comprender la sexualidad humana hay que desprenderse de las descripciones puramente sexológicas. Dicho de otro modo, es normal que un niño se masturbe, ¡el asunto sólo se vuelve patológico si exclusivamente hace eso! Según Freud, la sexualidad perversa polimorfa está potencialmente en el corazón de cada uno de nosotros. No hay, por un lado, perversos degenerados y, por otro, individuos normales. Hay grados de norma y de patología. El ser humano, en lo que tiene de más monstruoso, forma parte de la humanidad. Y el niño está en el corazón de nosotros mismos. Por lo tanto, hay que liberar al niño y redefinir los criterios de la perversión. Para liberar a la mujer histérica de sus conflictos y de su sufrimiento, está la palabra.

También siempre se ha reprochado al psicoanálisis el no ser una ciencia. ¿Qué relación mantiene Freud con las ciencias naturales, de las que reclama formar parte en sus inicios?

–Muy temprano, a partir de 1896, Freud, que era médico, abandonó el modelo neurológico. Más allá de lo que digan quienes querrían ver hoy en él a un partidario antes de tiempo de las neurociencias, comprendió que había que romper con las mitologías cerebrales. Esperaba que algún día progresara la medicina del cerebro. No tenía nada en contra de la ciencia. Pero fundó el psicoanálisis a partir de otra racionalidad que no es del mismo orden que la de las ciencias naturales. Comprendió que el hombre no era solamente neuronal, sino que estaba hecho de mitos, de fantasías, de cultura. Y ubicó la tragedia griega –la de Sófocles (Edipo)–, pero también la conciencia culpable de Hamlet, en el centro de la subjetividad. En resumen, el psicoanálisis es una ciencia humana al igual que la antropología: no es una rama de la neurología. Y si biologizamos las ciencias humanas, caemos rápido en el oscurantismo, e incluso en el ocultismo: descubrimos causalidades allí donde no las hay. El desencadenante psíquico de las enfermedades orgánicas –el cáncer, por ejemplo– no está en absoluto probado científicamente, y si confundimos todo, aterrorizamos a la gente al hacerle creer que, si tiene una vida psíquica “higiénica”, no tendrá enfermedades, lo que es opuesto a lo que dice la ciencia médica y también al orden natural del mundo y de la vida.

¿Cuál es, según su opinión, la especificidad de la crítica de Freud en Francia?

–En Estados Unidos, el puritanismo aliado al cientificismo alimenta los ataques contra el freudismo. El debate historiográfico se centró, por ejemplo, en la sexualidad de Freud. ¿Acaso se acostó con su cuñada en 1898? Según el gran rumor norteamericano, completamente inventado, Freud la habría embarazado y obligado a abortar. En Francia, este tipo de polémica no prende. Originalmente, la elite intelectual se apoderó de las tesis de Freud. Los surrealistas y los progresistas vieron en ellas una revolución, en la línea del “yo es otro” de Rimbaud. En el contexto del caso Dreyfus, el freudismo se vio asociado a la ideología de 1789. Pero nuestra historia es de dos caras: Francia generó Valmy y Vichy. Desde esa época, asistimos a una lucha feroz entre los partidarios de una psicología francesa con eje en la fisiología –Théodule Ribot o Pierre Janet– y el freudismo considerado como una “ciencia boche”, antinacional, especulativa. No hay que olvidar que un buen número de psicólogos franceses también fueron teóricos de la desigualdad de los pueblos y las razas a fin de justificar la colonización. Es por eso que suele haber en Francia una confluencia inconsciente entre antifreudismo, racismo, chauvinismo y antisemitismo, fundada en el odio de las elites y el populismo. En los años 1970, Pierre Debray-Ritzen hizo resurgir el viejo fondo antijudeocristiano tratando al psicoanálisis de “ciencia judía”. Y también el libelo antifreudiano de Jacques Bénesteau. Los eternos complots y fabulaciones atribuidos a los psicoanalistas por los adeptos del conspiracionismo son discutibles.

¿Estas polémicas no provienen sobre todo del hecho de que el psicoanálisis fue superado por el progreso médico?

–En lo más mínimo. Después de la Segunda Guerra Mundial, ocurrió la revolución de los psicotrópicos y, en especial, de los neurolépticos. Eso permitió suprimir el asilo. Los medicamentos de la mente permitieron poner fin a las camisas de fuerza. Pudimos tratar, o al menos estabilizar, las psicosis. Pero no las neurosis, ni siquiera las depresiones. Y los tratamientos medicamentosos no alcanzan en ningún caso. En verdad, para tratar las psicosis, hay que asociar la administración razonada de psicotrópicos con curas psíquicas basadas en la palabra, y también hay que ocuparse de reintegrar a los enfermos en la ciudad. Ahora bien, este triple enfoque, el único que permite progresar, cuesta muy caro. Es por eso que las sociedades occidentales prefieren renunciar a él y conformarse con una ideología cientificista en apariencia menos costosa.

¿Cómo se manifiesta esta ideología cientificista?

