Yourcenar, Marguerite, “Kali decapitada”, Cuentos orientales (1938), Buenos Aires, Punto de lectura, 2008. Traducción de Emma Calatayud.
Kali, la terrible diosa, merodea por las llanuras de la India.
Puede vérsela simultáneamente en el Norte y en el Sur, y al mismo tiempo en los lugares santos y en los mercados. Las mujeres se estremecen al verla pasar, los hombres jóvenes, dilatando las ventanas de la nariz, salen a la puerta para verla, y los niños recién nacidos ya saben su nombre. Kali, la negra, es horrible y bella. Tan delgada en su cintura que los poetas que la cantan la comparan con una palmera. Tiene los hombros redondos como el salir de la luna de otoño; unos senos turgentes como capullos a punto de abrirse; sus muslos ondean como la trompa del elefante recién nacido, y sus pies danzarines son como tiernos brotes. Su boca es cálida, pronto se mira en el bronce de la noche como en la plata de la aurora o el cobre del crepúsculo, y se contempla en el oro del mediodía. Pero sus labios no han sonreído jamás; un collar de huesecillos rodea su alto cuellos y en sus rostros, más claro que el resto del cuerpo, sus grandes ojos son puros y tristes. El rostro de Kali, eternamente mojado por las lágrimas , está pálido y cubierto de rocío como la faz inquieta de la mañana.
Kali es abyecta. Ha perdido su casta divina a fuerza de entregarse a los parias y a los condenados, y su rostro, al que besan los leprosos, se halla cubierto de una costra de astros. Se aprieta contra el pecho sarnoso de los camelleros procedentes del Norte, que nunca se lavan a causa de los grandes fríos; se acuesta en los lechos infectados de piojos con los mendigos ciegos; pasa de los brazos de los Brhamanes al abrazo de los miserables- raza fétida, deshonra de la luz- encargados de bañar los cadáveres; y Kali, tendida en la sombra piramidal de las hogueras, se abandona sobre las tibias cenizas. Ama así mismo a los barqueros, que son fuetes y ásperos; acepta hasta a los negros que sirven en los bazares, a quienes se azota más que a las bestias de carga; frota su cabeza contra sus hombros, cuajados de rozaduras por el ir y venir de los fardos. Triste como una enferma con fiebre que no consistiera encontrar agua fresca, va de pueblo en pueblo, de encrucijada en encrucijada, a la busca de los mismos monótonos deleites.
Sus piececitos bailan frenéticamente, moviendo las ajorcas, que tintinean, pero sus ojos no cesan de llorar, su boca amarga nunca besa, sus pestañas no acarician las mejillas de los que la abrazan, y su rostro permanece eternamente pálido como una luna inmaculada.
Hace mucho tiempo, Kali, nenúfar de perfección, se sentaba en el trono de Indra como en el interior de un zafiro: los diamantes de la mañana brillaban en su mirada y el universo se contraía o se dilataba según los latidos de sus corazón.
Pero Kali, perfecta como una flor, ignoraba su perfección y, pura como el día, no conocía su pureza.
Los dioses acecharon a Kali una noche de eclipse, en un cono de sombra, en el rincón de un planeta cómplice. Fue decapitada por el rayo. En vez de sangre, brotó un chorro de sangre su nuca cortada. Su cadáver, dividido en dos trozos y arrojado al Abismo por los Genios, rodó hasta llegar al fondo de los Infiernos por donde se arrastran y sollozan aquellos que no han visto o han rechazado la luz divina. Sopló un viento frío, condensó la claridad que se puso a caer del cielo; una capa blanca se acumuló en la cumbre de las montañas, bajo unos espacios estrellados donde empezaba a hacerse de noche. Los dioses de múltiples brazos y múltiples piernas, semejantes a una ruedas que dan vueltas, huían a través de las tinieblas, cegados por sus aureolas, y los Inmortales, despavoridos, se arrepintieron de su crimen.
Los dioses contritos bajaron del Techo del Mundo hasta el abismo llenos de humo por donde se arrastran los que existieron. Franquearon los nueve purgatorios; pasaron por delante de los calabozos de barro y de hielo en donde los fantasmas, roídos por el remordimiento, se arrepienten de las faltas que cometieron, y por delante de las prisiones en llamas donde otros muertos, atormentados por una codicia vana, lloran las faltas que no cometieron. Los dioses se sorprendían al hallar en los hombres aquella imaginación infinita del Mal, aquellos recursos y aquellas innumerables angustias del placer y del pecado. Al fondo del osario, en un pantano, la cabeza de Kali sobrenadaba como un loto, y sus largos y negros cabellos se extendían alrededor como raíces flotantes.
