martes, 9 de junio de 2020

Y abrázame 2017

RESEÑA: Las Desventuras del Joven Werther, por Goethe


En marzo de este año una amiga se puso hablar de un libro que le había hecho llorar intensamente, por semanas. Yo recuerdo haber escuchado y leído comentarios sobre Werther pero no me sonaba tan triste como decían que era. Jamás planeé en leerlo, ni siquiera lo tenía incluido en la lista de clásicos que quiero leer. De Goethe el único libro que estaba en mis listas era Fausto.
No sé, es que Werther nunca me atrajo, en lo absoluto. Podía vivir sin leerlo.

Las Desventuras del Joven Werther es la historia del sensible Werther, quien cuenta su a través de cartas que le envía a su amigo sobre su nueva vida luego de haberse mudado. En esas cartas él inicia contando un poco sobre la vida cotidiana del pueblo de Wahlheim, sus actividades y las cosas que encuentra fascinantes en el pueblo.
Werther asiste a una fiesta y justo antes de llegar sus amigas le comentan que está por conocer a una joven muy hermosa, pero que no se ilusione con ella porque ya está comprometida… para qué le dijeron eso… si lo primero que le pasó fue que le gustó la mujer. La joven se llama Charlotte y es muy hermosa, terriblemente hermosa. Y además de eso es tan amable y devota a su familia (pues tuvo que ocupar el lugar de su madre luego que ésta falleciera). Todo esto hace que Werther comience a enamorarse de ella, olvidándose que Charlotte está comprometida. Y esto es porque el prometido de Charlotte no está en el pueblo. Sin embargo pasa lo inevitable y un día Albert, el prometido, regresa. Werther ya era un buen amigo de Charlotte. Lo peor es que Albert es un hombre amigable y bueno, convirtiéndose un gran amigo de Werther. Llega un punto en que lo mejor es alejarse del pueblo y de ellos, por lo que parte a Weimar. Charlotte se casa con Albert, lo cual deja al pobre Werther más herido que nunca.
Werther está pasando por tanto dolor aún estando lejos, por lo que regresa. Las cosas entre Albert, Charlotte y Werther comienzan a ponerse tensas, porque es ya obvio que Werther está enamorado de Charlotte y Albert solicita a Charlotte decirle a Werther que se aleje de ella. Esto termina de herir a Werther y se da cuenta que para que las cosas entre ellos tres estén bien, es necesario que uno muera.

Esta amiga dio una su anécdota tan interesante y graciosa que tuve que leerlo. Era un miércoles en mi curso de apreciación poética y ella contó que la lectura de Werther había sido casi terapéutico puesto que había terminado recientemente una relación y lloró tanto con el libro que se sintió hasta limpia. Y yo de curiosa quise experimentar el mismo dolor y la anécdota me impulsó a leer el libro.
Es muy fácil ser empático con el dolor de Werther. En serio, el hombre es tan frágil y sensible que desde el principio era obvio que le romperían el corazón. Y creo que aquí es donde radicó el que me hiciera sentir triste en algunos pasajes y otros no. Sí, la historia es triste (un triángulo amoroso siempre es triste). Sin embargo a veces llegaba a ser tan intenso el dolor (y las descripciones de dolor) que Werther sentía que era una de dos: o me parecían dolorosas a mí también o me parecían demasiado (move on boy!).
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Puse especial atención en qué sentimientos y actitudes tenía Charlotte ante la situación. Pues en ocasiones parecía que ella alentaba los sentimientos de Werther al ser tan agradable con él, sin embargo cuando Charlotte interactuaba con otras personas se notaba que ella era así de agradable con todo el mundo. Quizás el hecho que Werther cuente la historia es lo que a veces da la impresión que ella se la pasa coqueteando con él (en fin el tipo eso quería), pero es que en realidad Charlotte era así de amable.
Y el personaje de Charlotte fue quizás muy duro de asimilar para mí, a veces no podía creer que tanta belleza, piedad, amabilidad y todo lo bueno y lindo del mundo estuvieran concentrados en ella y no tuviese defecto alguno, pero al tomar en cuenta que todas esas características eran las que se esperaba de una mujer fue más lógico entender que ella fuera así. Si hasta no sabía si sentirme ofendida por el daño que ella causaba al coquetear (sin intención) con Werther o solo entender que ella era así de linda con todos.
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Foto de mi tumblr
Hay que entender que todo este libro trata de emociones. Sentimientos, emociones, dolores… Todos desde el punto de vista de quien lo siente (lo cual lo hace más intenso aún). Porque Werther va contando todo en cartas y jamás vemos las respuestas de su amigo, pero sí sentimos todoooo lo que Werther siente (bravo por poder hacerme sentir el corazón más roto de lo que ya lo tenía por esos tiempos Werther ja, ja, ja :D).
SPOILER:  Que mejor que terminar tus sufrimientos en esa horrible friendzone de manera tan dramática como Werther: ve y pídele las pistolas a la pareja del amor de tu vida y bueno, arruínales la existencia disparándote y haciéndoles sentir que ellos tienen la culpa. Te hubieras salvado si ese par no se amara. Pero no. Sé malo. Bien hecho Werther ja, ja, ja.
Nota personal: lectura recomendado en una post-ruptura, te hará sentir menos solo o ver que tu ruptura no es tan mala como la de Werther.

