domingo, 30 de agosto de 2020

"Cuento de invierno" de William Shakesperare

 


 
 
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Música: Chopin - Nocturne in C minor

En el palacio de Leontes

Muy estrecha amistad unía, ya desde la infancia, a Leontes, rey de Sicilia, y Polixeno, rey de Bohemia. Habían sido educados juntos y pasado en compañía lo más florido de su juventud, por lo cual había entre ellos gran intimidad. Al tener, pues, que separarse, porque así lo reclamaban los respectivos deberes de soberano de sus Estados, siguieron manteniendo las más cordíales relaciónes enviándose mutuamente regalos y menudeando la correspondencia.

Andando el tiempo contrajeron ambos matrimonio. Leontes tomó por esposa a la noble y bella Hermióna que dio a luz al príncipe Mamilio. Un mes después tuvo Polixeno un hijo a quien llamó Florizel. De unos cinco años próximamente eran estos dos vástagos cuando Polixeno fue a Sicilia a visitar a Leontes: allí permaneció muchos meses, renovando al lado de su antiguo amigo los felices recuerdos de la infancia, cariñosamente acogido por Hermióna, la cual se holgaba en extremo de su presencia y le agasajaba en gran manera por atención a su esposo.

Vino empero la hora de regresar Polixeno a sus Estados. Largo tiempo había estado ausente de Bohemia, y los negocios del reino reclamaban su presencia. Instábale vivamente Leontes a que prolongase su estancia en Sicilia, aunque, no fuese sino algunos días más: pero Polixeno llevó adelante su resolución de partir, viendo lo cual puso Leontes en juego la influencia de su esposa. Gozosa ésta de poder complacer a su marido, aunque movida también por el sincero afecto que profesaba a su huésped, afirmó chanceándose que se oponía absolutamente a que Polixeno partiese de Sicilia, que los asuntos de Bohemia iban como una seda y no exigían para nada su presencia, y en fin, que era inútil que buscase un pretexto para irse, pues no le valdría.

Persuadido como estaba Polixeno de que ni para la próspera marcha de un Estado, ni aun por el bien decir de los súbditos, es conveniente que el soberano falte largo tiempo de su reino, replicó a las instancias de la joven soberana, que verdaderamente había de partir.

—Verdaderamente, pues, no partiréis—dijo aquella, — y tened en cuenta que el verdaderamente de una dama tiene mayor fuerza que no el de un caballero. Y en este caso (continuó Hermióna) vamos a ver: en el supuesto (pues no puede ser de otra manera) que os quedáis, ¿cómo queréis que se os trate, como prisiónero o como huésped? porque una de las dos cosas habéis de ser.

Polixeno era un cumplido caballero y por lo mismo, muy cortés para con las damas, y no pudo resistir a una tan dulce violencia. Consintió, pues, en permanecer una semana más en Sicilia. Pero aun no se había del todo zanjado este incidente con la solución que al mismo diera Polixeno, apoderóse de Leontes una terrible pasión de celos. Su melancólico humor le hizo creer exagerado el afecto de que hacía gala su esposa, y sintióse herido en lo más vivo de su alma viendo que Polixeno concedía a Hermióna lo que a él rehusara.

Hermióna tenía un carácter despierto y regocijado y un espíritu dispuesto siempre para los chistes; su inocente jovialidad hallaba en todo motivos de broma, viendo siempre las cosas por el lado ridículo. Esto y la fría cordíalidad de relaciónes entre Leontes y Polixeno, acabaron por encender el fuego de los celos del primero, el cual, en lugar de rechazar como temerarias sus sospechas, les dió cabida y las alimentó en su espíritu, de manera que poco a poco le obscurecieron completamente la razón, a tai extremo, que confió sus cuitas a uno de sus cortesanos, por nombre Camilo, y le exigió palabra de envenenar a Polixeno.

En vano quiso el honrado cortesano discutir con su rey, conjurándole a que no diese cabida en su espíritu a tan mentidas y peligrosas imaginaciónes, afirmándole que estaban completamente destituidas de fundamento. Hízose el sordo el soberano, y Camilo comprendió que no le quedaba otro recurso que ceder en apariencia a la instigación del rey; dio, pues, palabra a este, de quitar de en medio a Polixeno, con una condición, a saber: que una vez realizado el hecho, Leontes trataría a la reina como antes de venir Polixeno a Sicilia.

— Esto es precisamente lo que había pensado—díjole el rey, —y me huelgo de ver que somos del mismo parecer. Así, pues, a lo dicho.