Recogieron piadosamente aquella cabeza exangüe y se pusieron a buscar el cuerpo que la había llevado. Un cadáver decapitado yacía en la orilla. Lo cogieron, colocaren la cabeza de Kali encima de aquellos hombros y reanimaron a la diosa.
Aquel cuerpo pertenecía a una prostituta, ajusticiada por haber intentado entorpecer las meditaciones de un joven Brahman. Sin sangre aquel cadáver parecía puro. La diosa y la cortesana tenían ambas, en el muslo izquierdo, el mismo lunar.
Kali no volvió, nenúfar de perfección, a sentarse en el trono del cielo de Indra. El cuerpo, al que le había unido la cabeza divina, sentía nostalgia de los barrios de mala fama, de las caricias prohibidas, de los cuartos en donde las prostitutas meditan secretas orgías, acechan la llegada de los clientes a través de las persianas verdes. Se convirtió en seductora de niños, incitadora de ancianos, amante despótica de jóvenes, y las mujeres de la ciudad, abandonadas por sus esposos y considerándose ya viudas, comparaban el cuerpo de Kali con las llamas de la hoguera. Fue inmunda como una rata de alcantarillas y odiada como las comadrejas de los campos. Robó los corazones como si fueran un pedazo de entraña expuesto en los escaparates de los casqueros. Las fortunas licuadas se pegaban sus manos como panales de miel. Sin descanso, de Benarés, a Kapilavistu, de Bangalor a Srinagar, el cuerpo de Kali arrastraba consigo la cabeza deshonrada de la diosa, y sus ojos límpidos continuaban llorando.
Una mañana, en Benarés, Kali, borracha, haciendo muecas de cansancio, salió de la sala de las cortesanas. En el campo, un idiota que babeaba tranquilamente sentado en un montón de de estiércol se levantó al verla pasar y se echó a correr tras ella. Ya sólo le separaba de la diosa la longitud de su sombra. Kali aminoró el paso y dejó que el hombre se acercara.
Cuando él la dejo, emprendió de nuevo el camino hacia una ciudad desconocida. Un niño le pidió limosna; ella no le aviso que una serpiente dispuesta a morder entre dos piedras entre dos piedras. Sentía un gran furor contra todo ser viviente y al mismo tiempo un deseo atroz de aumentar con ello su sustancia, de aniquilar a las criaturas saciándose con ellas. Se la pudo ver en cuclillas junto a los cementerios; su boca masticaba los huesos como los dientes de las leonas. Mató como el insecto hembra que devora a sus machos; aplastó a los hijos que paría como una cerda que se revuelve contra su camada. Y a los que exterminaba, los remataba después bailando encima de ellos. Sus labios, maculados de sangre, exhalaban el mismo olor insípido de las carnicerías, pero sus abrazos consolaban sus víctimas y el calor de su pecho hacía olvidar todos sus males.
En la linde del bosque, Kali tropezó con el Sabio.
Se hallaba sentado, con las piernas cruzadas, con las palmas unidas, y su cuerpo descarnado estaba tan seco como la leña preparada para encender la hoguera: Nadie hubiera podido adivinar si era muy joven o muy viejo, sus ojos que todo lo percibían, apenas eran visibles por debajo de sus parpados medio cerrados. La luz se disponía en torno a él en forma de aureola, y Kali sintió subir de las profundidades de sí misma el presentimiento del gran descanso definitivo, parada de los mundos, liberación de los seres, día de bienaventuranza en que la vida y la muerte serían igualmente inútiles, edad en que todo se resorbe en Nada. Como si esa pura nada que acababa de concebir se estremeciera en ella a la manera de un futuro hijo.
El Maestro de la gran compasión levantó la mano para bendecir a la que pasaba.
-Mi cabeza fue soldada a la infamia- dijo ella-. Quiero y no quiero; sufro, y, no obstante, gozo; me da horror vivir y miedo morir.
-Todos estamos incompletos- dijo el Sabio-. Todos nos hallamos divididos y somos fragmentos, sombras, fantasmas sin consistencia. Todos creemos llorar y gozar desde hace siglos.
-Yo fui Diosa en el cielo de Indra- dijo la cortesana.
-Y tampoco estabas libre del encadenamiento de las cosas, y tu cuerpo de diamante no estaba mas resguardado de la desgracia que tu cuerpo de barro y carne. Tal vez, mujer sin ventura, al errar deshonrada por los caminos te hallás mas cerca de accede a lo que no tiene forma.
-Estoy cansada- gimió la diosa.
Entonces tocando las trenzas negras y manchadas de ceniza con las puntas de los dedos, dijo el Sabio: