Humorada y absurdo en Julio Cortazar
Carlos Yusti
Viernes, 13 de febrero de 2004
Hay personas que no tienen sentido del ridículo y asumen posturas engreídamente almidonadas y sin empacho alguno hacen y dicen cuestiones que en verdad eso de adquerir es apenas un hilo en ese inmenso tejido de sucesos desproporcionados y cercanos al disparate irrisorio. Otros individuos son parte del sainete de manera forzada. Como aquel general que exclamó: ¡Esto es el colmo!, cuando vinieron a pedirle la mano de su esposa. O la historia de ese agrisado funcionario que salía por la televisión anunciando unas elecciones el día 28. Su convicción era tal que la gente olfateaba que aquellas elecciones no se llevarían a cabo, como en efecto ocurrió.
El humor no es fácil ni en la vida ni en la literatura. Aquellos que tienen la capacidad de ver las costuras cómicas de la existencia son considerados como bichos raros y en muchos casos hasta personas de cuidado. Lo peligroso no son los humoristas, ni los imitadores, ni los mamadores de gallo, sino aquellas personas que no tienen sentido del humor. Lo amenazador es esa gente que se toma todo muy a pecho y con una gravedad de funeraria cinco estrellas. Hay que cuidarse de esos hombres y mujeres que se creen llamados a ser los salvadores de la patria; de esas personas que son unas rocas sujetas con firmeza a sus principios. Para resguardarse de seres así, e incluso para salir ileso de ese engreimiento de almidonada etiqueta, y no contagiarse de estupidez circunspecta, es bueno recordar aquella frase de Groucho Marx: “Esos son mis principios, si no le gustan, los cambiaré”.
Todo esto viene a cuento porque estoy seguro que Julio Cortázar era un Marxista convencido; una marxista de la tendencia Groucho. Y por ello trató de no dejar al margen el humor en sus novelas y cuentos. No por azar escribió: “Pero seamos serios y observemos que el humor, desterrado de nuestras letras contemporáneas (Macedonio, el primer Borges, el primer Nalé, César Bruto, Marechal a ratos, son outsiders escandalosos en nuestro hipódromo literario) representa, mal que les pese a Los tortugones, una constante del espíritu argentino…¿Por qué diablos hay entre nuestra vida y nuestra literatura una especie de "muro de la vergüenza? En el momento de ponerse a trabajar en un cuento o una novela el escritor típico se calza el cuello duro y se sube a lo más alto del ropero. A cuántos conocí que si hubieran escrito como pensaban, inventaban o hablaban en las mesas de café o en las charlas después de un concierto o un match de box, habrían conseguido esa admiración cuya ausencia siguen atribuyendo a las razones deploradas con lágrimas y folletos por las sociedades de escritores: snobismo del público que prefiere a los extranjeros sin mirar lo que tiene en casa, alevosa perversidad de los editores, y no sigamos que va a llorar hasta el nene”.
Cortázar no utilizaba el humor para arrancar una sonrisa y quitarle un poco ese rigor mortis a los lectores, sino que veía en el humor esa capacidad humana de trastocar la realidad, de crear una visión de reloj blando del mundo de todos los días o como él escribió: “visión en que las cosas dejan de tener sus funciones establecidas para asumir muchas veces funciones diferentes, funciones inventadas”.
El absurdo como eje humorístico fue la clave de su trabajo literario y él lo ha puntualizado así: “Quiero decir que un claro sentimiento del absurdo nos sitúa mejor y más lúcidamente que la seguridad de raíz kantiana según la cual los fenómenos son mediatizaciones de una realidad inalcanzable pero que de todas maneras les sirve de garantía por un año contra toda rotura.”
Este humor es extraño viniendo de un argentino, y conste que para nada me hago eco de la mala prensa que asegura que los argentinos son pedantes, aunque Borges haya dicho que leyó primero el Quijote en inglés. En tal sentido Cortázar es un escritor argentino nacido en Bruselas y nacionalizado francés. Ya esta ensalada prefigura a un escritor un tanto movido del tópico crítico, del lugar común de la cultura en domingo que busca cudricularlo todo, para cada cosa ocupe su casilla correspondiente y no ocasione dolor de cabeza alguno.
Con libros como “Historias de Cronopios y de Famas”, “La vuelta al día en ochenta mundos” (1967), Último round (1969) y “Un tal Lucas”, Cortázar ensaya un texto misceláneo a medio camino entre la humorada absurda, el ensayo y el relato; textos inclasificables con una buena porción de vitriolo humorístico donde el disparate ilógico, con ciertas manchas de café, nicotina y ternura, tiene rol protagónico.
“Historias de cronopios y de famas” está dividido en cuatro partes: "Manual de instrucciones", "Ocupaciones raras", "Material plástico" e "Historias de cronopios y de famas"; cada una posee unidad temática y todas ellas en conjunto conforman otra unidad, que si bien no es temática sí es conceptual y para aclarar esto recurro a las siguientes palabras del autor: "Francisco Porrúa que es el asesor de la Editorial Sudamericana y un gran amigo mío, leyó los Cronopios en esa pequeña edición de mimeógrafo, y me dijo: 'Me gustaría editar este libro pero es muy flaquito, ¿no tienes otras cosas?' Entonces yo busqué entre mis papeles y aparecieron las demás partes y me di cuenta de que aunque fueran secciones diferentes en conjunto había una unidad en el libro. En primer lugar una unidad de tipo formal, porque son todos textos cortos. Entonces los ordené y dio un libro de dimensiones normales.” Cortázar utiliza por primera vez el término "cronopio" en 1952, en un breve crónica a un concierto de Louis Amstrong (incluida después en La vuelta al día en ochenta mundos) que titula "Louis, enormísimo cronopio". El cuenta su encuentro con los cronopios así: “En 1952, yo estaba en París y fui a un concierto en "Les Champs Elisées" de homenaje a Igor Stravinsky. Me sentía muy conmovido viendo a Stravinsky dirigiendo la orquesta y a Jean Cocteau recitando una de las obras. En el entreacto, todo el mundo salió a tomar café. Yo no tuve ganas de salir y me quedé completamente solo en ese inmenso teatro y, de golpe, tuve la sensación de que había en el aire personajes indefinibles, una especie de globos que yo veía de color verde, muy cómicos, muy divertidos y muy amigos, que andaban por ahí circulando. Inmediatamente supe que su nombre era "cronopios". Empecé a escribir sin saber cómo eran. Luego tomaron un aspecto relativamente humano, con esas conductas especiales de los cronopios, que son un poco la conducta del poeta, del asocial, del hombre que vive un poco al margen de las cosas. Frente a ellos están los famas: grandes gerentes de los bancos, presidentes de las repúblicas, la gente formal que defiende el orden. Las esperanzas son personajes intermedios, que están un poco a mitad del camino, sometidas, según las circunstancias, a las influencias de los famas o de los cronopios”.
El humor en Cortázar tiene acordes épicos e irónicos. Un humor sin cortapisas que desgarra de manera sutil ese manto de velorio que parece asfixiar la vida, que deshace esa atmósfera permanente de protocolo con corbata que domina todos los escenarios de la existencia y en donde muchas veces quedamos desajustados, cómicos sin ese lirismo necesario para salvarnos de situaciones hinchadas y embarazosas. Por eso parece necesario convertirnos en cronopios y caminar por el hielo trágico de la vida hasta escaparnos y no terminar traspillados por el boato y los discursos de orden.