PAPA RELLENA de CARNE COCINANDO AL AIRE LIBRE EN EL CAMPO - CHOLITA JULIA

Hermana Bernarda Tarta de naranja con merengue Arrollado de mandarina

PAPA RELLENA de CARNE COCINANDO AL AIRE LIBRE EN EL CAMPO - CHOLITA JULIA

Rendez-vous - Trailer (1985, France, André Téchiné)

Italo Calvino "El pecho desnudo"

calvino en albalearningEl señor Palomar camina por una playa solitaria. Encuentra unos pocos bañistas. Una joven tendida en la arena toma el sol con el pecho descubierto. Palomar, hombre discreto, vuelve la mirada hacia el horizonte marino. Sabe que en circunstancias análogas, al acercarse un desconocido, las mujeres se apresuran a cubrirse, y eso no le parece bien: porque es molesto para la bañista que tomaba el sol tranquila; porque el hombre que pasa se siente inoportuno; porque el tabú de la desnudez queda implícitamente confirmado; porque las convenciones respetadas a medias propagan la inseguridad e incoherencia en el comportamiento, en vez de libertad y franqueza. Por eso, apenas ve perfilarse desde lejos la nube rosa-bronceado de un torso desnudo de mujer, se apresura a orientar la cabeza de modo que la trayectoria de la mirada quede suspendida en el vacío y garantice su cortés respeto por la frontera invisible que circunda las personas. Pero -piensa mientras sigue andando y, apenas el horizonte se despeja, recuperando el libre movimiento del globo ocular- yo, al proceder así, manifiesto una negativa a ver, es decir, termino también por reforzar la convención que considera ilícita la vista de los senos, o sea, instituyo una especie de corpiño mental suspendido entre mis ojos y ese pecho que, por el vislumbre que de él me ha llegado desde los límites de mi campo visual, me parece fresco y agradable de ver. En una palabra, mi no mirar presupone que estoy pensando en esa desnudez que me preocupa; ésta sigue siendo en el fondo una actitud indiscreta y retrógrada.
De regreso, Palomar vuelve a pasar delante de la bañista, y esta vez mantiene la mirada fija adelante, de modo de rozar con ecuánime uniformidad la espuma de las olas que se retraen, los cascos de las barcas varadas, la toalla extendida en la arena, la henchida luna de piel más clara con el halo moreno del pezón, el perfil de la costa en la calina, gris contra el cielo. Sí -reflexiona, satisfecho de sí mismo, prosiguiendo el camino-, he conseguido que los senos quedaran absorbidos completamente por el paisaje, y que mi mirada no pesara más que la mirada de una gaviota o de una merluza. ¿Pero será justo proceder así? -sigue reflexionando-. ¿No es aplastar la persona humana al nivel de las cosas, considerarla un objeto, y lo que es peor, considerar objeto aquello que en la persona es específico del sexo femenino? ¿No estoy, quizá, perpetuando la vieja costumbre de la supremacía masculina, encallecida con los años en insolencia rutinaria? Gira y vuelve sobre sus pasos. Ahora, al deslizar su mirada por la playa con objetividad imparcial, hace de modo que, apenas el pecho de la mujer entra en su campo visual, se note una discontinuidad, una desviación, casi un brinco. La mirada avanza hasta rozar la piel tensa, se retrae, como apreciando con un leve sobresalto la diversa consistencia de la visión y el valor especial que adquiere, y por un momento se mantiene en mitad del aire, describiendo una curva que acompaña el relieve de los senos desde cierta distancia, elusiva, pero también protectora, para reanudar después su curso como si no hubiera pasado nada. Creo que así mi posición resulta bastante clara -piensa Palomar-, sin malentendidos posibles. ¿Pero este sobrevolar de la mirada no podría al fin de cuentas entenderse como una actitud de superioridad, una depreciación de lo que los senos son y significan, un ponerlos en cierto modo aparte, al margen o entre paréntesis? Resulta que ahora vuelvo a relegar los senos a la penumbra donde los han mantenido siglos de pudibundez sexomaníaca y de concupiscencia como pecado...
Tal interpretación va contra las mejores intenciones de Palomar que, pese a pertenecer a la generación madura para la cual la desnudez del pecho femenino iba asociada a la idea de intimidad amorosa, acoge sin embargo favorablemente este cambio en las costumbres, sea por lo que ello significa como reflejo de una mentalidad más abierta de la sociedad, sea porque esa visión en particular le resulta agradable. Este estímulo desinteresado es lo que desearía llegar a expresar con su mirada. Da media vuelta. Con paso resuelto avanza una vez más hacia la mujer tendida al sol. Ahora su mirada, rozando volublemente el paisaje, se detendrá en los senos con cuidado especial, pero se apresurará a integrarlos en un impulso de benevolencia y de gratitud por todo, por el sol y el cielo, por los pinos encorvados y la duna y la arena y los escollos y las nubes y las algas, por el cosmos que gira en torno a esas cúspides nimbadas. Esto tendría que bastar para tranquilizar definitivamente a la bañista solitaria y para despejar el terreno de inferencias desviantes. Pero apenas vuelve a acercarse, ella se incorpora de golpe, se cubre, resopla, se aleja encogiéndose de hombros con fastidio como si huyese de la insistencia molesta de un sátiro. El peso muerto de una tradición de prejuicios impide apreciar en su justo mérito la intenciones más esclarecidas, concluye amargamente Palomar.