Guardóse sin embargo Camilo de cometer tan horrendo crimen como era envenenar a Polixeno; antes al contrario, aviso al rey de Bohemia del peligro que le amenazaba y éste, que ya se había puesto en guardía al ver las furiosas miradas que de todas partes se le echaban, resolvió partir sin demora. Comprendió entonces Camilo que no podría ya seguir al servicio del rey, pues éste tarde o temprano se enteraría de su desobediencia, y aceptó el ofrecimiento de Polixeno, de entrar a formar parte de su séquito, y aquella misma noche partieron ambos de Sicilia.

Al saber Leontes su partida, convenciose más y más de la justicia de sus sospechas, y a pesar de las reclamaciónes y protestas de todos los caballeros de la corte, mando encarcelar a la noble Hermióna. Al cabo de poco, dio la reina a luz una niña; pero encolerizado como estaba Leontes contra la madre, se negó a ver a la niña y a reconocerla por hija.

La inocente reina era objeto del cariño y devoción de todas las damas de la corte, no habiendo ni una sola que dudase de la inocencia de su soberana y que no se sublevase contra la crueldad de que era víctima. Una de estas, llamada Paulina, esposa de un señor por nombre Antígono, no contenta con lamentar estérilmente la situación de la reina, quiso poner su energía e intrepidez al servicio de ella. Creyendo que a la vista de la tierna criatura que acababa de nacer, el corazón del obstinado Leontes se ablandaría, fuese a la cárcel, y sin hacer caso alguno de las objeciónes y reparos del carcelero, apoderóse de la niña, tomó luego el camino del palacio, forzó la consigna y se presentó al rey.

Al verla éste, mandó con imperioso acento que la echaran de su presencia; pero la valerosa dama se irguió desafiando a todos con tal audacia y sangre fría, que nadie se atrevió a poner las manos sobre ella.

—Me iré yo por mis pies y cuando lo crea justo, pero antes he de cumplir mi deber dando cuenta de un mensaje que se me ha encargado—dijo con entereza.

Dicho esto, arrodillose ante el monarca y puso a los pies de él la tierna criatura, diciendo:

«La virtuosa reina (pues tal es ella) os ha dado una hija. Hela pues aquí; reconocedla y dadle la bendición».

No dio, empero, resultado este recurso. Encolerizado Leontes, mandole que saliera al instante de palacio y que se llevara la criatura. Paulina entonces, como si no oyera el torrente de injurias que el rey vomitaba, echole en cara su crueldad e insensatez, conminándole con el baldón y vergüenza en que incurría ante todo el mundo por los bárbaros e inícuos tratos que daba a su esposa, la reina.

Consiguieron por fin los criados del rey echar de la presencia real a aquella mujer denodada en demasía; pero no consintió en llevarse la criatura, sino que la dejo allí protestando que del rey era y que a él incumbía cuidar de ella.

Antígono, esposo de Paulina movióse a compasión hacia la tierna criatura y no pudo dejar de manifestarlo; por lo cual volvióse el monarca furioso contra él, acusándolo de haber incitado a su esposa Paulina a cometer aquel acto de audacia y mandóle que recogiese la criatura y le diese muerte. Antígono rechazó respetuosamente aquella acusación: asociáronsele los demas cortesanos, confirmando lo que decía su colega, y conjurando al soberano que desistiese de su sanguinario propósito. El rey, en vista de las súplicas de sus cortesanos y algo amansado, consintió aunque de mala gana, en perdonar la vida a la niña. A Antígono, pues, en calidad de hombre ligio, ordenó el soberano que llevase aquella criatura a algún apartado y desierto lugar, fuera de los límites del reino y que la abandonara sin piedad a su propio riesgo y sin reparar en el clima, dejando al azar que o acabase con su débil existencia o se la prolongase.

Antígono, aunque con el corazón transido de pena, juró obedecer y cumplir la palabra jurada. Embarcó llevando consigo la tierna criatura, con rumbo al extremo confín del reino de Sicilia; por la noche, en alta mar, tuvo un extraño sueño: apareciósele Hermióna, vestida de blanco y derramando tiernas lágrimas, y así que pareció habérsele calmado algún tanto la pena y desconsuelo, le habló en estos términos:

«Buen Antígono; ya que el cielo ha querido que seas tú quien, a pesar de tu buen corazón, y por cumplir tu juramento, has de exponer mi tierna hija; sabe que en Bohemia hay lugares harto apartados, en donde podrás dejarla. Ve, pues allá, y abandona la criatura a su llanto, y puesto que se la tiene ya por perdida para siempre, te suplico que le pongas el nombre de Pérdita. Sabe además que, en castigo de esta cruel tarea que te impuso el rey mi marido, no volverás a ver jamás a tu esposa Paulina».