–Se impuso con la nomenclatura del Manuel estadístico y diagnóstico de los Trastornos Mentales (DSM). De origen norteamericano, este nuevo mapa de las clasificaciones, adoptado por la Organización Mundial de la Salud, se supone que sirve para hacer un repertorio de los trastornos psíquicos a fin de prescribir los tratamientos. A todos los médicos se les impone. Pero, según mi opinión, es pura ideología. Decidieron creer que todo refería a un mecanismo cerebral. En lugar de considerar al sujeto según lo que vive, sólo se toman en cuenta sus comportamientos. El problema, por consiguiente, es que ya no se sabe quién está loco y quién no. ¿Usted chequea tres veces si su puerta está bien cerrada? Está angustiado, por lo tanto, es un enfermo mental. No se preocupan en saber a qué reenvían los comportamientos. El sujeto está cortado, dividido, normado. Ya no quieren saber nada de la intimidad. A tal punto que la influencia del DSM dio pie a una revuelta de los propios sujetos. En especial, contra el proyecto de incluir en el DSM, en preparación para 2013, las nuevas adicciones a Internet y otros medios como si fueran drogas dañinas. Sin embargo, sabemos bien que para determinar si alguien está realmente alienado por su adicción hay que pasar por la palabra y oír lo que tiene para decir. En la próxima entrega del DSM, también está previsto anexar los comportamientos sexuales bajo el ángulo de las adicciones. En este ámbito, ¿dónde está la norma? ¿Cuántas veces por semana? ¿Cómo? Nos hallamos en un callejón sin salida.

Ante la competencia de otros enfoques, en especial, las terapias cognitivas conductuales (TCC), ¿la cura analítica clásica debe evolucionar?

–Creo que sí. Hemos asistido a la rigidificación de la cura clásica: hoy, el silencio del analista durante años ya no es aceptable, si es que alguna vez lo fue. De allí proviene el éxito de las terapias conductuales y cognitivas, que pretenden frenar los síntomas de las enfermedades psíquicas que nos son presentadas como los males del siglo: fobias, trastornos obsesivo-compulsivos (TOC), pérdida de autoestima, etc. Por comparación, se les reprocha a los analistas su no intervención sobre los síntomas. Ahora bien, el análisis puede responder mucho mejor que las TCC. Pero es necesario, sin embargo, proponer curas cortas y activas como las que practicaba el propio Freud. Todo debe reinventarse en el campo clínico..., de manera que la cura se adapte a cada sujeto.

El movimiento psicoanalítico, dividido en una multiplicidad de capillas enfrentadas, ¿puede reaccionar?

–Al estructurarse, el movimiento psicoanalítico se volvió conservador corporativo. En los años 1930-1960, la refundición kleiniana, que puso en evidencia el papel central de la madre, luego la revolución lacaniana (1950-1970), que asoció psicoanálisis y teoría del lenguaje, aportaron ideas novedosas. Pero estas revoluciones produjeron también nuevos conforismos. Esto se hizo visible de manera notoria cuando la emancipación de las mujeres y después de los homosexuales vino a chocar contra la vulgata freudiana. Hubo que rever el viejo modelo patriarcal, revisar las viejas concepciones de la sexualidad femenina, permitir a los homosexuales convertirse en psicoanalistas y padres. Después de haber sido atacado por la derecha, el freudismo fue sacudido por la izquierda y por brillantes filósofos de quienes estuve cerca: Deleuze, Derrida, Lyotard, etc. Y la crítica ha sido fecunda. Hoy, lamentablemente, la mayoría de los analistas parecen dejar de lado el compromiso ciudadano. Están despolitizados y suelen ignorar su historia, lo que les impide ser eficaces en la lucha ideológica que los antifreudianos radicales llevan en su contra. Por otro lado, demasiados psicoanalistas se aferran a tesis de otra época condenando, por ejemplo, la familia monoparental, homoparental o la gestación en vientre de alquiler, aun cuando estas nuevas formas de filiación son perfectamente pensables y los conciernen de lleno.



Virginia Woolf



http://www.librosgratisweb.com/pdf/woolf-virginia/las-olas.pdf

"Los franceses han denominado a Virginia Woolf “la fée des lettres anglaises”. El hada, por la magia
y la riqueza verbal de su estilo; por la belleza de sus imágenes, que hace imperceptible el límite que
separa a la prosa de la poesía en sus páginas."




Las Horas

Las horas

Las Horas
de Michael Cunningham


Premio Pulitzer 1999
Encuadernación: Rústica
Editorial: Muchnik Editores SA, 2003
ISBN 8476696027
224 páginas

Puede adquirir esta obra aquí


Una mañana de 1923, en un suburbio de Londres, Virginia Woolf se despierta con la idea que se convertirá en La señora Dalloway. En los años noventa, en Nueva York, Clarissa Vaughan compra flores para una fiesta en honor de Richard, un antiguo amigo enfermo de sida que ha recibido un importante premio literario. En 1949, Laura Brown, un ama de casa de Los Ángeles, prepara una tarta de cumpleaños para su marido con la ayuda de su hijo pequeño. Estas son las tres mujeres y los momentos de partida, de Las horas, una emotiva novela que se adentra en el mundo de Virginia Woolf con extremada sensibilidad e inteligencia.

Al igual que la protagonista de su obra, los personajes se debaten entre la soledad, la desesperanza y el amor por la belleza y la vida hasta unirse en un trascendente final.

"HABÍA algo regio en Virginia", constató Leon Edel en su estudio sobre el grupo de Bloomsbury, titulado con precisión psicológica Una guarida de leones. Y los definió así: "Fue un grupo de individuos racionalistas y liberales que desarrollaron un arduo trabajo ético y un ideal aristocrático". Y si aquel grupo de escritores e intelectuales, nacidos a fines del siglo XIX, modificó el mundo cultural, ¿qué podríamos decir de su verdadera Reina de Corazones, Virginia Woolf (1882-1941), sino que fue su mejor vórtice?

El profesor Cunningham la toma, a ella y a algunos miembros de su grupo, para convertirlos en personajes de esta novela, Las horas (acaso un homenaje a una de las más memorables obras de Virginia Woolf: Las olas). Y así la novela se inicia con el suicidio de la escritora, que se sumergió en el río, un poco a la manera de Ofelia, con los bolsillos llenos de piedras, huyendo de una depresión que siempre la acompañó.

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