La aventura de un matrimonio de Italo Calvino

calvino en albalearningEl obrero Arturo Massolari hacía el turno de noche, el que termina a las seis. Para volver a su casa tenía un largo trayecto que recorría en bicicleta con buen tiempo, en tranvía los meses lluviosos e invernales. Llegaba entre las siete menos cuarto y las siete, a veces un poco antes, otras un poco después de que sonara el despertador de Elide, su mujer.
A menudo los dos ruidos, el sonido del despertador y los pasos de él al entrar, se superponían en la mente de Elide, alcanzándola en el fondo del sueño, ese sueño compacto de la mañana temprano que ella trataba de seguir exprimiendo unos segundos con la cara hundida en la almohada. Después se levantaba repentinamente de la cama y ya estaba metiendo a ciegas los brazos en la bata, el pelo sobre los ojos. Elide se le aparecía así, en la cocina, donde Arturo sacaba los recipientes vacíos del bolso que llevaba al trabajo: la fiambrera, el termo, y los depositaba en el fregadero. Ya había encendido el calentador y puesto el café. Apenas la miraba, Elide se pasaba una mano por el pelo, se esforzaba por abrir bien los ojos, como si cada vez se avergonzase un poco de esa primera imagen que el marido tenía de ella al regresar a casa, siempre tan en desorden, con la cara medio dormida. Cuando dos han dormido juntos es otra cosa, por la mañana los dos emergen del mismo sueño, los dos son iguales.
En cambio a veces entraba él en la habitación para despertarla con la taza de café, un minuto antes de que sonara el despertador; entonces todo era más natural, la mueca al salir del sueño adquiría una dulzura indolente, los brazos que se levantaban para estirarse, desnudos, terminaban por ceñir el cuello de él. Se abrazaban. Arturo llevaba el chaquetón impermeable; al sentirlo cerca ella sabía el tiempo que hacía: si llovía, o había niebla o nieve, según lo húmedo y frío que estuviera. Pero igual le decía: “¿Qué tiempo hace?”, y él empezaba como de costumbre a refunfuñar medio irónico, pasando revista a los inconvenientes que había tenido, empezando por el final: el recorrido en bicicleta, el tiempo que hacía al salir de la fábrica, distinto del que hacía la noche anterior al entrar, y los problemas en el trabajo, los rumores que corrían en la sección, y así sucesivamente.
A esa hora la casa estaba siempre mal caldeada, pero Elide se había desnudado completamente, temblaba un poco, y se lavaba en el cuartito de baño. Detrás llegaba él, con más calma, se desvestía y se lavaba también, lentamente, se quitaba de encima el polvo y la grasa del taller. Al estar así los dos junto al mismo lavabo, medio desnudos, un poco ateridos, dándose algún empellón, quitándose de la mano el jabón, el dentífrico, y siguiendo con las cosas que tenían que decirse, llegaba el momento de la confianza, y a veces, frotándose mutuamente la espalda, se insinuaba una caricia y terminaban abrazados.
Pero de pronto Elide:
-¡Dios mío! ¿Qué hora es ya? -y corría a ponerse el portaligas, la falda, a toda prisa, de pie, y con el cepillo yendo y viniendo por el pelo, y adelantaba la cara hacia el espejo de la cómoda, con las horquillas apretadas entre los labios. Arturo la seguía, encendía un cigarrillo, y la miraba de pie, fumando, y siempre parecía un poco incómodo por verse allí sin poder hacer nada. Elide estaba lista, se ponía el abrigo en el pasillo, se daban un beso, abría la puerta y ya se la oía bajar corriendo las escaleras.
Arturo se quedaba solo. Seguía el ruido de los tacones de Elide peldaños abajo, y cuando dejaba de oírla, la seguía con el pensamiento, los brincos veloces en el patio, el portal, la acera, hasta la parada del tranvía. El tranvía, en cambio, lo escuchaba bien: chirriar, pararse, y el golpe del estribo cada vez que subía alguien. “Lo ha atrapado”, pensaba, y veía a su mujer agarrada entre la multitud de obreros y obreras al “once”, que la llevaba a la fábrica como todos los días. Apagaba la colilla, cerraba los postigos de la ventana, la habitación quedaba a oscuras, se metía en la cama.