Dicho esto, desvanecióse el fantasma, exhalando un gemido.

Obedeciendo a lo que se le indicara en sueños, Antígono siguió con la niña hasta Bohemia, y llegado allá, dejóla en el suelo, con el corazón quebrantado de pena y compasión hacia la tierna criatura, aunque sin derramar una lágrima, cumpliendo con gran valor aquel inhumano deber que le impusiera el juramento hecho a su soberano. Al apartarse, vió que le iba a los alcances un oso feroz, por lo cual echó a correr precipitadamente, sin tener siquiera el consuelo de saber que aquella tierna criatura había hallado ya un Salvador. Efectivamente, al cabo de un momento, acertó a pasar por allí un anciano pastor, en busca de una oveja extraviada.

—¡Oh feliz hallazgo!—exclamó sorprendido el buen hombre: —¿qué viene a ser esto? ¡Buen Dios! ¡Un infante, un hermoso infante!... Y ¿qué será, niño o niña?... Vamos a verlo. ¡Oh qué preciosa criatura! ¡pobrecilla, voy a recogerla; esperaré a que venga mi hijo... Ea, ya le oigo silbar... Ven ven!

Corrió presuroso el hijo del pastor a donde estaba su padre y vio al llegar aquella preciosa criatura: tomóla en brazos, y al poco halló un paquete de piezas de oro entre los ricos pañales de la pobre y abandonada infanta. Toman, pues, los dos sencillos pastores a Pérdita y se la llevan a la cabaña, felices de haber hallado tan inesperado tesoro.

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"Como gustéis" de William Shakespeare

 

 
 
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Música: Chopin - Nocturne in C minor

Oliverio y Orlando

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En una de las más sombrías profundidades del bosque de Ardennes habían sentado sus reales unas cuantas personas de vida desocupada. Desterrado y desposeído de sus estados por su hermano Federico el Duque, legítimo soberano del país habíase refugiado en la selva, y allí, lejos del fausto y de las intrigas palaciegas, vivía dichoso, rodeado de algunos servidores fieles y adictos a su persona. Poco a poco fue habituándose a aquel modo de vida de tal manera que llegó a parecerle preferible a la pompa y esplendor de que se viera en otro tiempo rodeado: allí no había parásitos aduladores, no se propalaban calumnias, no se urdían mezquinas intrigas cortesanas; no había mas vicisitudes que las inherentes a los cambios de estación. Cuando las ráfagas del cierzo invernal le hacían tiritar de frío, exclamaba el Duque sonriendo: «¡Estos sí que son leales consejeros que sin adularme, me hacen comprender lo que soy en realidad!», y parecíanle más llevaderos los horrores del frio que la doblez e ingratitud de los hombres.

No lejos del bosque erguíase altiva la almenada torre del castillo que perteneciera en otro tiempo al gran gentilhombre Rolando de Boys. Este señor había dejado, al morir, todos sus bienes al mayor de sus tres hijos, llamado Oliverio, pero con una cláusula testamentaria mandando entregar la suma de mil escudos al más pequeño de los tres, por nombre Orlando: además imponía a Oliverio la obligación de educar a sus dos hermanos. Uno de estos, Jaques, fue enviado a la escuela e hizo rápidos progresos. En cuanto a Orlando, se le dejó abandonado sin instrucción. Oliverio no solo no le hacía cultivar los dones y facultades que recibiera de la naturaleza, sino que se esforzaba en atrofiarlos para que no sacara de ellos provecho ninguno: hacíale comer con la servidumbre, desdeñábase de tratarle como hermano y parecía buscar por todos los medios posibles, la manera de incapacitarle y hacerle indigno y de la categoría de hidalgo.

Indignado al verse víctima de tan malos tratos, acabó Orlando por revoluciónarse afirmando que no estaba dispuesto a tolerar aquella vil esclavitud: hubo con esto una violenta contienda entre los dos hermanos. Oliverio, siguiendo su costumbre, intentó brutalmente reducir a obediencia a Orlando, por lo cual se salió éste de quicio y asiendo de su pérfido hermano, respondió a sus insultantes frases con una serie de verdades capaces de convencer al más obcecado opresor. Un antiguo criado de la casa se interpuso para apaciguar a los dos hermanos; pero fue en vano: Orlando no cejaba.