La cama estaba como la había dejado Elide al levantarse, pero de su lado, el de Arturo, estaba casi intacta, como si acabaran de tenderla. Él se acostaba de su lado, como corresponde, pero después estiraba una pierna hacia el otro, donde había quedado el calor de su mujer, estiraba la otra pierna, y así poco a poco se desplazaba hacia el lado de Elide, a aquel nicho de tibieza que conservaba todavía la forma del cuerpo de ella, y hundía la cara en su almohada, en su perfume, y se dormía.
Cuando volvía Elide, por la tarde, Arturo cabía un rato que daba vueltas por las habitaciones: había encendido la estufa, puesto algo a cocinar. Ciertos trabajos los hacía él, en esas horas anteriores a la cena, como hacer la cama, barrer un poco, y hasta poner en remojo la ropa para lavar. Elide encontraba todo mal hecho, pero a decir verdad no por ello él se esmeraba más: lo que hacía era una especie de ritual para esperarla, casi como salirle al encuentro aunque quedándose entre las paredes de la casa, mientras afuera se encendían las luces y ella pasaba por las tiendas en medio de esa animación fuera del tiempo de los barrios donde hay tantas mujeres que hacen la compra por la noche.
Por fin oía los pasos por la escalera, muy distintos de los de la mañana, ahora pesados, porque Elide subía cansada de la jornada de trabajo y cargada con la compra. Arturo salía al rellano, le tomaba de la mano la cesta, entraban hablando. Elide se dejaba caer en una silla de la cocina, sin quitarse el abrigo, mientras él sacaba las cosas de la cesta. Después:
-Arriba, un poco de coraje -decía ella, y se levantaba, se quitaba el abrigo, se ponía ropa de estar por casa. Empezaban a preparar la comida: cena para los dos, después la merienda que él se llevaba a la fábrica para el intervalo de la una de la madrugada, la colación que ella se llevaría a la fábrica al día siguiente, y la que quedaría lista para cuando él se despertara por la tarde.
Elide a ratos se movía, a ratos se sentaba en la silla de paja, le daba indicaciones. Él, en cambio, era la hora en que estaba descansado, no paraba, quería hacerlo todo, pero siempre un poco distraído, con la cabeza ya en otra parte. En esos momentos a veces estaban a punto de chocar, de decirse unas palabras hirientes, porque Elide hubiera querido que él estuviera más atento a lo que ella hacía, que pusiera más empeño, o que fuera más afectuoso, que estuviera más cerca de ella, que le diera más consuelo. En cambio Arturo, después del primer entusiasmo porque ella había vuelto, ya estaba con la cabeza fuera de casa, pensando en darse prisa porque tenía que marcharse.
La mesa puesta, con todo listo y al alcance de la mano para no tener que levantarse, llegaba el momento en que los dos sentían la zozobra de tener tan poco tiempo para estar juntos, y casi no conseguían llevarse la cuchara a la boca de las ganas que tenían de estarse allí tomados de las manos.
Pero todavía no había terminado de filtrarse el café y él ya estaba junto a la bicicleta para ver si no faltaba nada. Se abrazaban. Parecía que sólo entonces Arturo se daba cuenta de lo suave y tibia que era su mujer. Pero cargaba al hombro la barra de la bici y bajaba con cuidado la escalera.
Elide lavaba los platos, miraba la casa de arriba abajo, las cosas que había hecho su marido, meneando la cabeza. Ahora él corría por las calles oscuras, entre los escasos faroles, quizás ya había dejado atrás el gasómetro. Elide se acostaba, apagaba la luz. Desde su lado, acostada, corría una pierna hacia el lugar de su marido buscando su calor, pero advertía cada vez que donde ella dormía estaba más caliente, señal de que también Arturo había dormido allí, y eso la llenaba de una gran ternura.

"Los gnomos de Gnu" Umberto Eco


Umberto Eco en AlbaLearning
 
Había una vez en la tierra un emperador muy poderoso que quería descubrir nuevos territorios a toda costa. Como era el tiempo en que los astronautas recorrían las galaxias, el emperador envió al Explorador Galáctico (E. G. para los amigos) a través del espacio, en busca de un planeta para civilizar. Vagó por mucho tiempo, pero no pudo encontrar un planeta bonito y habitado.
Hasta que un día, en el rincón más alejado de la Galaxia, vio a través de su megatelescopio megagaláctico, un pequeño y precioso planeta con cielo azul, nubes blancas, valles y bosques tan verdes que daba gusto mirarlos. Allí vivían hermosos animales de todas las especies y unos hombrecillos minúsculos y simpáticos que podaban árboles, daban de comer a los pájaros, cortaban el césped y nadaban en ríos y torrentes de aguas transparentes que tenían infinidad de peces multicolores en su fondo.
E. G. aterrizó su astronave y fue recibido por los hombrecitos.
-Buenos días, señor forastero, nosotros somos los gnomos de Gnu, que es el nombre de nuestro planeta ¿Y tú, quién eres?
-Yo- dijo E. G .- soy el Explorador Galáctico del Gran Emperador de la Tierra, ¡y he venido a descubrirlos!
-¡Vaya, nosotros estábamos seguros que te habíamos descubierto a ti!- dijo el jefe de los gnomos.
E. G. les dijo entonces que él tomaba posesión de este planeta en nombre de su emperador para poder traerles la civilización. Los gnomos no quisieron discutir el punto, pero sí quisieron saber en qué consistía esta civilización y cuánto valía. El explorador les contó que era gratis y que se trataba de una serie de cosas maravillosas que los terrestres habían inventado. Los gnomos se pusieron muy contentos, pero quisieron verlas y para ello el explorador enfocó la Tierra con su megatelescopio megagaláctico.
-¡No veo nada, solo veo humo!- dijo el primer gnomo. E. G. se disculpó
– He enfocado una ciudad. Con todas las chimeneas de las fábricas, los tubos de escape de los camiones y los autos….. hay un poco de contaminación…
-¡Qué pena! – Pero, ¿qué es aquella agua negruzca en el centro y marrón cerca de la costa?- dijo el gnomo.
-iOh!- dijo el explorador un poco picado-, es que en medio del mar naufragan barcos petroleros y el petróleo se esparce por la superficie; en la costa, la gente no controla los desagües y así llegan al mar las cosas feas que los hombres botan.
-¿Significa que el mar está lleno de “caca”?- preguntó el segundo gnomo. Todos los gnomos se rieron porque esa palabra les daba mucha risa.
Y así continuaron los gnomos preguntando y el explorador contestando sobre llanuras grises sin árboles y llenas de latas vacías, que resultaron ser el campo; cajitas de metal, colocadas unas detrás de las otras en las carreteras, que eran los automóviles detenidos por los tacos del tránsito y personas heridas por los accidentes automovilísticos.
Ante este panorama los gnomos le pidieron al explorador que renunciara a descubrirlos; este, francamente enojado, quiso convencerlos hablándoles de la existencia de hospitales donde sanan a las personas que han fumado demasiados cigarrillos y que necesitan un transplante de pulmón; donde a otros les lavan el estómago, porque han comido alimentos contaminados y muchas otras situaciones lamentables.
A los gnomos les pareció interesante, pero dijeron: -Nosotros no necesitamos esos hospitales, porque aquí casi nadie se enferma, no fumamos cigarrillos, comemos alimentos fresquísimos de nuestros huertos y árboles, y nos mejoramos dando un buen paseo por las colinas.
Entonces, a los gnomos se les ocurrió la buena idea de ir a descubrir la Tierra para cuidar su mar, sus prados y jardines, plantar árboles, cuidar a los ancianos y convencer a la gente de cuán bonito es tener un planeta limpio y con aire puro.
E. G. volvió a la Tierra y habló con el Emperador y… quién sabe si dejará a los gnomos de Gnu venir algún día a nuestro planeta. Pero, aunque ellos no lleguen nunca, ¿por qué no hacemos nosotros lo que harían los gnomos de Gnu?