—No te soltaré—dícele al intentar escaparse Oliverio. — En virtud del testamento de nuestro difunto padre, venías tú obligado a darme una buena educación, y sin acordarte de esto, me has educado como un labriego, no instruyéndome en ninguna de las artes propias del hidalgo que ha de aparecer como tal en la escena del mundo y de la sociedad. Pero, has de saber que el alma de mi padre revive en mi y no voy a tolerar por más tiempo esta esclavitud degradante. Déjame ocuparme en los ejercicios que corresponden a un joven de posición; de lo contrario entrégame la pequeña parte del patrimonio que me legó nuestro padre en testamento y contando con ello, buscaré fortuna.

—Y ¿qué vas a hacer con esto? ¿Mendigar cuando ya no te quede una blanca?—exclamó Oliverio sonriendo irónicamente. —Pues bien, señor, hagamos un arreglo, no quiero ya ser mas objeto de vuestras importunidades; os daré parte de lo que me pedís, pero soltadme. Y tú, perro viejo (añadió brutalmente, volviéndose al criado Adam) tú, vete con él.

—¡Perro viejo!.. ¿conque ésta es mi recompensa? ¿así se me pagan los servicios prestados a vuestro padre? eso soy sin duda, un perro viejo que perdí mis dientes al servicio de vuestra familia. ¡Ah malogrado amo mío y padre vuestro!, a buen seguro que él no hubiera proferido tales palabras.

A pesar de su promesa, Oliverio había ideado un medio para deshacerse de su hermano sin verse obligado a desembolsar los mil escudos. El día siguiente al de la contienda, iba a tener lugar un simulacro de lucha en que el campeón Carlos había de hacer alarde de sus proezas en presencia de toda la corte del duque usurpador: Carlos tenía una fuerza y una habilidad capaces de dar muerte a su contrario, sin parecer que lo intentaba. Orlando tenía intención de medir sus fuerzas con aquel famoso atleta. Oliverio lo sabía, y a Carlos se lo habílan comunicado confidencialmente: temiendo dar algún golpe mortal al joven, fue a ver a Oliverio, de quien era amigo, suplicándole que o apartase a Orlando de su propósito, o le hiciese comprender que si le sucedía alguna desgracia, a nadie sino a sí propio podría culpar, puesto que en el ánimo de su contrincante no estaba el hacerle daño.

—Mil gracias por tu prueba de amistad y afecto;—respondióle Oliverio. —No desconocía yo el intento de mi hermano, y aun hice cuanto estuvo en mi mano para disuadirle de él, pero Orlando es inapeable. Te aseguro, Carlos, que Orlando es el hombre más testarudo que existe en Francia; es además un ambicioso, que ve con pesar las ventajas de los demás: un infeliz que se complace en conspirar secretamente contra mi que soy su hermano. Por mi, pues, obra según tu antojo, y lo mismo me da que acabes con él o que te limites a magullarle un dedo. Harás muy bien en andar con cuidado y receloso de él, pues a la menor afrenta que le parezca que le haces o al menor chasco que le des, o si viere que no puede obtener sobre ti un deslumbrador triunfo, echará mano al veneno o a otra cualquier estratagema para acabar traidoramente contigo y no te dejará hasta no haberte quitado la vida, ya sea por medio de un ataque directo, ya de otra manera. Porque te aseguro (y esto con lágrimas del corazón) que no hay actualmente un hombre a la vez tan joven y tan criminal como mi hermano Orlando.

Escuchaba consternado Carlos el retrato que Oliverio hacía de Orlando, y dijo:

—Felicítome de haber venido a veros. Si viniere mañana,- le pondré las peras a cuarto.

Y partió prometiendo hacer entrar en razón a su adversario.

— Ahora — dijo para sí Oliverio, —lo que hay que hacer es dar alas al joven para que entre en liza con Carlos. Espero que pronto me veré libre de él, y lo tendré a gran felicidad, pues me inspira tal coraje, que le odio a muerte. Y no obstante, reconozco que posee un natural amable y bueno, que es instruido a pesar de sus pocos estudios y que es muchacho de nobles sentimientos: con su suavidad y blandura de carácter encanta a todo el mundo y se capta de tal manera las simpatías de todos, incluso de mi gente, que yo, a su lado, me veo postergado. Pero, vamos, esto no durará: este campeón se encargará de poner las cosas en su terreno. No me queda ya sino alentar a mi hermano al combate, y a ello voy sin tardanza.

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