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Guillaume Apollinaire "Cox-city"

Guillaume Apollinaire en AlbaLearning
El barón d’Ormesan llevóse rápidamente la mano a la cicatriz que yo acababa de descubrir en su cabeza, y se arregló el pelo para disimularla.

-Debo estar siempre muy bien peinado -me dijo-, de lo contrario se nota claramente esta maldita mancha morada del cuero cabelludo, que da la impresión que padezco peladera… Esta cicatriz no es reciente. Data de una época en que fui fundador de una ciudad … Hace de esto unos quince años, y ocurrió en la Columbia Británica, en el Canadá… ¡Cox City!… Una ciudad de cinco mil almas… Su nombre de Cox le venía de Chislam Cox, un tipo intrépido, mitad hombre de ciencia, mitad aventurero, que provocó un verdadero asalto*( en el original rush) en esa parte de las Montañas Rocosas, vírgenes a la sazón, y donde todavía hoy se encuentra Cox City.

Los mineros habían sido reclutados aquí y allá: en Québec, en Manitoba, en Nueva York. Fue en esta última ciudad donde me topé con Chislam Cox.

Estaba allí desde hacía alrededor de seis meses, pero, en resumidas cuentas, debo confesar que no ganaba un centavo y me moría de aburrimiento.

No vivía solo; me acompañaba una alemana muy bonita, cuyos encantos tenían éxito… Nos habíamos conocido en Hamburgo y yo me había convertido en su manager, por así decir. Se llamaba Marie-Sybille, o Marizibil, para hablar como la gente de Colonia, su ciudad natal.

¿Será necesario agregar que ella me amaba con locura? Por mi parte, yo no era nada celoso. No obstante, esta vida de haraganería me pesaba más de lo que usted pudiera creer; no tengo alma de rufián. Pero en vano procuraba emplear mis talentos en trabajar…

Un día, en un salón, me dejé embaucar por Chislam Cox, que, apoyado en el bar, hablaba en voz alta y exhortaba a los parroquianos a seguirlo a la Columbia Británica, donde él conocía un lugar donde el oro abundaba.

En su discurso se entremezclaban Cristo, Darwin, el Banco de Inglaterra y, Dios me condene si sé por qué, la papisa Juana. Este Chislam Cox era muy convincente. Me enrolé en sus filas juntamente con Marizibil, que no quería abandonarme, y partimos.

No llevé conmigo nada emparentado con el equipo de un marinero, sino vajilla de bar y muchos alcoholes: whisky, ginebra, ron, etc., manteles y balanzas de precisión.

Nuestro viaje fue bastante penoso, pero una vez llegados al lugar donde Chislam Cox quería conducirnos levantamos una ciudad de madera que fue bautizada con el nombre de Cox-City en honor de quien nos guiaba. Inauguré mi despacho de bebidas, que en seguida fue muy frecuentado. El oro era, en efecto, abundante, y yo mismo negociaba con él. Muchos de los mineros eran apollinaireses o canadienses apollinaireses; también había alemanes e individuos de habla inglesa. Pero el elemento francés predominaba. Más adelante llegaron mestizos apollinaireses de Manitoba y un gran número de piamonteses. También vinieron algunos chinos. De manera que, al cabo de algunos meses, Cox-City contaba con cerca de cinco mil habitantes, de los cuales sólo diez eran mujeres. ..
En esta ciudad cosmopolita me había hecho de una posición envidiable. Mi salón estaba en situación floreciente. Lo había bautizado Café de París, y ese nombre halagaba a todos los habitantes de Cox-City.
***
Los grandes fríos se hicieron sentir. Era terrible. Cincuenta grados bajo cero constituyen una temperatura inaguantable. Entonces se advirtió con terror que Cox-City contaba con provisiones insuficientes para pasar el invierno. No había comunicaciones posibles con el resto del mundo. Era la muerte como perspectiva inmediata. Prontamente se agotaron las provisiones y Chislam Cox dio una conmovedora proclama en la que nos hacía conocer todo lo espantoso de nuestra situación.

Nos pedía perdón por habernos llevado a la muerte, pero a pesar de su desesperación, encontraba medios para hablar de Herbert Spencer y del falso Smerdis. El final de este hecho era algo espantoso: Cox invitaba al pueblo a reunirse a la mañana siguiente en la plaza que se había tenido el buen cuidado de dejar en el centro de la ciudad. Todo el mundo debía llevar su revólver y suicidarse, a una señal, para escapar a los horrores del frío y del hambre.

Nadie protestó. En general, la solución pareció elegante, y hasta Marizibil, en lugar de lloriquear, me dijo que sería feliz de morir conmigo. Distribuimos el alcohol que quedaba, y a la mañana siguiente nos dirigimos del brazo a la plaza mortuoria.

Así viviera cien mil años, jamás olvidaré el espectáculo de esa multitud de cinco mil personas abrigadas con mantas y colchas. Cada uno tenía un revólver en la mano y se oía el castañeteo de los dientes. . ¡Se lo juro!

Chislam Cox, subido a un tonel, presidía la reunión. De repente, se llevó el revólver a la frente y disparó. Fue la señal: mientras Chislam Cox caía de su tonel, todos los habitantes de Cox-City, entre los que me hallaba, nos hacíamos saltar la tapa de los sesos ¡Qué horroroso recuerdo! ¡Qué tema de meditación el de esta unanimidad en el suicidio! ¡Pero qué frío terrible hacía…!

Yo no estaba muerto sino aturdido, y pronto me incorporé. Una herida, o más bien un rasguño, que me provocaba mucho dolor, y cuya cicatriz llevaré hasta el fin de mis días, me recordaba que había tratado de suicidarme. ¿Por qué estaba solo?

-¡Marizibil! -llamé.

Nadie me respondió. Los ojos desencajados, temblando de frío, permanecí largo rato atontado, mirando a esos muertos que mostraban, todos, una herida voluntaria en la frente.

Después sentí un hambre terrible que me torturaba el estómago. Los víveres se habían agotado. No encontré nada en las casas que registré. Enloquecido y titubeante, me arrojé sobre un cadáver y le devoré el rostro. La carne estaba todavía tibia. Me sacié sin ningún remordimiento. Luego comencé a pasearme por la necrópolis pensando en los medios de salir de allí. Me armé; me abrigué cuidadosamente; cargué la mayor cantidad de oro que podía transportar. De pronto sentí inquietud por la alimentación. El cuerpo de las mujeres es más rico en grasas; su carne más tierna. Busqué una y le corté las dos piernas. Ese trabajo me llevó más de dos horas. Pero logré dos jamones que me colgué al cuello mediante dos correas. En ese instante me di cuenta de que había cortado las piernas a Marizibil. Mi alma de antropófago apenas se conmovió. Sobre todo, deseaba irme. Me puse en marcha y, por milagro, encontré un campamento de leñadores, justamente el día que mis provisiones se habían terminado.
La herida que me había hecho en la cabeza curó rápidamente. Pero la cicatriz que oculto con mis dedos me recuerda sin cesar a Cox-City, la necrópolis boreal, y sus habitantes helados, que el frió conserva en la forma que cayeron -armados y heridos-, con los bolsillos llenos del oro inútil por el que murieron.

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